Domingo 29 del Tiempo Ordinario Ciclo A

 

Domingo 29 del Tiempo Ordinario  Ciclo A

 Antífona de entrada

 Yo te invoco porque tú me respondes, Dios mío; inclina el oído y escucha mis palabras. Guárdame como a las niñas de tus ojos, a la sombra de tus alas escóndeme. (Sal 16,6.8)

 Dios siempre está dispuesto a inclinarse hacia nosotros y atender nuestras plegarias. Más aún. Como conoce lo que siente nuestro corazón, nos impulsa a través del Espíritu a desear los bienes que nos tiene prometidos. Por eso, movidos por este Espíritu y, sabiendo que sus delicias son habitar con los hijos de los hombres (Prov 8,31), le pedimos que cuide de nosotros como a su tesoro más preciado y nos defienda de todo aquello que nos pueda separar de él.

 Oración colecta

 Dios todopoderoso y eterno, haz que te presentemos una voluntad solícita y estable, y sirvamos a tu grandeza con sincero corazón. Por nuestro Señor Jesucristo.

 En la oración colecta manifestamos al Señor el deseo de renunciar a nuestro querer autónomo y a todo lo que no se ajusta a sus planes providenciales. “Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo”, rezamos en el Padrenuestro. ¿Supone ello renunciar a nuestro  yo? Al contrario. Nuestro ser más auténtico no radica en nosotros, sino en el pensamiento que tiene Dios de cada uno de nosotros. Renunciando a nosotros mismos seremos de verdad nosotros mismos, porque “el que encuentre su vida, la perderá; y el que perdiere su vida por causa de mí, la encontrará”. Solo poniendo nuestra vida en Dios realizaremos nuestra vocación de servir y dar gloria a la grandeza y majestad de Dios.

 Lectura del libro de Isaías 45,1. 4-6

 Esto dice el Señor a su Ungido, a Ciro: «Yo lo he tomado de la mano, para doblegar ante él las naciones y desarmar a los reyes, para abrir ante él las puertas, para que los portales no se cierren. Por mi siervo Jacob, por mi escogido Israel, te llamé por tu nombre, te di un título de honor, aunque no me conocías. Yo soy el Señor y no hay otro; fuera de mí no hay dios. Te pongo el cinturón, aunque no me conoces, para que sepan de Oriente a Occidente que no hay otro fuera de mí. Yo soy el Señor y no hay otro».

 La primera lectura, tomada del segundo libro de Isaías, nos habla del papel jugado por Ciro, rey de Persia, en la terminación del destierro de los judíos en Babilonia.

  “Esto dice el Señor a su Ungido, a Ciro”. Es significativo que Ciro, no siendo rey de Israel ni miembro del pueblo elegido, reciba el título de “ungido” del Señor, dignidad que recibían los reyes de Israel el día de su coronación y que, con toda propiedad, se aplicará a Cristo, el definitivo libertador y el Ungido por excelencia.

  Yo lo he tomado de la mano, para doblegar ante él las naciones y desarmar a los reyes”. Una vez más brilla la soberanía del Señor sobre la historia, sirviéndose de acontecimientos y personas para llevar a cabo sus planes providenciales, en este caso, la liberación de Israel del yugo babilónico. Una vez más se confirma que los planes de Dios no son nuestros planes y que sus caminos no son nuestros caminos (Isaías 55,8).

  “Por mi siervo Jacob, por mi escogido Israel, te llamé por tu nombre”. El Señor deja claro que la razón por la que hizo victorioso a Ciro y le dio un nombre glorioso fue su decisión de servirse de él para liberar a su pueblo del cautiverio babilónico y, de esta forma, manifestar su poder y su gloria ante todos los pueblos: “para que sepan de Oriente a Occidente que no hay otro (Dios) fuera de mí”.

 Es el propio Ciro el que pregona la grandeza del Dios de Israel con estas palabras, contenidas en el libro de Esdras: Así ha dicho Ciro, rey de Persia: el Señor, el Dios de los cielos, me ha dado todos los reinos de la tierra y me ha mandado que le edifique una casa en Jerusalén, que está en Judá” (Esdras 1,2).

