Segundo domingo de Adviento – Ciclo B
Antífona de entrada
Pueblo de Sion: el Señor vendrá a salvar a los pueblos y hará resonar la majestad de su voz con alegría en vuestro corazón (cf. Is 30,19. 30).
La antífona de entrada nos anuncia que el Señor vendrá a salvar a todos los hombres. Aunque no pertenezcan oficialmente a la comunidad de creyentes (a la Iglesia), todos los seres humanos están llamados a ser arropados en su seno (Lumen gentium 13). No nos salvamos solos. Nuestra salvación particular está necesariamente ligada a la salvación de la humanidad. Renovemos, por tanto, nuestra solidaridad con toda la raza humana para que la Palabra salvadora del Señor resuene con fuerza en nuestros corazones y les prepare para la celebración gozosa de la venida del Señor.
Oración colecta
Dios todopoderoso, rico en misericordia,no permitas que, cuando salimos animosos al encuentro de tu Hijo, lo impidan los afanes terrenales, para que, aprendiendo la sabiduría celestial, podamos participar plenamente de su vida. Por nuestro Señor Jesucristo.
Al que posee todo el poder y es fuente de todo amor, le pedimos, por los méritos de su Hijo, Jesucristo, que aprendamos a desear y a valorar en su justa medida los bienes de este mundo. Que éstos no sean un obstáculo que nos impida participar plenamente de la Vida de Jesucristo, sino, al contrario, que, al compartirlos con los necesitados, sean un trampolín que nos lance al disfrute, ya aquí en la tierra, de los bienes verdaderos.
Lectura del libro de Isaías - 40,1-5. 9-11
«Consolad, consolad a mi pueblo –dice vuestro Dios–; hablad al corazón de Jerusalén, gritadle, que se ha cumplido su servicio y está pagado su crimen, pues de la mano del Señor ha recibido doble paga por sus pecados». Una voz grita: «En el desierto preparadle un camino al Señor; allanad en la estepa una calzada para nuestro Dios; que los valles se levanten, que montes y colinas se abajen, que lo torcido se enderece y lo escabroso se iguale. Se revelará la gloria del Señor, y verán todos juntos –ha hablado la boca del Señor–». Súbete a un monte elevado, heraldo de Sion; alza fuerte la voz, heraldo de Jerusalén; álzala, no temas, di a las ciudades de Judá: «Aquí está vuestro Dios. Mirad, el Señor Dios llega con poder y con su brazo manda. Mirad, viene con él su salario y su recompensa lo precede. Como un pastor que apacienta el rebaño, reúne con su brazo los corderos y los lleva sobre el pecho; cuida él mismo a las ovejas que crían»
“Consolad, consolad a mi Pueblo”. Estas palabras, con que comienza el capítulo cuarenta de Isaías, dan el nombre a los siguientes quince capítulos, que llevan el título de Libro de la consolación. Contienen una serie de oráculos que intentan aliviar a los israelitas deportados en Babilonia. Isaías se dirige a sus compañeros, profetas como él, exhortándoles a que animen al pueblo, hundido por tantas calamidades. Es necesario concienciarles del perdón del Señor por los pecados cometidos y por los que ya fueron severamente castigados. Que les digan que el Señor ha decidido mostrarles una vez más su amor y su misericordia. Que se dirijan al mismo corazón del pueblo, a Jerusalén, su centro político y religioso: “Hablad al corazón de Jerusalén”. Ésta es la gran noticia: el final de su servidumbre está ya muy próximo, Israel ha pagado con creces su deuda. Su culpa ha quedado definitivamente saldada.
“Una voz grita”.
Es la voz del que ha sido elegido para organizar la llegada del Señor, para preparar el camino por el que ha de pasar, un camino amplio en el desierto, una calzada libre de obstáculos y tropiezos para que pueda circular con facilidad el cortejo triunfal. Todos podrán ser testigos de esta gran manifestación de la gloria del Dios de Israel.
Para los primeros padres de la Iglesia, esta preparación del retorno de Dios al pueblo es una invitación a las almas a prepararse, espiritual y moralmente, para recibir a Dios con el cortejo de sus dones sobrenaturales. Los evangelistas, por su parte, han aplicado este pasaje a la actuación del Bautista que, como veremos en la lectura del Evangelio, tendrá la misión de preparar la conciencia de los israelitas para acoger con espíritu de obediencia y humildad al Mesías.
