Domingo 13 Tiempo Ordinario B

 Decimotercer Domingos Tiempo Ordinario B

  Lectura del libro de la Sabiduría - 1,13-15; 2,23-24

          Dios no ha hecho la muerte, ni se complace destruyendo a los vivos. Él todo lo creó para que subsistiera y las criaturas del mundo son saludables: no hay en ellas veneno de muerte, ni el abismo reina en la tierra. Porque la justicia es inmortal. Dios creó al hombre incorruptible y lo hizo a imagen de su propio ser; mas por envidia del diablo entró la muerte en el mundo, y la experimentan los de su bando.

……….

          “Dios no ha hecho la muerte, ni se complace destruyendo a los vivos. Él todo lo creó para que subsistiera”.  

          En otros muchos pasajes de la Biblia encontramos esta misma declaración sobre Dios. “Mucho cuesta a los ojos de Yahveh la muerte de los que le aman” -así contempla al Señor el salmo 116-. Este Dios, que nos ha creado, aborrece todo tipo de muerte, incluida la del que vive apartado de sus caminos: Así nos lo hace ver el profeta Ezequiel: “Vivo yo -declara el Señor Dios- que no me complazco en la muerte del impío, sino en que el impío se aparte de su camino y viva. Volveos, volveos de vuestros malos caminos. ¿Por qué habéis de morir, oh casa de Israel?” (Ez 33,11). Y en el Nuevo Testamento son las mismas palabras de Jesús las que nos presentan al Dios de la vida: “Yo he venido para que tengan vida, y para que la tengan en abundancia” (Jn 10, 10). Y esta vida que nos regala Cristo es para todos los seres humanos, pues “Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tim 2,4). “Dios no es un Dios de muertos sino de vivos” (Mc 12, 27). 

          Obviamente, cuando estos textos bíblicos hablan de la muerte, no se refieren a la muerte biológica, un episodio que tanto los justos como los pecadores han de atravesar como término de la vida terrena. Se trata de la verdadera muerte, aquella que nos priva de la vida verdadera, la vida para la que hemos sido creados, la misma vida de Dios que, aunque los autores sagrados no lo vislumbrasen, adquirimos en nuestra incorporación a Cristo.

          “Las criaturas del mundo son saludables: no hay en ellas veneno de muerte”.

          Está afirmación bíblica nos recuerda aquella otra del libro del Génesis, referida a la complacencia de Dios en todo lo que salía de sus manos: “Dios vio que todo cuanto había hecho era muy bueno” (Gén 1,31). En todas las cosas creadas, Dios sembró, por tanto, la semilla del bien, y el bien es incompatible con su propia destrucción: “Dios lo creó todo para que subsistiera”. Esta inmortalidad conviene de modo especial al hombre, creado por Dios incorruptible, a imagen de su propio ser, una afirmación prácticamente idéntica a esta otra del Génesis: “Creó, pues, Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios” (Gén 1,27). El hombre -podemos decir con propiedad-, por ser creado a imagen de Dios, participa, al modo como Dios ha querido, de todos los atributos de Dios, también del atributo de la eternidad.

          “Mas por envidia del diablo entró la muerte en el mundo, y la experimentan los de su bando”.

          Es evidente que la muerte, como odio a Dios y separación de Dios, existe en el mundo. Se trata de la muerte originada por el pecado, el cual se instaló desde el principio en nuestras vidas, conviviendo, tanto en la sociedad como en cada uno de nosotros, con el bien. La vida del hombre se convierte por ello en un permanente combate en el que los gérmenes de eternidad, es decir, las semillas del bien y de la justicia, luchan por imponerse a las semillas del mal y de la destrucción.

          En este combate nosotros, que hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en este amor, tenemos la seguridad de la victoria, ya que Cristo, por su muerte y resurrección, ha vencido a la muerte para siempre en Él y en todos los que, fiados de Él, hemos decidido seguir sus pasos. El cristiano, en la medida que vive intensamente su fe, se encuentra en el bando de los amantes de la vida. Éstos serán como “Aquel árbol plantado junto a corrientes de agua, que da a su tiempo el fruto, y jamás se amustia su follaje. ¡No así los impíos, no así! Ellos son como paja que se lleva el viento” (Salmo 1,3-4).

          Todos los hombres hemos sido puestos en la existencia para vivir, para vivir la misma vida de Dios y para encaminarnos a ella a través de nuestra vida terrena. Por eso, todo desprecio de esta nuestra vida de aquí y de ahora es un desprecio a la vida que aguardamos. Nuestra tarea como cristianos es favorecer en el mundo una verdadera cultura de la vida desde su inicio hasta su final, pasando por el vivir de cada día de todos nuestros hermanos. 

          “Toda vida humana, en cuanto tal, merece y exige que se la defienda y promueva siempre. Sabemos bien que a menudo esta verdad corre el riesgo de ser rechazada por el hedonismo difundido en las llamadas "sociedades del bienestar":  la vida se exalta mientras es placentera, pero se tiende a dejar de respetarla cuando está enferma o disminuida. En cambio, partiendo del amor profundo a toda persona, es posible realizar formas eficaces de servicio a la vida:  tanto a la que nace como a la que está marcada por la marginación o el sufrimiento, especialmente en su fase terminal” (Benedicto XVI, Angelus del 5 de febrero de 2006).

