Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo C
Solemnidad
Antífona de entrada
El Señor los alimentó con flor de harina y los sació con miel silvestre (cf. Sal 80,17)
Fue al Israel fiel, aquel que escuchaba la palabra de Dios e intentaba ponerla en práctica, a quien el Señor alimentó con flor de harina y sació con miel silvestre. Así lo aclara el salmo del que se ha extraído este texto, unos versículos anteriores: “¡Ojalá me escuchase mi pueblo y caminase Israel por mi camino!”. Esta flor de harina es Cristo, la Palabra de Dios encarnada, y esta miel silvestre es la dulzura que brota de su corazón, dulzura que endulza la vida de los creyentes haciéndolos, como Él, mansos y humildes. Dispongamos nuestro corazón para alimentarnos fructuosamente de la fortaleza de esta Palabra (lecturas) y de la dulzura del corazón de Cristo, que se unirá a nuestra alma en una completa simbiosis de amor (comunión).
Oración colecta
Oh, Dios, que en este sacramento admirable nos dejaste el memorial de tu pasión, te pedimos nos concedas venerar de tal modo los sagrados misterios de tu Cuerpo y de tu Sangre, que experimentemos constantemente en nosotros el fruto de tu redención. Tú, que vives y reinas con el Padre.
La Eucaristía es el sacramento por excelencia, el lugar en el que Cristo, como hombre y como Dios, se hace presente para alimentarnos y para hacernos partícipes de su intimidad. En ella se hace actual todo lo que el Verbo encarnado dijo e hizo en su vida mortal y, de modo especial, en su pasión y su muerte. Debido a nuestra debilidad y a las distracciones mundanas, que reclaman constantemente nuestra atención, necesitamos la ayuda de la gracia para empaparnos de la grandeza de este sacramento. Es lo que pedimos al Padre: que la fe reemplace la incapacidad de nuestros sentidos para venerar el misterio del cuerpo y de la sangre de su Hijo y experimentar así “el fruto de la redención”, es decir, la unión con Él y con nuestros hermanos, los hombres.
Lectura del libro del Génesis 14,18-20
En aquellos días, Melquisedec, rey de Salén, sacerdote del Dios altísimo, sacó pan y vino, y le bendijo diciendo: «Bendito sea Abrán por el Dios altísimo, creador de cielo y tierra; bendito sea el Dios altísimo, que te ha entregado tus enemigos». Y Abrán le dio el diezmo de todo.
El pequeño fragmento bíblico que nos propone hoy la Iglesia como primera lectura parece salirse a primera vista del propósito del resto de relatos del libro del Génesis. Pero si el autor sagrado lo inserta es, sin duda, porque para él despierta un interés importante. El nombre de Melquisedec aparece sólo dos veces en el Antiguo Testamento: en este fragmento y en el salmo 109 que nos propone hoy la Iglesia como salmo responsorial: “Tú eres sacerdote eterno, según el rito de Melquisedec”.
El contexto histórico en el que se encuadra este fragmento es el siguiente: Abraham viene de liberar a su sobrino Lot, hecho prisionero junto con su rey, el rey de Sodoma, que fue vencido en una batalla mantenida entre varios reyes de la región. En el camino de vuelta, y quizá para solidarizarse con esta victoria, le sale al encuentro un misterioso personaje, Melquisedec, que le ofrece pan y vino para que se alimenten él y sus acompañantes, cansados y quizá desnutridos por la hazaña en la pelea que acababan de librar. Por lo que nos dice este texto, pocas cosas podemos saber de este misterioso personaje, pero las justas para destacar su importancia en la historia de la salvación. Nos extraña, en primer lugar, que el autor sagrado no mencione para nada su genealogía, algo habitual en la Biblia cuando nos presenta algún personaje importante. Pero, en cambio, nos dice algunas cosas interesantes, como a) que Melquisedec era, al mismo tiempo, rey y sacerdote: rey de Salem -muy probablemente la ciudad que con el rey David se convertirá en Jerusalén- y sacerdote del Dios Altísimo; b) que bendijese al Dios Altísimo por el éxito de Abraham; c) que bendijese a Abraham de parte del Dios Altísimo; y d) que Abraham le ofreciese la décima parte del botín que había arrebatado a sus enemigos, lo que demuestra que lo reconocía como un verdadero sacerdote.Todas estas precisiones tienen probablemente la finalidad demostrar la existencia de un sacerdocio distinto del sacerdocio levítico y anterior al mismo. Y, de hecho, así lo consideraron los que, a partir del reinado de David, esperaban la venida del Mesías, como se demuestra en el salmo antes citado, y posteriormente en los primeros cristianos, que relacionaron este sacerdocio con el sacerdocio de Cristo.
