Cuarto domingo de Adviento – Ciclo B

 

Cuarto domingo de Adviento – Ciclo B

Antífona de entrada

 Cielos, destilad desde lo alto; nubes derramad al Justo; ábrase la tierra y brote al Salvador (cf. Is 45,8)

 En el contexto de la intervención favorable de Dios sobre el rey Ciro, del que se sirvió el Señor para poner fin al destierro en Babilonia, el profeta lanza una exclamación al cielo y a la tierra. Que el cielo derrame sobre nosotros la santidad y la justicia, y que de la tierra, fecundada con tanta bondad, brote el que viene a salvarnos. “Nos visitará el sol que nace de lo alto”, canta Zacarías, el padre de Juan Bautista. Los que vivimos en tinieblas y en sombras de muerte, seremos iluminados y salvados por este Sol de justicia para convertirnos en luz para el mundo.

 Oración colecta

 Derrama, Señor, tu gracia en nuestros corazones, para que, quienes hemos conocido, por el anuncio del ángel, la encarnación de Cristo, tu Hijo, lleguemos, por su pasión y su cruz, a la gloria de la resurrección. Por nuestro Señor Jesucristo.

 Nuestra santificación no es obra de nuestro esfuerzo personal, sino de la gracia de Dios que, mediante el Espíritu Santo, opera constantemente en nuestro interior. Si no percibimos cambios hacia Dios en nuestros criterios, en nuestras actitudes o en nuestra conducta, es debido, probablemente, a que nos escuchamos la voz de este Espíritu. Y no la escuchamos porque, perdidos quizá en los ajetreos de este mundo, no la consideramos como lo más primordial de nuestra vida. El que la Iglesia nos haga decir en esta oración: “Derrama, Señor, tu gracia en nuestros corazones”, es para que deseemos esta gracia con todas nuestras fuerzas. Como hemos oído muchas veces, Dios nos concede sus dones en la medida de nuestros deseos. Si así lo hacemos, los que hemos creído que Cristo se hizo hombre entenderemos que se hizo hombre por y para nosotros, para que, incorporados a Él, sufriendo y muriendo con Él, seamos, como Él, glorificados. Y así será, pues Dios no se echa atrás en sus promesas.

 Lectura del segundo libro de Samuel - 7,1-5. 8b-12. 14a. 16

 Cuando el rey David se asentó en su casa y el Señor le hubo dado reposo de todos sus enemigos de alrededor, dijo al profeta Natán: «Mira, yo habito en una casa de cedro, mientras el Arca de Dios habita en una tienda». Natán dijo al rey: «Ve y haz lo que desea tu corazón, pues el Señor está contigo». Aquella noche vino esta palabra del Señor a Natán: «Ve y habla a mi siervo David: Así dice el Señor. ¿Tú me vas a construir una casa para morada mía? Yo te tomé del pastizal, de andar tras el rebaño, para que fueras jefe de mi pueblo Israel. He estado a tu lado por dondequiera que has ido, he suprimido a todos tus enemigos ante ti y te he hecho tan famoso como los grandes de la tierra. Dispondré un lugar para mi pueblo Israel y lo plantaré para que resida en él sin que lo inquieten, ni le hagan más daño los malvados, como antaño, cuando nombraba jueces sobre mi pueblo Israel. A ti te he dado reposo de todos tus enemigos. Pues bien, el Señor te anuncia que te va a edificar una casa. En efecto, cuando se cumplan tus días y reposes con tus padres, yo suscitaré descendencia tuya después de ti. Al que salga de tus entrañas le afirmaré su reino. Yo seré para él un padre y él será para mí un hijo. Tu casa y tu reino se mantendrán siempre firmes ante mí, tu trono durará para siempre”»

 David deseaba edificar una casa para alojar el arca de Dios, deseo que era bien visto por su profeta Natán: “Mira, yo habito en una casa de cedro, mientras el Arca de Dios habita en una tienda». “Haz lo que desea tu corazón”, le respondió Natán.