 Salmo responsorial - 29

Te ensalzaré, Señor, porque me has librado.

 Te ensalzaré, Señor, porque me has librado y no has dejado que mis enemigos se rían de mí.  Señor, sacaste mi vida del abismo, me hiciste revivir cuando bajaba a la fosa (1)

          El salmista prorrumpe en un himno de acción de gracias al sentirse libre de una gravísima enfermedad en la que percibía próxima una muerte segura. En este estado de postración oía las risas y las burlas de sus enemigos, alegrándose de su desgracia y de su inevitable muerte. Al haber contemplado tan próximo su final, ahora se siente un resucitado de entre los que bajan al sepulcro, alguien que ha pasado de la muerte a la vida: se le daba por desaparecido para siempre, pero la intervención divina le regaló un verdadera existencia.

          También nosotros, y con más razón que el salmista, podemos proclamar muy alto que hemos pasado de la muerte a la vida, no de la muerte física, que sólo destruye nuestro cuerpo, sino de la muerte real del pecado, aquélla que nos traslada a los abismos infernales del no ser. Hemos  entrado en la vida verdadera, la misma que le ha sido otorgada a Cristo, al resucitar de entre los muertos: “Si hemos resucitado con Él, también viviremos con Él”. Viviremos con Él y viviremos como Él vivió en esta tierra: desde el amor y para el amor que, ya desde ahora, llevamos a la práctica con nuestros hermanos.

 Tañed para el Señor, fieles suyos, celebrad el recuerdo de su nombre santo; su cólera dura un instante; su bondad, de por vida; al atardecer nos visita el llanto; por la mañana, el júbilo. (2)

           Radiante de alegría por la recuperación de la salud, el salmista invita a sus correligionarios a unirse a él en su gozo, para que canten con él un himno de acción de gracias al Señor. Ante ellos proclama el proceder habitual de su Dios, un proceder que brota de su Justicia y de su Misericordia. Es verdad que el Señor castiga nuestras ofensas, pero este castigo dura un abrir y cerrar de ojos, mientras que su Misericordia y su Bondad son para siempre. Si cuando nos apartamos de Él y caemos en la oscuridad de nuestras faltas, experimentamos el sufrimiento en nuestras carnes, cuando nos sacudimos el sopor de la noche del pecado y nos abrimos al alba de su misericordia, se establece para nosotros el estado permanente del gozo y la alegría: “Al atardecer nos visita el llanto; por la mañana, el júbilo”.

         Nuestra tarea como cristianos es llevar al mundo, con nuestras voces y con nuestras obras de amor, la alegría de la Resurrección de Cristo, mediante la cual superamos todo lo que nos impide ser nosotros mismos;  invitar a todos los hombres a unirse a nuestro gozo, un gozo que es de todos, pues por todos y para todos ha muerto y resucitado Cristo: para regalar a la humanidad la alegría de los hijos de Dios y constituir la verdadera fraternidad universal.

 

Escucha, Señor, y ten piedad de mí; Señor, socórreme. Cambiaste mi luto en danzas. Señor, Dios mío, te daré gracias por siempre. (3)

          Acordándose de su presunción y autosuficiencia en los momentos de prosperidad y de cómo el Señor apartó su rostro de él y lo dejó postrado en la desgracia (versículo 7, omitido por la Iglesia en esta respuesta a la lectura), el salmista, cayendo en la cuenta de su debilidad, pide al Señor que no descuide sus súplicas, que le arrope y le siga socorriendo con su amor misericordioso. 

           Al final vuelve a proclamar el reconocimiento de los favores con los que el Señor le ha agraciado. Ha pasado la hora del duelo y ha sido el propio Señor el que le ha cambiado el vestido de la tristeza por el traje de la alegría: “Cambiaste mi luto en danzas”. Y ya, con la seguridad de su apoyo, entona un canto de acción de gracias que durará toda la eternidad:  “Te daré gracias por siempre”. Unámonos al salmista en nuestra oración y proclamemos a los cuatro vientos las gracias del Señor. Y mejor que con nuestras torpes palabras, lo hagamos con las palabras inspiradas del Señor en las Escrituras Sagradas: “Me has dado a conocer la senda de la vida; me llenarás de alegría en tu presencia, y de dicha eterna a tu derecha” (Sal 16, 11).

 Lectura de la segunda carta  del apóstol san Pablo a los Corintios - 8,7. 9. 13-15

          Hermanos: Lo mismo que sobresalís en todo –en fe, en la palabra, en conocimiento, en empeño y en el amor que os hemos comunicado–, sobresalid también en esta obra de caridad. Pues conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo, el cual, siendo rico, se hizo pobre por vosotros para enriqueceros con su pobreza. Pues no se trata de aliviar a otros, pasando vosotros estrecheces; se trata de igualar. En este momento, vuestra abundancia remedia su carencia, para que la abundancia de ellos remedie vuestra carencia; así habrá igualdad. Como está escrito: «Al que recogía mucho no le sobraba; y al que recogía poco no le faltaba».