 Una breve reflexión para el aprovechamiento espiritual de esta lectura

 Nosotros somos el nuevo pueblo de Israel y Dios nos sigue liberando de nuestras esclavitudes y destierros a través de acontecimientos, circunstancias y personas que, en muchas ocasiones, no guardan relación directa con el plan que tiene Dios sobre nosotros. Ese era el caso del rey Ciro.

 Estamos acostumbrados a pensar en Dios como una realidad del pasado y como una esperanza que se cumplirá en el futuro. Pero Dios no sólo actuó en el pasado y actuará al final, sino que actúa aquí y ahora, hablándonos en las situaciones de nuestra existencia concreta. Así lo han vivido y viven los santos .  Debemos, por tanto, actualizar nuestra fe en la presencia constante del Señor y tener abiertos los ojos del corazón y los oídos del alma para que esta presencia continuada del Señor no pase desapercibida: “Si hoy escucháis su voz, no endurezcáis vuestro corazón”.

 Estamos llamados, como Ciro, a proclamar la grandeza de Dios en el mundo, grandeza que se ha manifestado en Cristo como amor incondicional a los hombres. “Tanto amó Dios al mundo que envió a su Hijo al mundo para que todo él que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3,16). Proclamemos este amor de Dios ante los hombres de nuestro tiempo y démosles razón de nuestra fe y de nuestra esperanza a través de nuestras obras, de nuestras actitudes y de nuestra manera de enfocar los problemas.

Salmo responsorial, Ps. 95

Aclamad la gloria y el poder del Señor.

 Respondemos a esta lectura con el salmo 95 en el que el autor invita al pueblo de Israel a publicar por todas partes la grandeza de Dios, y a todos los pueblos del mundo a bendecirle y prestarle el ofrecimiento que merece. El universalismo que se respira en este salmo nos recuerda la profecía del banquete mesiánico, en la que se celebraba la presencia beneficiosa del Señor: “Aquí está nuestro Dios, de quien esperábamos que nos salvara; celebremos y gocemos con su salvación” (Isaías xxx), y la lectura que acabamos de comentar, en la que el Señor da la victoria a Ciro para que todas las gentes sepan que no hay otro Dios fuera de él.

  Cantad al Señor un cántico nuevo,

cantad al Señor, toda la tierra.

Contad a los pueblos su gloria,

sus maravillas a todas las naciones.

 Las constantes intervenciones, siempre nuevas y sorprendentes, de Dios con su pueblo requieren también nuevas alabanzas. La manifestación de nuestro agradecimiento a Dios se debe llevar a cabo con expresiones que broten de un corazón renovado por la gracia, siempre fresca, de Dios. La alegría al contemplar las maravillas del Señor lleva al salmista a salir al exterior y publicarlas por doquier. “Contad a los pueblos su gloria, sus maravillas a todas las naciones”.

 Porque es grande el Señor,

y muy digno de alabanza,

más temible que todos los dioses.

Pues los dioses de los gentiles no son nada,

mientras que el Señor ha hecho el cielo.

 La grandeza del Señor es la razón de que se le deba alabar de esta forma. Esta grandeza se hace todavía más excelsa si la comparamos con la que muestran los dioses de los gentiles, que no son otra cosa que ídolos vacíos fabricados por el hombre. De ellos afirmamos con el salmo 134 que “tienen boca y no hablan; tienen ojos y no ven; tienen orejas y no oyen”. Solo en los brazos del Dios “que ha hecho el cielo” podemos poner nuestra confianza.

 Familias de los pueblos, aclamad al Señor,

aclamad la gloria y el poder del Señor;

aclamad la gloria del nombre del Señor,

entrad en sus atrios trayéndole ofrendas.

 Todos los hombres, habiendo oído, de una u otra forma, hablar de la soberanía de Dios, tienen también el derecho y el deber de proclamar su gloria, reconocer su poderío, bendecir su nombre y acercarse a su santuario a rendirle el homenaje y la ofrenda de su vida.

