Domingo 1 Adviento C

Primer domingo de Adviento Ciclo C

Antífona de entrada

 A ti levanto mi alma, Dios mío, en ti confío; no quede yo defraudado, que no triunfen de mí mis enemigos, pues los que esperan en ti no quedan defraudados (Sal 24,1-3).

 El salmista eleva su alma al Dios de sus Padres para manifestarle la total confianza en su salvación. Le da rabia y se enoja porque sus enemigos se sienten triunfadores y toman al Dios de Israel por un Dios incapaz de salvar. Pero supera su irritación por la fe y la certeza de que los que perseveran y aguardan la ayuda el Señor serán atendidos y agraciados por Él. “La esperanza no nos defrauda, porque Dios ha derramado su amor en nuestro corazón por el Espíritu Santo que nos ha dado” (Rm 5,5).

Oración colecta

 Concede a tus fieles, Dios todopoderoso, el deseo de salir acompañados de buenas obras al encuentro de Cristo que viene, para que, colocados a su derecha, merezcan poseer el reino de los cielos. Por nuestro Señor Jesucristo.

Todo es gracia. Ni siquiera está en nuestras manos el deseo de Dios. Pero, desde nuestra condición de seres necesitados, no nos queda más remedio que abrirnos a alguien que pueda remediar nuestra calamitosa situación. Este alguien sólo puede ser el Dios manifestado en Jesús. La Iglesia pone hoy en nuestros labios esta oración en la que elevamos nuestra plegaria al Padre para pedirle que ponga en nuestro corazón y en nuestro vivir el ansia de encontrarnos con Cristo, cuyo nacimiento como hombre vamos a actualizar en breve. Armados con este deseo y adornados con las buenas obras que Dios nos concede realizar, tenemos la certeza de que recibiremos del cielo la gracia de permanecer con el Rey del Universo, no sólo en la vida futura, sino ya en la presente. Las buenas obras que nos acompañan al salir al encuentro del Señor brotan del amor que este Rey ha puesto en nuestros corazones y que llevamos a cabo en el servicio a nuestros semejantes: Venid, benditos de mi Padre, recibid la herencia del Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; era forastero, y me acogisteis, …” (Mt 25, 34-35).

Lectura del libro de Jeremías 33,14-16

Ya llegan días –oráculo del Señor– en que cumpliré la promesa que hice a la casa de Israel y a la casa de Judá. En aquellos días y en aquella hora, suscitaré a David un vástago legítimo que hará justicia y derecho en la tierra. En aquellos días se salvará Judá, y en Jerusalén vivirán tranquilos, y la llamarán así: «El Señor es nuestra justicia».

 

Como el texto que hoy oímos no figura en la Biblia de los Setenta (traducida al griego hacia el 250 a.C.) y, dado que los traductores no quitaron ni añadieron nada a la Biblia hebrea, tenemos que inferir con bastante probabilidad que estos versículos fueron redactados por un autor posterior a la traducción griega y que, por el contenido de los mismos -muy similar a la temática de Jeremías- fueron insertados en el libro de este profeta. De hecho, estos mismos versículos son como una repetición de lo que predicó en su día Jeremías: “Mirad que días vienen - oráculo de Yahveh - en que suscitaré a David un Germen justo: reinará un rey prudente, practicará el derecho y la justicia en la tierra. En sus días estará a salvo Judá, e Israel vivirá en seguro. Y este es el nombre con que te llamarán: ‘Yahveh, justicia nuestra’” (Jer 23, 5,6).

 

Nuestro joven autor, en una situación de desesperanza ante el incumplimiento de la promesa -la dinastía del rey David está casi extinguida por la deportación a Babilonia de los dos últimos reyes de Judá-, intenta recordar al pueblo la promesa que, en su día, hizo Jeremías en una situación marcada también por el desánimo ante el silencio de Dios. Los siglos van pasando y la promesa de un nuevo rey de la casa de David no tiene visos de cumplirse.

 

Algo igual nos ocurre a nosotros. Después de más de dos mil años de cristianismo, la paz en el mundo, la armonía entre los pueblos, la fraternidad en la humanidad, signos manifestadores del Reinado de Dios, nos parecen imposibles. Es por ello que la tardanza en la venida del Reino, anunciado por Jesús -“Convertíos, porque el Reino de Dios está llegando” (Mt 4,17)- constituye el gran reto para nosotros, creyentes del siglo XXI, y para los creyentes de todos los siglos que nos han precedido.

 

Ante la pregunta sobre los motivos que podemos tener para seguir creyendo, tenemos que contestar que son los mismode siempre, a saber, que Dios no puede faltar a sus promesas y, sobre todo, como se afirma en el último versículo del texto, que El Señor es nuestra justicia y que, aunque nos parezca que por todas partes reina el mal, sigue siendo Dios quien maneja los hilos de la historia para ajustar todas las cosas a su proyecto de amor para la humanidad. 

 

Dios no puede no cumplir lo que promete. San Pedro, ante la angustia de los creyentes por la tardanza en el cumplimiento de las promesas divinas, les advierte: “Ante el Señor un día es como mil años y, mil años, como un díaNo se retrasa el Señor en el cumplimiento de la promesa, como algunos lo suponen, sino que usa de paciencia con vosotros, no queriendo que algunos perezcan, sino que todos lleguen a la conversión (2 Pe 3,8-9). A pesar de las apariencias, Dios es Dios y uno de sus rasgos definitorios es la fidelidad. Y teniendo esto en cuenta, es en las circunstancias adversas en las que se hace noche en nuestro espíritu, cuando debemos agarrarnos especialmente a la luz de la fe.

