Domingo de la Santísima Trinidad C
Solemnidad
Oración colecta
Dios Padre, que, al enviar al mundo la Palabra de la verdad y el Espíritu de la santificación,revelaste a los hombres tu admirable misterio, concédenos, al profesar la fe verdadera, reconocer la gloria de la eterna Trinidad y adorar la Unidad en su poder y grandeza. Por nuestro Señor Jesucristo.
Nos dirigimos al Padre, que envió a su Hijo Jesucristo (la Luz verdadera que ilumina a todo hombre) y a su Espíritu (la guía perfecta que nos conduce a la santidad) para hacernos valorar y reconocer la impresionante realidad del misterio trinitario y venerarlo con nuestros labios, con nuestro corazón y con una vida entregada a los demás, imitando el amor que se tienen entre sí las tres divinas personas.
Lectura del libro de los Proverbios - 8,22-31
Esto dice la Sabiduría de Dios: «El Señor me creó al principio de sus tareas, al comienzo de sus obras antiquísimas. En un tiempo remoto fui formada, antes de que la tierra existiera. Antes de los abismos fui engendrada, antes de los manantiales de las aguas. Aún no estaban aplomados los montes, antes de las montañas fui engendrada. No había hecho aún la tierra y la hierba, ni los primeros terrones del orbe. Cuando colocaba los cielos, allí estaba yo; cuando trazaba la bóveda sobre la faz del abismo; cuando sujetaba las nubes en la altura, y fijaba las fuentes abismales; cuando ponía un límite al mar, cuyas aguas no traspasan su mandato; cuando asentaba los cimientos de la tierra, yo estaba junto a él, como arquitecto, y día tras día lo alegraba, todo el tiempo jugaba en su presencia: jugaba con la bola de la tierra, y mis delicias están con los hijos de los hombres».
Para la fe bíblica es fundamental la certeza de que Dios ha creado el mundo, un mundo en el que resplandece su sabiduría. Así lo canta el salmo 103/4: “¡Señor, qué numerosas son tus obras! Todas las has hecho con sabiduría, la tierra está llena de tus criaturas! (Sal 103/4, 24). Esta sabiduría es posible descubrirla con las capacidades racionales que Dios nos ha dotado al crearnos: “Desde la creación del mundo, lo invisible de Dios, su eterno poder y su divinidad, se pueden descubrir a través de las cosas creadas” (Rm 1,20).
Y si ello es así, todo hombre puede estar seguro de que el universo en su conjunto tiene un sentido y un orden establecidos por una razón en beneficio para él. El sinsentido de que todo procede del azar es eso, un sinsentido que arroja al hombre a la obscuridad absoluta para su razón.
En este texto, el autor sagrado hace hablar a la propia sabiduría como si fuese una persona distinta de Dios y, a la vez, inseparable de Él. Es esta inseparabilidad de Dios la primera consideración que hacemos sobre la sabiduría, la cual reconoce que su existencia depende de Él: “El Señor me creó al principio de sus tareas… En un tiempo remoto fui formada… Antes de los abismos fui engendrada… Aún no estaban aplomados los montes, antes de las montañas fui engendrada”. Por la insistencia en el texto de la expresión “antes de…” podemos hablar de una cierta coeternidad de la sabiduría con el Creador.
La sabiduría, por otra parte, juega un papel fundamental en la creación del mundo: “Cuando colocaba los cielos…; cuando trazaba la bóveda sobre la faz del abismo…; cuando ponía un límite al mar…; cuando asentaba los cimientos de la tierra, yo estaba junto a él, como arquitecto”. En esta colaboración con Dios en la creación, la Sabiduría se recrea con Él en la belleza de las obras creadas, de modo principal en las criaturas humanas: “Todo el tiempo jugaba en su presencia -en la presencia de Dios-;:jugaba con la bola de la tierra, y mis delicias están con los hijos de los hombres», todo un eco del sentir gratificante de Dios después de haber creado el mundo: “Vio Dios cuanto había hecho, y todo estaba muy bien” (Gén 1,31).
En el texto que hemos leído subyace un aspecto importante de la fe de Israel y de nuestra fe cristiana. A saber: que el universo, la tierra. el hombre y todas las demás criaturas no son, en ningún caso -ya lo hemos dicho al principio- productos del caos o del azar, sino realizaciones de proyectos determinados por un ser inteligente y bondadoso. Esta profunda convicción nos lleva al abandono de todo pesimismo y fatalismo, a no perder nunca la confianza de sabernos parte esencial de un plan presidido en todo momento por la sabiduría y la bondad, a creer que Dios está siempre presente en nuestra vida, trabajando incansablemente por nuestro bien y por nuestra felicidad: “Tu bondad y tu gracia me acompañan a lo largo de mi vida; y habitaré en la Casa del Señor, por años sin término” (Sal 22/3, 6).