Salmo responsorial - 109 (110)
Tú eres sacerdote eterno, según el rito de Melquisedec.
Oráculo del Señor a mi Señor: «Siéntate a mi derecha,
y haré de tus enemigos estrado de tus pies».
Desde Sion extenderá el Señor el poder de tu cetro:
somete en la batalla a tus enemigos.
«Eres príncipe desde el día de tu nacimiento entre esplendores sagrados;
yo mismo te engendré, desde el seno, antes de la aurora».
El Señor lo ha jurado y no se arrepiente: «Tú eres sacerdote eterno,
según el rito de Melquisedec».
Estamos ante un salmo real, ligado a la dinastía de David. Está concebido, al parecer, para formar parte del ritual de intronización de los reyes, una ceremonia que en Israel, debido a la desaparición de la monarquía, se celebró en muy contadas ocasiones. Para la tradición judía estas alabanzas eran referidas al Mesías que había de venir; la tradición cristiana, por su parte, veía en este rey al consagrado por excelencia, esto es, a Cristo, al mismo tiempo, sacerdote y rey.
Muy apreciado por la Iglesia antigua, ha sido rezado por los creyentes de todas las épocas, como una forma de celebrar a Cristo que, por su Resurrección, ha sido elevado a la derecha del Padre, desde donde ejerce su sacerdocio y reinado eternos.
“Oráculo del Señor a mi Señor: Siéntate a mi derecha, y haré de tus enemigos estrado de tus pies”
Dios, “el Señor”, hace sentar al rey, “mi Señor”, a su derecha, haciéndole participar en el señorío divino, un señorío que se concreta también en la victoria sobre sus enemigos: “Haré de tus enemigos estrado de tus pies”. Esta glorificación regia fue interpretada por los autores del Nuevo Testamento como un anuncio profético del Mesías. Así, los tres sinópticos lo ponen en labios de Cristo para demostrar ante los fariseos que el Mesías no es hijo de David, sino de Dios: “¿Cómo David, movido por el Espíritu, le llama Señor, cuando dice: Dijo el Señor: siéntate a mi derecha hasta que ponga a tus enemigos debajo de tus pies? (Mt 22, 43-44). San Pedro, a su vez, después de citar el salmo en el discurso de Pentecostés, pronuncia estas solemnes palabras: “Sepa, pues, con certeza toda la casa de Israel que Dios ha constituido Señor y Cristo a este Jesús a quien vosotros habéis crucificado” (Hech 2,36).
En efecto, Cristo es el Señor entronizado, el Hijo del hombre sentado a la derecha de Dios, que viene sobre las nubes del cielo (Mt 26,64); el que es superior a los ángeles y está sentado en los cielos por encima de toda potestad y con todos sus adversarios a sus pies, hasta que el último enemigo, la muerte, sea definitivamente vencido por él; el nuevo David -no un sucesor suyo-, enviado por Dios para vencer a todos los adversarios de Dios y dar a los hombres la vida divina.
Entre el rey protagonista de nuestro Salmo y Dios existe una íntima relación hasta el punto que es Dios mismo quien extiende el cetro del soberano dándole la tarea de dominar sobre sus adversarios, come reza el versículo: “Desde Sión extenderá el Señor el poder de tu cetro para someter en la batalla a sus enemigos”.
