Primer domingo de Adviento Ciclo C
Antífona de entrada
A ti levanto mi alma, Dios mío, en ti confío; no quede yo defraudado, que no triunfen de mí mis enemigos, pues los que esperan en ti no quedan defraudados (Sal 24,1-3).
El salmista eleva su alma al Dios de sus Padres para manifestarle la total confianza en su salvación. Le da rabia y se enoja porque sus enemigos se sienten triunfadores y toman al Dios de Israel por un Dios incapaz de salvar. Pero supera su irritación por la fe y la certeza de que los que perseveran y aguardan la ayuda el Señor serán atendidos y agraciados por Él. “La esperanza no nos defrauda, porque Dios ha derramado su amor en nuestro corazón por el Espíritu Santo que nos ha dado” (Rm 5,5).
Oración colecta
Concede a tus fieles, Dios todopoderoso, el deseo de salir acompañados de buenas obras al encuentro de Cristo que viene, para que, colocados a su derecha, merezcan poseer el reino de los cielos. Por nuestro Señor Jesucristo.
Todo es gracia. Ni siquiera está en nuestras manos el deseo de Dios. Pero, desde nuestra condición de seres necesitados, no nos queda más remedio que abrirnos a alguien que pueda remediar nuestra calamitosa situación. Este alguien sólo puede ser el Dios manifestado en Jesús. La Iglesia pone hoy en nuestros labios esta oración en la que elevamos nuestra plegaria al Padre para pedirle que ponga en nuestro corazón y en nuestro vivir el ansia de encontrarnos con Cristo, cuyo nacimiento como hombre vamos a actualizar en breve. Armados con este deseo y adornados con las buenas obras que Dios nos concede realizar, tenemos la certeza de que recibiremos del cielo la gracia de permanecer con el Rey del Universo, no sólo en la vida futura, sino ya en la presente. Las buenas obras que nos acompañan al salir al encuentro del Señor brotan del amor que este Rey ha puesto en nuestros corazones y que llevamos a cabo en el servicio a nuestros semejantes: “Venid, benditos de mi Padre, recibid la herencia del Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; era forastero, y me acogisteis, …” (Mt 25, 34-35).
Lectura del libro de Jeremías 33,14-16
Ya llegan días –oráculo del Señor– en que cumpliré la promesa que hice a la casa de Israel y a la casa de Judá. En aquellos días y en aquella hora, suscitaré a David un vástago legítimo que hará justicia y derecho en la tierra. En aquellos días se salvará Judá, y en Jerusalén vivirán tranquilos, y la llamarán así: «El Señor es nuestra justicia».
Como el texto que hoy oímos no figura en la Biblia de los Setenta (traducida al griego hacia el 250 a.C.) y, dado que los traductores no quitaron ni añadieron nada a la Biblia hebrea, tenemos que inferir con bastante probabilidad que estos versículos fueron redactados por un autor posterior a la traducción griega y que, por el contenido de los mismos -muy similar a la temática de Jeremías- fueron insertados en el libro de este profeta. De hecho, estos mismos versículos son como una repetición de lo que predicó en su día Jeremías: “Mirad que días vienen - oráculo de Yahveh - en que suscitaré a David un Germen justo: reinará un rey prudente, practicará el derecho y la justicia en la tierra. En sus días estará a salvo Judá, e Israel vivirá en seguro. Y este es el nombre con que te llamarán: ‘Yahveh, justicia nuestra’” (Jer 23, 5,6).
Nuestro joven autor, en una situación de desesperanza ante el incumplimiento de la promesa -la dinastía del rey David está casi extinguida por la deportación a Babilonia de los dos últimos reyes de Judá-, intenta recordar al pueblo la promesa que, en su día, hizo Jeremías en una situación marcada también por el desánimo ante el silencio de Dios. Los siglos van pasando y la promesa de un nuevo rey de la casa de David no tiene visos de cumplirse.
Algo igual nos ocurre a nosotros. Después de más de dos mil años de cristianismo, la paz en el mundo, la armonía entre los pueblos, la fraternidad en la humanidad, signos manifestadores del Reinado de Dios, nos parecen imposibles. Es por ello que la tardanza en la venida del Reino, anunciado por Jesús -“Convertíos, porque el Reino de Dios está llegando” (Mt 4,17)- constituye el gran reto para nosotros, creyentes del siglo XXI, y para los creyentes de todos los siglos que nos han precedido.