Nos preguntamos, por último, por la razón que haya podido tener la Iglesia para proponer esta lectura en esta fiesta de la Santísima Trinidad, siendo así que en la misma no aparece este término ni se hace alusión al Padre, al Hijo o al Espíritu Santo. La respuesta pasa por reconocer que al autor de Los Proverbios, un libro compuesto ocho siglos antes de Cristo, le interesaba sobretodo insistir en la unicidad de Dios con el fin de evitar que Israel, rodeado por todas partes de pueblos politeístas, cayese, por la influencia de éstos, en el pecado de la idolatría. Fue a raíz de la Resurrección de Cristo cuando los cristianos aprenderán que Dios no es un ser solitario, sino Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Y fue también entonces cuando los autores sagrados del Nuevo Testamento, releyendo las antiguas escrituras, vieron atisbos de esta relación interpersonal dentro del Dios uno. Uno de estos textos del Antiguo Testamento es el que hoy nos ha propuesto la Iglesia como primera lectura: en la protagonista del mismo, la sabiduría, se anunciaba para ellos la propia persona de Cristo, el Hijo de Dios, el Logos (Razón. Palabra) del Padre: “En el principio existía el Verbo (la Palabra) y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios” (Jn 1,1).
Y si Cristo es la sabiduría de Dios, aquél en quien se encuentran escondidos todos los tesoros de la ciencia y del conocimiento (Col 2,3), toda nuestra tarea como cristianos debe ser crecer en su conocimiento a través de la oración, de la lectura del Evangelio y de todos los medios a nuestro alcance para acercarnos cada vez más a su persona y poder identificarnos con ella, participando de su misma vida: “En esto consiste la vida eterna: en que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo” (Jn 17,3). Son a este respecto muy sabias estas palabras que dan principio a uno de los libros de espiritualidad que más han influido en nuestra historia cristiana, Se trata de la La imitación de Cristo, que comienza de esta forma: “Quien me sigue no anda en tinieblas, dice el Señor. Estas palabras son de Cristo, con las cuales nos exhorta a que imitemos su vida y costumbres, si queremos ser verdaderamente iluminados y libres de toda ceguedad del corazón. Sea, pues, todo nuestro estudio pensar en la vida de Jesús”.
Salmo responsorial – 8
¡Señor, Dios nuestro, qué admirable es tu nombre en toda la tierra!
La antífona de este salmo es el principio y el fin del mismo. En ella reconocemos la grandeza del Señor esparcida por toda la creación: “Señor, Dios nuestro, qué admirable es tu nombre en toda la tierra!
(Ensalzaste tu majestad sobre los cielos. De la boca de los niños de pecho
has sacado una alabanza contra tus enemigos,
para reprimir al adversario y al rebelde)
Estos versículos han sido omitidos, pero es conveniente comentarlos para entender el salmo en su conjunto. Los niños, con sus interminables preguntas -¿Por qué qué ilumina el sol? Porque está ardiendo, respondemos. Y ¿por qué arde?…- quedan asombrados -no tanto los adultos- ante la belleza y grandeza del universo y con su inocente asombro ensalzan al autor de tantas maravillas. Los que no tienen nada que preguntar, porque lo saben todo, quedan encerrados en su oscura caverna particular, esclavos de su enfermizo individualismo y negados a toda relación con Dios y con los demás: son los autosuficientes, los presuntuosos, los orgullosos, los que se niegan en rotundo a entrar en el camino de Jesús: “Si no os hacéis como niños, no entraréis en el Reino de los cielos” (Mt 18,3).
Cuando contemplo el cielo, obra de tus dedos, la luna y las estrellas que has creado. ¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él, el ser humano, para mirar por él?