 

Salmo responsorial – 24

 

A ti, Señor, levanto mi alma.

Señor, enséñame tus caminos, instrúyeme en tus sendas: haz que camine con lealtad; enséñame, porque tú eres mi Dios y Salvador.

 

David, al pedir a Dios que le muestre sus caminos y le instruya en sus sendas, manifiesta un deseo sincero de hacer su voluntad, deseo que se hace aún más patente al suplicarle, debido a su fragilidad e inconstancia, que le mantenga en la lealtad a su Nombre: Haz que camine con lealtad”.

 David insiste en esta petición, apoyando su plegaria en la experiencia de haber sido liberado por Dios en muchas ocasiones. Por eso le sale del alma invocarle como a su Dios y su salvador -algo muy normal en un ambiente en que los pueblos vecinos competían por el poder de su dios- y manifestarle su impaciencia de que se haga presente en su vida. Todo el día te estoy esperando”, frase con la que, omitida en la liturgia, concluye este versículo.

El Señor es bueno y es recto, y enseña el camino a los pecadores; hace caminar a los humildes con rectitud, enseña su camino a los humildes

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David se tranquiliza al reconocer la bondad y la rectitud del Señor, cualidades que se manifiestan en su amor a los hombres, un amor que no descansa hasta poner al pecador en el camino correcto y que se derrama con abundancia en los humildes, como vemos en María: Ha puesto los ojos en la humildad de su esclava, por eso desde ahora todas las generaciones me llamarán bienaventurada” (Lc 1,48). 

El amor perdonador de Dios se ha revelado de forma definitiva e inaudita en Cristo: La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros”(Rm 5,8).

Las sendas del Señor son misericordia y lealtad para los que guardan su alianza y sus mandatos. El Señor se confía a los que lo temen, y les da a conocer su alianza.

 

Los caminos que transitamos para vivir en la presencia del Señor son, de un lado, la contemplación de su misericordia, es decir, el convencimiento absoluto de que Dios está siempre a nuestro lado, vigilando para que no nos desviemos de lo que Él quiere para nuestra felicidad, levantándonos cuando hemos torcido parcial o totalmente sus planes e insuflándonos optimismo y entusiasmo para seguir adelante en el itinerario hacia la santidad. Y, de otro lado, el convencimiento de que Dios es fiel, esto es: la certeza de que Dios cumple siempre lo que promete y, si Dios nos ha prometido llevarnos al Reino del Hijo de su amor, tenemos, sin duda alguna, la seguridad de que recibiremos ese premio. Esta certeza puede casi apagarse o incluso extinguirse en momentos de hundimiento personal o colectivo, en los que las circunstancias parece que han silenciado a Dios. Es entonces cuando el Señor nos anima a mantenernos fuertes en la fe. Es en la noche cuando contemplamos las estrellas y es en la oscuridad y en el aparente sinsentido cuando aparece el esplendor y brillo de la fe. Y la fe ha brillado y sigue brillando en aquellas personas que se entregan de por vida al servicio desinteresado a los demás, convencidas de que nada es más fuerte y seguro que el amor de Dios  Ellas son para nosotros un faro que alumbra nuestro navegar por el mar de la vida. Es la misma actitud que mantenía San Pablo en medio de aflicciones y padecimientos: “Yo sé de quién me he fiado, y estoy convencido de que El es poderoso para guardar mi depósito hasta aquel día” (2 Tm 1,12). Es a estas personas, y también a nosotros cuando nos ponemos en sus caminos,  a las que “el Señor se confía … y les da a conocer su alianza”.

 

Lectura de la primera carta de san Pablo a los Tesalonicenses 3,12-4,2

 Hermanos: Que el Señor os colme y os haga rebosar de amor mutuo y de amor a todos, lo mismo que nosotros os amamos a vosotros; y que afiancen así vuestros corazones, de modo que os presentéis ante Dios, nuestro Padre, santos e irreprochables en la venida de nuestro Señor Jesús con todos sus santos. Por lo demás, hermanos, os rogamos y exhortamos en el Señor Jesús: ya habéis aprendido de nosotros cómo comportarse para agradar a Dios; pues comportaos así y seguid adelante. Pues ya conocéis las instrucciones que os dimos, en nombre del Señor Jesús.

 

San Pablo llega a Tesalónica hacia el año 50 (sólo 20 años después de la resurrección de Cristo). Allí en muy poco tiempo funda una comunidad compuesta por judíos y por bastantes personas pertenecientes al mundo cultural griego. Esta comunidad empezó muy pronto a ser perseguida por aquellos judíos que se negaban a aceptar a Jesús como el Mesías esperado. En estas circunstancias, San Pablo, muy a su pesar, tiene que huir de la ciudad y continuar su labor evangelizadora en Atenas y, posteriormente, en Corinto. Durante todo este tiempo no olvidó a la comunidad que, según él, era ‘su gozo y su corona’, procurando por todos los medios estar al tanto de su progreso en la vivencia de la fe.

