Domingo 30 del Tiempo Ordinario - Ciclo A

Domingo 30 del Tiempo Ordinario - Ciclo A

 Antífona de entrada

 Que se alegren los que buscan al Señor. Recurrid al Señor y a su poder, buscad continuamente su rostro (Sal 104,3-4).

  En la antífona de entrada el salmista nos invita a buscar nuestro gozo en el Señor, el gozo que, en medio de las persecuciones, privaciones e insultos por Cristo, le hacía decir a San Pablo: cuando soy débil, entonces soy fuerte” (2 Cor 12,10); a no apoyarnos en nuestras propias fuerzas, sino en la fuerza y el poder del Señor que, a través de su Espíritu, acude siempre en ayuda de nuestra debilidad (Rm 8,26): Todo lo puedo en aquel que me conforta” (Fil 4,13); y a no distraernos en los enredos de este mundo, sino a procurar estar en todo momento en la presencia del Señor y mirarle solo a Él: Contemplad su rostro y quedaréis radiantes” (Salmo 34).

Oración colecta

             Dios todopoderoso y eterno, aumenta nuestra fe, esperanza y caridad, y, para que merezcamos conseguir lo que prometes, concédenos amar tus preceptos. Por nuestro Señor Jesucristo.

Al que todo lo puede, y está por encima de todo tiempo y lugar, suplicamos con humildad que nuestra manera de ver y entender las cosas se conforme cada vez a su entendimiento divino (fe), que acreciente nuestro deseo de estar en su presencia para empezar a gozar ya desde ahora de los bienes del cielo (esperanza) y que ensanche nuestra capacidad de amarle sobre todas las cosas y a nuestro prójimo como a nosotros mismos (caridad). Desde nuestro interés por vivir estas virtudes, pedimos al Señor que incline nuestro corazón a sus preceptos” (Salmo 119,36) para poder merecer el gozo de disfrutar en plenitud de la vida eterna que nos tiene prometida.

 Lectura del libro del Éxodo, 22,20-26

 Esto dice el Señor: «No maltratarás ni oprimirás al emigrante, pues emigrantes fuisteis vosotros en la tierra de Egipto. No explotarás a viudas ni a huérfanos. Si los explotas y gritan a mí, yo escucharé su clamor, se encenderá mi ira y os mataré a espada; vuestras mujeres quedarán viudas y vuestros hijos huérfanos. Si prestas dinero a alguien de mi pueblo, a un pobre que habita contigo, no serás con él un usurero cargándole intereses. Si tomas en prenda el manto de tu prójimo, se lo devolverás antes de ponerse el sol, porque no tiene otro vestido para cubrir su cuerpo, ¿y dónde, si no, se va a acostar? Si grita a mí, yo lo escucharé, porque yo soy compasivo».

 En este texto, escrito a finales del siglo VIII a. C. apreciamos que Israel tenía ya una concepción de Dios y una manera de entender las relaciones humanas muy superiores desde el punto de vista moral a las de las religiones y pueblos que rodeaban el mundo de la Biblia. Con este y otros fragmentos del libro del Éxodo se iniciaba o continuaba el proceso de revelación que culminaría en la manifestación completa y definitiva del Dios de Jesucristo, un Dios que se revela como amor incondicional a los hombres y que exige a los que quieran participar en su amistad que lleven a la práctica este amor. El legislador tiene una especial preocupación por proteger a los débiles y a los desamparados, como son los extranjeros, los huérfanos y las viudas, preocupación que, en los profetas, será una característica fundamental de la vida religiosa y condición necesaria para obtener la benevolencia divina.

  Recordándoles la experiencia de haber vivido como extranjeros en Egipto, el Señor ordena a los israelitas que no opriman a los que, sin pertenecer al pueblo, viven entre ellos -una circunstancia que reviste una especial actualidad entre nosotros-; que no exploten a las personas que desamparadas, como son las viudas y los huérfanos; que no sean usureros, cargando de intereses a los pobres a quienes prestan dinero, y que, si, al prestar dinero, toman como prenda el manto del necesitado, se lo devuelvan antes de la noche para que puedan arroparse durante el descanso nocturno.