El salmista queda extasiado al contemplar la grandeza y belleza de los cielos en una noche serena. La luz de las estrellas y de la luna, que ilumina los campos y los ganados, le hacen emocionarse ante tan sublime belleza y le llevan a la alabanza y agradecimiento a su Creador. Ante tanta grandeza, el salmista, consciente de su debilidad y pequeñez, prorrumpe en una pregunta en la que reconoce la gracia y el amor que el Señor tiene por el hombre: “¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él, el ser humano, para mirar por él?”. ¿Cómo es posible que el Dios omnipotente, que dirige el curso de los astros, se acuerde de un ser que es todo debilidad e inconsistencia? Debilidad e inconsistencia, sí, pero transido de un valor eterno. Así nos lo describe el filósofo y matemático francés Blas Pascal: “El hombre es solamente una caña, la cosa más frágil de la naturaleza, pero una caña pensante. No hace falta que el universo entero se arme para aplastarlo: un soplo de viento o una gota de agua bastan para destruirlo. Pero incluso cuando el universo lo aplastase, el hombre sería todavía más noble que lo que le mata. Porque sabe que muere y que el universo tiene ventaja sobre él, mientras que el universo no sabe nada de eso." (Pascal, Pensamientos).
Lo hiciste poco inferior a los ángeles, lo coronaste de gloria y dignidad; le diste el mando sobre las obras de tus manos. Todo lo sometiste bajo sus pies.
Los vv. 7 y 8 son una explicación de la declaración anterior, una reiteración de la proclama solemne de Gén 1,28: “Sed fecundos y multiplicaos y henchid la tierra y sometedla; mandad en los peces del mar y en las aves de los cielos y en todo animal que serpea sobre la tierra”. Este salmo es un canto a la dignidad del ser humano. «El hombre se nos revela como el centro de este empresa. Se nos revela gigante, se nos revela divino, no en sí mismo, sino en su principio y en su destino. Honremos al hombre, a su dignidad, su espíritu, su vida». Con estas palabras, en julio de 1969, Pablo VI entregaba a los astronautas norteamericanos, a punto de partir hacia la luna, el texto del salmo 8.
Rebaños de ovejas y toros, y hasta las bestias del campo,
las aves del cielo, los peces del mar que trazan sendas por el mar.
Lectura de la carta de san Pablo a los Romanos - 5,1-5
Hermanos: Habiendo sido justificados en virtud de la fe, estamos en paz con Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo, por el cual hemos obtenido además por la fe el acceso a esta gracia, en la cual nos encontramos; y nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios. Más aún, nos gloriamos incluso en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación produce paciencia, la paciencia, virtud probada, la virtud probada, esperanza, y la esperanza no defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado.
El fragmento bíblico que la Iglesia nos propone hoy como segunda lectura está tomado de la carta de San Pablo a los cristianos de Roma, donde existía una nutrida comunidad formada por creyentes procedentes del judaísmo y creyentes venidos del mundo gentil. Las relaciones entre ellos eran difíciles, ya que los primeros, atados todavía a sus prácticas religiosas judías, exigían imponerlas a los primeros, -concretamente la circuncisión- como condición para pertenecer a la nueva religión. Si Dios eligió al pueblo de Israel para anunciar la salvación al mundo y Jesús, el Mesías, era judío, ¿no se debería exigir a los paganos la conversión al judaísmo como requisito para convertirse en seguidores de Cristo? ¿No se les debería imponer la circuncisión?
San Pablo reacciona con contundencia: todos vosotros, cristianos, sea cual sea vuestro pasado, sois iguales en cuanto a la salvación, pues es Cristo y sólo Cristo quien os salva. El patriarca Abraham, en un momento en que todavía no existía el rito de la circuncisión, fue declarado justo por haber obedecido la voz de Dios y haber puesto toda su confianza en “quien da la vida a los muertos y llama a la existencia a las cosas que no existen” (Rm 4,17). Sólo la fe en Dios, que le ofrecía un futuro prometedor -“tu descendencia será tan numerosa como las estrellas del cielo” (Gén 15,5)- fue suficiente para concederle la justicia y la salvación, no solamente a él, sino a todos los que, como él, siguieron el camino de la fe: Abraham es, por ello, el padre de todos los creyentes, estén o no circuncidados. Es desde esta perspectiva desde la que hay que entender las primeras palabras de la lectura: “Habiendo sido justificados en virtud de la fe, estamos en paz con Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo”.