          Los capítulos ocho y nueve de la segunda carta del apóstol San Pablo a los Corintios están dedicados al tema de la colecta en favor de los hermanos cristianos de Jerusalén, una tarea que el apóstol tomó con gran empeño a raíz del llamado concilio de Jerusalén. Al concluir esta reunión se le encomendó a él y a Bernabé la predicación a los gentiles y, al mismo tiempo, que no olvidase a los hermanos de Jerusalén. Está confirmado históricamente que entre los años 46 y 48, Judea y, especialmente Jerusalén, sufrieron una gran crisis económica que hacía que muchos quedasen en la indigencia más absoluta. De esta penuria se hizo eco el historiador judío Flavio Josefo, que cuenta cómo la reina Helena de Adiabene, un pequeño reino a las orillas del Tigris, destacó por su generosidad, mandando traer a Jerusalén trigo de Alejandría e higos secos de la isla de Chipre.

          En los primeros siete versículos del capítulo octavo de esta segunda carta -ellos no pertenecen a esta lectura- San Pablo retoma el tema de la colecta que ya había tratado en la primera carta. En ellos trata de motivar a los corintios con el ejemplo de la generosidad mostrada por otras iglesias, especialmente por la iglesia de Macedonia. En la lectura de hoy, que comienza en el versículo 8, San Pablo, exalta las múltiples virtudes cristianas en las que sobresalen los corintios: su fe ardiente, su claridad a la hora de exponer el misterio de Cristo, su celo por el Evangelio, y su implicación en la ayuda a los necesitados. Es esta implicación y esta solidaridad la que deben acrecentar en estos momentos con los hermanos de la comunidad de Jerusalén, los cuales atraviesan momentos críticos en cuanto a la subsistencia material. El móvil que debe presidir su actuación es el vivo ejemplo de Jesucristo, el cual se despojó voluntariamente de los privilegios de la gloria externa de su divinidad para participar al cien por cien de nuestras miserias y, de esta forma, asociarnos a sus riquezas infinitas: “conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo, el cual, siendo rico, se hizo pobre por vosotros para enriqueceros con su pobreza”. Si el Señor se privó de tantas cosas en beneficio nuestro ¿no es justo que también nosotros nos privemos de alguna en beneficio de nuestros hermanos? La vida de Cristo pobre y humilde era, al parecer, un tema recurrente en la catequesis apostólica a los catecúmenos y a los recién bautizados, presentándola como modelo perfecto de la caridad fraterna.

          A continuación San Pablo concreta el sentido de la colecta. No se trata en este caso de renunciar a todos los bienes materiales y quedarse en la indigencia, sino de igualar, es decir, de compartir con los demás, en este caso con los hermanos pobres de Jerusalén, sus riquezas materiales. La generosidad de la comunidad de Corinto debe establecer un equilibrio entre ella y las iglesias de Judea, mediante una distribución equitativa de los bienes, tanto de aquéllos que sustentan nuestra vida biológica, como de los bienes espirituales. Así es como tradicionalmente, y según la mayor parte de los exégetas católicos modernos, se ha interpretado la afirmación de San Pablo que se recoge casi al final de la lectura: “vuestra abundancia remedia su carencia, para que la abundancia de ellos remedie vuestra carencia”.

          El último versículo de la lectura compara esta igualdad entre las distintas comunidades cristianas a la que de hecho se llevaba a cabo en la etapa del desierto en la recolección del maná: “Al que recogía mucho no le sobraba y al que recogía poco no le faltaba”.

          Es el principio de igualdad que se aplicaba en la iglesia primitiva: “Todos los creyentes vivían unidos y tenían todo en común; vendían sus posesiones y sus bienes y repartían el precio entre todos, según la necesidad de cada uno” (Hech 2,44-45). 

          Es el principio que debe presidir nuestra vida cristiana: “Si alguno que posee bienes de la tierra, ve a su hermano padecer necesidad y le cierra su corazón, ¿cómo puede permanecer en él el amor de Dios? Hijos míos, no amemos de palabra ni de boca, sino con obras y según la verdad” (1 Jn 3,17-18). Y todos sabemos -hoy más que nunca- de las necesidades materiales que sufren nuestros hermanos los hombres, no sólo los que físicamente están lejos, sino los muchos con los que nos cruzamos cada día en la calle. Nuestra indiferencia ante los problemas de las personas necesitadas choca frontalmente con nuestro ser cristianos. Aquí no vale ningún tipo de justificación que sea capaz de acallar nuestra conciencia. 

 Aclamación al Evangelio

          Aleluya, aleluya, aleluya. Nuestro Salvador, Cristo Jesús, destruyó la muerte, e hizo brillar la vida por medio del evangelio.

