Tercer domingo de Adviento – Ciclo B
Antífona de entrada
Alegraos siempre en el Señor; os lo repito, alegraos. El Señor está cerca (Flp 4,4-5).
Gaudete, alegraos. Así ha comenzado siempre el Introito -hoy decimos Antífona de entrada- de la misa de este domingo, conocido por ello como “Domingo Gaudete”. La liturgia nos invita a la alegría: la Navidad está a las puertas. Esperemos que las ya cercanas fiestas de Navidad, en gran medida mundanizadas, y hasta descristianizadas, no apaguen la causa principal de nuestro gozo: el recuerdo y actualización del nacimiento del Señor. Estemos alegres, pero teniendo como origen, centro y fin de esta alegría al Señor que viene a nuestras vidas para librarnos de nuestra cerrazón y de nuestra autosuficiencia.
Oración colecta
Oh, Dios, que contemplas cómo tu pueblo espera con fidelidad la fiesta del nacimiento del Señor, concédenos llegar a la alegría de tan gran acontecimiento de salvación y celebrarlo siempre con solemnidad y júbilo desbordante. Por nuestro Señor Jesucristo.
La Iglesia, asistida siempre por el Espíritu Santo, dedica este tiempo de adviento a preparar el acontecimiento del Verbo que se hace carne (hombre). Así lo advertimos en los contenidos litúrgicos de las celebraciones de estos días (lecturas bíblicas, oraciones, invitación al ayuno y a la limosna). En esta oración colecta pedimos al Padre, conocedor de nuestras disposiciones interiores, que nos libre de las maneras mundanas de festejar la Navidad y nos conceda poder celebrarla con verdadero espíritu religioso y con la alegría desbordante de sabernos liberados de nuestras esclavitudes y regenerados a la vida de Dios.
Lectura del libro de Isaías - 61,1-2a. 10-11
El Espíritu del Señor, Dios, está sobre mí, porque el Señor me ha ungido. Me ha enviado para dar la buena noticia a los pobres, para curar los corazones desgarrados, proclamar la amnistía a los cautivos, y a los prisioneros la libertad; para proclamar un año de gracia del Señor. Desbordo de gozo en el Señor, y me alegro con mi Dios: porque me ha puesto un traje de salvación, y me ha envuelto con un manto de justicia, como novio que se pone la corona, o novia que se adorna con sus joyas. Como el suelo echa sus brotes, como un jardín hace brotar sus semillas, así el Señor hará brotar la justicia y los himnos ante todos los pueblos.
“El espíritu del Señor está sobre mí”. Se trata de una intervención especial de Dios sobre el profeta para encomendarle una misión especial: el Señor le concede gracias especiales para que anuncie a Israel, hundido por tantas desgracias, una era de salvación: sus pecados serán perdonados y sus enemigos serán derrotados.
“Un año de gracia del Señor”
Probablemente Isaías pensaba en el año jubilar que estableció Moisés (Lev 25,10). Se trata de una era, una amnistía general, en la que Israel recibirá todo tipo de beneficios. Ante estas perpectivas luminosas, el profeta, sintiéndose personalmente identificado con su pueblo, explota en una manifestación de alegría y júbilo: “Desbordo de gozo en el Señor, y me alegro con mi Dios”. La riqueza colorista de sus expresiones manifiesta la magnitud de esta alegría: “Me ha puesto un traje de salvación y me ha envuelto en un manto de justicia”. Israel será como el novio al que se le pone la corona o como la novia que se adorna con sus mejores joyas en el día de su boda. Su alegría se desborda, ante este futuro prometedor, al contemplar cómo la tierra echa sus primeros brotes y cómo en el jardín salen a la luz las primeras semillas, ya que de esta forma hará brotar el Señor la santidad y la alabanza a la vista de todas las gentes.