 Pero el Señor tenía otros planes sobre David y sobre Israel y las palabras que le dijo a través de Natán se encaminaron por otros derroteros. Recordándole que lo rescató del pastoreo para ponerlo al frente de Israel; que, a partir de entonces, estuvo siempre a su lado y que, gracias a Él, venció a todos sus enemigos y se convirtió en un personaje famoso, le promete ahora un lugar seguro para el pueblo que tiene a su cargo y una descendencia de la que surgirá alguien al que llamará su hijo y al que dará un reinado que durará por los siglos: Yo seré para él un padre y él será para mí un hijo. Tu casa y tu reino se mantendrán siempre firmes ante mí”.

 A partir de este momento gran parte de la escritura sagrada, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, girará en torno a esta promesa hecha a David, promesa que se realizará definitivamente en Jesucristo, el Mesías esperado y el fruto má preciado de su linaje. De ello dan cuenta muchos salmos: "No olvidaré mi pacto, ni mudaré lo que ha salido de mis labios. Una vez he jurado por mi santidad, y no mentiré a David. Su descendencia será para siempre, y su trono como el sol delante de mi" (Salmo 89,34-36). Los profetas fundamentan sus predicciones sobre el futuro Mesías en este pacto de Dios con David: Vienen días, dice el Señor, en que levantaré a David un renuevo justo, y reinará como Rey, el cual será dichoso, y actuará conforme al derecho y la justicia en la tierra” (Jeremías 23, 5). Ya en el Nuevo Testanento, el ángel Gabriel comunica a María que al que va a nacer de ella “el Señor Dios le dará el trono de David su padre" (Lc 1,32 ). San Mateo llama a su Evangelio Libro de la genealogía de Jesucristo, hijo de David, hijo de Abraham" (Mt 1,1). San Pedro da cuenta del cumplimiento de esta promesa en el discurso del primer Pentecostés: “Dios juró a David que un descendiente suyo se sentaría en su trono" (He 2,30). San Pablo, en el comienzo de su carta a los Romanos, habla del “evangelio que se refiere a su Hijo, nuestro Señor Jesucristo, nacido de la estirpe de David según la carne” (Rm 1,3). Y en el libro del Apocalipsis es Jesús mismo el que en una visión dice al apóstol San Juan: “Yo soy la raíz y el linaje de David, la estrella resplandeciente de la mañana" (Ap 22,16).

 Esta promesa se cumple plenamente en quienes hemos recibido la plenitud de la fe cristiana. En Jesucristo, descendiente de David según la carne y constituido Rey y Señor a partir de su resurrección, tenemos total acceso a los bienes mesiánicos. El Reinado del Elegido por excelencia se mantendrá eficaz mediante su presencia permanente con los suyos: “Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,20). Por esta presencia de Cristo, llevada a cabo mediante su Espíritu, se establece entre todos los hombres el nuevo pueblo de Dios, un pueblo que tiene como meta el Reinado de Dios, como estado, la libertad de sus hijos y como ley, el precepto del amor (Tomado de un prefacio de la Misa). Este reinado se hace realidad en cada uno de nosotros cuando nos fiamos plenamente de Cristo, cuando deseamos con todas nuestras fuerzas que su vida sea nuestra vida, cuando, como Él, hacemos nuestros las dificultades y problemas de los demás, entregando nuestra vida al servicio de los pobres y necesitados, en los que Él se hace especialmente presente. “Cuanto lo hicisteis con mis hermanos más pequeños conmigo lo hicísteis” (Mt 25,40).

 Salmo reponsorial - 88

 Cantaré eternamente tus misericordias, Señor.


Cantaré eternamente las misericordias del Señor, anunciaré tu fidelidad por todas las edades. Porque dijiste: «La misericordia es un edificio eterno»más que el cielo has afianzado tu fidelidad.

 El amor de Dios a su  pueblo y su fidelidad en el cumplimiento de sus promesas impulsan al salmista a exteriorizar el inmenso gozo que siente en su interior. Un amor firme como una construcción cimentada sobre roca, una fidelidad que no puede ser abarcada por el grandioso cielo que nos cobija. En la experiencia de esta lealtad entrañable de Dios radican la fuerza y la constancia de los discípulos de Cristo, los cuales, con sus palabras y con el testimonio de sus vidas, cantan por doquier la verdad de este Reino del amor Fue ésta la actitud vital de San Pablo quien, abrasado interiormente por el fuego del amor de Cristo, no podía no hacer público este amor con su palabra, con sus escritos y con sus hechos: “Ay de mí si no anunciare el Evangelio” (1 Cor 9,16).