 

Esta es la razón por la quenvía a su íntimo colaborador Timoteo a Tesalónica para informarse de la situación en que viven sus primeros hijos en la fe. La alegría de San Pablo es inmensa cuando Timoteo le trae excelentes noticias sobre la vida de fe de la comunidad. Ello le provoca esta primera carta, cuya finalidad principal es animar a los hermanos en la perseverancia en el camino emprendido. Y lo hace recalcándoles el pensamiento de la venida gloriosa del Señor. Se trata de vivir, no de cara al pasado, sino al futuro que les espera cuando venga Cristo definitivamente. El cristiano -y éste es uno de los pilares de la teología de San Pablo- debe vivir en todo momento en perspectiva, es decir,  en la espera de la venida gloriosa del Señor al final de los tiempos. Es ésta la clave para entender en su justa medida los versículos de la lectura con la que la Iglesia desea alimentarnos espiritualmente.

 

Que el Señor os colme y os haga rebosar de amor mutuo y de amor a todos”. El amor será la única ley del mundo futuro, un amor, absolutamente puro y directo, a Dios, al que veremos cara a cara, y a los hermanos, con los que estaremos unidos formando un solo cuerpo con Cristo como cabeza. Si ésta va a ser nuestra situación definitiva, es justo que nos vayamos preparando en este camino con la imprescindible ayuda de la fe y la esperanza para que, cuando llegue ese momento, “nos presentemos ante Dios, nuestro Padre, santos e irreprochables”. Santos e irreprochables ‘en el amor’, como también se afirma en la carta a los efesios (1,4).

 

“Ya habéis aprendido de nosotros cómo comportarse para agradar a Dios; pues comportaos así y seguid adelante

 

En la evangelización de la comunidad, el apóstol no se limitó a anunciar a Cristo a los tesalonicenses: les enseñó también a llevar la vida que conviene a los seguidores del maestro y esta enseñanza no es otra que la de vivir, como acabamos de decir, de acuerdo con el futuro que nos espera, haciendo realidad con nuestros pensamientos, actitudes y hechos los valores del mundo futuro, es decir, viviendo ya desde ahora, en medio de las dificultades de este mundo, la ley del amor o, por decirlo de otra manera, estando en este mundo, pero no siendo de este mundo. Es de esta forma como “agradamos a Dios”. El apóstol les invita a seguir adelante en esta actitud que nos hace progresar en la fortaleza de nuestro amor.

 

Aclamación al Evangelio

Aleluya, alelúya, aleluya. Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos tu salvación.

 

Lectura del santo evangelio según san Lucas 21,25-28. 34-36

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Habrá signos en el sol y la luna y las estrellas, y en la tierra angustia de las gentes, perplejas por el estruendo del mar y el oleaje, desfalleciendo los hombres por el miedo y la ansiedad ante lo que se le viene encima al mundo, pues las potencias del cielo serán sacudidas. Entonces verán al Hijo del hombre venir en una nube, con gran poder y gloria. Cuando empiece a suceder esto, levantaos, alzad la cabeza; se acerca vuestra liberación. Tened cuidado de vosotros, no sea que se emboten vuestros corazones con juergas, borracheras y las inquietudes de la vida, y se os eche encima de repente aquel día; porque caerá como un lazo sobre todos los habitantes de la tierra. Estad, pues, despiertos en todo tiempo, pidiendo que podáis escapar de todo lo que está por suceder y manteneros en pie ante el Hijo del hombre».

 

Una vez más nos encontramos con un mensaje evangélico de estilo literario apocalíptico, muy en moda durante la época de Jesús en todo el Oriente Medio. El evangelio de hoy se parece bastante, en cuanto contenido y forma, al de hace dos domingos (Mc 13,34-42). Tenemos que decir de entrada que estos textos nos asustan, ya que nos hablan de desgracias y cataclismos a gran escala. Pero, en realidad, principalmente en el ámbito judeocristiano, tienen la finalidad de mostrarnos la revelación definitiva de Dios sobre el sentido último de la historia de la humanidad. Vienen a decirnos que es Dios quien tiene la última y definitiva palabra sobre los acontecimientos humanos, una palabra que significa el triunfo del bien sobre el mal. A pesar de las apariencias, estos textos no nos hablan del fin de este mundo, sino de la transformación del mundo presente y la instalación de un mundo nuevo en el que reinarán definitivamente la paz y la justicia. El derrumbamiento cósmico que describen expresan sólo la transformación total de la situación y el mensaje que nos transmite, como ya hemos dicho, es que Dios tiene la última palabra sobre la historia y que esta palabra se va a cumplir con toda seguridad. Esta palabra supone la realización de las promesas de Dios a la humanidad, cuya realización librará al ser humano de los lazos que le apresan al pecado: “Cuando empiece a suceder esto, levantaos, alzad la cabeza; se acerca vuestra liberación”. Y esto ocurrirá cuando Cristo se manifieste definitivamente como Rey de la Creación: Entonces verán al Hijo del hombre venir en una nube, con gran poder y gloria.

 

Ante este acontecimiento el Señor nos invita a adoptar una actitud de espera, pero no de una espera pasiva, sino de vigilancia activa:Tened cuidado de vosotros, no sea que se emboten vuestros corazones con juergas, borracheras y las inquietudes de la vida, y se os eche encima de repente aquel día

 

Oración sobre las ofrendas

 Acepta, Señor, los dones que te ofrecemos, escogidos de los bienes que hemos recibido de ti, y lo que nos concedes celebrar con devoción durante nuestra vida mortal sea para nosotros premio de tu redención eterna. Por Jesucristo, nuestro Señor.