 El cristiano se goza, no tanto por sus logros personales, sino porque el Señor sea cada vez más conocido y proclamado, ya sea a través de reconocimientos explícitos, o mediante la práctica del amor que, en cualquier circunstancia y siempre que sea auténtico, nos habla de Dios. “El espíritu sopla de donde quiere, y oyes su sonido; mas ni sabes de dónde viene, ni a dónde va; así es todo aquel que es nacido del Espíritu.” (Jn 4,8)

 Postraos ante el Señor en el atrio sagrado,

tiemble en su presencia la tierra toda.

Decid a los pueblos: «El Señor es rey:

él gobierna a los pueblos rectamente».

 El salmista insiste en la necesidad de adorar al Señor. Como buen israelita, cuando habla del “atrio sagrado”, se está refiriendo a Jerusalén y al Templo. Jesús nos hace ver, en el diálogo con la mujer samaritana, que la verdadera adoración a Dios no está circunscrita a ninguna ubicación física: “Desde ahora adoraréis al Padre en Espíritu y en Verdad (Jn 4,23). Al injertarnos en Cristo por el bautismo, nos hemos hecho una sola cosa con él y, como él, nos hemos convertido en templo donde habita el Espíritu Santo: “¿No sabéis que sois templo de Dios, y que el Espíritu de Dios mora en vosotros? Desde este templo, que somos nosotros, invitamos a todos los hombres a vibrar ante la presencia siempre nueva del Señor que, de modo misterioso, dirige los destinos de la historia.

 Lectura de la primera carta del apóstol san Pablo a los Tesalonicenses 1,1-5b

Pablo, Silvano y Timoteo a la Iglesia de los Tesalonicenses, en Dios Padre y en el Señor Jesucristo. A vosotros, gracia y paz. En todo momento damos gracias a Dios por todos vosotros y os tenemos presentes en nuestras oraciones, pues sin cesar recordamos ante Dios, nuestro Padre, la actividad de vuestra fe, el esfuerzo de vuestro amor y la firmeza de vuestra esperanza en Jesucristo nuestro Señor. Bien sabemos, hermanos amados de Dios, que él os ha elegido, pues cuando os anuncié nuestro evangelio, no fue solo de palabra, sino también con la fuerza del Espíritu Santo y con plena convicción.

A partir de hoy y hasta el domingo 33 leeremos algunos fragmentos de la carta de San Pablo a los cristianos de Tesalónica. Es el primer escrito del Nuevo Testamento (año 51). San Pablo se encuentra en Corinto y, desde allí, al enterarse de determinados problemas existentes en esta comunidad, envía a su querido discípulo Timoteo con una carta que habla de la segunda venida de Cristo, tema debatido y difícil, que llevó a algunos hermanos a abandonar el trabajo ante la inmediatez de la vuelta del Señor.

El texto de hoy es el saludo inicial de la carta, en el que destaca el aprecio y cariño de Pablo y sus acompañantes hacia esta iglesia local. Lo que mueve a Pablo a dirigirse a los Tesalonicenses y a transmitirles “la gracia y la paz, no son principalmente motivos humanos, sino la fe y la esperanza en “Dios Padre y en el Señor Jesucristo”. Esta fe y esta esperanza cambian de raíz nuestras relaciones con las personas, pues lo que nos une a ellas no son principalmente los lazos de la sangre, de la simpatía o del interés material, sino la vida de Dios, que fluye en todos nosotros: ya no amo a este o a aquel porque me cae bien, sino porque, como yo, es hijo de Dios o está llamado a serlo: en Cristo veo a los demás como él los ve y los amo como los ama él.

En un tono laudatorio manifiesta su satisfacción, no porque las cosas les vayan bien en la salud o en el bienestar material, sino porque sobresalen en la salud espiritual: su fe no se queda en buenas intenciones o en prácticas piadosas, sino que les transforma la vida, inundando el ambiente que les rodea; no rehuyen los sacrificios en la práctica del amor a los hermanos; y su esperanza les mantiene firmes y constantes en la obra del Señor.

San Pablo no oculta su entusiasmo al tener la certeza de que su conversión al Evangelio no se debió solo a las palabras de la predicación, sino sobretodo a la iniciativa y  elección por parte de Dios y a la fuerza del Espíritu Santo que, con sus dones, infundió en ellos y en él un fuerte convencimiento de la persona de Cristo y de su mensaje.