Este texto de Isaías nos lleva inevitablemente al pasaje evangélico de la sinagoga de Nazaret. Jesús, después de leer este texto, comienza a comentarlo con estas palabras: “Esta Escritura, que acabáis de oír, se ha cumplido hoy» (Lc 4,21). En efecto. Isaías ha pintado perfectamente la misión que Jesús, el ungido por excelencia y el enviado definitivo, realizaría en esta tierra: socorrer a los desheredados de este mundo y a los que sufren cualquier tipo de dolencia espiritual o material y proclamar con sus obras y sus palabras la salvación de los pobres y desafortunados. Así lo verifican estos pasajes evangélicos: “Felices los pobres porque de ellos es el Reino de los cielos” (Lc 6,20); “Jesús iba por toda Galilea, enseñando en sus sinagogas y proclamando el evangelio del reino, y sanando toda enfermedad y toda dolencia en el pueblo” (Lc 4,23); “Id y contad a Juan lo que habéis visto y oído: Los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan, se anuncia a los pobres la Buena Nueva” (Lc 7,22).
Las palabras y obras de Jesucristo tuvieron ciertamente lugar en un tiempo concreto de la historia y en un lugar determinado de la tierra, pero, en cuanto dichas y obradas por el Verbo encarnado, participan de la eternidad de Dios. Por lo tanto, somos también nosotros los receptores de lo que Jesús hizo y obró. Es a nosotros a quien Jesús anuncia una era de prosperidad. Nosotros somos los pobres a los que Jesús enriquece con su pobreza; los ciegos que, perdidos en lo opacidad y en el sinsentido de este mundo, son iluminados por Cristo, el Sol que nace de lo alto; los muertos por nuestros pecados, a los que “se nos da vida en Cristo Jesús” (Ef 2,5); los sordos que se enteran de la bondad y belleza de este mundo, lleno de la gloria de Dios y producto de la obra de sus manos (Sal 19,1); los enredados en las cadenas de la prepotencia y el egoísmo, que recobran la libertad y la imagen de Dios que diseñada desde el principio de los siglos.
Esta prosperidad espiritual que Dios nos concede no podemos quedárnosla para disfrutarla nosotros solos. “Cristo murió por todos para que los que viven no vivan ya para sí, sino para Él que murió por ellos” (2 Cor 5,25). Y vivir para Cristo es llevar una vida como la suya, una vida entregada plenamente a los demás, una existencia que, en Cristo, se convierte en una pro-existencia, un existir “no para mí”, sino para el otro, para el hermano.
Los cristianos nos hemos convertido en anunciadores para los demás del“año de gracia del Señor”, como Cristo, nos ponemos al servicio de los hombres que más nos necesitan y, como Él, damos nuestra vida para que todos tengan vida.
Cántico responsorial - Lucas 1
Me alegro con mi Dios.
Proclama mi alma la grandeza del Señor,
se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador;
porque ha mirado la humildad de su esclava.
Desde ahora me felicitarán todas las generaciones
Porque el Poderoso ha hecho obras grandes en mí:
su nombre es santo, y su misericordia llega a sus fieles
de generación en generación.
A los hambrientos los colma de bienes
y a los ricos los despide vacíos.
Auxilia a Israel, su siervo,
acordándose de la misericordia.
Respondemos a la lectura con estos fragmentos del Magníficat. María ha asimilado personalmente las grandes ideas bíblicas: la misericordia de Dios, su omnipotencia, su santidad, su fidelidad en el cumplimiento de las promesas, su preferencia por los pobres y por humildes y su rechazo de los prepotentes y satisfechos
María alaba al Señor -literalmente hace grande (magni - ficat)- y salta de alegría. No es para menos: el que todo lo puede se ha fijado en su pequeñez, Aquél, que no cabe en la infinitud del universo, se ha dejado contener en el seno de una humilde doncella. La omnipotencia de Dios y su amor misericordioso a sus creaturas se han puesto definitivamente de acuerdo: “El poderoso ha hecho grandes cosas en mí”, “Su misericordia llega a sus fieles de generación en generación”. El que se eleva por encima de los cielos se ha hecho, Él mismo, creatura: “Cristo, no haciendo alarde de su categoría de Dios, tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos” (Fil 2,6-7).
La lógica de Dios se encuentra en las antípodas de la lógica del mundo: para Dios, la grandeza se realiza en la pequeñez; el poder y la fuerza se hacen presentes en la impotencia y en la debilidad; la riqueza muestra su verdadero rostro en la pobreza. Es así como nos salvó Cristo: haciéndose pequeño, impotente, débil y pobre. Con su pequeñez nos hizo grandes, con su debilidad nos hizo fuertes, nos enriqueció con su pobreza y con su muerte nos dio la vida.