 Lectura del santo evangelio según san Marcos - 5,21-43

          [En aquel tiempo, Jesús atravesó de nuevo en barca a la otra orilla, se le reunió mucha gente a su alrededor y se quedó junto al mar. Se acercó un jefe de la sinagoga, que se llamaba Jairo, y, al verlo, se echó a sus pies, rogándole con insistencia: «Mi niña está en las últimas; ven, impón las manos sobre ella, para que se cure y viva». Se fue con él y lo seguía mucha gente] que lo apretujaba. Había una mujer que padecía flujos de sangre desde hacía doce años. Había sufrido mucho a manos de los médicos y se había gastado en eso toda su fortuna; pero, en vez de mejorar, se había puesto peor. Oyó hablar de Jesús y, acercándose por detrás, entre la gente, le tocó el manto, pensando: «Con solo tocarle el manto curaré». Inmediatamente se secó la fuente de sus hemorragias y notó que su cuerpo estaba curado. Jesús, notando que había salido fuerza de él, se volvió enseguida, en medio de la gente y preguntaba: «¿Quién me ha tocado el manto?» Los discípulos le contestaban: «Ves cómo te apretuja la gente y preguntas: “¿Quién me ha tocado?”» Él seguía mirando alrededor, para ver a la que había hecho esto. La mujer se acercó asustada y temblorosa, al comprender lo que le había ocurrido, se le echó a los pies y le confesó toda la verdad. Él le dice: «Hija, tu fe te ha salvado. Vete en paz y queda curada de tu enfermedad». Todavía estaba hablando, cuando [llegaron de casa del jefe de la sinagoga para decirle: «Tu hija se ha muerto. ¿Para qué molestar más al maestro?» Jesús alcanzó a oír lo que hablaban y le dijo al jefe de la sinagoga: «No temas; basta que tengas fe». No permitió que lo acompañara nadie, más que Pedro, Santiago y Juan, el hermano de Santiago. Llegan a casa del jefe de la sinagoga y encuentra el alboroto de los que lloraban y se lamentaban a gritos y después de entrar les dijo: «¿Qué estrépito y qué lloros son estos? La niña no está muerta; está dormida». Se reían de él. Pero él los echó fuera a todos y, con el padre y la madre de la niña y sus acompañantes, entró donde estaba la niña, la cogió de la mano y le dijo: «Talitha qumi» (que significa: «Contigo hablo, niña, levántate»). La niña se levantó inmediatamente y echó a andar; tenía doce años. Y quedaron fuera de sí llenos de estupor. Les insistió en que nadie se enterase; y les dijo que dieran de comer a la niña.]

          Estos dos milagros, que se relatan en la lectura evangélica de hoy, aparecen también en San Lucas y en San Mateo. Los tres sinópticos los cuentan en el mismo orden: petición por parte de Jairo de la curación de su hija -“mi niña está en las últimas; ven, impón las manos sobre ella, para que se cure y viva”-, sanación de la mujer que padecía flujos de sangre -“inmediatamente se secó la fuente de sus hemorragias y notó que su cuerpo estaba curado”- y resurrección de la hija del jefe de la sinagoga -“Talitha qumi» (que significa: «Contigo hablo, niña, levántate”.

          San Marcos resalta en estos dos milagros el poder de Cristo, un poder que emana de él hasta tal punto que, a veces, como es el caso de esta mujer,  se le escapa -“notando que había salido fuerza de él”-; un poder no sólo sobre las enfermedad, sino sobre la misma muerte - “La niña no está muerta; está dormida”-; un poder que, a diferencia del de los profetas del Antiguo Testamento -que debían invocar a Dios para que se produjese el milagro- pertenecía por derecho propio a Jesús, como autor de la vida: “Si yo expulsó los demonios …” (Lc 19).

         La única condición que pone Jesús para que se opere el milagro es la fe en su poder: “Hija, tu fe te ha salvado. Vete en paz y queda curada de tu enfermedad”  -le dijo a la mujer que se curó al tocar su manto-; “Impón las manos sobre ella, para que se cure y viva” -con estas palabras manifestaba Jairo a Jesús su confianza en él-.

        Igual que con otros milagros, Jesús manifiesta su deseo de que su actividad sanadora -quizá para evitar el malentendido de un falso mesianismo o para huir de la tentación de gloria humana- no se difundiera entre la gente: “Les insistió en que nadie se enterase”. “Dad de comer a la niña”, les dijo a los padres -probablemente para desviar la atención de los oyentes en el hecho del milagro-.

          Importantes consecuencias para nuestra vida cristiana se desprenden de esta lectura evangélica. 