“Mirad, el Señor Dios llega con poder y con su brazo manda”. Magnifica noticia. El Señor va a desplegar todo su poder y, si en el paso del mar Rojo venció a las tropas de Faraón hundiéndolas en el mar, en este momento va a enterrar en las profundidades del olvido los pecados de su pueblo.
“Viene con Él su salario y su recompensa lo precede”. Salario y recompensa son los símbolos de la prosperidad y riqueza espiritual de las que disfrutará el pueblo, una vez asentado el Señor en el trono de Israel.
“Como un pastor que apacienta el rebaño, reúne con su brazo los corderos y los lleva sobre el pecho”. El profeta utiliza otra imagen, muy familiar en Israel -la del pastor dirigiendo al pueblo-, para proclamar el amor y perdón de Dios. En contraste con el Rey vencedor, que llega después de derrotar a los enemigos, la imagen del pastor, nos presenta un Dios más entrañable y cercano: un Dios que, como hace el pastor con sus ovejas, reúne a los miembros del pueblo que se han dispersado por lugares desconocidos, los lleva en sus brazos al calor y a la seguridad del establo y cuida con especial cariño de los más débiles y necesitados.
A nosotros se dirige también este fragmento bíblico. Como el pueblo de Israel en Babilonia, nosotros estamos igualmente desterrados fuera de nuestra verdadera patria, la patria del amor; también a nosotros nos oprimen los enemigos de Dios, que son nuestros grandes enemigos: el apego excesivo a los bienes materiales, que nos tienen atados a una felicidad inmediata y corta de miras; la ceguera espiritual, que nos impide ver al Señor en los que sufren por causa de las injusticias de este mundo; el hedonismo por el que buscamos ansiosamente el placer sensible, camuflado casi siempre por el eufemismo de ‘estado de bienestar’ o calidad de vida; tantos ídolos a los que, sin querer darnos cuenta, servimos y adoramos, ídolos que, cuando tienen que dar la cara, nos encontramos que no tienen rostro: “Tienen boca y no hablan, tienen ojos y no ven, tienen orejas y no oyen” (Sal 135, 16-17).
También nosotros necesitamos el consuelo del Señor por las muchas tribulaciones a que nos lleva una vida apartada de Dios, o en la que Dios no es el centro. Como a ellos, también a nosotros se nos anuncia nuestra liberación. El Adviento es una dimensión esencial de la vida cristiana: aquella humanidad, que esperaba la venida del Mesías, somos también nosotros, habitantes del siglo veintiuno; nosotros seguimos esperando la paz que llene de verdad nuestro corazón y el corazón de todos los hombres. Y también nosotros necesitamos del cuidado de ese Buen Pastor, Jesucristo, que nos lleva a las praderas en las que se encuentran los pastos eucarísticos y el agua que apagará definitivamente nuestra sed; que nos busca cuando desoímos los golpes de su cayado y nos desviamos del camino recto; que cura las heridas de nuestra alma y perdona nuestras infidelidades; que nos acompaña cuando atravesamos los valles oscuros de la inseguridad y del sufrimiento y que, en el momento de la muerte, estará a nuestro lado para darnos el último impulso a la Vida con mayúscula.
Salmo responsorial – 84
Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos tu salvación.
Sin ti, Señor, estamos totalmente perdidos. A nadie, fuera de ti, podemos asirnos para mantenernos en pie. Nada en el mundo puede darnos la paz que buscan nuestros corazones. Sólo en tu amor misericordioso podemos refugiarnos y descansar. ¡Haz, Señor, que experimentemos tu cercanía! Entonces nos sentiremos de verdad salvados.
Voy a escuchar lo que dice el Señor:
«Dios anuncia la paz a su pueblo y a sus amigos».
La salvación está cerca de los que lo temen,
y la gloria habitará en nuestra tierra.
Abre, Señor, los oídos de nuestra alma para saber escuchar a tu Hijo Jesucristo, la Palabra de Dios hecha carne, es decir, un hombre como nosotros. Es Él quien nos revela el proyecto de paz que, desde la eternidad, tienes con toda la humanidad y con cada uno de nosotros. Creemos, Señor, que estás muy cerca de nosotros, que te gozas en compartir tu vida con nosotros y que sientes un verdadero placer en habitar con los hijos de los hombres. Haz, Señor, que nuestra delicia sea vivir en todo momento a tu lado.
La misericordia y la fidelidad se encuentran,
la justicia y la paz se besan;
la fidelidad brota de la tierra,
y la justicia mira desde el cielo.