El Padre ha querido que sean el producto de la espiga y el zumo de la vid los elementos materiales que se van a convertir en su Cuerpo y en su Sangre de su Hijo. En ellos ponemos todo lo que de Él hemos recibido para que, junto con ellos, nos convirtamos también nosotros en ofrenda agradable a sus ojos. La celebración del sacramento de la Eucaristía no debe quedarse en un mero recuerdo de lo que ocurrió hace más de veinte siglos en la ciudad de Jerusalén: es realmente la participación real en la entrega obediente de Jesús al Padre, participación que nos libera de las actitudes que frenan nuestro amor a Dios y a nuestros hermanos y nos hace ser nosotros mismos, pues hemos sido creados por el Amor y para el amor. Éste es “el premio de la redención eterna”  que, sin méritos nuestros, nos concede Dios 

 Antífona de comunión

 El Señor nos dará la lluvia, y nuestra tierra dará su fruto (Sal  84,13).

La tierra seca no produce nada. Nosotros, si no recibimos el agua de la gracia, quedaremos estériles para siempre. Dejemos que la lluvia que continuamente nos regala el Padre del cielo empape nuestro vivir de cada día. Entonces, y sólo entonces, daremos frutos de vida eterna, frutos que, traducidos en obras de amor, contribuirán a construir un mundo cada vez más luminoso.

 Oración después de la comunión

Fructifique en nosotros, Señor, la celebración de estos sacramentos, con los que tú nos enseñas, ya en este mundo que pasa, a descubrir el valor de los bienes del cielo y a poner en ellos nuestro corazón. Por Jesucristo, nuestro Señor.

Hemos escuchado la Palabra de Dios y nos hemos alimentado del Cuerpo del Señor. Suplicamos al Padre que esta Palabra empape la tierra de nuestra alma para que nuestro pensar y nuestro sentir sean concordes con sus pensamientos y sus planes. Y que el pan eucarístico del que nos hemos nutrido nos asimile al Señor de tal manera, que podamos decir con San Pablo aquello de No vivo yo, es Cristo quien vive en mí”. No hay duda de que serán éstos, Cristo y su mensaje (su palabra), los bienes futuros” que impulsarán nuestro vivir en este mundo. Haremos así realidad la auténtica tarea que se nos ha encomendado en esta tierra, la de “buscar siempre los bienes de arriba”poniendo en ellos nuestro corazón.

Solemnidad de Cristo, Rey del universo

Domingo 34 

Solemnidad de Cristo, Rey del universo

Antífona de entrada

          Digno es el Cordero degollado de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría, la fuerza y el honor. A él la gloria y el poder, por los siglos de los siglos (Ap 5,12; 1,6).

Cristo es ese cordero que, por su entrega voluntaria a la Cruz, ha quitado el pecado del mundo y se ha hecho merecedor de los títulos que adornan a la Divinidad. Es desde Cristo desde donde hay que entender estos títulos divinos: “Quien me ha visto a mí ha visto al Padre” (Jn 4,9). Su vida terrestre es el lugar en el que podemos contemplar el poder, la riqueza, la sabiduría, la fuerza y la gloria de Dios, y nunca en el boato con que pretenden apabullarnos los grandes de este mundo. Es en su humildad, en su ponerse en el último lugar para desde allí servir a la humanidad, donde se encuentra la grandeza de Dios. 

La Iglesia tiene razón para alabar a Cristo, Rey de toda la creación, reconociendo en Él todo el poder imaginable y el peso de la  gloria de Dios. Así lo manifiesta en cada eucaristía por medio del sacerdote:“Por Cristo, con él y en él, a ti, Dios, Padre omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria, por los siglos de los siglos. Amén”. 

Oraciócolecta

Dios todopoderoso y eterno, que quisiste recapitular todas las cosas en tu Hijo muy amado, Rey del universo, haz que la creación entera, liberada de la esclavitud, sirva a tu majestad y te glorifique sin fin. Él, que vive y reina contigo.

El Padre, en su omnipotencia y desde la eternidad, determinó reunir todas las cosas en Jesucristo, su Hijo amado, la razón de ser y existir de las mismas. A Él nos dirigimos y le pedimos en esta oración colecta que todas ellas (la creación entera), una vez liberadas de la esclavitud a que les sometió el hombre por el pecado, vuelvan a cumplir con el fin para el que fueron creadas: servir a Dios y glorificarlo eternamente. Nosotros somos los portavoces de todas las cosas creadas. Ellas sirven y glorifican a Dios cuando cumplimos con el mandato que dio al pueblo elegido y que fue ratificado por su Hijo y Hermano nuestro Jesucristo: cuando amamos a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos (Mt 22, 37-39).

Lectura de la profecía de Daniel - 7,13-14

Seguí mirando. Y en mi visión nocturna vi venir una especie de hijo de hombre entre las nubes del cielo. Avanzó hacia el anciano y llegó hasta su presencia. A él se le dio poder, honor y reino. Y todos los pueblos, naciones y lenguas lo sirvieron. Su poder es un poder eterno, no cesará. Su reino no acabará.