El rey ejerce su poder viviendo en la dependencia de Dios y en la obediencia a Dios, convirtiéndose así en el signo principal, dentro del pueblo, de su presencia poderosa y providente. Esta dependencia es absoluta, pues afecta hasta el origen mismo de su existencia: “Eres príncipe desde el día de tu nacimiento entre esplendores sagrados; yo mismo te engendré, desde el seno, antes de la aurora”. Con esta imagen sugestiva y enigmática termina la primera estrofa del Salmo, a la que sigue otro oráculo, que abre una nueva perspectiva, en la línea de una dimensión sacerdotal conectada con la realeza.
«El Señor lo ha jurado y no se arrepiente: “Tú eres sacerdote eterno, según el rito de Melquisedec”».
Melquisedec, sacerdote y rey de Salem, había bendecido a Abraham y había ofrecido pan y vino después de la victoriosa campaña militar librada por el patriarca para salvar a su sobrino Lot de las manos de los enemigos que lo habían capturado (primera lectura). En la figura de este personaje convergen el poder real y el sacerdotal, y ahora el Señor los proclama en una declaración que promete eternidad: el rey celebrado por el Salmo será sacerdote para siempre, mediador de la presencia divina en medio de su pueblo mediante la bendición que viene de Dios y que en la acción litúrgica se encuentra con la respuesta de bendición del hombre.
Lectura de la primera carta del apóstol san Pablo a los Corintios 11,23-26
Hermanos: Yo he recibido una tradición, que procede del Señor y que a mi vez os he transmitido: que el Señor Jesús, en la noche en que iba a ser entregado, tomó pan y, pronunciando la acción de gracias, lo partió y dijo: «Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros. Haced esto en memoria mía». Lo mismo hizo con el cáliz, después de cenar, diciendo: «Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre; haced esto cada vez que lo bebáis, en memoria mía». Por eso, cada vez que coméis de este pan y bebéis del cáliz, proclamáis la muerte del Señor, hasta que vuelva.
“Yo he recibido una tradición, que procede del Señor y que a mi vez os he transmitido”. Con estas palabras, San Pablo nos ilustra sobre el verdadero sentido de la tradición en la Iglesia. No se trata tanto de una costumbre que hay que respetar, cuanto de un tesoro de doctrina que debemos transmitir y que se remonta al mismo Jesús: si nosotros somos creyentes en la actualidad, es porque a lo largo de más de dos mil años los cristianos, como si de una carrera de relevo se tratase, han transmitido el depósito de la fe de unas generaciones a otras. A nosotros nos toca transmitir ahora esta fe, para lo cual debemos asegurarnos de que la misma responde realmente a lo dicho y enseñado por Cristo: se trata de no caer en el peligro de transmitir nuestras propias prejuicios e ideas personales.
Es esta transmisión la que construye el cuerpo de Cristo a lo largo de la historia. No se trata, por otra parte, de una transmisión intelectual, sino de hacer entrar a otros en el misterio de Cristo a partir de nuestra vivencia eclesial del mismo. La lectura de hoy se inscribe en una crítica de San Pablo a los corintios, cuyo comportamiento como cristianos no corresponde a lo que él, después de recibirlo de Cristo y de los apóstoles, les ha transmitido: “Oigo que, al reuniros en la asamblea, hay entre vosotros divisiones… Cuando os reunís, pues, en común, eso ya no es comer la Cena del Señor… Qué voy a deciros? ¿Alabaros? ¡En eso no los alabo“ (1Cor 11, 18.20.22). ¿Nos alabaría San Pablo a nosotros, que vivimos un cristianismo en el que la unidad brilla por su ausencia? Unas divisiones, no sólo a gran escala, entre católicos, protestantes y ortodoxos, sino dentro de la propia Iglesia Católica en nuestras comunidades y grupos cristianos?