          La primera es la consideración del poder de Jesús sobre la enfermedad y la muerte. El domingo pasado se insistía en las tres lecturas y el salmo en la confianza en el Señor que, como el Padre, es capaz de imponerse sobre el viento y las olas del mar, lo que significa que activa su poder sobre cualquier circunstancia que ponga en peligro nuestra vida de fe. Como reza la primera lectura, en las realidades creadas por Dios y, en el hombre, de forma más especial, “no hay veneno de muerte, ni el abismo reina en la tierra”, afirmación que se cumple de manera definitiva en la obra de salvación realizada por Jesucristo: “¿Dónde está, oh muerte, tu victoria? ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? El aguijón de la muerte es el pecado; y la fuerza del pecado, la Ley. Pero ¡gracias sean dadas a Dios, que nos da la victoria por nuestro Señor Jesucristo!” (1Cor 15,55-57). Más que otra cosa, el cristiano debe cuidar de que no disminuya, más bien que aumente, su confianza en el poder del Señor. Ello le hará, sin duda alguna, cada vez más fuerte ante las adversidades de la vida, será capaz sin miedos ni complejos de proclamar con su palabra y con sus hechos la gran noticia de Jesús, que ha venido “a anunciar a los pobres la Buena Nueva, a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, a dar la libertad a los oprimidos” (Lc 4,18).

          Y esta confianza en el poder de Jesús nos lleva directamente a la actitud de fe que Jesús pone como condición para que se opere el milagro. “Si tuviereis fe como este grano de mostaza, diréis a este monte: Desplázate de aquí allá, y se desplazará, y nada os será imposible” (Mt 17,20). Nada será imposible para nosotros, si tenemos fe. Hay que ser realistas (una afirmación muy sensata que nos tiene aprisionados en el ámbito de lo razonable, del no pasarse de rosca). Pero, aunque nos pese, éste no es el pensamiento de Jesús, que nos manda amar a nuestros enemigos, dar también la túnica cuando sólo nos piden el manto, acompañar al prójimo dos millas cuando sólo nos demanda una; en definitiva, practicar el amor con los hermanos a imitación suya: “Si yo, el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros” (Jn 13,14). Pues bien, todas estas cosas haremos y muchas más, si, en lugar de confiar en los medios de este mundo, nos lanzamos al agua de la fe y de la confianza en el Señor. “Rema mar adentro” (Lc 5,4) -hacia las aguas profundas-, dice Jesús a sus discípulos y también a nosotros.


Domingo 12 Tiempo Ordinario B

 Duodécimo domingo del tiempo ordinario  Ciclo B 

  Lectura del libro de Job - 38,1. 8-11

           El Señor habló a Job desde la tormenta: «¿Quién cerró el mar con una puerta, cuando escapaba impetuoso de su seno, cuando le puse nubes por mantillas y nubes tormentosas por pañales, cuando le establecí un límite poniendo puertas y cerrojos, y le dije: Hasta aquí llegarás y no pasarás; aquí se romperá la arrogancia de tus olas”?»

           El mar, creado por Dios igual que el resto de los elementos naturales, parece querer tener poder sobre la tierra, un poder que, para muchos pueblos antiguos, era considerado como el caos, una especie de anti-Dios que lucha por imponerse sobre la bondad y el orden que apreciamos en el resto de la naturaleza. En esta lectura el Señor tranquiliza a Job asegurándole que a esta aparente superpotencia le ha puesto unos límites; que cuando, recién nacido, salía furioso de los abismos, lo envolvió en las nubes, que hacían de pañales y que, cuando creció y se hizo adulto, le puso puertas con cerrojos para que sus soberbias olas se rompiesen contra los acantilados para no anegar la tierra: Hasta aquí llegarás y no pasarás; aquí se romperá la arrogancia de tus olas”. 

          ¿Intenta Dios con la manifestación de su poder sobre el mar impresionar a Job para que éste reconozca su omnipotencia y le preste el vasallaje que, como creatura, le debe? En absoluto. Dios no necesita demostrar a Job su omnipotencia ni tampoco tiene necesidad de admiración y de adoración por parte del hombre. Si lo hace es para su bien, para el bien del hombre, representado aquí en la persona de este personaje bíblico; para que, consciente del inmenso poder de su Creador, se sienta seguro y confiado ante los peligros que amenazan su vida.

           Como Job, vivimos en un mundo lleno de amenazas, de incertidumbres, de fuerzas anónimas, que luchan en nuestro contra para arrebatarnos aquello que más nos hace ser nosotros mismos, Dios. Lo mismo que a Job, Dios nos muestra su indiscutible poder con el fin de proporcionarnos aquella seguridad que necesitamos para vivir como seres que no poseen por sí mismos su ser y existencia. 

           Este poder de Dios se ha hecho real para el mundo y para nosotros en Jesucristo, su Enviado, que, como leeremos en el evangelio de este domingo, ordena al viento y al mar que se calmen y, al instante, le obedecen. Pero más que en el dominio sobre los elementos de la naturaleza, el poder de Jesús se realiza en el plano de nuestra salvación. En efecto. Jesús nos saca de la muerte del sinsentido a la alegría de la vida eterna: “He venido para que tengáis vida y la tengáis en abundancia” (Jn 10,10); la esclavitud de nuestros individualismos la convierte en la libertad de los hijos de Dios: “Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; ahora os llamo amigos, porque os he dado a conocer todo lo que he oído de mi Padre” (Jn 15,15); destruye nuestros corazones de piedra y nos da un corazón de carne para que vivamos centrados en el amor y para el amor: “El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que se nos ha dado” (Rm 5,5). Esta presencia poderosa del amor de Dios en nosotros la tenemos asegurada, pues “si Dios está con nosotros, quien estará contra nosotros? ¿Quién podrá separarnos de este amor de Dios? ¿La tribulación?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿los peligros?, ¿la espada? En todo esto salimos vencedores gracias a aquel que nos amó” (Rm 8,31ss)

Salmo responsorial -  106

¡Dad gracias al Señor, porque es eterna su misericordia!