El profeta nos describe una visión nocturna en la que se coronaba a un rey. El escenario es el cielo, la morada de Dios. Un ser humano -“una especie de hijo de hombre- se acerca hacia un anciano. Este anciano es Dios. A este hijo de hombre se le concede “poder, honor y reino, el poder y dominio sobre todas las cosas, un reino que no tendrá fin y el reconocimiento a su dignidad por parte de todos los pueblos, naciones y lenguas.

¿Quién era este hijo de hombre? Por lo que leemos en los versículos siguientes al texto propuesto -omitidos en la lectura-, no se trata de un individuo particular: “Me acerqué a uno de los que estaban allí de pie y le pedí que me dijera la verdad acerca de todo esto. El me respondió y me indicó (...) que los que han de recibir el reino son los santos del Altísimo, que poseerán el reino eternamente, por los siglos de los siglos” (Dn 7, 16.18). Y ello lo confirma varios versículos más abajo: “el reino y el imperio y la grandeza de los reinos bajo los cielos todos serán dados al pueblo de los santos del Altísimo” (Dn 7, 27). Todo ello quiere decir que el tal hijo de hombre’ es el pueblo de Israel que, en el momento en que se redacta este texto, está sufriendo una cruel persecución por parte del rey griego Antioco Epífanes.

          ¿Qué tiene que ver Jesús con el este Hijo del hombre? Sabemos que Él se da muchas veces a sí mismo este título con la intención de identificarse como el Mesías, aunque liberándolo de todo lo que suene a poder y a gloria, y caracterizándolo por la persecución y el sufrimiento: “El Hijo del hombre será entregado en manos de los hombres; lo matarán y a los tres días de haber muerto resucitará”(Mc 9,31).

          Es a raíz de la Resurrección cuando se hace fácil identificar a Jesús con el Hijo del hombre de la lectura, pues en ella – en la Resurrección- es realmente investido de poder, gloria y majestad: “Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra”, dice a sus discípulos antes de ascender al cielo. Al resucitar de entre los muertos, Cristo es constituido Dueño y Señor de todo lo creado y la cabeza de la nueva humanidad, la cual, a través de Él, tendrá acceso a todos los bienes del cielo y de la tierra: al final de la historia todos nosotros estaremos tan unidos a Cristo, que formaremos un solo hombre con Él, una humanidad unida, un pueblo de santos que reinarán con Él por toda la eternidad. Cristo, al identificarse con el Hijo del hombre, se hace el portador del destino de este humanidad, de la que saldrá el nuevo pueblo de Dios, un pueblo de reyes y de santos. Es en este sentido como San Pablo llama a Jesús el nuevo Adán: “Si por el delito de uno solo reinó la muerte (...), ¡con cuánta más razón los que reciben en abundancia la gracia y el don de la justicia, reinarán en la vida por un solo, por Jesucristo!” (Rm 5,17).

 

Salmo responsorial – 92

 

El Señor reina, vestido de majestad.

          El orante de este salmo invoca el reino de Dios, como la única fuente de paz, de verdad y de amor; paz, verdad y amor que imploramos para todos y cada uno de nosotros en el Padrenuestro: “Venga a nosotros tu reino”.

El Señor reina, vestido de majestad; el Señor, vestido y ceñido de poder.

            El Señor es nuestro Rey -lo proclamamos a los cuatro vientos-. Pero, ¿reina de verdad el Señor en nuestras vidas? O ¿son más bien el dinero, el confort, el afán de prestigio, los placeres sensibles los que gobiernan nuestra existencia? Son a todas estas cosas a las que, muchas veces, conferimos grandeza y poder, pero, en realidad, aunque consigan durante algún tiempo, hacernos sentir felices, más temprano que tarde muestran su verdadera cara, una cara que no es un rostro que nos mira. La verdadera grandeza y el auténtico poder vienen del Señor. Así era para el salmista y así fue para todos los los israelitas que, a lo largo de la historia, lucharon por mantenerse fieles a la Alianza: Abraham, Moisés, David, Simeón y Ana… Así es para nosotros cuando ponemos toda nuestra confianza en Cristo, a quien Dios le ha colmado de gloria, de esplendor y de poder; gloria, esplendor y poder de los que nosotros, al formar una sola cosa con Él, participamos. Si Dios -si Cristo- está con nosotros, venceremos en todo lo que se nos ponga por delante.

 Así está firme el orbe y no vacila. Tu trono está firme desde siempre, y tú eres eterno.

           Nuestra vida es absolutamente frágil, llena de peligros, de incertidumbres e inseguridades. El mundo, al margen de Dios, sólo nos puede proporcionar falsos apoyos que se tambalean al tocarlos, y que nos hacen girar caóticamente de un sitio para otros, sin llegar a un refugio seguro en el que descansar. Pero cuando nos decidimos a ponernos en las manos del Señor, encontramos la tranquilidad y la firmeza que tanto necesitamos: “El que habita al abrigo del Altísimo se acoge a la sombra del Todopoderoso. Yo digo al Señor: «Tú eres mi refugio, mi fortaleza, el Dios en quien confío». (Sal 91). “Solo Él -el Señor- es mi roca y mi salvación; Él es mi protector. ¡Jamás habré de caer!” (Salmo 62).

 Tus mandatos son fieles y seguros; la santidad es el adorno de tu casa, Señor, por días sin término.