Como contrapartida a estas divisiones entre los cristianos de Corintio y también a las nuestras, San Pablo nos transmite la tradición eucarística que él, a su vez, había recibido. Estamos muy probablemente ante el primer relato escrito de la institución de la Eucaristía (entre los años 54 y 57). San Pablo la relaciona directamente con la pasión y muerte del Señor: “en la noche en que iba a ser entregado, tomó pan …”. A la traición por parte de uno de los suyos, a la incomprensión de los hombres hacia su persona y su obra, al odio por parte de sus enemigos, Jesús responde anticipadamente entregando su vida, la forma más completa de ejercer el perdón: “pronunciando la acción de gracias, lo partió y dijo: Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros…” Y “Lo mismo hizo con el cáliz, después de cenar, diciendo: Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre”. Ante la entrega radical de Cristo a los hombres, Pablo no puede por menos que escandalizarse por el comportamiento insolidario y mezquino de los corintios, un comportamiento que choca directamente con la Eucaristía, la fuente de la fraternidad.
Es por este motivo por el que la Iglesia celebra en el Jueves Santo “el día del amor fraterno”, y en el Domingo del Corpus, “el día de la caridad”. Jesús manifiesta el amor de Dios, dando su vida por nosotros, no sólo en el último tramo de la misma, sino a lo largo de toda su existencia terrena, amor siempre actual para nosotros en la celebración eucarística: “Cada vez que coméis de este pan y bebéis del cáliz, proclamáis la muerte del Señor, hasta que vuelva”.
En la celebración eucarística nos trasladamos espiritualmente al momento real de la muerte del Señor, muriendo realmente con él a nuestro hombre viejo, marcado por las nuestras tendencias egoístas e idolátricas. Y, si realmente morimos con Él, nuestra existencia se convertirá en una existencia en favor de los demás, en la que los intereses de los demás sean nuestros propios intereses personales, “no haciendo nada por rivalidad ni por vanagloria; al contrario: considerando a los demás como superiores a uno mismo y buscando no el propio interés, sino el de los otros” (Fil 2,3-4). Cuando comulgamos nuestra vida queda asimilada a la vida del Señor de tal manera, que ya no somos nosotros los que vivimos, sino Cristo el que vive en nosotros (Gál 2,20): nuestros criterios, nuestras actitudes, nuestros sentimientos serán los criterios, actitudes y sentimientos de Cristo. Seguiremos volviendo una y otra vez al modo de nuestra anterior existencia, pero seremos conscientes de que en esas recaídas dejamos de ser nosotros mismos y ello será un motivo para volver a nuestro verdadero ser. Como dice Benedicto XVI, “Una Eucaristía que no comporte un ejercicio práctico del amor es fragmentaria” (Benedicto XVI, Deus caritas est, 13).
Aclamación al Evangelio
Aleluya, aleluya, aleluya. Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo –dice el Señor–el que coma de este pan vivirá para siempre.
Lectura del santo evangelio según san Lucas 9,11b-17
En aquel tiempo: Jesús hablaba a la gente del reino y sanaba a los que tenían necesidad de curación. El día comenzaba a declinar. Entonces, acercándose los Doce, le dijeron: «Despide a la gente; que vayan a las aldeas y cortijos de alrededor a buscar alojamiento y comida, porque aquí estamos en descampado». Él les contestó: «Dadles vosotros de comer». Ellos replicaron: «No tenemos más que cinco panes y dos peces; a no ser que vayamos a comprar de comer para toda esta gente». Porque eran unos cinco mil hombres. Entonces dijo a sus discípulos: «Haced que se sienten en grupos de unos cincuenta cada uno». Lo hicieron así y dispusieron que se sentaran todos. Entonces, tomando él los cinco panes y los dos peces y alzando la mirada al cielo, pronunció la bendición sobre ellos, los partió y se los iba dando a los discípulos para que se los sirvieran a la gente. Comieron todos y se saciaron, y recogieron lo que les había sobrado: doce cestos de trozos.
Quizá nos sorprenda que la Iglesia haya elegido como lectura evangélica para esta fiesta del Corpus este texto en el que se narra este milagro de la multiplicación de los panes y los peces. ¿Qué relación existe entre la Eucaristía y este milagro? Intentemos responder, analizando los puntos más importantes del texto.
