Duodécimo domingo del tiempo ordinario Ciclo B
Lectura del libro de Job - 38,1. 8-11
El Señor habló a Job desde la tormenta: «¿Quién cerró el mar con una puerta, cuando escapaba impetuoso de su seno, cuando le puse nubes por mantillas y nubes tormentosas por pañales, cuando le establecí un límite poniendo puertas y cerrojos, y le dije: “Hasta aquí llegarás y no pasarás; aquí se romperá la arrogancia de tus olas”?»
El mar, creado por Dios igual que el resto de los elementos naturales, parece querer tener poder sobre la tierra, un poder que, para muchos pueblos antiguos, era considerado como el caos, una especie de anti-Dios que lucha por imponerse sobre la bondad y el orden que apreciamos en el resto de la naturaleza. En esta lectura el Señor tranquiliza a Job asegurándole que a esta aparente superpotencia le ha puesto unos límites; que cuando, recién nacido, salía furioso de los abismos, lo envolvió en las nubes, que hacían de pañales y que, cuando creció y se hizo adulto, le puso puertas con cerrojos para que sus soberbias olas se rompiesen contra los acantilados para no anegar la tierra: “Hasta aquí llegarás y no pasarás; aquí se romperá la arrogancia de tus olas”.
¿Intenta Dios con la manifestación de su poder sobre el mar impresionar a Job para que éste reconozca su omnipotencia y le preste el vasallaje que, como creatura, le debe? En absoluto. Dios no necesita demostrar a Job su omnipotencia ni tampoco tiene necesidad de admiración y de adoración por parte del hombre. Si lo hace es para su bien, para el bien del hombre, representado aquí en la persona de este personaje bíblico; para que, consciente del inmenso poder de su Creador, se sienta seguro y confiado ante los peligros que amenazan su vida.
Como Job, vivimos en un mundo lleno de amenazas, de incertidumbres, de fuerzas anónimas, que luchan en nuestro contra para arrebatarnos aquello que más nos hace ser nosotros mismos, Dios. Lo mismo que a Job, Dios nos muestra su indiscutible poder con el fin de proporcionarnos aquella seguridad que necesitamos para vivir como seres que no poseen por sí mismos su ser y existencia.
Este poder de Dios se ha hecho real para el mundo y para nosotros en Jesucristo, su Enviado, que, como leeremos en el evangelio de este domingo, ordena al viento y al mar que se calmen y, al instante, le obedecen. Pero más que en el dominio sobre los elementos de la naturaleza, el poder de Jesús se realiza en el plano de nuestra salvación. En efecto. Jesús nos saca de la muerte del sinsentido a la alegría de la vida eterna: “He venido para que tengáis vida y la tengáis en abundancia” (Jn 10,10); la esclavitud de nuestros individualismos la convierte en la libertad de los hijos de Dios: “Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; ahora os llamo amigos, porque os he dado a conocer todo lo que he oído de mi Padre” (Jn 15,15); destruye nuestros corazones de piedra y nos da un corazón de carne para que vivamos centrados en el amor y para el amor: “El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que se nos ha dado” (Rm 5,5). Esta presencia poderosa del amor de Dios en nosotros la tenemos asegurada, pues “si Dios está con nosotros, quien estará contra nosotros? ¿Quién podrá separarnos de este amor de Dios? ¿La tribulación?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿los peligros?, ¿la espada? En todo esto salimos vencedores gracias a aquel que nos amó” (Rm 8,31ss)
Salmo responsorial - 106
¡Dad gracias al Señor, porque es eterna su misericordia!
Entraron en naves por el mar, comerciando por las aguas inmensas. Contemplaron las obras de Dios, sus maravillas en el océano. (1)
Él habló y levantó un viento tormentoso, que alzaba las olas a lo alto:subían al cielo, bajaban al abismo, se sentían sin fuerzas en el peligro. (2)
Pero gritaron al Señor en su angustia, y los arrancó de la tribulación. Apaciguó la tormenta en suave brisa, y enmudecieron las olas del mar. (3)
Se alegraron de aquella bonanza, y él los condujo al ansiado puerto. Den gracias al Señor por su misericordia, por las maravillas que hace con los hombres. (4)
El salmo 106, como todos los salmos, debe ser encuadrado dentro de la experiencia de salvación y liberación de Israel a lo largo de su historia. En él se describen poéticamente cuatro situaciones dramáticas que, de una u otra forma, vivió el pueblo, y de las que, con amor de padre, le saca el Señor. La respuesta de los implicados a esta liberación es el reconocimiento, en forma de acción de gracias, de su acción salvadora, una acción de gracias que, de forma recurrente, se repite a lo largo de todo el salmo: “Den gracias al Señor por su misericordia, por las maravillas que hace con los hombres”.