Tu amor misericordioso se encuentra por fin con la fidelidad del hombre, gracias a tu Hijo, el hombre perfecto. Haz, Señor, que participemos de su fidelidad, para que sea verdad en nosotros que la justicia y la salvación, que descienden de tu trono celeste, se encuentren con la fidelidad que brote de la tierra de los hombres.
El Señor nos dará la lluvia,
y nuestra tierra dará su fruto.
La justicia marchará ante él,
y sus pasos señalarán el camino.
Confiamos, Señor, en que seremos siempre agraciados con tu lluvia de gracias. Ella empapará nuestros corazones y, así, daremos abundantes frutos de buenas obras. Contamos siempre con el cuidado salvador de tu Hijo que, como Buen Pastor, nos indicará el sendero que nos lleva a las verdes praderas de tu Reino.
Lectura de la segunda carta del apóstol san Pedro - 3,8-14
No olvidéis una cosa, queridos míos, que para el Señor un día es como mil años y mil años como un día. El Señor no retrasa su promesa, como piensan algunos, sino que tiene paciencia con vosotros, porque no quiere que nadie se pierda, sino que todos accedan a la conversión. Pero el Día del Señor llegará como un ladrón. Entonces los cielos desaparecerán estrepitosamente, los elementos se disolverán abrasados y la tierra con cuantas obras hay en ella quedará al descubierto. Puesto que todas estas cosas van a disolverse de este modo, ¡qué santa y piadosa debe ser vuestra conducta, mientras esperáis y apresuráis la llegada del Día de Dios! Ese día los cielos se disolverán incendiados y los elementos se derretirán abrasados. Pero nosotros, según su promesa, esperamos unos cielos nuevos y una tierra nueva en los que habite la justicia. Por eso, queridos míos, mientras esperáis estos acontecimientos, procurad que Dios os encuentre en paz con él, intachables e irreprochables.
“Mil años son como el día de ayer, que ya pasó, como una vigilia de la noche”.
Para Dios, para quien no existe el tiempo, todo está presente en su mente -responde San Pedro a los que, irónicamente, preguntan por el cuándo del cumplimiento del prometido retorno de Cristo. Debemos darnos cuenta, de una vez por todas, que las distinciones temporales que establecemos nosotros no cuentan en los planes divinos: que el Señor retarde el momento de su venida -continúa diciendo San Pedro- es una prueba más de su paciencia que debemos aprovechar para nuestro mayor progreso espiritual y para dar tiempo a que todos se arrepientan y vuelvan a Él.
Pero el hecho de que el Señor sea paciente no nos debe llevar a la inacción y a dejarlo todo para mañana. No podemos dormirnos, pues “el día del Señor vendrá como un ladrón”. “Velad, pues no sabéis cuándo vendrá el Señor de la casa” (Mc 13, ), nos advertía el Señor en la lectura evangélica del pasado domingo.
“Los cielos se disolverán incendiados y los elementos se derretirán abrasados”. Es lo que, al decir del apóstol, sucederá en ese momento final, una manera de expresar, con imágenes de aquel tiempo, la desaparición de este mundo.
A la vista de estos acontecimientos finales, y convencidos de la caducidad de los bienes que sustentan nuestra actual existencia, no tiene sentido continuar apegados a las cosas de este mundo, que, por caducas y perecederas, carecen de todo valor en sí mismas. Ante este final de todas las cosas ¡Qué santa y piadosa debe ser vuestra conducta!, exclama San Pedro.
Pero no es la consideración de la desaparición de este mundo el principal motivo que tiene el cristiano para llevar una vida santa. Lo que principalmente le mueve, o debe moverle, es el surgimiento de un universo nuevo en el que reinarán la santidad y la justicia: “Nosotros, según su promesa, esperamos unos cielos nuevos y una tierra nueva en los que habite la justicia”.
Ante todos estos cambios y ante este mundo feliz que se avecina, hay que ser consecuentes, debemos comportarnos de tal modo, que podamos ser hallados por el Señor en disposición moral y espiritual para entrar en su Reino. “Si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios. Aspirad a las cosas de arriba, no a las de la tierra. Porque habéis muerto, y vuestra vida está oculta con Cristo en Dios” (Col 3,1-3).