Ante la pregunta sobre los motivos que podemos tener para seguir creyendo, tenemos que contestar que son los mismos de siempre, a saber, que Dios no puede faltar a sus promesas y, sobre todo, como se afirma en el último versículo del texto, que “El Señor es nuestra justicia” y que, aunque nos parezca que por todas partes reina el mal, sigue siendo Dios quien maneja los hilos de la historia para ajustar todas las cosas a su proyecto de amor para la humanidad.
Dios no puede no cumplir lo que promete. San Pedro, ante la angustia de los creyentes por la tardanza en el cumplimiento de las promesas divinas, les advierte: “Ante el Señor un día es como mil años y, mil años, como un día. No se retrasa el Señor en el cumplimiento de la promesa, como algunos lo suponen, sino que usa de paciencia con vosotros, no queriendo que algunos perezcan, sino que todos lleguen a la conversión” (2 Pe 3,8-9). A pesar de las apariencias, Dios es Dios y uno de sus rasgos definitorios es la fidelidad. Y teniendo esto en cuenta, es en las circunstancias adversas en las que se hace noche en nuestro espíritu, cuando debemos agarrarnos especialmente a la luz de la fe.
Salmo responsorial – 24
A ti, Señor, levanto mi alma.
Señor, enséñame tus caminos, instrúyeme en tus sendas: haz que camine con lealtad; enséñame, porque tú eres mi Dios y Salvador.
David, al pedir a Dios que le muestre sus caminos y le instruya en sus sendas, manifiesta un deseo sincero de hacer su voluntad, deseo que se hace aún más patente al suplicarle, debido a su fragilidad e inconstancia, que le mantenga en la lealtad a su Nombre: “Haz que camine con lealtad”.
David insiste en esta petición, apoyando su plegaria en la experiencia de haber sido liberado por Dios en muchas ocasiones. Por eso le sale del alma invocarle como a su Dios y su salvador -algo muy normal en un ambiente en que los pueblos vecinos competían por el poder de su dios- y manifestarle su impaciencia de que se haga presente en su vida. “Todo el día te estoy esperando”, frase con la que, omitida en la liturgia, concluye este versículo.
El Señor es bueno y es recto, y enseña el camino a los pecadores; hace caminar a los humildes con rectitud, enseña su camino a los humildes
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David se tranquiliza al reconocer la bondad y la rectitud del Señor, cualidades que se manifiestan en su amor a los hombres, un amor que no descansa hasta poner al pecador en el camino correcto y que se derrama con abundancia en los humildes, como vemos en María: “Ha puesto los ojos en la humildad de su esclava, por eso desde ahora todas las generaciones me llamarán bienaventurada” (Lc 1,48).
El amor perdonador de Dios se ha revelado de forma definitiva e inaudita en Cristo: “La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros”(Rm 5,8).
Las sendas del Señor son misericordia y lealtad para los que guardan su alianza y sus mandatos. El Señor se confía a los que lo temen, y les da a conocer su alianza.
Los caminos que transitamos para vivir en la presencia del Señor son, de un lado, la contemplación de su misericordia, es decir, el convencimiento absoluto de que Dios está siempre a nuestro lado, vigilando para que no nos desviemos de lo que Él quiere para nuestra felicidad, levantándonos cuando hemos torcido parcial o totalmente sus planes e insuflándonos optimismo y entusiasmo para seguir adelante en el itinerario hacia la santidad. Y, de otro lado, el convencimiento de que Dios es fiel, esto es: la certeza de que Dios cumple siempre lo que promete y, si Dios nos ha prometido llevarnos al Reino del Hijo de su amor, tenemos, sin duda alguna, la seguridad de que recibiremos ese premio. Esta certeza puede casi apagarse o incluso extinguirse en momentos de hundimiento personal o colectivo, en los que las circunstancias parece que han silenciado a Dios. Es entonces cuando el Señor nos anima a mantenernos fuertes en la fe. Es en la noche cuando contemplamos las estrellas y es en la oscuridad y en el aparente sinsentido cuando aparece el esplendor y brillo de la fe. Y la fe ha brillado y sigue brillando en aquellas personas que se entregan de por vida al servicio desinteresado a los demás, convencidas de que nada es más fuerte y seguro que el amor de Dios Ellas son para nosotros un faro que alumbra nuestro navegar por el mar de la vida. Es la misma actitud que mantenía San Pablo en medio de aflicciones y padecimientos: “Yo sé de quién me he fiado, y estoy convencido de que El es poderoso para guardar mi depósito hasta aquel día” (2 Tm 1,12). Es a estas personas, y también a nosotros cuando nos ponemos en sus caminos, a las que “el Señor se confía … y les da a conocer su alianza”.