Estas situaciones las refiere el salmista a la etapa del desierto -“a los que vagaban por un desierto solitario el Señor puso en un camino hacia una ciudad habitada”-; a la postración sufrida durante el destierro en Babilonia -“el Señor rompió las cadenas de los que yacían cautivos”-; al frecuente abatimiento moral a causa de sus desobediencias -“el Señor envió su Palabra para curarlos de su perdición”.- y, por último, al miedo y sufrimiento ante tantas circunstancias adversas que hacían peligrar su relación con el Dios de la Alianza, miedo y sufrimiento simbolizados en la angustia de unos marinos en medio de una tormenta en el mar. Ésta es la parte del Salmo que nos propone la Iglesia para hoy, muy en consonancia con la primera lectura y con el Evangelio. Dado que Israel no era un pueblo marinero, este fragmento del salmo tuvo que ser probablemente inspirado en la experiencia de otros pueblos experimentados en situaciones de peligro sufridas en el mar.
Después de contemplar las maravillas de la creación en el océano, los marineros sufren los inconvenientes de una fuerte tormenta: por causa de un viento huracanado, la barca subía y bajaba, zarandeada por la fuerza caprichosa de las olas. Ni por las condiciones del tiempo ni por la pericia de los marineros se podía controlar la situación. Sólo les quedaba invocar la ayuda del Señor, y así lo hicieron: “Gritaron al Señor en su angustia y el Señor apaciguó la tormenta en suave brisa y enmudecieron las olas del mar”.
“Es indudable que el salmista o su informador ha conocido por experiencia sensaciones o impresiones de una tormenta marina. Es el material que el autor utiliza con un singular acierto: el oleaje que se encrespa, el subir y bajar alterno y vertiginoso de la nave, el mareo, la pérdida de equilibrio, la inutilidad de la destreza marinera... También es notable cómo describe el cesar de la borrasca. Dios transforma el ventarrón en brisa, y el oleaje enmudece; después Dios, como si fuera el timonel, guía a la nave al puerto”. (Schökel; citado en el libro Canten al Señor un canto nuevo, de Raúl Romero López).
En nuestra vida de cristianos nos encontramos a veces en situaciones parecidas a la que vivieron estos marineros. El mundo en el que desarrollamos nuestra existencia es como un mar que, en ocasiones, favorece nuestro caminar hacia Dios, y, en otros momentos, parece empeñado en torpedear nuestros pasos para tratar de hundirnos en el abismo del vivir sin Dios. La petición de ayuda al Señor es siempre necesaria: “sin mí no podéis hacer nada” -nos dice Jesús-, lo que no quita que tengamos la obligación de poner en acción todo los medios a nuestro alcance, según reza el libro del Eclesiastés: “Todo lo que tu mano halle para hacer, hazlo según tus fuerzas” (Ecl 9,10). En cualquier caso, y en cualquier situación en la que nos encontremos, debemos vivir de la conciencia de que estamos en las manos de Dios, y Dios quiere siempre nuestro bien. Vale aquí la conclusión del comentario a la lectura anterior: Si Dios está a nuestro lado, nada ni nadie podrá podrá dañar nuestra amistad con Él, nada podrá separarnos del amor de Cristo, del amor que Cristo nos tiene y del amor que nosotros tenemos a Cristo y a nuestros hermanos.
Esta seguridad y tranquilidad de estar en las manos de Dios es algo con lo que nos sorprendemos cada día como si fuese por primera vez. Por eso el cristiano vive en una continua admiración por las obras que Dios opera en él y en los demás, y en la consiguiente oración de acción de gracias: “Damos gracias al Señor por su misericordia y por las maravillas que hace con los hombres”.
Lectura de la segunda carta del apóstol san Pablo a los Corintios - 5,14-17
Hermanos: Nos apremia el amor de Cristo al considerar que, si uno murió por todos, todos murieron. Y Cristo murió por todos, para que los que viven ya no vivan para sí, sino para el que murió y resucitó por ellos. De modo que nosotros desde ahora no conocemos a nadie según la carne; si alguna vez conocimos a Cristo según la carne, ahora ya no lo conocemos así. Por tanto, si alguno está en Cristo es una criatura nueva. Lo viejo ha pasado, ha comenzado lo nuevo.