           Nos ponemos en las manos del Señor cuando comprendemos que no somos nosotros los que decidimos el proyecto de nuestra vida, sino el Señor, cuyos mandamientos nos llevan por el camino correcto, por aquél que nos conduce a la verdadera felicidad, aquélla que nos hace de verdad ser nosotros mismos. Al pedir en el Padrenuestro “Hágase tu voluntad”, estamos convencidos de que en el cumplimiento de la misma encontramos lo que realmente nos conviene, que no es lo que nosotros proyectamos sobre cómo debe ser nuestra vida, sino lo que el Padre ha proyectado para cada uno de nosotros desde toda la eternidad. 

 Lectura del libro del Apocalipsis - 1,5-8

       Jesucristo es el testigo fiel, el primogénito de entre los muertos, el príncipe de los reyes de la tierra. Al que nos ama, y nos ha librado de nuestros pecados con su sangre, y nos ha hecho reino y sacerdotes para Dios, su Padre. A él, la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén. Mirad: viene entre las nubes. Todo ojo lo verá, también los que lo traspasaron. Por él se lamentarán todos los pueblos de la tierra. Sí, amén. Dice el Señor Dios: «Yo soy el Alfa y la Omega, el que es, el que era y ha de venir, el todopoderoso».

          El texto del Apocalipsis que hoy nos propone la Iglesia como segunda lectura habría que comenzarlo -con el fin de captar todo su sentido- en el versículo cuatro, que dice así: “Gracia y Paz a vosotros de parte de ... Jesucristo .... La Iglesia, sin embargo, ha preferido comenzar en el versículo 5, con el fin de centrar toda nuestra meditación en la figura y en los grandes méritos del Señor, cuya fiesta como Rey del Universo hoy celebramos. Podemos considerar este breve texto como un grandioso himno a Jesucristo, en el que, considerando sus grandes títulos como Redentor y Liberador de la humanidad, le rendimos el merecido homenaje: “A Él la gloria y el poder por los siglos de los siglos”. El himno destaca el señorío y la nobleza de Cristo con estas denominaciones:

           “Testigo fiel, todo un eco de la respuesta que da a Pilato sobre su realeza -la oiremos hoy en la lectura evangélica-, respuesta que describe maravillosamente la finalidad de su vida y de su obra en la tierra: “Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para ser testigo de la verdad”. La Verdad es Dios y Dios es amor, y Jesús, dando su vida por nosotros en la cruz, es la mayor expresión del amor de Dios: “habiendo amado a los suyos, que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn 13,1)

          “El primogénito de entre los muertos, pues con su Resurrección ha inaugurado la nueva humanidad, de la cual Él es el primer hombre. Nosotros, al morir con Él al hombre viejo, tenemos la seguridad de que viviremos con Él: “Fuimos sepultados con Él por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva” (Rm 6,4).

           “El príncipe de todos los reyes de la tierra. Es también en su Resurrección cuando Cristo es constituido como Hijo de Dios en poder (Rm 1,4) y, como tal Hijo de Dios, heredero universal de todas las riquezas que adornan a la Divinidad: “Dios le exaltó y le otorgó el Nombre, que está sobre todo nombre. Para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos,y toda lengua confiese que Cristo Jesús es Señor para gloria de Dios Padre” (Fil 2,9-11). El salmista expresaba lo mismo con estas palabras: “Siéntate a mi diestra, hasta que yo haga de tus enemigos el estrado de tus pies” (Sal 109/110).

          Este Cristo glorioso es a) el que nos ha amó hasta el extremo de entregar su vida para que nosotros tengamos la vida eterna, entrega que se hace actual en el sacramento eucarístico, pues “todas las veces que comemos este pan y bebemos esta copa, proclamamos la muerte del Señor hasta que Él venga” (1 Cor 11,26); b) el que, como Sacerdote eterno, ha destruido la fatalidad del pecado, dándonos el poder de ser “santos y sin mancha” en la presencia del Padre por toda la eternidad; c) el que nos ha incorporado a su triunfo, haciéndonos “reino y sacerdotes para Dios, su Padre, siempre que estemos dispuestos a participar en sus sufrimientos: “Si morimos con él, también viviremos con él; si sufrimos con él, también reinaremos con él” (2 Tm 2,11-12).

          Haciéndose eco de la visión de Daniel (primera lectura), el autor sagrado nos invita a dirigir nuestra mirada a Jesucristo que, lleno de poder y gloria, camina entre las nubes hacia el trono del Padre, siendo reconocido por todos los hombres, incluso por los que lo crucificaron y lo han seguido crucificando a lo largo de la historia. El autor sagrado no tiene reparos en llamarlo Dios, al poner en su boca estas palabras: “Yo soy el Alfa y la Omega, el que es, el que era y ha de venir, el todopoderoso. Alfa y Omega, la primera y última letra del alfabeto griego. Dios es el principio y el fin de todo: esto ya lo sabíamos por el Antiguo Testamento e, incluso, podemos llegar a esta verdad mediante la reflexión racional. La novedad cristiana consiste en que estas dos cualidades se aplican a uno de nuestra raza, al hombre Jesús de Nazaret, la Palabra de Dios encarnada, que existía desde el principio y por la todo fue creado (Jn 1,1.3) y que, en la plenitud de los tiempos, será la Cabeza de todo lo existente, confiriendo sentido a todas las cosas (Ef 1,10). La Eucaristía actualiza el pasado de nuestra redención y nos hace suspirar por la vuelta definitiva del Señor que, con su poder, liberará a la humanidad de todas sus desdichas: “Anuncianos tu muerte, proclamamos tu Resurrección. Ven, Señor, Jesús”. 