A María la felicitarán todas las generaciones, no por sus méritos personales al margen de Dios, sino por dejarse labrar por Dios. María es la buena tierra de la que brotó la mejor cosecha del Padre. María experimenta la misericordia de Dios en ella y en todos aquellos que le son fieles. María es la gran testigo de que el Señor está de parte de los necesitados y de que deja en el vacío a los satisfechos y autosuficientes. En ella el Señor se acuerda de su pueblo Israel. En ella se cumplen las promesas hechas a Abraham, Isaac y Jacob.
Y nosotros, los receptores de las maravillas que Dios obró en ella, alabamos a Dios con ella, nos alegramos en Dios con ella y le pedimos a Dios que nos haga humildes y obedientes como ella.
Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Tesalonicenses - 5,16-24
Hermanos: Estad siempre alegres. Sed constantes en orar. Dad gracias en toda ocasión: esta es la voluntad de Dios en Cristo Jesús respecto de vosotros. No apaguéis el espíritu, no despreciéis las profecías. Examinadlo todo; quedaos con lo bueno. Guardaos de toda clase de mal. Que el mismo Dios de la paz os santifique totalmente, y que todo vuestro espíritu, alma y cuerpo, se mantenga sin reproche hasta la venida de nuestro Señor Jesucristo. El que os llama es fiel, y él lo realizará.
La alegría es un rasgo permanente del cristiano que brota de la experiencia de sentirse amados por Dios: “Los cristianos somos aquéllos que hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él” (1Jn 4,16). Esta alegría nos lleva a soportar con gusto los sufrimientos de esta vida, pues, al unirlos a los padecimientos de Cristo, nos hacemos solidarios con Él en el sufrimiento y, “si sufrimos con Él, reinaremos con Él” (Tm 2,12).
“Sed constantes en orar”.
La insistencia en la necesidad de orar es algo recurrente en las cartas de San Pablo. Hoy nos recomienda la constancia en la oración. No se trata de estar siempre recitando padrenuestros, avemarías o cualquier otra oración eclesial, sino de vivir constantemente, con la mente y con el corazón, en la presencia del Señor que, como decía nuestra santa doctora, Teresa de Jesús, “se encuentra hasta en los pucheros” (Fundaciones 5,8), es decir, se hace presente en las actividades normales de la vida. Es la llamada oración continua, la cual tiene prioridad – no me refiero a la Eucaristía- sobre los otros modos de oración (liturgia de las horas, rezo del rosario o de otras oraciones piadosas, lectura reflexiva, meditación...), cuya finalidad principal es ayudar a mantenerse constantemente en la presencia de Dios. La oración continua estaba ya presente en la mentalidad religiosa del Antiguo Testamento, principalmente en los salmos: “Bendigo al Señor en todo momento; su alabanza está siempre en mi boca” (Samo 34,2); “Tengo siempre presente al Señor; con Él a su derecha no vacilaré” (Salmo 16,8). Y son muchos los pasajes del Nuevo Testamento los que, directa o indirectamente, la recomiendan como esencial en la vida cristiana: “Les decía una parábola para inculcarles que era preciso orar siempre sin desfallecer” (Lc 18,1). La oración continua ha tenido mucha trascendencia en la formación espiritual del Oriente cristiano. De su importancia puede dar cuenta el famoso librito El peregrino ruso.
“Dad gracias a Dios”
El cristiano vive siempre agradeciendo al Señor los dones que, continuamente, recibe de Él: el discípulo de Cristo sabe ver en cada acontecimiento la mano bienhechora de Dios. Incluso cuando se presenta la duda, la intranquilidad o el decaimiento, sabe escuchar la voz del Señor, que le ayuda a aceptar esos, para él, oscuros momentos y a considerarlos como pasos, muchas veces grandiosos, en el camino hacia su plena incorporación a Jesucristo.
“No apaguéis el Espíritu”.