Por la fe ya están presentes en nosotros las realidades del mundo futuro que esperamos y con ello pierden valor en sí mismas las cosas del mundo presente. “La fe -escribe Benedicto XVI- atrae al futuro dentro del presente, de modo que el futuro ya no es el puro ‘todavía no’, y este futuro cambia nuestro presente, de manera que las realidades futuras repercuten en las presentes y las presentes en las futuras” (Spe salvi, 7). La posesión que, por la fe, tenemos de los bienes futuros ha llevado a muchos cristianos a despreciar los bienes de este mundo hasta sufrir el martirio. Este vivir del futuro que esperamos se ha manifestado y sigue manifiestándose -continúa diciendo Benedicto XVI- “en las grandes renuncias, desde los monjes de la antigüedad hasta Francisco de Asís, y hasta las personas de nuestro tiempo, que lo han dejado todo por amor de Cristo, para llevar a los hombres la fe y el amor del Señor, para ayudar a las personas que sufren en el cuerpo y en el alma” (Spe salvi, 8).
Aclamación al Evangelio
Aleluya, aleluya, aleluya. Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos. Toda carne verá la salvación de Dios.
Nos lo dijo Isaías en la primera lectura; nos lo va a decir el Bautista en este Evangelio. Preparemos y allanemos los senderos de nuestra vida, para que, a través de ellos, transite el Señor a sus anchas. No seremos nosotros los que nos defenderemos: será Él el que nos defenderá; no seremos nosotros los que hablemos: será Él el que hablará por nosotros; nos seremos nosotros los que ayudemos al prójimo: será Él quien les servirá a través de nosotros. Y todos los hombres, viendo las obras que Él hace en nosotros, alabarán al Padre, de quien procede todo bien.
Lectura del santo evangelio según san Marcos - 1,1-8
Comienza el evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios. Como está escrito en el profeta Isaías: «Yo envío a mi mensajero delante de ti, el cual preparará tu camino; voz del que grita en el desierto: “Preparad el camino del Señor, enderezad sus senderos”»; se presentó Juan en el desierto bautizando y predicando un bautismo de conversión para el perdón de los pecados. Acudía a él toda la región de Judea y toda la gente de Jerusalén. Él los bautizaba en el río Jordán y confesaban sus pecados. Juan iba vestido de piel de camello, con una correa de cuero a la cintura y se alimentaba de saltamontes y miel silvestre. Y proclamaba: «Detrás de mí viene el que es más fuerte que yo y no merezco agacharme para desatarle la correa de sus sandalias. Yo os he bautizado con agua, pero él os bautizará con Espíritu Santo».
“Comienza el Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios”. En la época romana el Evangelio eran las proclamas de los emperadores, proclamas que, por lo general, contenían un mensaje salvador para sus súbditos. Al aplicar este término a los relatos de la vida de Jesús, se entendía que en ellos se contenía la buena noticia de salvación que nos había traído Cristo. Con la expresión “Hijo De Dios” San Marcos quiere resaltar divinidad del Señor.
Esta manera de empezar nos indica que el evangelista se propone contar algo novedoso, en la línea de la primera lectura de Isaías. El Mesías está a punto de hacer acto de presencia, es urgente preparase para recibirlo. El evangelista utiliza citas del Antiguo Testamento (del Éxodo, de Malaquías y de Isaías -éste último, tal como aparece en la primera lectura-) para introducir la actuación y la predicación del Bautista. Es preciso que un mensajero vaya delante del Mesías, que anuncie su llegada y que invite al pueblo a tener dispuestos los corazones para poder acogerlo como corresponde: “Preparad el camino del Señor, enderezad sus senderos”, clamaba Isaías y clama ahora el Bautista.
Tras esta introducción, nos presenta directamente a Juan predicando la conversión al Señor y ratificándola con un bautismo de penitencia. Judíos y habitantes de Jerusalén, muchos de ellos descontentos con una vida al margen de Dios, acudían a él, confesaban sus pecados y se hacían bautizar en el río Jordán.
Vestido como los antiguos profetas y llevando una vida de máxima austeridad, se siente llamado a anunciar a alguien más grande y más fuerte que él, alguien que no conoce, pero del que se considera indigno de desatarle la correa de su sandalia, una tarea reservada exclusivamente a los esclavos.
Es sincero y humilde al responder a quienes le preguntaban si él era el Mesías: lo niega rotundamente: “Yo no soy el Cristo” (Jn 1,20). La humildad es una de las notas definitorias del Bautista: “Detrás de mí viene alguien más fuerte que yo”. “Es preciso que Él crezca y que yo disminuya”, nos dice el otro San Juan, el Evangelista (Jn 3,30). Considera su misión infinitamente menor que la del que ha de venir después de él: “Yo os he bautizado con agua, pero él os bautizará en el Espíritu Santo”.