Aclamación al Evangelio

           Aleluya, aleluya, aleluya. ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Bendito el reino que llega, el de nuestro padre David!

 Cristo vendrá al final de los tiempos a poner definitivamente las cosas en su sitio, a separar el bien del mal, a establecer su reino de paz, de justicia y de verdad. Pero Cristo, que vino a nuestra tierra para redimirnos del pecado, viene en todo momento a nosotros para expulsar de nuestro corazón la cizaña del desamor con el fin de que estemos preparados para su última venida. El domingo de Ramos la multitud lo aclamaba como redentor, nosotros lo aclamamos, en el nombre del Dios, como vencedor del pecado y de la muerte.

 Lectura del santo evangelio según san Juan - 18,33b-37

          En aquel tiempo, Pilato dijo a Jesús: «¿Eres tú el rey de los judíos?» Jesús le contestó: «¿Dices eso por tu cuenta o te lo han dicho otros de mí?» Pilato replicó: «¿Acaso soy yo judío? Tu gente y los sumos sacerdotes te han entregado a mí; ¿qué has hecho?» Jesús le contestó: «Mi reino no es de este mundo. Si mi reino fuera de este mundo, mi guardia habría luchado para que no cayera en manos de los judíos. Pero mi reino no es de aquí». Pilato le dijo: «Entonces, ¿tú eres rey?» Jesús le contestó: «Tú lo dices: soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz».

       La Iglesia pone hoy ante nuestra mirada a Jesús que, ante el gobernador romano, Poncio Pilato, se declara Rey de la Verdad y del Amor,

       Durante su vida pública fueron muchas las ocasiones en las que Jesús rehuyó el título de rey. Iba en contra del sentido de su misión el que lo relacionasen con las expectativas que, en ese momento, pululaban en el ambiente acerca del Mesías esperado: un Mesías con poder y gloria, que inauguraría una época de prosperidad, de abundancia en bienes materiales y de dominio político en el mundo. Ello chocaba frontalmente con el pensamiento de Jesús, que tiene conciencia de haber venido a esta tierra, no para ser servido, sino para servir y ser esclavo de todos, aunque para ello tenga que pasar por el desprecio, el sufrimiento y la muerte: “El Hijo del hombre será entregado a los sumos sacerdotes y a los escribas; le condenarán a muerte y le entregarán a los gentiles, y se burlarán de él, le escupirán, le azotarán y le matarán, y a los tres días resucitará” (Mc 10,33-34). Y va a ser en los momentos finales de su vida, en que, por su sonoro fracaso -está siendo juzgado como un alborotador-, no hay posibilidad de confundirlo con un triunfador, cuando Jesús se declare abiertamente rey y, precisamente, ante un pagano que, representando el poder político del mundo, será el responsable definitivo de su condena a muerte.

          Pilato, posiblemente informado de la acusación con la que los judíos pensaban condenar a muerte a Jesús, le pregunta directamente si es el rey de los judíos. ¿Qué pretendía con esa pregunta? ¿Mofarse de Jesús? ¿Humillarlo? ¿Tenía miedo de encontrarse con un rival de Roma o de él mismo? No lo sabemos. El evangelista se limita a narrarnos el hecho. 

          Jesús, ante de responderle, trata de indagar la intención del gobernador: “¿Dices esto por tu cuenta o te lo han dicho otros de mí?”. En el primer caso, Pilato pensaría en un reino político y la respuesta sería un NO rotundo; en el segundo podía referirse a un reinado de tipo religioso o espiritual y, entonces, convenía una aclaración.

          Un tanto malhumorado por la repregunta de Jesús, el gobernador reacciona con altanería y desprecio hacia el pueblo judío y con cierta dureza con el mismo Jesús: ¿Acaso soy yo judío?. Tu gente y los sumos sacerdotes te han entregado a mí; ¿qué has hecho?”

          Dicho esto, Jesús, afirmando su realeza, le aclara que su reino no es un reino político como los reinos de este mundo, sustentados todos en el poder y la fuerza. Jesús no tiene a nadie que pueda defenderle: “Si mi reino fuera de este mundo, mi guardia habría luchado para que no cayera en manos de los judíos”Pilato lo ha entendido: “Entonces: ¿Tú eres rey?”. Y ahora viene la aclaración del significado y alcance del reinado de Jesús: “Tú lo dices: soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad”

          Tenemos aquí enfrentados dos conceptos que justifican dos clases de reinado: el reinado del poder y la fuerza, y el reinado de la verdad. “Qué es la verdad”, le pregunta el escéptico Pilato, que desaparece sin esperar la respuesta (Jn 18,37). ¿Qué es la verdad?, le preguntamos nosotros, sus seguidores. No se trata aquí de la verdad como correspondencia entre lo que pensamos y ocurre en la realidad, sino de la seguridad y confianza que ponemos en el comportamiento de una persona y en la persona misma. Cuando Jesús dice a Pilato que ha venido al mundo para ser el testigo de la verdad, se está refiriendo a Dios, en quien pone toda su confianza, pues cumple siempre sus promesas. 