El Espíritu Santo, que aquí es comparado con el fuego, es el encargado de formar a Cristo en nosotros; el que, mediante sus mociones e inspiraciones, nos ayuda a pedir lo que nos conviene; el que alimenta nuestra fe e infunde y friégale e en nosotros los criterios evangélicos; el que nos defiende en los momentos de incertidumbre y de duda. San Pablo nos exhorta a tener siempre encendida la llama del Espíritu, poniendo de nuestra parte todos los medios a nuestro alcance para que no se extinga.
El Espíritu se manifiesta también en el don de profecía, mediante el cual Dios concede conocer, hacer o hablar en su nombre y siempre bajo la inspiración del Espíritu Santo. Es ésta una gracia de la que participan todos los cristianos y a la que se refiere San Pedro en el discurso de Pentecostés: “Derramaré mi Espíritu sobre toda carne -dice Dios-, y profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas; vuestros jóvenes verán visiones y vuestros ancianos soñarán sueños” (He 2,17). San Pablo nos exhorta a que no despreciemos estas manifestaciones proféticas, pero que las contemplemos con cierto espíritu crítico, para que, distinguiendo los verdaderos de los falsos profetas, nos aprovechemos de lo bueno y nos apartemos de lo malo que nos ofrecen: “Quedaos con lo bueno y guardaos de toda clase de mal”.
San Pablo no nos proporciona aquí ningún medio para juzgar sobre la bondad y veracidad de estas manifestaciones, pero, por otros pasajes de sus cartas, sabemos que el criterio que debe guiarnos siempre es si contribuyen, o no, a la edificación espiritual de la comunidad de acuerdo con el Evangelio.
“Que el Dios de La Paz os santifique...”. Se trata de subrayar que la santificación no es obra del esfuerzo humano, sino de la gracia de Dios, que actúa siempre en nosotros. Estamos casi al final de la carta. San Pablo no desea a los tesalonicenses prosperidad material, sino que Dios les siga ayudando hasta el final de su vida para poder ser hallados irreprochables en su venida final. Un deseo que para él es un un hecho y una certeza, pues el Señor ha sido, es y será fiel en el cumplimiento de sus promesas: “El que os llama es fiel, y él lo realizará”.
Aclamación al Evangelio
Aleluya, aleluya, aleluya. El Espíritu del Señor está sobre mí: me ha enviado a evangelizar a los pobres.
Lectura del santo evangelio según san Juan - 1,6-8. 19-28
Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: este venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él. No era él la luz, sino el que daba testimonio de la luz. Y este es el testimonio de Juan, cuando los judíos enviaron desde Jerusalén sacerdotes y levitas a Juan a que le preguntaran: «¿Tú quién eres?» Él confesó y no negó; confesó: «Yo no soy el Mesías». Le preguntaron: «¿Entonces, qué? ¿Eres tú Elías?» Él dijo: «No lo soy». «¿Eres tú el Profeta?» Respondió: «No». Y le dijeron: «¿Quién eres, para que podamos dar una respuesta a los que nos han enviado? ¿Qué dices de ti mismo?» Él contestó: «Yo soy la voz que grita en el desierto: “Allanad el camino del Señor”, como dijo el profeta Isaías». Entre los enviados había fariseos y le preguntaron: «Entonces, ¿por qué bautizas si tú no eres el Mesías, ni Elías, ni el Profeta?» Juan les respondió: «Yo bautizo con agua; en medio de vosotros hay uno que no conocéis, el que viene detrás de mí, y al que no soy digno de desatar la correa de la sandalia». Esto pasaba en Betania, en la otra orilla del Jordán, donde Juan estaba bautizando.
Estos versículos del prólogo del Evangelio de San Juan proporcionan al mismo un tono histórico. “Surgió un hombre”. Con esta introducción se subraya el carácter puramente humano del Bautista, en contraposición con el carácter trascendente del Logos: “En el principio existía el Verbo (Logos) y el Verbo estaba en Dios y el Verbo era Dios” (Jn 1,1). La misión del Bautista se concreta en ser testigo, ya directo, de la luz para que todos crean por medio de él, es decir, en indicar con el dedo la presencia del Mesías, Luz del mundo. El versículo 8 insiste -aún debeían existir personas que lo tomaban por el Mesías- que el Bautista no es Luz, sino el que da testimonio de la Luz.