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“Cristo murió por todos, para que los que viven ya no vivan para sí, sino para el que murió y resucitó por ellos”
Cuando Isaías hablaba del siervo sufriente de Yahvé (42,1-7) y Zacarías del inocente traspasado (12,10) estaban anunciando que toda la humanidad sería salvada gracias a la bondad de un solo hombre que echaría sobre sus espaldas toda la culpa de la humanidad: “Al que llevaba nuestros sufrimientos y le pesaban nuestros dolores lo teníamos como herido de Dios y humillado” (Is 53,45). Este texto y otros similares fueron interpretados, a raíz de la muerte y resurrección de Cristo, como un anuncio y prefiguración de Cristo, que sufrió por nosotros, dejándonos ejemplo para que sigamos sus pasos, “Cristo, que no cometió pecado y que, al ser insultado, no respondía con insultos, llevó sobre el madero nuestros pecados, a fin de que, muertos a ellos, viviéramos para la justicia. Fueron sus heridas las que nos curaron” (1 Pe 21-24).
La expresión “Cristo ha muerto por nosotros” es una de las primeras formulaciones de la fe cristiana: “Porque os transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras” (1 Cor 13,37), una formulación que conecta directamente con la actitud de Jesús en su vida mortal y de la que habla a los discípulos en distintas ocasiones: “El hijo del hombre ha venido no para ser servido, sino para servir y dar su vida en rescate por muchos” (Mc 10,45), “Esta es mi sangre, la sangre de la alianza que se derrama por la multitud” (Mc 14,24), “No hay amor más grande que el de dar la vida por sus amigos” (Jn 15,13).
¿Qué nos aporta a nosotros la muerte de Jesucristo? La vida eterna: “Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia”. Y ¿en qué consiste la vida eterna? En el conocimiento de Dios: “Ésta es la vida eterna: que te conozcan a Ti, el único Dios verdadero y a tu enviado Jesucristo” (Jn 17,23). Y a Dios y a su Enviado Jesucristo los conocemos en la Cruz, pues en ella -en el Crucificado- se revela el verdadero rostro de Dios, un rostro que derrocha amor por los cuatro costados.
La vida, toda vida, no se vive de forma aislada, es siempre relación con otro u otros, relación que se establece a través del conocimiento, un conocimiento en el que participa todo el ser del hombre, y no sólo sus aspectos intelectuales. La vida eterna consiste en que, al conocer a Dios, entramos en relación con quien es la fuente de la vida, con Aquel que no muere porque es la Vida misma y el Amor mismo. Entonces estamos en la vida verdadera. Entonces vivimos, no para nosotros mismos, “sino para el que murió y resucitó por nosotros”. La muerte de Cristo nos aporta la vida, no porque Él haya pagado el precio de nuestras faltas, sino porque en ella conocemos el verdadero rostro de Dios y, al verlo, nos contagiamos de su Luz: “Contempladlo y quedaréis radiantes” (Sal 34,6). Contemplando el amor de Cristo manifestado en la cruz, contemplamos a todo hombre como propiedad de Cristo, el cual ha dado la vida para rescatarlo (Gal. 1,4; 2,20), Pablo se siente irresistiblemente constreñido para llevar a Cristo al corazón de todos los hombres; no piensa en otra cosa que en hacer efectivo el deseo de Cristo que, como el Padre, “quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Ti. 2,4), y lo lleva a cabo desgastándose y desviviéndose, como Cristo, para la salvación de todos. Toda su entrega apostólica, sus viajes, sus luchas y fatigas, su insistir “a todos «a tiempo y a destiempo” (2 Tim.4,2)…sólo encuentran su explicación en un corazón invadido por el amor de Cristo. Es Cristo mismo el que, viviendo en Pablo (Gal. 2,20), ama también en él a los hombres con su mismo amor.
Tiene toda la razón San Pablo. Desde el momento en que hemos conocido a Cristo, ya no conocemos a nadie según los parámetros de este mundo, sino con los ojos y el corazón de Dios. En eso consiste nuestra fe: en ver el mundo, a los hombres y al mismo Cristo desde la perspectiva de Dios. Son muy verdaderas las últimas palabras de la lectura: “Si alguno está en Cristo es una criatura nueva. Lo viejo ha pasado, ha comenzado lo nuevo”.
Aclamación al Evangelio
Aleluya, aleluya, aleluya. Un gran Profeta ha surgido entre nosotros. Dios ha visitado a su pueblo.