Entraron en naves por el mar, comerciando por las aguas inmensas. Contemplaron las obras de Dios, sus maravillas en el océano. (1)

Él habló y levantó un viento tormentoso, que alzaba las olas a lo alto:subían al cielo, bajaban al abismo,  se sentían sin fuerzas en el peligro. (2)

Pero gritaron al Señor en su angustia, y los arrancó de la tribulación. Apaciguó la tormenta en suave brisa, y enmudecieron las olas del mar. (3)

Se alegraron de aquella bonanza, y él los condujo al ansiado puerto. Den gracias al Señor por su misericordia, por las maravillas que hace con los hombres. (4)

          El salmo 106, como todos los salmos, debe ser encuadrado dentro de la experiencia de salvación y liberación de Israel a lo largo de su historia. En él se describen  poéticamente cuatro situaciones dramáticas que, de una u otra forma, vivió el pueblo, y de las que, con amor de padre, le saca el Señor. La respuesta de los implicados a esta liberación es el reconocimiento, en forma de acción de gracias, de su acción salvadora, una acción de gracias que, de forma recurrente, se repite a lo largo de todo el salmo: “Den gracias al Señor por su misericordia, por las maravillas que hace con los hombres”. 

          Estas situaciones las refiere el salmista a la etapa del desierto -“a los que vagaban por un desierto solitario el Señor puso en un camino hacia una ciudad habitada”-; a la postración sufrida durante el destierro en Babilonia -“el Señor rompió las cadenas de los que yacían cautivos”-; al frecuente abatimiento moral a causa de sus desobediencias -“el Señor envió su Palabra para curarlos de su perdición”.- y, por último, al miedo y sufrimiento ante tantas circunstancias adversas que hacían peligrar su relación con el Dios de la Alianza, miedo y sufrimiento simbolizados en la angustia de unos marinos en medio de una tormenta en el mar.  Ésta es la parte del Salmo que nos propone la Iglesia para hoy, muy en consonancia con la primera lectura y con el Evangelio. Dado que Israel no era un pueblo marinero, este fragmento del salmo tuvo que ser probablemente inspirado en la experiencia de otros pueblos experimentados en situaciones de peligro sufridas en el mar.

          Después de contemplar las maravillas de la creación en el océano, los marineros sufren los inconvenientes de una fuerte tormenta: por causa de un viento huracanado, la barca subía y bajaba, zarandeada por la fuerza caprichosa de las olas. Ni por las condiciones del tiempo ni por la pericia de los marineros se podía controlar la situación. Sólo les quedaba invocar la ayuda del Señor, y así lo hicieron: “Gritaron al Señor en su angustia y el Señor apaciguó la tormenta en suave brisa y enmudecieron las olas del mar”

          “Es indudable que el salmista o su informador ha conocido por experiencia sensaciones o impresiones de una tormenta marina. Es el material que el autor utiliza con un singular acierto: el oleaje que se encrespa, el subir y bajar alterno y vertiginoso de la nave, el mareo, la pérdida de equilibrio, la inutilidad de la destreza marinera... También es notable cómo describe el cesar de la borrasca. Dios transforma el ventarrón en brisa, y el oleaje enmudece; después Dios, como si fuera el timonel, guía a la nave al puerto”. (Schökel; citado en el libro Canten al Señor un canto nuevo, de Raúl Romero López). 

          En nuestra vida de cristianos nos encontramos a veces en situaciones parecidas a la que vivieron estos marineros. El mundo en el que desarrollamos nuestra existencia es como un mar que, en ocasiones, favorece nuestro caminar hacia Dios, y, en otros momentos, parece empeñado en torpedear nuestros pasos para tratar de hundirnos en el abismo del vivir sin Dios. La petición de ayuda al Señor es siempre necesaria: “sin mí no podéis hacer nada” -nos dice Jesús-, lo que no quita que tengamos la obligación de poner en acción todo los medios a nuestro alcance, según reza el libro del Eclesiastés: “Todo lo que tu mano halle para hacer, hazlo según tus fuerzas” (Ecl 9,10). En cualquier caso, y en cualquier situación en la que nos encontremos, debemos vivir de la conciencia de que estamos en las manos de Dios, y Dios quiere siempre nuestro bien. Vale aquí la conclusión del comentario a la lectura anterior: Si Dios está a nuestro lado, nada ni nadie podrá podrá dañar nuestra amistad con Él, nada podrá separarnos del amor de Cristo, del amor que Cristo nos tiene y del amor que nosotros tenemos a Cristo y a nuestros hermanos.

