Primer domingo de Adviento – Ciclo B

 

Primer domingo de Adviento – Ciclo B

Antífona de entrada

 A ti levanto mi alma, Dios mío, en ti confío; no quede yo defraudado, que no triunfen de mí mis enemigos, pues los que esperan en ti no quedan defraudados (Sal 24,1-3).

 El tiempo de Adviento comienza con este fragmento del salmo 24 en el que el salmista eleva el alma a su Dios. Le da rabia de que  sus enemigos se sientan triunfadores y tomen al Dios de Israel como un dios incapaz de salvar. Pero supera esta rabia porque al tener la certeza de que los que esperan en el Señor nunca serán defraudados.

 Oración colecta

 Concede a tus fieles, Dios todopoderoso, el deseo de salir acompañados de buenas obras al encuentro de Cristo que viene, para que, colocados a su derecha, merezcan poseer el reino de los cielos. Por nuestro Señor Jesucristo.

Todo es gracia. Ni siquiera está en nuestras manos el deseo de Dios. Pero, desde nuestra condición de seres necesitados, no nos queda más remedio que abrirnos a quien pueda remediar nuestra situación. La Iglesia pone hoy en nuestros labios esta oración en la que elevamos nuestra plegaria a nuestro poderoso y bondadoso Padre, para que ponga en nuestro corazón y en nuestras acciones el ansia de encontrarnos con Cristo, cuyo nacimiento como hombre, vamos a actualizar en breve. Pertrechados con este deseo, no dudamos de que recibiremos del cielo la gracia de permanecer con el Dios hecho hombre, no sólo en la vida futura, sino ya en la presente.

  Lectura del libro de Isaías - 63,16c-17. 19c; 64,2b-7

 Tú, Señor, eres nuestro padre, tu nombre desde siempre es «nuestro Libertador». ¿Por qué nos extravías, Señor, de tus caminos, y endureces nuestro corazón para que no te tema? Vuélvete, por amor a tus siervos y a las tribus de tu heredad. ¡Ojalá rasgases el cielo y descendieses! En tu presencia se estremecerían las montañas. «Descendiste, y las montañas se estremecieron». Jamás se oyó ni se escuchó, ni ojo vio un Dios, fuera de ti, que hiciera tanto por quien espera en él. Sales al encuentro de quien practica con alegría la justicia y, andando en tus caminos, se acuerda de ti. He aquí que tú estabas airado y nosotros hemos pecado. Pero en los caminos de antiguo seremos salvados. Todos éramos impuros, nuestra justicia era un vestido manchado; todos nos marchitábamos como hojas, nuestras culpas nos arrebataban como el viento. Nadie invocaba tu nombre, nadie salía del letargo para adherirse a ti; pues nos ocultabas tu rostro y nos entregabas al poder de nuestra culpa. Y, sin embargo, Señor, tú eres nuestro padre, nosotros la arcilla y tú nuestro alfarero: todos somos obra de tu mano.

 Nos hallamos en la tercera parte del libro de Isaías (capítulos 56 al 66). La comunidad israelita, después del destierro de Babilonia, está desalentada. Se siente abandonada por el Señor por culpa de sus continuas infidelidades e idolatrías.

 Es desde esta experiencia desde la que brota esta oración del profeta en la que, a pesar del pecado de su pueblo, sigue confiando en la misericordia de Dios y en el poder de Dios que, como tantas otras veces, volverá a liberar de esta situación.

 Como un niño, a quien sus padres castigan por su mal comportamiento, el profeta hace a Dios responsable del pecado de su pueblo: “¿Por qué nos extravías, Señor, de tus caminos, y endureces nuestro corazón para que no te tema?”. Pero sabe que no es así: contradiría su misericordia y bondad infinitas. Más que una acusación, es un lamento. Lo que sí puede hacer Dios es permitir que nos desviemos de sus sendas para que nos demos cuenta de que, apartados de Él, caminamos irremisiblemente hacia nuestra perdición y, de esta manera, provocar nuestra conversión, es decir, la vuelta al hogar paterno.

 Por eso le pide, en nombre del pueblo -no porque éste lo merezca, sino por el amor que siempre le ha profesado y demostrado- que vuelva su rostro hacia su pueblo, especialmente, a los que se encuentran en más duro trance de perderse: “Vuélvete, por amor a tus siervos y a las tribus de tu heredad”. El recuerdo de la alianza en el Sinaí, cuando se estremecieron las montañas y Yahvé descendió del cielo (Ex 19,18) se convierte en oración: ¡Ojalá rasgases el cielo y descendieses! Este recuerdo le hace sentir que Yahvé es un Dios cercano, que se preocupa por el hombre y, como el padre de la parábola evangélica, sale al encuentro de “quien practica con alegría la justicia” y “se acuerda de Él”.