           Todas las promesas de Dios derivan de la alianza o pacto de amor que hizo con Israel y, a través de Israel, con toda la humanidad, un amor que en los profetas adquiere rasgos de extrema humanidad:“Cuando Israel era niño, yo le amé, y de Egipto llamé a mi hijo. ¿Cómo voy a dejarte, Efraím, cómo entregarte, Israel? Mi corazón está en mí trastornado, y a la vez se estremecen mis entrañas” (Os 11,1.8). Este amor se ha hecho realidad definitiva en Jesús, el Hombre-Dios, que entrega voluntariamente su vida para liberarnos de todo lo que nos oprime: “Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos” (Jn 15, 13), y en sus amigos estamos incluidos todos nosotros, pues todos somos fruto del amor de Dios. 

          En el bautismo hemos sido injertados en Cristo y hechos una sola cosa con Él. Lo que Él es y lo que Él hizo también lo somos y hacemos nosotros. Si Él fue testigo de la Verdad y del Amor, también lo somos nosotros cuando, como Él, hacemos que nuestra existencia sea una existencia para los demás, una proexistencia -así la llaman algunos teólogos-. Es en el servicio a los demás donde se manifiesta la realeza de Cristo y nuestra propia realeza: “Sabéis que los jefes de las naciones las dominan como señores absolutos, y los grandes las oprimen con su poder. No ha de ser así entre vosotros, sino que el que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros, será vuestro esclavo; de la misma manera que el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos” (Mt 20, 25-28). Es en este servicio y entrega radical a los demás donde se manifiesta la verdad de Dios en nosotros, un servicio y una entrega que no se nos impone como obligación, sino como algo a lo que tiende nuestro propio ser: hemos sido creados por el amor y para el amor y sólo en la realización del amor descansa nuestro ser y somos realmente nosotros mismos: “El amor, como dijo San Agustín, es nuestro peso”, aquello a lo que por naturaleza estamos inclinados; como la piedra cae por sí misma al suelo, así nuestro ser tiene su descanso en el amor, y esto hasta tal punto, que, si no amamos, nos hacemos violencia a nosotros mismos. 

          En nuestra tarea de llevar la Buena Nueva del Evangelio a todos los hombres debemos fundamentarnos en este germen del amor, sembrado en el corazón de todos los seres humanos, ¿De qué manera? Con nuestras obras de amor. Cuando los hombres vean que nuestra vida es un constante servicio a los demás, especialmente a los más necesitados, sentirán que estamos haciendo lo que en el fondo de su ser saben que es lo correcto, porque también ellos son hijos del amor. Ello les allanará el camino para entender las palabras de Aquél que “nos amó hasta el extremo”: “Todo el que es de la verdad, es decir, del amor, escucha mi voz”.

Oración sobre las ofrendas

           Al ofrecerte, Señor, el sacrificio de la reconciliación humana, pedimos humildemente que tu Hijo conceda a todos los pueblos los dones de la paz y de la unidad. Por Jesucristo, nuestro Señor.

Cristo nos reconcilió con Dios Desde nuestra condición de siervos pecadores, nos dirigimos al Padre para pedirle que el sacrificio de reconciliación humana, por el que Cristo ha sido constituido Rey del universo, y que es actualizado de forma incruenta en cada celebración eucarística, contribuya eficazmente a conseguir la concordia y la solidaridad entre todos los hombres.

 Antífona de comunión

           El Señor se sienta como Rey eterno, el Señor bendice a su pueblo con la paz (Sal 28,10-11).

En la antífona de la comunión la Iglesia nos invita a contemplar a Jesús como Rey, un rey que gobierna desde la verdad -“Yo para nací y para esto vine al mundo: para dar testimonio de la verdad-”, desde la pobreza -“El Hijo del hombre no tiene dónde reclinar su cabeza”-, desde la humildad - “Se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos- y desde el amor -“Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”-Es desde este patrimonio real desde el que nos concede la paz que sólo Él puede dar: “La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo. No se turbe vuestro corazón ni se acobarde” (Jn 14,27).

 Oración después de la comunión

           Después de recibir el alimento de la inmortalidad, te pedimos, Señor, que, quienes nos gloriamos de obedecer los mandatos de Cristo, Rey del universo, podamos vivir eternamente con él en el reino del cielo. Él, que vive y reina por los siglos de los siglos.

En la comunión vivimos de forma intensa nuestra asimilación a Cristo.  Verdaderamente la persona de Cristo se prolonga en nosotros hasta tal punto, que formamos una sola realidad con Él: “No vivo yo, es Cristo quien vive en mí” (Gál 2,20). Ello quiere decir que mis pensamientos, sentimientos y acciones, siempre que broten de la obediencia gozosa a los mandatos de Cristo, son también sus pensamientos, sentimientos y acciones y, por tanto, tienen un valor de eternidad. Le pedimos al Padre que esta verdad evangélica impregne nuestra vida de tal manera, que nuestro único deseo sea vivir con Cristo por toda la eternidad. Me siento apremiado por las dos partes: por una parte, deseo partir y estar con Cristo, lo cual, ciertamente, es con mucho lo mejor; pero, por otra parte, quedarme en la carne es más necesario para vosotros” (Fil 1,23-24).