Lectura del santo evangelio según san Marcos -m4,35-41
Aquel día, al atardecer, dijo Jesús a sus discípulos: «Vamos a la otra orilla». Dejando a la gente, se lo llevaron en barca, como estaba; otras barcas lo acompañaban. Se levantó una fuerte tempestad y las olas rompían contra la barca hasta casi llenarla de agua. Él estaba en la popa, dormido sobre un cabezal. Lo despertaron, diciéndole: «Maestro, ¿no te importa que perezcamos?» Se puso en pie, increpó al viento y dijo al mar: «¡Silencio, enmudece!» El viento cesó y vino una gran calma. Él les dijo: «¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?» Se llenaron de miedo y se decían unos a otros: «¿Pero quién es este? ¡Hasta el viento y el mar lo obedecen!»
La lectura habla de una tormenta, un evento natural que, cuando sopla el viento con fuerza, suele ocurrir en el mar, también en el pequeño mar de Galilea: “Se levantó una fuerte tempestad y las olas rompían contra la barca hasta casi llenarla de agua”. Los discípulos están llenos de miedo ante un muy probable peligro de perecer. Mientras, Jesús “duerme en la popa del barco sobre un cabezal”, como si le resultasen ajenos los problemas de los discípulos en ese momento. “Maestro, ¿no te importa que perezcamos?”. Y entonces sucede el milagro. Jesús, poniéndose de pie, increpa al viento con estas palabras: “¡Calla, enmudece!”. Son en el fondo las mismas palabras de la primera lectura dirigidas a Job -“Hasta aquí llegarás y no pasarás; aquí se romperá la arrogancia de tus olas”- y las mismas con las que muchos salmos cantan el poder de Dios sobre los elementos de la naturaleza: “Tú despliegas los cielos lo mismo que una tienda, levantas sobre las aguas tus altas moradas” (Sal 103, 2-5); “Tú que afianzas los montes con tu fuerza, ceñido de poder; Tú que reprimes el estruendo del mar, el estruendo de las olas y el tumulto de los pueblos” (Sal 64,8); “Te vieron, oh Dios, las aguas, las aguas te vieron y temblaron, también se estremecieron los abismos” (Sal 76,17).
¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?
Es la tentación que continuamente nos acosa: pensar que Dios vive alejado y desinteresado de nuestros problemas de cada día. Ésta fue la actitud de los discípulos ante el modo de comportarse Jesús, que duerme plácidamente, como si no pasara nada, una actitud -la de los discípulos- de falta de confianza, que debió defraudar a Jesús, pues ya había realizado en su presencia importantes milagros que atestiguaban que Dios estaba con Él: “¿Todavía no tenéis fe?”. Lo que sorprende en este texto no es tanto el miedo de los discípulos ante la tempestad ni el temor que experimentaron cuando, ante las palabras de Jesús, cesó el viento y se hizo una gran calma, sino la causa de este temor, es decir, su falta de fe en el Señor, a cuyo lado no tenían nada que temer.
¿Quién es éste que hasta el viento y el mar le obedecen?
La respuesta se encuentra en la misma pregunta: éste es el que tiene poder sobre la naturaleza y sobre la creación, es decir, Dios. La palabras de Dios a Adán y Eva “Dominad la tierra y sometedla” fueron la primera manifestación del proyecto de Dios sobre la humanidad. Este proyecto se cumplió en su totalidad y de forma definitiva en Cristo, constituido Dueño y Señor de todo a partir de su Resurrección: “Se me ha dado todo el poder en el cielo y en la tierra”. Al incorporarnos a Cristo en el bautismo, nos hemos unido a Él de tal forma que, desde ese momento, vivimos en Él y Él vive en nosotros: “Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí” (Gál 2,20). Por el bautismo ya no pertenecemos a la antigua creación, sino a la nueva creación inaugurada por Cristo y, como hombres nuevos, es decir, como hombres que vivimos en Cristo, desde Cristo y para Cristo, participamos de todo el poder concedido a Cristo: ya somos capaces de dominar nuestras apetencias egoístas, de desvivirnos por los demás, de llorar con los que lloran, de combatir sin miedo contra todas las tempestades de los hombres, ocasionadas por el mal y el odio, que aún persisten en nuestras vidas, ya estamos revestidos con “la armadura de la fe, ceñidos con la verdad, revestidos con la justicia como coraza y calzados nuestros pies con celo del Evangelio (Ef 6.13-15). Aunque “todo este tesoro –no lo olvidemos- lo tenemos en vasijas de barro, para que se vea que tan sublime poder viene de Dios y no de nosotros” (2 Cor 4,7).