 Aclamación al Evangelio

 Aleluya, aleluya, aleluya. Brilláis como lumbreras del mundo, manteniendo firme la palabra de la vida.

 “En la Palabra estaba la Vida y la Luz de los hombres”, nos dice San Juan en el Prólogo de su Evangelio (Jn 1,4). “Vosotros sois la luz del mundo”, nos dice Jesús (Mt 5,14). Cuando con nuestras obras servimos a Dios y a nuestros hermanos, nos convertimos en sacramento de la Palabra que, hecha carne, ilumina y da vida a los hombres, es decir, es el mismo Cristo el que se hace presente en nosotros.

 Lectura del santo evangelio según san Mateo 22,15-21

 En aquel tiempo, se retiraron los fariseos y llegaron a un acuerdo para comprometer a Jesús con una pregunta. Le enviaron algunos discípulos suyos, con unos herodianos, y le dijeron: «Maestro, sabemos que eres sincero y que enseñas el camino de Dios conforme a la verdad, sin que te importe nadie, porque no te fijas en apariencias. Dinos, pues, qué opinas: ¿es lícito pagar impuesto al César o no?» Comprendiendo su mala voluntad, les dijo Jesús: «Hipócritas, ¿por qué me tentáis? Enseñadme la moneda del impuesto». Le presentaron un denario. Él les preguntó: «¿De quién son esta imagen y esta inscripción?» Le respondieron: «Del César». Entonces les replicó: «Pues dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios».

 La sabiduría del Señor se muestra, entre otras muchas cosas, en sus respuestas a quienes intentan desacreditar su persona y su mensaje. “El que de vosotros esté sin pecado que arroje sobre ella la primera piedra”, respondió a quienes le preguntaban si era lícito lapidar a una mujer adúltera. Sus enemigos, quedándose sin palabras, se marcharon. Y algo parecido ocurrió en otras ocasiones a lo largo de su vida pública.

 Hoy se pone a nuestra consideración la respuesta de Cristo, convertida en dicho popular en el mundo entero, al preocupante problema social del tributo al César. Los ancianos y jefes del pueblo, después de la larga conversación que dio pie a las parábolas de los viñadores homicidas y a la del banquete de bodas, se retiran a deliberar para llegar a un acuerdo sobre otra forma de comprometer a Jesús y deshacerse de él. Estas deliberaciones concluyeron con una pregunta cuya respuesta solo podía ser, según ellos, un “sí” o un “no” y en ambos casos se desacreditaría a sí mismo.

Probablemente por miedo a otro enfrentamiento con Jesús, aleccionan para efectuarle la pregunta a discípulos suyos, nacionalistas como ellos y aferrados al cumplimiento estricto de la ley y de las tradiciones religiosas. A ellos se unieron algunos herodianos, miembros de un partido político que defendía la dinastía de Herodes y apoyaba al gobierno de Roma. Aunque opuestos políticamente, les unía un mismo objetivo: deshacerse de Jesús.

 Con muy buenos modos, simulando buena voluntad y aparentando disposición de aprender, se presentan a Jesús. Encomiándole su sinceridad y verdad en la enseñanza del camino de Dios, su independencia de las opiniones de los demás y su rechazo a tipo de soborno -un retrato perfecto de Jesús, aunque lleno de hipocresía por su parte- le piden su opinión sobre de la licitud del tributo al Cesar, una pregunta con la que pensaban desprestigiarle y ponerle en una situación sin salida. En efecto. Si respondía que era lícito pagar el impuesto al César, sería acusado de antipatriota y de llevar a las multitudes a la sujeción a Roma; si respondía que no era lícito, se convertía tácita o abiertamente en un rebelde contra la autoridad del emperador. La reacción primera de Jesús, llamándoles hipócritas y acusándoles de querer tentarle, ya no nos sorprende: en bastantes pasajes del Evangelio Jesús ha dado sobradas pruebas de conocer, por debajo de las apariencias -cuánta razón tenían sus interlocutores- lo que se esconde en el interior del hombre.