 El profeta sólo ve una solución a la crítica situación por la que se está atravesándo: volver al camino de siempre. Ante el descontento del Señor por esta situación pecaminosa -todos marcados por la impureza, por la injusticia, esclavos de sus culpas que, como hojas, son arrebatadas por el viento, y sin nadie que invoque al Señor-, es necesario confiar más que nunca en Él que, como libertador, le hará volver al camino del que se había apartado. A pesar de este letargo espiritual y aparente abandono de Dios, el profeta apela a su misericordia, confiando en la salvación del Señor, que no nos puede abandonar definitivamente, pues Él es nuestro Padre  y “todos somos obra de sus manos: Nosotros somos la arcilla, Él es el alfarero.

 La situación en que se encontraba el pueblo de Israel en tiempos del profeta Isaías es similar a la que vivimos nosotros que, entregados a los dioses de los intereses mundanos y del individualismo, no tenemos con Dios la relación de amistad, propia de los que hemos conocido su amor y hemos creído en este amor.

 Nuestra oración, tanto la personal como la comunitaria, debe imitar la actitud del profeta. Por una parte, reconocernos pecadores, algo fuera de lo común en el mundo que nos ha tocado vivir, que, como decía Pío XII, ha perdido la conciencia y el sentido del pecado; por otra, confiar rabiosamente en el Señor, que es capaz hacer grandes santos de grandes pecadores, pues, como dice San Pablo a los efesios: “Dios, rico en misericordia, por el grande amor con que nos amó, muertos a causa de nuestros delitos, nos vivificó juntamente con Cristo” (Ef 2,4-5).

 “Nosotros la arcilla y Tú, Señor, nuestro alfarero”. Somos manufactura de Dios, pero no clones de Dios. Nuestra vida espiritual se construye desde la personalidad que Dios nos ha dado al crearnos, personalidad que nos obliga a aceptar nuestras limitaciones y aquellas circunstancias en las que nos ha tocado vivir. Contra esta realidad es un grave error rebelarnos: “¿Quién eres tú para pedir cuentas a Dios? ¿Acaso la pieza de barro dirá a quien la modeló: ‘por qué me hiciste así’?” (Rm 9,20). Todos los cristianos estamos unidos por los mismos pensamientos y los mismos sentimientos, los pensamientos y sentimientos de Cristo Jesús, pero cada uno los realiza desde el modo particular que Dios ha querido. De esta manera, todos expresamos la riqueza y la variedad de la vida de Cristo. Todos estamos llamados a la santidad, si bien esa santidad no se visualice en esta vida ni nos canonicen después de la muerte. Santos a la manera que Dios quiere que seamos santos, los “santos de la puerta de al lado” de los que habla el papa Francisco.

Salmo responsorial – 79

Oh Dios, restáuranos, que brille tu rostro y nos salve.

 Pastor de Israel, escucha; tú que te sientas sobre querubines, resplandece; despierta tu poder y ven a salvarnos.

 El salmo 79 es una lamentación y, al mismo tiempo, una súplica. El salmista, se sirve de la imagen del pastor para invocarle: “Pastor de Israel, escucha”. Desde la parte superior del arca de la alianza, sentado en medio de los querubines, el Señor guía a su pueblo por el desierto, lo protege en los peligros y lo defiende de los enemigos. Haciendo nuestra la oración del salmista, pedimos al Señor que irradie su presencia luminosa sobre nosotros para que nos convirtamos en luz que ilumine las oscuridades de este mundo: “Contempladlo y quedaréis radiantes”, se canta en otro salmo. Que el Señor utilice su ilimitado poder para que se haga efectiva su salvación y su liberación de todos los obstáculos que puedan impedir nuestro caminar hacia la unión con Cristo y con nuestros hermanos.

 Dios del universo, vuélvete: mira desde el cielo, fíjate, ven a visitar tu viña. Cuida la cepa que tu diestra plantó. y al hijo del hombre que tú has fortalecido.

 La viña del Señor está abandonada e indefensa, ha caído el muro que la circundaba y está expuesta a que la pisoteen los viandantes y la destrocen los animales salvajes. ¿Para qué tanto trabajo –se lamenta el salmista- y tanta solicitud con la viña que tú plantaste y que con tanto mimo cuidaste, si en este momento consientes que esté abandonada?  Como miembros de la Iglesia, la nueva viña del Señor, contemplamos el abandono y el descuido a que está siendo sometida por parte, muchas veces, de quienes formamos parte de ella. ¿Estamos los cristianos comprometidos, con nuestra oración sincera y con nuestras buenas obras, en el mantenimiento y perfeccionamiento de la viña del Señor para que la Iglesia sea realmente “luz de los pueblos? ¿Cumplimos los cristianos con el mandato del Señor de vivir unidos de tal manera, que el mundo vea en nosotros un modelo de fraternidad para todos los hombres?