 En estas órdenes del Señor está perfectamente retratado el nivel de vida que tenía en aquellos tiempos el pueblo elegido, una situación económica y social en la que proliferaban las personas que, huyendo de sus países de origen por motivos de guerra o por necesidades económicas, se asentaban en Palestina para poder sobrevivir; unas circunstancias en las quedaban totalmente desamparadas, por el fallecimiento del padre de familia, muchas mujeres e hijos. En tiempos en los que no existía ninguna organización de previsión social en favor de estas personas desventuradas, estas leyes eran la única salvaguardia de sus derechos más perentorios y fundamentales. De ellas brota la moral religiosa de Israel, que siempre se distinguió por la preocupación de los intereses sociales de la comunidad. Ello los apreciamos en los salmos y en otros pasajes del Antiguo Testamento. El Señor protege al extranjero y sostiene al huérfano y a la viuda, pero frustra los planes de los impíos” (Salmo 146,9); Aprendan a hacer el bien! ¡Busquen la justicia y reprendan al opresor! ¡Aboguen por el huérfano y defiendan a la viuda!” (Isaías 68,4-5).

 La reacción de Dios ante el grito de los oprimidos nos puede escandalizar y resultar escandalosa: Dios no sería bueno si penalizase a personas que no son en absoluto responsables del delito cometido por un opresor, como son los hijos o la mujer del mismo. Para interpretar correctamente este fragmento bíblico debemos considerar el contexto de la rudimentaria civilización de los pueblos antiguos: probablemente era esta la única forma que tenía el escritor sagrado de manifestar la gravedad de estos comportamientos, a todas luces, inhumanos, con el fin de moralizar la sociedad y justificar que el amor de Dios debe ser compatible con su justicia.

 Salmo responsoriales (Salmo 17)

  Yo te amo, Señor; tú eres mi fortaleza.

 

 1) Yo te amo, Señor; tú eres mi fortaleza;

Señor, mi roca, mi alcázar, mi libertador.

  2) Dios mío, peña mía, refugio mío,

escudo mío, mi fuerza salvadora, mi baluarte.

Invoco al Señor de mi alabanza

y quedo libre de mis enemigos.

 3) Viva el Señor, bendita sea mi Roca,

sea ensalzado mi Dios y Salvador:

Tú diste gran victoria a tu rey,

tuviste misericordia de tu ungido.

 En estos versículos del salmo 17, uno de los más extensos del Salterio, David, sintiéndose en deuda con el Señor, le declara directamente su amor por haber sido clemente con él, por haberle librado tantas veces de sus enemigos y por darle la victoria como ungido y rey de Israel.

 El Señor le ha dado las fuerzas para persistir en la lucha contra sus enemigos; ha sido para él la roca a la que se ha agarrado para no hundirse en los abismos del pecado; en el Señor se ha refugiado cuando huía de los que lo perseguían; el Señor ha ido por delante en la batalla limpiándole el campo de enemigos.

 En un mundo plagado de dioses lo invoca como su Dios y su Salvador, buscando términos que se aproximen a lo que piensa y siente de Él,  con la seguridad de que lo seguirá ayudando:Peña mía, refugio mío, escudo mío, mi fuerza salvadora, mi baluarte”.

  Nosotros hacemos nuestras estas manifestaciones del salmista y, como él, nos dirigimos al Señor, declarándole nuestro amor, un amor que es respuesta al amor de quien nos ha amado primero: En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a nosotros, y envió a su Hijo en propiciación por nuestros pecados” (1 Jn 4,10).

 El amor de Dios es, igual que para David, la fuerza que nos sostiene, la energía que nos levanta de nuestras caídas y el poder que nos anima en nuestros cansancios; el amor de Dios es la roca a la que nos asimos para no naufragar en el letal egoísmo y en el sinsentido; el amor de Dios es el lugar donde nos escondemos para, desde allí, actuar con un corazón limpio de malas intenciones; el amor de Dios es lo que nos hace libres de verdad.