Lectura de la primera carta de san Pablo a los Tesalonicenses 3,12-4,2
Hermanos: Que el Señor os colme y os haga rebosar de amor mutuo y de amor a todos, lo mismo que nosotros os amamos a vosotros; y que afiancen así vuestros corazones, de modo que os presentéis ante Dios, nuestro Padre, santos e irreprochables en la venida de nuestro Señor Jesús con todos sus santos. Por lo demás, hermanos, os rogamos y exhortamos en el Señor Jesús: ya habéis aprendido de nosotros cómo comportarse para agradar a Dios; pues comportaos así y seguid adelante. Pues ya conocéis las instrucciones que os dimos, en nombre del Señor Jesús.
San Pablo llega a Tesalónica hacia el año 50 (sólo 20 años después de la resurrección de Cristo). Allí en muy poco tiempo funda una comunidad compuesta por judíos y por bastantes personas pertenecientes al mundo cultural griego. Esta comunidad empezó muy pronto a ser perseguida por aquellos judíos que se negaban a aceptar a Jesús como el Mesías esperado. En estas circunstancias, San Pablo, muy a su pesar, tiene que huir de la ciudad y continuar su labor evangelizadora en Atenas y, posteriormente, en Corinto. Durante todo este tiempo no olvidó a la comunidad que, según él, era ‘su gozo y su corona’, procurando por todos los medios estar al tanto de su progreso en la vivencia de la fe.
Esta es la razón por la que envía a su íntimo colaborador Timoteo a Tesalónica para informarse de la situación en que viven sus primeros hijos en la fe. La alegría de San Pablo es inmensa cuando Timoteo le trae excelentes noticias sobre la vida de fe de la comunidad. Ello le provoca esta primera carta, cuya finalidad principal es animar a los hermanos en la perseverancia en el camino emprendido. Y lo hace recalcándoles el pensamiento de la venida gloriosa del Señor. Se trata de vivir, no de cara al pasado, sino al futuro que les espera cuando venga Cristo definitivamente. El cristiano -y éste es uno de los pilares de la teología de San Pablo- debe vivir en todo momento en perspectiva, es decir, en la espera de la venida gloriosa del Señor al final de los tiempos. Es ésta la clave para entender en su justa medida los versículos de la lectura con la que la Iglesia desea alimentarnos espiritualmente.
Que el Señor os colme y os haga rebosar de amor mutuo y de amor a todos”. El amor será la única ley del mundo futuro, un amor, absolutamente puro y directo, a Dios, al que veremos cara a cara, y a los hermanos, con los que estaremos unidos formando un solo cuerpo con Cristo como cabeza. Si ésta va a ser nuestra situación definitiva, es justo que nos vayamos preparando en este camino con la imprescindible ayuda de la fe y la esperanza para que, cuando llegue ese momento, “nos presentemos ante Dios, nuestro Padre, santos e irreprochables”. Santos e irreprochables ‘en el amor’, como también se afirma en la carta a los efesios (1,4).
“Ya habéis aprendido de nosotros cómo comportarse para agradar a Dios; pues comportaos así y seguid adelante”.
En la evangelización de la comunidad, el apóstol no se limitó a anunciar a Cristo a los tesalonicenses: les enseñó también a llevar la vida que conviene a los seguidores del maestro y esta enseñanza no es otra que la de vivir, como acabamos de decir, de acuerdo con el futuro que nos espera, haciendo realidad con nuestros pensamientos, actitudes y hechos los valores del mundo futuro, es decir, viviendo ya desde ahora, en medio de las dificultades de este mundo, la ley del amor o, por decirlo de otra manera, estando en este mundo, pero no siendo de este mundo. Es de esta forma como “agradamos a Dios”. El apóstol les invita a seguir adelante en esta actitud que nos hace progresar en la fortaleza de nuestro amor.
Aclamación al Evangelio
Aleluya, alelúya, aleluya. Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos tu salvación.
Lectura del santo evangelio según san Lucas 21,25-28. 34-36
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Habrá signos en el sol y la luna y las estrellas, y en la tierra angustia de las gentes, perplejas por el estruendo del mar y el oleaje, desfalleciendo los hombres por el miedo y la ansiedad ante lo que se le viene encima al mundo, pues las potencias del cielo serán sacudidas. Entonces verán al Hijo del hombre venir en una nube, con gran poder y gloria. Cuando empiece a suceder esto, levantaos, alzad la cabeza; se acerca vuestra liberación. Tened cuidado de vosotros, no sea que se emboten vuestros corazones con juergas, borracheras y las inquietudes de la vida, y se os eche encima de repente aquel día; porque caerá como un lazo sobre todos los habitantes de la tierra. Estad, pues, despiertos en todo tiempo, pidiendo que podáis escapar de todo lo que está por suceder y manteneros en pie ante el Hijo del hombre».