Esta justificación y, al mismo tiempo, pacificación es siempre un don gratuito que Dios nos concede a través de la fe en Jesucristo, “por el cual hemos obtenido el acceso a esta gracia, en la cual nos encontramos”. A los que, por la fe, hemos decidido seguir a Cristo se nos ha concedido gratuitamente el vivir ya, aunque todavía en esperanza, en el mundo de la gracia, en la comunión con Dios. Ello nos hace sentirnos orgullosos de la gloria futura que nos aguarda: “Nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios”. Esta esperanza crece en las tribulaciones por las que pasamos en esta vida, pues son un camino seguro hacia nuestra progresiva unión con Dios. En efecto. Al ponerlas en las manos del Señor, nos hacen cada vez más constantes en el cumplimiento de la voluntad de Dios y esta constancia crea en nosotros un hábito que afianza y facilita el crecimiento de nuestra confianza y de nuestra esperanza en Él, una esperanza de la que nos podemos fiar, ya que produce realmente frutos de amor a Dios y a los hermanos. Es verdad -así lo experimentamos en nuestro caminar por la vida- la afirmación de San Pablo de que “la esperanza no defrauda, porque el amor ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado”. Pero nos preguntamos: ¿De qué amor habla San Pablo? ¿Del amor de Dios a nosotros o del amor de nosotros a Dios y a los demás? En principio habría que responder que se trata del amor de Dios a nosotros, amor que, por el Espíritu Santo, ha abrazado a todo nuestro ser y ha generado, como respuesta, el amor de nosotros a Dios y a los demás, un amor qué experimentamos como no salido de nosotros mismos: “sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15,5). (Benedicto XVI, Spe salvi, 37)
“Lo que cura al hombre no es esquivar el sufrimiento y huir ante el dolor, sino la capacidad de aceptar la tribulación, madurar en ella y encontrar en ella un sentido mediante la unión con Cristo, que ha sufrido con amor infinito”.
“Sólo la gran esperanza-certeza de que, a pesar de todas las frustraciones, mi vida personal y la historia en su conjunto están custodiadas por el poder indestructible del Amor y que, gracias al cual, tienen para él sentido e importancia, sólo una esperanza así puede en ese caso dar todavía ánimo para actuar y continuar” (Benedicto XVI, Spe salvi, 35)
Lectura del santo evangelio según san Juan - 16,12-15
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Muchas cosas me quedan por deciros, pero no podéis cargar con ellas por ahora; cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad plena. Pues no hablará por cuenta propia, sino que hablará de lo que oye y os comunicará lo que está por venir. Él me glorificará, porque recibirá de lo mío y os lo anunciará. Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso os he dicho que recibirá y tomará de lo mío y os lo anunciará».
La lectura evangélica de hoy es un fragmento del discurso de la Última Cena. Jesús se despide de sus discípulos y les prepara para los acontecimientos que están a punto de ocurrir aquella misma noche y al día siguiente: la entrega en manos de los fariseos, la pasión y su cruenta muerte en la cruz.
La Iglesia ha seleccionado este breve fragmento en el que san Juan nos introduce en el seno mismo de la vida trinitaria, al destacar la función que en la revelación del plan de Dios tienen cada una de las tres personas divinas.
«Muchas cosas me quedan por deciros”. A lo largo del discurso de aquella tarde, Jesús les ha revelado hasta donde podía el misterio de su persona y de su obra. Sin embargo, se ha reservado el máximo del misterio. Él “muchas cosas” no debe entenderse cuantitativamente, como si el Padre no nos hubiera dicho todo lo que tenía que decirnos en Cristo, sino en el sentido de comprender a fondo el sentido de todo lo que el Hijo de Dios nos ha revelado con sus palabras y con sus hechos. Todo está dicho en Cristo y, por tanto, no hay que esperar ninguna otra revelación. Así lo expresa san Juan de la Cruz en este brillante comentario a Hebreos 1,1-2: “Porque en darnos, como nos dio a su Hijo, que es una Palabra suya, que no tiene otra, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra, y no tiene más que hablar; porque lo que hablaba antes en partes a los profetas ya lo ha hablado en él todo, dándonos al Todo, que es su Hijo”. (San Juan de la Cruz Subida al Monte Carmelo, 22).
Llegar a la comprensión de ese todo es a lo que los discípulos no pueden llegar en ese momento: “No podéis cargar con ellas (con lo que les falta por saber o, mejor, por comprender) por ahora;. Pedro, Santiago y Juan no estaban preparados para comprender el acontecimiento de la Transfiguración, del que habían sido testigos; sí lo comprendieron cuando Jesús resucitó de entre los muertos.