 Invoquemos, como David, al Señor, con la confianza de que nos seguirá ayudando, pues sabemos que en Jesús, nuestro Rey y el Ungido de Dios por excelencia, hemos vencido todos.En el mundo tendréis aflicción; pero confiad, yo he vencido al mundo”, nos dice Jesús (Jn 16,33)

Lectura de la primera carta del apóstol san Pablo a los Tesalonicenses, 1,5c-10

  Hermanos: Sabéis cómo nos comportamos entre vosotros para vuestro bien. Y vosotros seguisteis nuestro ejemplo y el del Señor, acogiendo la Palabra en medio de una gran tribulación, con la alegría del Espíritu Santo. Así llegasteis a ser un modelo para todos los creyentes de Macedonia y de Acaya. No solo ha resonado la palabra del Señor en Macedonia y en Acaya desde vuestra comunidad, sino que además vuestra fe en Dios se ha difundido por doquier, de modo que nosotros no teníamos necesidad de explicar nada, ya que ellos mismos cuentan los detalles de la visita que os hicimos: cómo os convertisteis a Dios, abandonando los ídolos, para servir al Dios vivo y verdadero, y vivir aguardando la vuelta de su Hijo Jesús desde el cielo, a quien ha resucitado de entre los muertos y que nos libra del castigo futuro.

 Después de recordar el comportamiento que, tanto él como sus acompañantes, tuvieron con los tesalonicenses, cuando les anunciaron el Evangelio por primera vez, les elogia por haber seguido su ejemplo, acogiendo la Palabra en medio de la tribulación por la que estaban pasando. Es lo que le pasó a él que, en medio de las incontables momentos de dificultad y persecución, se mantenía gozoso en el Señor. Con este sentimiento de alegría a pesar de la tribulación por la que pasaban, imitaban también al Señor que, clavado en la cruz, rogaba al Padre que perdonase a los que perpetraban tan horrendo crimen. 

Desde nuestra forma natural de pensar no parecen muy compatibles la alegría y el sufrimiento a la vez en una misma persona: si alguien está sufriendo, no puede al mismo tiempo sentir alegría. Esta compatibilidad se daba, sin embargo, en los mártires, que iban a la muerte cantando salmos al Señor, y se da en Los Santos, pasados y actuales, que, uniendo sus sufrimientos a los padecimientos de Cristo, se sienten gozosos y felices porque participan de su victoria: Si con Él sufrimos, reinaremos con Él” (2 Tim 2,12). Esto es también lo que les pasaba a los nuevos cristianos de Tesalónica que, a pesar de sufrir una dura persecución por parte de la comunidad judía de esa ciudad, les mantenía alegres la fuerza interior del Espíritu Santo y hacían realidad la bienaventuranza del Señor: Felices los que lloran porque ellos serán consolados” (Mt 5,4).

 “Vuestra fe en Dios se ha difundido por doquier”

Los tesalonicenses no se dedicaron a transmitir el Evangelio activa y directamente, como hacía San Pablo, y, sin embargo, contribuyeron a su propagación mediante una vida vivida según Dios: fue -así lo leíamos el pasado domingo- por la fuerza de su fe, por su esperanza puesta en Cristo y por el vigor de su caridad, por lo que sentían admiración cuantos les visitaban. Su comportamiento era una verdadera luz que iluminaba aquel mundo sin esperanza. De esta forma llevaron a la práctica la recomendación del Señor: Alumbre así vuestra luz ante los hombres, que, al ver vuestras obras, glorifiquen a vuestro Padre celestial” (Mt 5,16).

 Cómo os convertisteis a Dios, abandonando los ídolos, para servir al Dios vivo y verdadero”

En los dos últimos versículos de la lectura describe San Pablo el paso que dieron los tesalonicenses cuando, ante el mensaje esperanzador de Jesús, abandonaron los ídolos para servir al único Dios, vivo y verdadero, y esperar la vuelta del Señor resucitado para librarles de la muerte total y hacerles partícipe de un futuro luminoso. 