 Que tu mano proteja a tu escogido, al hombre que tú fortaleciste. No nos alejaremos de ti: danos vida, para que invoquemos tu nombre.

 Ante los enemigos, que, merodeando, están continuamente acechando a Israel, el salmista pide a Dios que defienda y proteja a Israel, al que ha elegido y al que ha hecho fuerte, y, en nombre de todo el pueblo, le promete no volver a alejarse de Él. Reconociendo que es el Señor el que da la vida, le suplica que ayude al pueblo para poder seguir teniendo con Él la relación para la que gue elegido: “Danos vida para que invoquemos tu nombre”.

 El saber que, en todo momento y por todas partes, estamos rodeados de enemigos que tratan de impedir nuestra unión con Cristo y con los hombres (nuestra poca fe, nuestros deseos de cosas que sólo sirven para darnos una felicidad momentánea y pasajera, nuestro pasar de largo ante la pobreza y soledad de nuestros hermanos necesitados), tenemos que un motivo para intensificar nuestra vigilancia que, hoy, al iniciar el adviento, nos recomienda la liturgia: “No nos alejaremos de Ti. Danos vida para que invoquemos tu nombre”.

 ¡Señor!, desarrolla en nosotros la luz de la fe que recibimos en nuestro bautismo; que está fe fructifique en buenas obras con nuestros hermanos; que sintamos hacia ellos el amor que Tú has derramado sobre la humanidad; que pongamos sus necesidades y problemas al mismo nivel que los nuestros. Entonces, y sólo entonces, seremos de verdad felices y nos sentiremos salvados.

 Lectura de la primera carta del apóstol san Pablo a los Corintios - 1,3-9

 Hermanos: a vosotros, gracia y paz de parte de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo. Doy gracias a mi Dios continuamente por vosotros, por la gracia de Dios que se os ha dado en Cristo Jesús; pues en él habéis sido enriquecidos en todo: en toda palabra y en toda ciencia; porque en vosotros se ha probado el testimonio de Cristo, de modo que no carecéis de ningún don gratuito, mientras aguardáis la manifestación de nuestro Señor Jesucristo. Él os mantendrá firmes hasta el final, para que seáis irreprensibles el día de nuestro Señor Jesucristo. Fiel es Dios, el cual os llamó a la comunión con su Hijo, Jesucristo nuestro Señor.

 “Gracia y paz de parte de Dios, nuestro padre y del Señor Jesucristo”. La gracia es la benevolencia de Dios, causa de la paz, es decir, del conjunto de bienes mesiánicos traídos por Jesucristo. No se trata de la paz que nos propone el mundo: la vida desahogada y tranquila que nos proporciona la posesión de bienes materiales, sino de la paz que nos regala Dios, la que nos permite vivir una vida según el Evangelio y disfrutar, ya aquí, aunque todavía en esperanza, de los bienes escatológicos ( = últimos y definitivos). Cuando saludamos o despedimos a una persona a la que queremos la deseamos “lo mejor”. Pero ¿qué entendemos por “lo mejor”? ¿Lo que deseaba San Pablo a los receptores de sus cartas, esto es, la benevolencia de Dios y la paz de Dios? ¿O, más bien, que nuestros familiares y amigos sean felices, tal como el mundo entiende la felicidad: un buen trabajó, salud y calidad de vida, seguridad material, etc?

 Después del saludo epistolar a los corintios (v. 1 y 2), viene la acción de gracias a Dios por los dones recibidos; en este caso, por los dones con los que han sido agraciados, algo habitual en las cartas de San Pablo. No se trata de agradecer a Dios el buen comportamiento evangélico de los corintios, sino “la gracia que se les ha dado en Cristo Jesús... porque han sido (habéis sido) enriquecidos en todo: en toda palabra y en toda ciencia”. “En toda palabra”, a saber, en ser capaces de exponer, explicar y fundamentar con claridad los misterios de la fe; “en toda ciencia”, esto es, en el entendimiento hasta el fondo de estos misterios. Resalta San Pablo -quizá para que los corintios no caigan en el pecado de la vanagloria- que estos dones son debidos a la gracia y al favor divinos, en los cuales, y no en nuestras facultades naturales, se debe poner toda la ilusión y toda la confianza. Este enriquecimiento espiritual, que deben mantener hasta la venida del Señor, es una prueba de que el Cristo, testimoniado por los apóstoles, ha arraigado y se ha consolidado en ellos.