El sentido de su misión lo aclara él mismo a los enviados por los judíos: “Yo no soy el Mesías”, ni Elías, ni el Profeta. Y dando muestras de veracidad y autenticidad, identifica su misión con la de Isaías, un instrumento del Señor para prepararle el camino: «Yo soy la voz que grita en el desierto: Allanad el camino del Señor”. Fiel a la misión que se le ha encomendado, proclama, con absoluto realismo que el bautismo de conversión que él administra -un bautismo con agua- es una preparación al bautismo por el que se entra a la vida de Dios: “Él os bautizará con el Espíritu Santo y fuego” (Lc 3,16). Y de nuevo, resuenan en nuestros oídos las muestras de humildad del del Bautista en el Evangelio del pasado domingo: “En medio de vosotros hay uno que no conocéis, el que viene detrás de mí, y al que no soy digno de desatar la correa de la sandalia”.
No es necesario repetir las reflexiones del pasado domingo sobre la austeridad y humildad de San Juan Bautista. A ellas remito, ya que cuadran igualmente como conclusión práctica de la lectura evangélica de hoy. Sí me parece interesante insistir, una vez más, en su misión como precursor del Mesías. Un hombre como él, lleno de Dios, puede mostrarse con naturalidad como testigo de la Luz y negar rotundamente que él sea la Luz. Y es que -termino con estas palabras de von Balthasar- “cuanto más cerca se está de Dios para dar testimonio de Él, más claramente se percibe la distancia que existe entre Dios y la creatura. Cuanto más espacio dejamos a Dios dentro de nosotros mismos, tanto más nos convertimos en un puro instrumento de Dios. Cuanto más trata Dios a la Madre de su Hijo como su morada, más se siente ella como su humilde esclava (muy apropiado para entender el canto responsorial). Yo bautizo con agua, pero aquél del que yo doy testimonio bautizará con el Espíritu Santo; y aunque Jesús le considerará como el mayor de los profetas, él se siente indigno de desatar la correa de su sandalia. ‘Tú puedes llamarme amigo, pero yo me considero siervo’ (San Agustín)”. (Hans Urs con Balthasar Luz de la Palabra)
Oración sobre las ofrendas
Haz, Señor, que te ofrezcamos siempre este sacrificio como expresión de nuestra propia entrega, para que se realice el santo sacramento que tú instituiste y se lleve a cabo en nosotros eficazmente la obra de tu salvación. Por Jesucristo, nuestro Señor.
En esta oración de ofertorio hacemos consciente y actual nuestro deseo de que estos dones, “frutos de la tierra, de la vid y del trabajo del hombre”, sean de verdad la expresión auténtica de nuestra entrega a la voluntad de Dios. Que esta consciencia sirva para no caer en la distracción y la rutina y, así, se lleve a cabo la eficacia de la salvación que Cristo vino a traernos.
Antífona de comunión
Decid a los cobardes de corazón: sed fuertes, no temáis. He aquí nuestro Dios que viene y nos salvará (cf. Is 35,4).
El capítulo 35 de Isaías, de donde están sacados estos versos, es todo él un canto al optimismo y a la alegría. De la tierra brotan toda clase de plantas y de árboles; del corazón del hombre, lleno de Dios, brotan espontáneamente obras de vida eterna. No puede ser de otra manera: viene hacia nosotros el Señor, trayéndonos bienes y riquezas incontables. Que esta certeza levante nuestro ánimo, venza nuestra cobardía y fortalezca nuestra voluntad para transformarnos en Aquél que vamos a recibir.
Oración después de la comunión
Imploramos tu misericordia, Señor, para que este divino alimento que hemos recibido nos purifique del pecado y nos prepare a las fiestas que se acercan. Por Jesucristo, nuestro Señor.
Tomad y comed todos de él porque esto es mi cuerpo. Pedimos, apoyados siempre en los méritos de Cristo, que esta comunión, que acabamos de recibir, nos haga aborrecer nuestras actitudes pecaminosas, contrarias a la voluntad de Dios, y nos prepare a la celebración de las fiestas de Navidad, no con la alegría que nos ofrece este mundo consumista, sino con la que nos regala el Verbo hecho Carne.