Una vez más nos encontramos con un mensaje evangélico de estilo literario apocalíptico, muy en moda durante la época de Jesús en todo el Oriente Medio. El evangelio de hoy se parece bastante, en cuanto contenido y forma, al de hace dos domingos (Mc 13,34-42). Tenemos que decir de entrada que estos textos nos asustan, ya que nos hablan de desgracias y cataclismos a gran escala. Pero, en realidad, principalmente en el ámbito judeocristiano, tienen la finalidad de mostrarnos la revelación definitiva de Dios sobre el sentido último de la historia de la humanidad. Vienen a decirnos que es Dios quien tiene la última y definitiva palabra sobre los acontecimientos humanos, una palabra que significa el triunfo del bien sobre el mal. A pesar de las apariencias, estos textos no nos hablan del fin de este mundo, sino de la transformación del mundo presente y la instalación de un mundo nuevo en el que reinarán definitivamente la paz y la justicia. El derrumbamiento cósmico que describen expresan sólo la transformación total de la situación y el mensaje que nos transmite, como ya hemos dicho, es que Dios tiene la última palabra sobre la historia y que esta palabra se va a cumplir con toda seguridad. Esta palabra supone la realización de las promesas de Dios a la humanidad, cuya realización librará al ser humano de los lazos que le apresan al pecado: “Cuando empiece a suceder esto, levantaos, alzad la cabeza; se acerca vuestra liberación”. Y esto ocurrirá cuando Cristo se manifieste definitivamente como Rey de la Creación: “Entonces verán al Hijo del hombre venir en una nube, con gran poder y gloria”.
Ante este acontecimiento el Señor nos invita a adoptar una actitud de espera, pero no de una espera pasiva, sino de vigilancia activa:“Tened cuidado de vosotros, no sea que se emboten vuestros corazones con juergas, borracheras y las inquietudes de la vida, y se os eche encima de repente aquel día”.
Oración sobre las ofrendas
Acepta, Señor, los dones que te ofrecemos, escogidos de los bienes que hemos recibido de ti, y lo que nos concedes celebrar con devoción durante nuestra vida mortal sea para nosotros premio de tu redención eterna. Por Jesucristo, nuestro Señor.
El Padre ha querido que sean el producto de la espiga y el zumo de la vid los elementos materiales que se van a convertir en su Cuerpo y en su Sangre de su Hijo. En ellos ponemos todo lo que de Él hemos recibido para que, junto con ellos, nos convirtamos también nosotros en ofrenda agradable a sus ojos. La celebración del sacramento de la Eucaristía no debe quedarse en un mero recuerdo de lo que ocurrió hace más de veinte siglos en la ciudad de Jerusalén: es realmente la participación real en la entrega obediente de Jesús al Padre, participación que nos libera de las actitudes que frenan nuestro amor a Dios y a nuestros hermanos y nos hace ser nosotros mismos, pues hemos sido creados por el Amor y para el amor. Éste es “el premio de la redención eterna” que, sin méritos nuestros, nos concede Dios
Antífona de comunión
El Señor nos dará la lluvia, y nuestra tierra dará su fruto (Sal 84,13).
La tierra seca no produce nada. Nosotros, si no recibimos el agua de la gracia, quedaremos estériles para siempre. Dejemos que la lluvia que continuamente nos regala el Padre del cielo empape nuestro vivir de cada día. Entonces, y sólo entonces, daremos frutos de vida eterna, frutos que, traducidos en obras de amor, contribuirán a construir un mundo cada vez más luminoso.
Oración después de la comunión
Fructifique en nosotros, Señor, la celebración de estos sacramentos, con los que tú nos enseñas, ya en este mundo que pasa, a descubrir el valor de los bienes del cielo y a poner en ellos nuestro corazón. Por Jesucristo, nuestro Señor.
Hemos escuchado la Palabra de Dios y nos hemos alimentado del Cuerpo del Señor. Suplicamos al Padre que esta Palabra empape la tierra de nuestra alma para que nuestro pensar y nuestro sentir sean concordes con sus pensamientos y sus planes. Y que el pan eucarístico del que nos hemos nutrido nos asimile al Señor de tal manera, que podamos decir con San Pablo aquello de “No vivo yo, es Cristo quien vive en mí”. No hay duda de que serán éstos, Cristo y su mensaje (su palabra), “los bienes futuros” que impulsarán nuestro vivir en este mundo. Haremos así realidad la auténtica tarea que se nos ha encomendado en esta tierra, la de “buscar siempre los bienes de arriba”, poniendo en ellos nuestro corazón.