 San Pablo les asegura que Dios les “mantendrá firmes” para que el Señor les encuentre “irreprochables el día de nuestro Señor Jesucristo”. Esta seguridad se apoya, no en las capacidades humanas ni en la experiencia humana, sino en la fidelidad de Dios que nos llamó a la perfecta incorporación a Jesucristo, a la que estamos llamados desde toda la eternidad.

 Nosotros, igual que los corintios, hemos recibido de Dios, y los seguimos recibiendo, los dones sobrenaturales necesarios para realizar nuestra progresiva incorporación a Cristo. Pero los dones que se nos han dado son para que produzcan el fruto que de ellos se espera, para traducirlos en obras que testimonien ante los hombres la riqueza del Evangelio y contribuyan a la construcción de una humanidad acorde con los planes de Dios, empezando por la pequeña comunidad de personas en las que se desarrolla nuestra vida. En esta tarea no estamos solos. El Señor colabora con nosotros “manteniéndonos firmes” en los momentos de inseguridad y cansancio. Su ayuda nunca nos faltará, cuando nos aplicamos diligentemente a lo que se nos ha encomendado. Ante esta realidad nos preguntamos: ¿empleamos realmente nuestro tiempo, tan lleno de prisas y preocupaciones, en trabajar por la causa del Evangelio, o tenemos que reconocer nuestra desidia espiritual y, como el profeta en la primera lectura, lanzar a Dios un lamento, un lamento que debe resonar de manera muy especial en este comienzo del Adviento.

 Aclamación al Evangelio

 Aleluya, aleluya, aleluya. Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos tu salvación.

 Lectura del santo evangelio según san Marcos - 13,33-37

 En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Estad atentos, vigilad: pues no sabéis cuándo es el momento. Es igual que un hombre que se fue de viaje, y dejó su casa y dio a cada uno de sus criados su tarea, encargando al portero que velara. Velad entonces, pues no sabéis cuándo vendrá el señor de la casa, si al atardecer, o a medianoche, o al canto del gallo, o al amanecer: no sea que venga inesperadamente y os encuentre dormidos. Lo que os digo a vosotros, lo digo a todos: ¡Velad!

 Una vez más se nos exhorta a la vigilancia, un tema recurrente durante los últimos domingos, con el que la liturgia nos ha ido preparando al tiempo de Adviento, que hoy comenzamos. “Velad, porque no sabéis ni el día ni la hora”, nos decía Jesús como conclusión de la parábola de las diez vírgenes; “Estemos en vela y vivamos sobriamente para que el Día del Señor no nos sorprenda como un ladrón”, advertía San Pablo a los tesalonicenses en la segunda lectura de ese domingo; otro tanto se desprendía de la parábola de los talentos del siguiente.

 Hoy, primer domingo de Adviento, la Iglesia pone a nuestra consideración para nuestro alimento espiritual la breve parábola del hombre que, al marchar de viaje, deja las tareas de su casa a sus empleados y encarga al portero que vigile a todos ellos. La parábola está introducida por la exhortación “Estad atentos y velad” y concluye de la misma manera: “Velad, no sea que el Señor venga inesperadamente y nos coja dormidos, al atardecer, a media noche, al canto del gallo o de madrugada”.

Si Jesús nos advierte tan reiteradamente que estemos vigilantes es para que nos tomemos en serio la gracia que recibimos en el bautismo: para que, progresando en   nuestra incorporación a Cristo, estemos preparados para estar definitivamente a su lado por toda la eternidad.

Hoy empezamos un nuevo año litúrgico durante el que acompañaremos a Jesús en su tránsito histórico como hombre por esta tierra: su nacimiento virginal, sus vida oculta en Nazaret, su bautismo, sus tentaciones, su trato con la gente, sus discursos, sus milagros, su pasión y muerte, su resurrección, su influencia en la vida de la Iglesia a través del Espíritu Santo. El primero de estos acontecimientos es su nacimiento en Belén, al que nos preparamos con estas cuatro semanas, simbolizadas en las cuatro velas del Adviento que simbolizan los largos siglos en espera de la  del Mesías.