En el momento del relato de hoy, Jesús les dice a las claras que, aunque conocen ya muchas cosas sobre Él, no están aún preparados para la completa comprensión de su misterio: ello tendrá lugar cuando reciban la fuerza del Espíritu Santo que les había prometido, el cual les conducirá hasta la verdad plena. El proceso mediante el cual los discípulos llegaron al pleno conocimiento de Cristo se realizó en tres etapas:
- Durante los tres años de convivencia con Él en su vida terrena los discípulos adquirieron ciertamente un conocimiento afectivo y moral, pero, debido a su falta de preparación y a su falta de miras, un tanto parcial y superficial.
- Los días que siguieron a la Resurrección hasta la venida del Espíritu Santo supusieron un salto cualitativo, aunque con cierta indefinición, respecto a la comprensión de la mesianidad de Jesús, un mesías que tenía que pasar por el sufrimiento y la muerte para recibir la gloria del Padre en la Resurrección.
- La venida del Espíritu Santo a sus corazones les llevará a la comprensión de la verdad completa, una verdad que no es un saber intelectual, sino vital, una verdad que no se tiene de una vez, sino que es una meta a la que seguiremos aspirando hasta nuestra perfecta identificación con Cristo: “Él -el Espíritu Santo- os guiará hasta la verdad plena”.
Y será completa porque el Espíritu Santo “no hablará por cuenta propia, sino que hablará de lo que oye y os comunicará lo que está por venir”. Nos vienen a la memoria aquellas otras palabras de Jesús en su vida terrena: “Yo no he hablado por mi cuenta, sino que el Padre que me ha enviado me ha mandado lo que tengo que decir y hablar” (Jn 12,49): la Verdad, la única Verdad, es la que procede del Padre, el cual se la comunica al Hijo y éste al Espíritu Santo. No será, por tanto, una nueva revelación, sino la misma aunque desarrollada para nosotros en tres tramos.
Esta verdad se completará aún más en “lo que está por venir”, que no se refiere a nuevos acontecimientos reveladores, sino al mundo nuevo que se desplegará en los creyentes a raíz del acontecimiento “Cristo” y que ya se ha llevado a cabo en su persona por su Muerte, Resurrección y Ascensión al cielo. En esta actuación sobre los discípulos, el Espíritu Santo hará público el peso (= la gloria) de Cristo como Segunda Persona divina y, en Cristo, la persona del Padre.
Por este texto y por otras afirmaciones del Evangelio sabemos que las tres personas divinas manifiestan mutuamente el reconocimiento de cada una de ellas en la obra de salvación: El Padre glorifica al Hijo -“Este es mi Hijo amado, en quien me complazco; escuchadle” (Mt 17,5)-; el Hijo glorifica al Padre -“Yo te he glorificado en la tierra, llevando a cabo la obra que me encomendaste realizar”; el Espíritu Santo glorifica al Hijo -“Él me glorificará, porque recibirá de lo mío y os lo anunciará”-. Y lo mío de Cristo es primordialmente lo mío del Padre. Así lo manifiestan sus mismas palabras en otro pasaje evangélico: “Yo no he hablado por mi cuenta, sino que el Padre que me ha enviado me ha mandado lo que tengo que decir y hablar, y yo sé que su mandato es vida eterna. Por eso, lo que yo hablo lo hablo como el Padre me lo ha dicho a mí” (Jn 12,49-50).
Oración sobre las ofrendas
Por la invocación de tu nombre, santifica, Señor y Dios nuestro, estos dones de nuestra docilidad y transfórmanos, por ellos, en ofrenda permanente. Por Jesucristo, nuestro Señor.
Invocamos el nombre del Padre para que el pan y el vino, que ofrece el sacerdote, sean impregnados de la realidad de Dios y, junto a ellos, nosotros. De este modo seremos transformados, como ellos, en el mismo Cristo y, como en Cristo, nuestra vida quedará convertida en una permanente ofrenda a la voluntad de Dios y al bien de nuestros hermanos, los hombres.
Oración después de la comunión
Señor y Dios nuestro, que la recepción de este sacramento y la profesión de fe en la santa y eterna Trinidad y en su Unidad indivisible nos aprovechen para la salvación del alma y del cuerpo. Por Jesucristo, nuestro Señor.
Carece de sentido, y hasta puede constituir una horrible profanación, recibir la sagrada comunión sin hacer con todo nuestro ser una profesión de fe en el Dios que, habitando en nuestro interior, se nos manifiesta como gracia en Jesucristo, como amor en el Padre y como comunión en el Espíritu Santo. “ «Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él” (Jn 14,23?