“Jesús hablaba a la gente del reino y sanaba a los que tenían necesidad de curación”.
Jesús anuncia el Reino de Dios con sus palabras y con sus hechos, en este caso, con la curación de los enfermos. Jesús está llevando a cabo la misión para la que ha sido enviado, misión que él mismo resumió en aquel breve discurso en la sinagoga de Nazaret, citando palabras del profeta Isaías: “He sido enviado para evangelizar a los pobres, para devolver la vista a los ciegos, para …” (Lc 4,18). El milagro de la multiplicación de los panes y los peces se inscribe igualmente en este contexto: alimentar a los que tienen hambre es una proclamación del Reino de Dios en acción.
“El día comenzaba a declinar”
Los discípulos comienzan a preocuparse por la gente que lleva todo el día escuchando al maestro. Se encuentran en un descampado. Despídelos para que vayan a las aldeas próximas a comprar alimentos, le dicen a Jesús, es decir, haz que se dispersen y que cada uno resuelva por sí mismo su problema alimentario.
A Jesús no le convence esta solución y les propone algo, a primera vista, incomprensible: “Dadles vosotros de comer”. Pero, ¿cómo? ¿Dar de comer con sólo cinco panes y dos peces a más de cinco mil personas? Con ello se podría alimentar como mucho a una pequeña familia. Otra solución que proponen los discípulos: ¿Utilizar el dinero que que llevaban en sus idas y venidas con Jesús para comprar alimentos? Tampoco fue ésta la solución querida por el maestro. Según la lógica humana, las soluciones de los discípulos son del todo razonables, pero, en el fondo, estaban motivadas -sobretodo la primera- por la búsqueda de lo más cómodo para ellos: pensaban más en ellos -en salir del apuro- que en el problema de la gente.
Jesús, en cambio, se deja llevar por su corazón desbordante de amor y piensa ante todo el la necesidad de estas personas que están a punto de desmayarse. Al decirles “Dadles vosotros de comer”, Jesús da a entender que los recursos no se encuentran en las aldeas vecinas ni en el dinero ahorrado, sino en el alma de los mismos discípulos. Jesús quiere no sólo saciar el hambre de la multitud, sino también adoctrinar a los discípulos para que sean ellos los que, empleando los medios que de Dios han recibido, solucionen el problema. Los discípulos en las soluciones que proponían confiaban en los medios naturales, pero en ningún momento confiaron en Jesús que, igual que es capaz de caminar sobre las aguas, curar enfermos y hasta resucitar muertos, puede y quiere multiplicar abundantemente nuestros recursos naturales para realizar lo que a nosotros nos parece imposible.
“Tomando él los cinco panes y los dos peces y alzando la mirada al cielo, pronunció la bendición sobre ellos, los partió y se los iba dando a los discípulos para que se los sirvieran a la gente”
La descripción de la multiplicación de los panes está contada por los cuatro evangelistas de tal forma, que nos anuncia la institución de la Eucaristía: toma en sus manos los panes y los peces, dirige los ojos al Padre, los bendice, los parte y se los da a los discípulos. Los panes y los peces salen multiplicados de sus manos, de las de los discípulos que los reparten y hasta de los que los comparten con los compañeros de mesa.
“Pronunció la bendición sobre los cinco panes y los dos peces”.
La bendición de los panes y los peces no es un rito mágico: es, imitando al Dios que se recrea en la bondad de lo creado, reconocer estos alimentos como un don de Dios y pedirle que, como administradores de los mismos, nos enseñe a compartirlos con los demás. Es éste el significado de la parte de la misa, antes llamada “Ofertorio” y ahora “Preparación de las ofrendas”: cuando ponemos en el altar el pan y el vino, que van a ser consagrados, reconocemos que todo es don de Dios, que nosotros no somos propietarios de las riquezas materiales, intelectuales o espirituales que Dios nos ha dado, sino administradores de las mismas para el bien de los demás. Es esta actitud de desprendimiento la que nos hace capaces de realizar milagros. Hoy nos dice también Jesús a nosotros “Dadles de comer” y con ello nos quiere hacer descubrir que tenemos recursos insospechados para quitar el hambre, la amargura y el desamor de muchas personas que caminan a nuestro lado, pero a condición de reconocer que todo lo que tenemos es un bien que Dios nos ha dado para que lo compartamos con los demás.