          Esta seguridad y tranquilidad de estar en las manos de Dios es algo con lo que nos sorprendemos cada día como si fuese por primera vez. Por eso el cristiano vive en una continua admiración por las obras que Dios opera en él y en los demás, y en la consiguiente oración de acción de gracias: “Damos gracias al Señor por su misericordia y por las maravillas que hace con los hombres”.

Lectura de la segunda carta  del apóstol san Pablo a los Corintios - 5,14-17

          Hermanos: Nos apremia el amor de Cristo al considerar que, si uno murió por todos, todos murieron. Y Cristo murió por todos, para que los que viven ya no vivan para sí, sino para el que murió y resucitó por ellos. De modo que nosotros desde ahora no conocemos a nadie según la carne; si alguna vez conocimos a Cristo según la carne, ahora ya no lo conocemos así. Por tanto, si alguno está en Cristo es una criatura nueva. Lo viejo ha pasado, ha comenzado lo nuevo.

…………..

          “Cristo murió por todos, para que los que viven ya no vivan para sí, sino para el que murió y resucitó por ellos”

           Cuando Isaías hablaba del siervo sufriente de Yahvé  (42,1-7) y Zacarías del inocente traspasado (12,10) estaban anunciando que toda la humanidad sería salvada gracias a la bondad de un solo hombre que echaría sobre sus espaldas toda la culpa de la humanidad: “Al que llevaba nuestros sufrimientos y le pesaban nuestros dolores lo teníamos como herido de Dios y humillado” (Is 53,45). Este texto y otros similares fueron interpretados, a raíz de la muerte y resurrección de Cristo, como un anuncio y prefiguración de Cristo, que sufrió por nosotros, dejándonos ejemplo para que sigamos sus pasos, “Cristo, que no cometió pecado y que, al ser insultado, no respondía con insultos, llevó sobre el madero nuestros pecados, a fin de que, muertos a ellos, viviéramos para la justicia. Fueron sus heridas las que nos curaron” (1 Pe 21-24).

        La expresión “Cristo ha muerto por nosotros” es una de las primeras formulaciones de la fe cristiana: “Porque os transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras” (1 Cor 13,37), una formulación que conecta directamente con la actitud de Jesús en su vida mortal y de la que habla a los discípulos en distintas ocasiones: “El hijo del hombre ha venido no para ser servido, sino para servir y dar su vida en rescate por muchos” (Mc 10,45), “Esta es mi sangre, la sangre de la alianza que se derrama por la multitud” (Mc 14,24), “No hay amor más grande que el de dar la vida por sus amigos” (Jn 15,13).

           ¿Qué nos aporta a nosotros la muerte de Jesucristo? La vida eterna: “Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia”.  Y ¿en qué consiste la vida eterna? En el conocimiento de Dios: “Ésta es la vida eterna: que te conozcan a Ti, el único Dios verdadero y a tu enviado Jesucristo” (Jn 17,23). Y a Dios y a su Enviado Jesucristo los conocemos  en la Cruz, pues en ella -en el Crucificado- se revela el verdadero rostro de Dios, un rostro que derrocha amor por los cuatro costados. 

           La vida, toda vida, no se vive de forma aislada, es siempre relación con otro u otros, relación que se establece a través del conocimiento, un conocimiento en el que participa todo el ser del hombre, y no sólo sus aspectos intelectuales. La vida eterna consiste en que, al conocer a Dios, entramos en relación con quien es la fuente de la vida, con Aquel que no muere porque es la Vida misma y el Amor mismo. Entonces estamos en la vida verdadera. Entonces vivimos, no para nosotros mismos, “sino para el que murió y resucitó por nosotros”. La muerte de Cristo nos aporta la vida, no porque Él haya pagado el precio de nuestras faltas, sino porque en ella conocemos el verdadero rostro de Dios y, al verlo, nos contagiamos de su Luz: “Contempladlo y quedaréis radiantes” (Sal 34,6). Contemplando el amor de Cristo manifestado en la cruz, contemplamos a todo hombre como propiedad de Cristo, el cual ha dado la vida para rescatarlo (Gal. 1,4; 2,20), Pablo se siente irresistiblemente constreñido para llevar a Cristo al corazón de todos los hombres; no piensa en otra cosa que en hacer efectivo el deseo de Cristo que, como el Padre, “quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Ti. 2,4), y lo lleva a cabo desgastándose y desviviéndose, como Cristo, para la salvación de todos. Toda su entrega apostólica, sus viajes, sus luchas y fatigas, su insistir “a todos «a tiempo y a destiempo” (2 Tim.4,2)…sólo encuentran su explicación en un corazón invadido por el amor de Cristo. Es Cristo mismo el que, viviendo en Pablo (Gal. 2,20), ama también en él a los hombres con su mismo amor.