 «Sellé una alianza con mi elegido, jurando a David, mi siervo: Te fundaré un linaje perpetuo, edificaré tu trono para todas las edades».

 El salmista escucha la voz del Señor: He establecido un pacto con David y le he prometido con juramento una descendencia perpetua y un reinado que durará para siempre. Esta descendencia es Jesucristo que, nacido del linaje de David, establecerá el reino de la verdad, de la santidad y de la paz,  un reino cuya constitución tiene una sola ley, la ley del amor. Al mismo pertenecen o están llamados a pertenecer los hombres de todos los tiempos y lugares. Como seguidores de Cristo, tenemos la misión de invitar a este Reino a todos los hombres: “Id por todo el mundo y haced discípulos míos a todos los hombres” (Mt 28,19). Esta misión no sólo la realizan los misioneros y misioneras en tierras lejanas: también nosotros contribuimos a extender el Reino cuando ponemos lo que somos y tenemos al servicio de las necesidades de los hombres.

 Él me invocará: «Tú eres mi padre, mi Dios, mi Roca salvadora»; Le mantendré eternamente mi favor, y mi alianza con él será estable.

 ¡Abba! Padre: así se comunicaba Jesús, el fruto del linaje de David, con el Padre del cielo. De este modo quiere Jesús que nos dirijamos a Dios. El que es el Hijo, siendo igual al Padre, ha querido hacernos partícipes de su intimidad filial: “Ya no os llamo siervos, sino amigos” (Jn 15,15). Una intimidad que se mantendrá firme y estable para siempre. Ello cambia radicalmente nuestra relación con Dios y nuestra relación con los hombres, convertidos en nuestros hermanos.

 Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Romanos -16,25-27

 Hermanos: Al que puede consolidaros según mi evangelio y el mensaje de Jesucristo que proclamo, conforme a la revelación del misterio mantenido en secreto durante siglos eternos y manifestado ahora mediante las Escrituras proféticas, dado a conocer según disposición del Dios eterno para que todas las gentes llegaran a la obediencia de la fe; a Dios, único Sabio, por Jesucristo, la gloria por los siglos de los siglos. Amén.

 Estos tres últimos versículos de la carta a los romanos -procedentes con mucha probabilidad de un ambiente litúrgico- son la despedida de la carta, la grandiosa doxologia o acción de gracias final. San Pablo da gloria a Dios, e invita a hacer lo mismo a los Romanos, por haberse cumplido la “revelación del plan de salvación que, escondido durante siglos, se ha manifestado ahora en Jesucristo para suscitar en los hombres la obediencia de la fe, es decir, la aceptación de la salvación traída por Jesucristo. Esta revelación se lleva a cabo a través de la predicación del Evangelio: la buena nueva de la persona de Cristo y de su mensaje. En estas pocas palabras se ponen de manifiesto los elementos de la revelación de este misterio: su origen, su contenido, los medios de los que Dios se ha servido para su propagación y los destinatarios del mismo.

 El origen está en Dios, que gobierna con amor y ternura a los hombres de todas las épocas. Ha sido Él el que ha decidido revelar este misterio en el momento que ha considerado oportuno. Y, por eso, porque Dios es la fuente de la revelación, el autor del plan salvífico realizado en Cristo y Aquél de quien proviene la fuerza y la perseverancia Cristiana, es a Él a quien se debe alabar y glorificar.

 El contenido de la revelación es su decisión de hacer partícipes de su plan de salvación a todos los hombres, de acuerdo con su amor misericordioso: “Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad”. Es este contenido el que impulsa a San Pablo a esta sincera y desinteresada acción de gracias: «¡a él la gloria por los siglos de los siglos! Amén».

 La manifestación del Misterio de Cristo nos ha sido comunicada desde antiguo a través de los profetas y de las realizaciones históricas de las promesas, y dado a conocer ahora a través de la predicación del Evangelio de Jesucristo. Ello evidencia la continuidad histórica entre los dos testamentos.