Muchas cosas podemos aprender de este personaje bíblico. En primer lugar, y por ceñirme a este evangelio, es de destacar el modo como llevó a cabo la misión de anunciar al Mesías: sabe que ha sido llamado a ser instrumento del Señor para anunciar su venida y, sin esperar ningún tipo de recompensa, desaparece silenciosamente cuando la ha llevado a cabo. Su ejemplo debe ser un fuerte estímulo para realizar la tarea que el Señor ha encomendado a cada uno de nosotros: sea la que sea y en las circunstancias en tengamos que desarrollarla, su finalidad sólo puede ser el cumplimiento de la voluntad del Señor y nunca el éxito personal. Como el Bautista, debemos luchar para que sea el Señor, y no nosotros, el que triunfe a través de nuestras obras.
La humildad, cimiento de toda la vida espiritual, es otra virtud que aprendemos de Juan Bautista: como él, también nosotros tenemos la misión de anunciar al más grande y, como él, nos sentimos indignos de “desatar la correa de su sandalia”. Esta actitud de humildad la actualizamos en nuestras relaciones con nuestros hermanos a los que, como nos decía San Pablo, debemos considerar superiores a nosotros mismos (Fl 2,3).
Del Bautista debemos imitar también la austeridad, que él encarnaba en el vestir y en el comer. Es una virtud que nosotros tenemos prácticamente olvidada en estos tiempos de bienestar y abundancia, pero que debe ser querida y practicada por el discípulo de Cristo, quien dijo de sí mismo que “no tiene dónde reclinar su cabeza”. El cristiano debe tener mucho cuidado para no caer en el hedonismo o culto al placer sensible, un ídolo omnipresente en nuestra vida, al que, con toda la inocencia del mundo, se le adora y sirve en lugar de Dios. La austeridad se hace todavía más necesaria en nuestra vida cristiana ante las necesidades de tantos seres humanos que se encuentran hundidos en la extrema pobreza. Vienen bien aquí las palabras del apóstol San Juan en su primera carta: “Si alguno que posee bienes de la tierra, ve a su hermano padecer necesidad y le cierra su corazón, ¿cómo puede permanecer en él el amor de Dios?”
Oración sobre las ofrendas
Que los ruegos y ofrendas de nuestra pobreza te conmuevan, Señor, y al vernos desvalidos y sin méritos propios acude, compasivo, en nuestra ayuda. Por Jesucristo, nuestro Señor.
No haría falta pedir al Señor que se conmueva ante nuestros ruegos y ante nuestros ofrecimientos, pues Él conoce mucho mejor que nosotros nuestras limitaciones y se preocupa de nuestros problemas mucho más que nosotros: al Señor se le parte el corazón al ver nuestros sufrimientos, nuestro desvalimiento y nuestra pobreza espiritual. Si la Iglesia pone en nuestros labios esta oración, es para que seamos nosotros los que nos conmovamos ante su amor y su misericordia, como cuando, al dejar de ser niños, sentimos una emoción filial, al caer en la cuenta del amor desinteresado de nuestros padres. Tengamos confianza: el Señor nos ayudará, ya que siempre cumple lo que promete: “Por eso os digo: todo cuanto pidáis en la oración, creed que ya lo habéis recibido, y lo obtendréis” (Mc 11,24).
Antífona de comunión
En pie, Jerusalén, sube a la altura, contempla la alegría que Dios te envía (Bar 5,5; 4,36).
El profeta Baruc invita a Jerusalén a que se quite el luto por las desgracias de sus hijos y suba a lo alto del monte para contemplar al Señor que viene hacia ella. Aceptemos esta invitación que hoy nos hace la Iglesia, despojémonos de nuestras tristezas y preocupaciones y coloquémonos a la altura de los santos: veremos que la salvación que nos trae el Señor está a nuestra puerta. Vayamos con esta confianza a alimentarnos en el banquete eucarístico: el Señor va a estar tan cerca de nosotros, que seremos una cosa con Él. “Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí” (Gal 2,20)
Oración después de la comunión
Saciados con el alimento espiritual, te pedimos, Señor, que, por la participación en este sacramento, nos enseñes a sopesar con sabiduría los bienes de la tierra y amar intensamente los del cielo. Por Jesucristo, nuestro Señor.
En la línea de las tres lecturas, que nos han enseñado a vivir en la espera de la venida del Señor, ahora que nos hemos alimentado del cuerpo y de la sangre de Jesucristo y nos hemos asimilado a Él y convertidos en Él, pedimos al Padre, por mediación de su Hijo querido, que nos haga utilizar los bienes terrenales de tal manera, que, a través de ellos, anhelemos firmemente los bienes del cielo.