           Tiene toda la razón San Pablo. Desde el momento en que hemos conocido a Cristo, ya no conocemos a nadie según los parámetros de este mundo, sino con los ojos y el corazón de Dios. En eso consiste nuestra fe: en ver el mundo, a los hombres y al mismo Cristo desde la perspectiva de Dios. Son muy verdaderas las últimas palabras de la lectura: “Si alguno está en Cristo es una criatura nueva. Lo viejo ha pasado, ha comenzado lo nuevo”.

 Aclamación al Evangelio

           Aleluya, aleluya, aleluya. Un gran Profeta ha surgido entre nosotros. Dios ha visitado a su pueblo.

 Lectura del santo evangelio según san Marcos -m4,35-41

           Aquel día, al atardecer, dijo Jesús a sus discípulos: «Vamos a la otra orilla». Dejando a la gente, se lo llevaron en barca, como estaba; otras barcas lo acompañaban. Se levantó una fuerte tempestad y las olas rompían contra la barca hasta casi llenarla de agua. Él estaba en la popa, dormido sobre un cabezal. Lo despertaron, diciéndole: «Maestro, ¿no te importa que perezcamos?» Se puso en pie, increpó al viento y dijo al mar: «¡Silencio, enmudece!» El viento cesó y vino una gran calma. Él les dijo: «¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?» Se llenaron de miedo y se decían unos a otros: «¿Pero quién es este? ¡Hasta el viento y el mar lo obedecen!»

           La lectura habla de una tormenta, un evento natural que, cuando sopla el viento con fuerza, suele ocurrir en el mar, también en el pequeño mar de Galilea: “Se levantó una fuerte tempestad y las olas rompían contra la barca hasta casi llenarla de agua”. Los discípulos están llenos de miedo ante un muy probable peligro de perecer. Mientras, Jesús “duerme en la popa del barco sobre un cabezal”, como si le resultasen ajenos los problemas de los discípulos en ese momento. “Maestro, ¿no te importa que perezcamos?”. Y entonces sucede el milagro. Jesús, poniéndose de pie, increpa al viento con estas palabras: “¡Calla, enmudece!”. Son en el fondo las mismas palabras de la primera lectura dirigidas a Job -“Hasta aquí llegarás y no pasarás; aquí se romperá la arrogancia de tus olas”- y las mismas con las que muchos salmos cantan el poder de Dios sobre los elementos de la naturaleza: “Tú despliegas los cielos lo mismo que una tienda, levantas sobre las aguas tus altas moradas” (Sal 103, 2-5); “Tú que afianzas los montes con tu fuerza, ceñido de poder; Tú que reprimes el estruendo del mar, el estruendo de las olas y el tumulto de los pueblos” (Sal 64,8); “Te vieron, oh Dios, las aguas, las aguas te vieron y temblaron, también se estremecieron los abismos” (Sal 76,17).

           ¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?

           Es la tentación que continuamente nos acosa: pensar que Dios vive alejado y desinteresado de nuestros problemas de cada día. Ésta fue la actitud de los discípulos ante el modo de comportarse Jesús, que duerme plácidamente, como si no pasara nada, una actitud -la de los discípulos- de falta de confianza, que debió defraudar a Jesús, pues ya había realizado en su presencia importantes milagros que atestiguaban que Dios estaba con Él: “¿Todavía no tenéis fe?”. Lo que sorprende en este texto no es tanto el miedo de los discípulos ante la tempestad ni el temor que experimentaron cuando, ante las palabras de Jesús, cesó el viento y se hizo una gran calma, sino la causa de este temor, es decir, su falta de fe en el Señor, a cuyo lado no tenían nada que temer.

           ¿Quién es éste que hasta el viento y el mar le obedecen?

           La respuesta se encuentra en la misma pregunta: éste es el que tiene poder sobre la naturaleza y sobre la creación, es decir, Dios. La palabras de Dios a Adán y Eva “Dominad la tierra y sometedla” fueron la primera manifestación del proyecto de Dios sobre la humanidad. Este proyecto se cumplió en su totalidad y de forma definitiva en Cristo, constituido Dueño y Señor de todo a partir de su Resurrección: “Se me ha dado todo el poder en el cielo y en la tierra”. Al incorporarnos a Cristo en el bautismo, nos hemos unido a Él de tal forma que, desde ese momento, vivimos en Él y Él vive en nosotros: “Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí” (Gál 2,20). Por el bautismo ya no pertenecemos a la antigua creación, sino a la nueva creación inaugurada por Cristo y, como hombres nuevos, es decir, como hombres que vivimos en Cristo, desde Cristo y para Cristo, participamos de todo el poder concedido a Cristo: ya somos capaces de dominar nuestras apetencias egoístas, de desvivirnos por los demás, de llorar con los que lloran, de combatir sin miedo contra todas las tempestades de los hombres, ocasionadas por el mal y el odio, que aún persisten en nuestras vidas, ya estamos revestidos con “la armadura de la fe, ceñidos con la verdad, revestidos con la justicia como coraza y calzados nuestros pies con celo del Evangelio (Ef 6.13-15). Aunque “todo este tesoro –no lo olvidemos- lo tenemos en vasijas de barro, para que se vea que tan sublime poder viene de Dios y no de nosotros” (2 Cor 4,7).