 Sus destinatarios son todos los hombres, y no sólo los miembros del pueblo de Israel, cuya elección tuvo desde un principio carácter universal: Dios elige a Israel como pueblo pera salvar, a través de él, a todos los hombres.

 “Al que puede consolidaros”.

 Dios no se contenta con revelarnos el misterio realizado en Cristo. Quiere sobretodo que este misterio empape nuestro ser para que nuestra vida esté firmemente asentada en Cristo hasta tal punto, que no seamos nosotros los que vivimos, sino que sea Cristo quien viva y actúe en nosotros. Con Cristo, en Cristo y por Cristo venceremos a todos nuestros enemigos, superaremos todas las circunstancias que dificultan nuestra vida cristiana y seremos de verdad libres.

 “Para que todas las gentes llegaran a la obediencia de la fe”.

 La manifestación de la salvación que nos trajo Cristo no se hizo de una vez por todas: Cristo continúa manifestando al mundo el plan de salvación, determinado desde siempre por el Padre. Pero ahora lo hace junto con sus seguidores, los que incorporados a Él, prolongan su persona y sus actos a través de la historia. Toda actividad apostólica es siempre misionera: se trata de que todos los hombres reciban el regalo de la fe para que se conviertan y sean salvos, para que sean de verdad ellos mismos.

  “A Dios, único Sabio, por Jesucristo, la gloria por los siglos de los siglos”.

 Muchas veces lo hemos oído: el fin del hombre en esta tierra es dar gloria a Dios. Está tarea la llevamos a cabo en la oración y en el culto litúrgico, pero también cuando nos ponemos de parte de la verdad, del amor y de todo lo que realmente humaniza: Dios, la suprema Verdad y el Amor infinito, se identifica plenamente con todo lo que pertenece al hombre, pues en Cristo reside la plenitud de la divinidad y la plenitud de la humanidad.

 Aclamación al Evangelio

Aleluya, aleluya, aleluya. He aquí la esclava del Señor. Hágase en mí según tu palabra.

 Lectura del santo evangelio según san Lucas - 1,26-38

 En el mes sexto, el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa de David; el nombre de la virgen era María. El ángel, entrando en su presencia, dijo: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo». Ella se turbó grandemente ante estas palabras y se preguntaba qué saludo era aquel. El ángel le dijo: «No temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios. Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David, su padre; reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin». Y María dijo al ángel: «¿Cómo será eso, pues no conozco varón?» El ángel le contestó: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el Santo que va a nacer será llamado Hijo de Dios. También tu pariente Isabel ha concebido un hijo en su vejez, y ya está de seis meses la que llamaban estéril, porque para Dios nada hay imposible». María contestó: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra». Y el ángel se retiró.

 Galilea es una región de Palestina que, por su distancia de Jerusalén y por la mezcla de sus habitantes con otros pueblos, no era bien vista por los judíos. Nazaret, pese a que San Lucas la llame ciudad, era una pequeña y pobre aldea, cuya importancia radica sólo en el hecho cristiano. 

A esta lugar es enviado el ángel Gabriel para anunciar a una Virgen que iba a ser la madre del Salvador. No cabe duda alguna sobre la virginidad de María: lo queda claro el propio evangelista:“una virgen desposada con un hombre llamado José”, y lo da a entender María cuando pide una explicación sobre lo que se le anuncia: “¿Cómo será eso, pues no conozco varón?”