 Es verdad que Jesús vino ya hace más de dos mil año, acontecimiento que recordaremos y actualizaremos litúrgicamente el día de Navidad. Pero este recuerdo no debe quedarse en la nostalgia de un tiempo que pasó. Jesús, porque vino entonces, sigue viniendo a nuestra vida; vendrá de manera definitiva como Juez Supremo y Rey del Universo; se hará realmente presente, dentro de unos momentos, cuando, por las palabras del sacerdote, el pan y el vino se conviertan en su cuerpo y en su sangre; nos encontramos con Él en la oración, comunitaria y personal; y está presente en nuestros hermanos, principalmente, como se nos recodaba el pasado domingo, en nuestros hermanos necesitados: “Cuando lo hicísteis con mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicísteis”.

 Tantas advertencias constantes a la vigilancia ante el Señor que viene y que vendrá nos dan a entender que nuestra vida como cristianos debe ser una continua espera del Señor. El peligro de dormirnos, de sucumbir ante las múltiples y atrayentes ofertas que el mundo nos mete por los ojos, siempre está ahí. Por eso es necesario aprovechar todos los medios a nuestro alcance para que, como el corredor de fondo, mantengamos la tensión hasta que concluya la carrera de esta vida: “olvidándome de lo que dejé atrás y lanzándome a lo que está por delante, corriendo hacia la meta para alcanzar el premio a que Dios me llama desde lo alto en Cristo Jesús” (Fil 3,13-14).

 Como las vírgenes prudentes, hay que tener en perfecto estado las lámparas de la fe -que nos hace participar en el conocimiento y en los criterios de Dios, viendo y juzgando las cosas como Él las ve y las considera-; de la esperanza -mediante la cual amoldamos nuestra voluntad a la voluntad de Dios, queriendo y deseando lo que Dios quiere y desea-; de la caridad -por la que amamos a Dios y a los demás con el mismo amor con el que Dios ama. Si de verdad mantenemos esta tensión y esta vigilancia, encontraremos, ya aquí y ahora, la paz verdadera y la auténtica felicidad y, además, nos convertiremos en luces que alumbrarán la oscuridad de este mundo, perdido en la vanidad y en el sinsentido por la ausencia de Dios. “El pueblo que caminaba en tinieblas vio una gran luz” (Is 9,1) -proclamaremos en la liturgia de la Misa de la noche de Navidad-.

 Oración sobre las ofrendas

 Acepta, Señor, los dones que te ofrecemos, escogidos de los bienes que hemos recibido de ti, y lo que nos concedes celebrar con devoción durante nuestra vida mortal sea para nosotros premio de tu redención eterna. Por Jesucristo, nuestro Señor.

El Señor ha querido que sean el producto de la espiga y el zumo de la vid los elementos materiales en los que se va a hacer presente entre nosotros. En ellos ponemos todo lo que somos y tenemos para que, junto con ellos, nos convirtamos también nosotros en ofrenda agradable a los ojos del Padre. La celebración de este rito sacramental, que es la Eucaristía, no debe quedarse en un mero recuerdo de lo que ocurrió hace más de veinte siglos en la ciudad de Jerusalén: es realmente la participación nuestra en la entrega obediente de Jesús al Padre para adueñarnos del amor sin medida de Dios; es el premio que, sin méritos nuestros, nos concede Dios 

 Antífona de comunión

 El Señor nos dará la lluvia, y nuestra tierra dará su fruto (Sal  84,13).

La tierra seca no produce nada. Nosotros, si no recibimos el agua de la gracia, quedaremos estériles para siempre. Dejemos que la lluvia que continuamente nos regala el Padre del cielo empape todo nuestro ser. Entonces, y sólo entonces, daremos frutos de vida eterna y contribuiremos con nuestras obras de amor a construir un mundo más luminoso.

 Oración después de la comunión

Fructifique en nosotros, Señor, la celebración de estos sacramentos, con los que tú nos enseñas, ya en este mundo que pasa,  a descubrir el valor de los bienes del cielo y a poner en ellos nuestro corazón. Por Jesucristo, nuestro Señor.

Hemos escuchado la Palabra de Dios y nos hemos alimentado del Cuerpo del Señor. Suplicamos al Padre que esta Palabra empape la tierra de nuestra alma hasta que nuestro pensar y sentir sean concordes con el pensar y sentir de Dios. Y que el pan eucarístico del que nos hemos nutrido nos asimile al Señor de tal manera, que podamos decir con San Pablo: “No vivo yo, es Cristo quien vive en mí”. No hay duda de que, fortalecidos con estos dones, lo que impulsará nuestro vivir en este mundo serán los bienes futuros hacia los que caminamos y en los que ponemos todo nuestro amor. Haremos así realidad la exhortación de San Pablo: “Buscad los bienes de arriba, dónde está Cristo sentado a la derecha De Dios”

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