Transcribo algunos párrafos de la encíclica Spe salvi (salvados por la esperanza) de Benedicto XVI, que nos pueden ayudar a entender la situación de quienes aceptaban el Evangelio por primera vez. El haber recibido como don una esperanza fiable fue determinante para la conciencia de los primeros cristianos, como se pone de manifiesto también cuando la existencia cristiana se compara con la vida anterior a la fe o con la situación de los seguidores de otras religiones. Pablo recuerda a los Efesios cómo, antes de su encuentro con Cristo, no tenían en el mundo «ni esperanza ni Dios» (Ef 2,12). Naturalmente, él sabía que habían tenido dioses, que habían tenido una religión, pero sus dioses se habían demostrado inciertos y de sus mitos contradictorios no surgía esperanza alguna. A pesar de los dioses, estaban «sin Dios» y, por consiguiente, se hallaban en un mundo oscuro ante un futuro sombrío”, (Benedicto XVI, Spe salvi, 2)

 En el mismo sentido les dice a los Tesalonicenses: «No os aflijáis como los hombres sin esperanza» (1 Ts 4,13). En este caso aparece también como elemento distintivo de los cristianos el hecho de que ellos tienen un futuro: no es que conozcan los pormenores de lo que les espera, pero saben que su vida, en conjunto, no acaba en el vacío”. (Benedicto XVI, Spe salvi, 2).

 El Evangelio no es solamente una comunicación de cosas que se pueden saber, sino una comunicación que comporta hechos y cambia la vida. La puerta oscura del tiempo, del futuro, ha sido abierta de par en par. Quien tiene esperanza vive de otra manera; se le ha dado una vida nueva”. (Benedicto XVI, Spe salvi, 2).

 Aclamación al Evangelio

 Aleluya, aleluya, aleluya. El que me ama guardará mi palabra –dice el Señor–, y mi Padre lo amará, y vendremos a él.

            (Si terminar)

Lectura del santo evangelio según san Mateo 22,34-40 

 En aquel tiempo, los fariseos, al oír que Jesús había hecho callar a los saduceos, se reunieron en un lugar y uno de ellos, un doctor de la ley, le preguntó para ponerlo a prueba: «Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de la ley?» Él le dijo: «“Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente”. Este mandamiento es el principal y primero. El segundo es semejante a él: Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. En estos dos mandamientos se sostienen toda la Ley y los Profetas».

 (Sin terminar)

 Oración sobre las ofrendas

 Mira, Señor, los dones que ofrecemos a tu majestad, para que redunde en tu mayor gloria cuanto se cumple con nuestro ministerio. Por Jesucristo, nuestro Señor.

  En esta petición no podemos pretender que el Señor va a mirar los dones que le ofrecemos solo porque nosotros se lo pidamos: el Señor siempre tiene en cuenta nuestras ofrendas, pero solo nos aprovechamos de su benevolencia cuando deseamos realmente que así sea. Siendo conscientes de que, sin su ayuda no podemos hacer nada -ni siquiera pedir lo que nos conviene- hacemos nuestras las palabras de esta oración y, con la intensidad que Él nos conceda, le pedimos que aprecie los dones que, junto con el pan y el vino, le presentamos para que el milagro que se va a producir en la Consagración contribuya al reconocimiento de su grandeza por parte de todos los hombres.

Antífona de comunión

 Que nos alegremos en tu salvación y glorifiquemos el nombre de nuestro Dios (cf. Sal 19,6).

Al acercarnos a la comunión activamos nuestro deseo de sentir la verdadera alegría, aquella que brota de sentirnos salvados y liberados de todo lo que nos ata a los ofrecimientos, muchas veces, engañosos de este mundo, y, prometiendo no volver a nuestros pequeños o grandes ídolos, nos proponemos glorificar el Santo Nombre de nuestro Dios con una vida volcada en el cumplimiento de su voluntad y en la realización del mandato del amor.

 Oración después de la comunión

 Que tus sacramentos, Señor, efectúen en nosotros lo que expresan, para que obtengamos en la realidad lo que celebramos ahora sacramentalmente. Por Jesucristo, nuestro Señor.

Muchas veces sacamos la impresión de que nuestro trato con el Señor en la Eucaristía no repercute en nuestra vida o repercute escasamente. Que está impresión no sea el termómetro de nuestro progreso espiritual. Dejémoslo todo en sus manos y habituémonos a actualizar, antes, en y después de la celebración, nuestra fe, nuestra esperanza y nuestro amor, deseando que se haga realidad en nuestra vida el contenido expresado en el Sacramento que hemos recibido: que, habiéndonos hecho una sola cosa con el Señor, estemos dispuestos a dar en el mundo un testimonio efectivo de su mensaje y de su persona.