El ángel no dice: alégrate, María, llena de gracia, sino “Alégrate, llena de gracia”, lo que puede significar, según los comentarios más antiguos, que en ese momento Dios cambiaría el nombre a María por el de “la llena de gracia”. Y no es para menos, pues -continúa el ángel- “El Señor está contigo”. Ésta es la gran razón para que esté alegre: Dios se ha complacido en ella y, como dirá a su prima Isabel, “Dios ha obrado en ella cosas grandes” (Lc 1,49). María se turba ante esta inesperada visita, no tanto por el saludo mismo o debido al temor ocasionado por la aparición del ángel, como fue el caso de Zacarías, sino por el contenido del saludo: “No temas, María, pues has hallado gracia delante de Dios, pues concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo al que llamarás Jesús”. Otra vez nos encontramos con la lógica de Dios, tan distinta de la lógica de este mundo: la grandeza se manifiesta en la pequeñez, la riqueza en la pobreza, lo que es en lo que no es, el que no cabe en el universo entero se encierra como criatura en el vientre de una humilde doncella. Los caminos y los planes de Dios nada tienen que ver con nuestros modos de entender la realidad. Dios nos salva haciéndose insignificante: “Al que va a nacer de tí lo llamarás Jesús ( = Dios salva)”. Y ahora viene la paradoja. Esta criatura tan insignificante será grande a los ojos de Dios y “será llamado el Hijo del Altísimo”, el Altísimo le dará el reino que prometió David, un reino que no tendrá fin. Se está cumpliendo en este momento la profecía de Natán que escuchábamos en la primera lectura:Yo seré para él un padre y él será para mí un hijo. Tu casa y tu reino se mantendrán siempre firmes ante mí, tu trono durará para siempre”. 

Ante la pregunta de María sobre el cómo se realizará esta concepción, el ángel es explícito: el Espíritu Santo vendrá sobre ella y el poder del Altísimo la cubrirá con su sombra. María, el fruto más exquisito de la descendencia de Abraham,  es arropada por la sombra fecunda del Espíritu Santo, como la nube que cubría y guiaba al pueblo en su marcha por el desierto hacia la Tierra prometida. Por eso lo que de ella nacerá será llamado Santo e Hijo de Dios. La señal de que lo que el ángel anuncia sucederá es la concepción, por obra también de Dios, de su prima Isabel que, en su ancianidad y siendo estéril, se encuentra en avanzado estado de gestación, ya que para Dios nada es imposible.

 El encuentro termina con la respuesta de María. En ella se llama a sí misma esclava del Señor, es decir, se sabe dependiente en todo del querer de Dios. Acepta con agrado y con alegría el mandato del Señor, consciente, como los pobres de Yahvé (los anawin), de que toda su esperanza y toda su riqueza está en Dios: “He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según su palabra”.

Oración sobre las ofrendas

 El mismo Espíritu, que colmó con su poder las entrañas de santa María, santifique, Señor, estos dones que hemos colocado sobre tu altar. Por Jesucristo, nuestro Señor.

 Vaso espiritual: es uno de los nombres con el que invocamos a María en las letanías del Rosario. Las entrañas de María son ese vaso espiritual rebosante de gracia, de la Gracia suprema que es el Dios con nosotros, hecho carne en su seno por obra del Espíritu Santo. En esta oración de ofertorio pedimos al Padre que haga santos los dones que, recibidos de Él, ofrecemos junto con el pan y con el vino: que, igual que éstos se van a convertir en el cuerpo y en la sangre de Cristo, también nosotros seamos colmados de santidad para que sea Él, Cristo, quien viva siempre en nosotros.

 Antífona de comunión

 Mirad: la Virgen está encinta y da a luz un hijo, y le pondrá por nombre Enmanuel (Is 7,14).

 Como María, que lleva en su seno al Hijo de Dios, nosotros vamos a llevarlo también en nuestro corazón. Ojalá que en esta comunión nos transformemos realmente en Él, que nos identifiquemos con Él en sus pensamientos y en sus actitudes, y que esta transformación nuestra transforme también la vida de los que nos rodean.

 Oración después de la comunión

 Dios todopoderoso, después de recibir la prenda de la redención eterna, te pedimos que crezca en nosotros tanto el fervor para celebrar dignamente el misterio del nacimiento de tu Hijo, cuanto más se acerca la gran fiesta de la salvación. Por Jesucristo nuestro Señor

 La palabra “prenda” es aquí sinónimo de aval, garantía: el sacramento que hemos recibido es, por ello, una garantía de que nuestra salvación y redención llegarán a su perfeccionamiento. Esta certeza debe ser estímulo suficiente para hacer crecer nuestra alegría y nuestro fervor ante la cercanía de la celebración del nacimiento de Jesús. Pero, dada nuestra inclinación al pecado y nuestra insconstancia, pedimos al Padre que, teniendo en cuenta los méritos de su Hijo querido, venga en ayuda de nuestro desvalimiento para que este crecimiento sea una realidad.