 En esta ocasión ocurre lo mismo. Jesús no se deja encerrar en el plano político de la pregunta y se sitúa en un nivel en el que, reconociendo este plano, lo relativiza y, al mismo tiempo, lo supera. Cuando le informan de que la imagen grabada en el denario es del César, sentencia con decisión: “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”. Como vemos, Jesús reconoce la legitimidad del poder político, que, en este caso, lo detenta el emperador Romano, y que llega hasta donde llega la moneda con la imagen del mismo, pero, por encima del emperador y de cualquier poder político,  está la soberanía de Dios, al que se le debe todo y al que todo debe estar sometido, también la autoridad política.

 Los cristianos, siguiendo la lección que Cristo nos da en este pasaje evangélico, se colocan en el plano de Dios y, desde él, se sienten corresponsables de la política de este mundo, conscientes de que cualquier organización política, por muy imperfecta, criticable y mejorable que sea, es necesaria y querida por el mismo Dios para asegurar lo más posible la convivencia en este mundo. Ello no justifica, sin embargo, la obediencia absoluta al Estado, y mucho menos si el Estado se abroga poderes que corresponden solo a Dios. Contra esta usurpación de la soberanía de Dios se rebelaron los primeros cristianos cuando se les exigía, no solo la obediencia, sino también la adoración al emperador, rebelión que llevó a muchos a dar la vida por Cristo, pensando que daban a Dios el culto que se merece. Ello puede ocurrir y, de hecho, ha ocurrido en muchas ocasiones a lo largo de los siglos: cuando el Estado se abroga derechos absolutos sobre los ciudadanos, se está poniendo en el lugar de Dios. En este caso, los ciudadanos, siguiendo el dictamen de la recta conciencia, pueden y deben oponerse y, con ello, están cumpliendo el mandato de Cristo de dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios.

Oración sobre las ofrendas

 Concédenos, Señor, estar al servicio de tus dones con un corazón libre, para que, con la purificación de tu gracia, nos sintamos limpios por los mismos misterios que celebramos. Por Jesucristo, nuestro Señor.

  “Estar al servicio de tus dones”. Tanto el pan y el vino, que van a ser consagrados, son regalos de Dios que, junto con nuestras capacidades espirituales, intelectuales y materiales, debemos poner, movidos siempre por el amor (- con un corazón libre-), al servicio de la tarea que Dios nos encomiende. Con esta intención, y purificados con la gracia de los misterios que estamos celebrando, nos libraremos (-nos sentiremos limpios-) de aquellos obstáculos que nos puedan impedir  llevar una vida enteramente consagrada a Dios y a nuestros hermanos.

 Antífona de comunión

 El Hijo del hombre ha venido para dar su vida en rescate por muchos (Mc 10,45).

 El texto con el que iniciamos esta parte de la misa, en la que nos alimentamos del cuerpo de Cristo, es la conclusión del pasaje evangélico de los hijos del Zebedeo (Mc 10, 42-45), pidiéndole sentarse en su reino uno a su derecha y el otro a su izquierda. “El Hijo del hombre ha venido para dar su vida en rescate por muchos”, les dice Jesús. En ello radica el fondo, el mensaje y la obra del Maestro. A ponernos, como él, en el último lugar y al servicio de todos es a lo que estamos llamados: “El que quiera ser grande, sea vuestro servidor; y el que quiera ser primero, sea esclavo de todos”.

 Oración después de la comunión

 Señor, haz que nos sea provechosa la celebración de las realidades del cielo, para que nos auxilien los bienes temporales y seamos instruidos por los eternos. Por Jesucristo, nuestro Señor.

 Nos hemos alimentado con el cuerpo del Señor y hecho una sola cosa con él. Se han hecho presentes en nuestra vida las realidades futuras, las cuales, si realmente nos han calado, harán que pongamos en su justo lugar los bienes de este mundo. Dios quiere que nos aprovechemos de estos bienes de tal forma, que, a través de ellos, deseemos los bienes que nunca caducan. Le pedimos al Señor que nos conceda vivir nuestro presente desde nuestro futuro, las realidades temporales desde las realidades eternas, nuestra tarea en la tierra desde el gozo que nos invadirá en el cielo.