Ahora podemos entender la relación entre el milagro de la multiplicación de los panes y la fiesta del Cuerpo y de la Sangre de Cristo. La clave nos la da el Evangelio de San Juan en el que el relato de la institución de la Eucaristía ha sido sustituido por el del Lavatorio de los pies y la recomendación de Jesús de que hagamos nosotros lo mismo unos con otros. Ello quiere decir que, además de celebrar la institución de la Eucaristía en el momento de la Consagración de la misa, existe otra forma de recordar el memorial del Señor, a saber: ponernos al servicio de los demás, haciendo que las riquezas que Dios nos ha dado se multipliquen en favor de todos los hombres, especialmente de los más necesitados.
Oración sobre las ofrendas
Señor, concede propicio a tu Iglesia los dones de la paz y de la unidad, místicamente representados en los dones que hemos ofrecido. Por Jesucristo, nuestro Señor.
La espiritualidad cristiana nunca es estrictamente individual. El cristiano no puede separar el bien propio del bien de los demás, en este caso, de la comunidad eclesial. Por eso lo que pedimos en esta oración del ofertorio no es para nosotros, sino para la Iglesia -de la cual formamos parte como hijos-, para que el Señor la adorne con los dones de la paz y de la unidad, representados en el pan y el vino que ofrece el sacerdote. Esta petición la hacemos con la confianza de que nuestra oración será escuchada y concedida, pues ya nos dejó su paz el mismo Jesús -“La paz os dejo, mi paz os doy”- y ya pidió al Padre para que viviéramos unidos -“Que todos sean uno; como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros; para que el mundo crea que tú me enviaste”-.
Antífona de comunión
El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él, dice el Señor (cf. Jn 6,57).
Al acercarnos a comulgar, y para no convertir el acto de recibir a Cristo en una acción rutinaria que nos deje en la misma situación en la que estábamos, avivemos la certeza de que Jesús va a habitar realmente en nuestro interior y de que de nosotros, que al comerlo somos asimilados a Él, vamos a vivir en Él. Convirtámonos en niños y, como los niños que comulgan por primera vez, cantemos en el silencio de nuestro corazón aquella estrofa de una de las canciones de ese su día tan importante: “Yo le contaré lo que me pasa, como a mis amigos le hablaré, yo no sé si es Él el que habita en mí o si soy yo el que habita en Él”
Oración después de la comunión
Concédenos, Señor, saciarnos del gozo eterno de tu divinidad, anticipado en la recepción actual de tu precioso Cuerpo y Sangre. Tú, que vives y reinas por los siglos de los siglos.
Alegrarnos y felicitarnos porque un ser de nuestra raza -un hermano nuestro- haya sido elevado al rango de la divinidad es un sentimiento que nos llena humanamente de orgullo. Pero esta alegría no sería real si este hecho no nos afectase directamente, es decir, si el hombre Jesús no se hubiese hecho una cosa con nosotros: sólo conocemos de verdad lo que experimentamos. Pero, para nuestro bien, el hombre Jesús ha entrado en nuestra existencia haciéndonos compartir su triunfo sobre el pecado y sobre la muerte y sentándonos con Él a la derecha del Padre. Al alimentarnos de su Cuerpo, nos ha asimilado a Él de tal manera que ya no vivimos en nosotros mismos, sino que es Cristo quien vive en nosotros. Al finalizar esta Eucaristía, pedimos al Padre que la realidad de la divinidad del hombre Jesús sea para nosotros el sentido y la alegría permanentes de nuestra vida.