Domingo 33 del Tiempo Ordinario – Ciclo A

 

Domingo 33 del Tiempo Ordinario – Ciclo A

Antífona de entrada

                             Dice el Señor: «Tengo designios de paz y no de aflicción, me invocaréis y yo os escucharé; os congregaré sacándoos de los países y comarcas por donde os dispersé» (cf. Jer 29,11-12.14).

 Estas palabras del profeta Jeremías, con las que abrimos la liturgia del penúltimo domingo del año litúrgico, nos insuflan tranquilidad y optimismo. Los propósitos del Señor no provocan en nosotros conflicto alguno. Al contrario. Nos ha llamado desde toda la eternidad a ser sus hijos y nos dice continuamente, igual que a los siervos fieles de la lectura evangélica: “Entra en el gozo de tu Señor”.

“El reino de Dios no es comida ni bebida, sino justicia y paz y gozo en el Espíritu Santo” (Romanos 14:17)

 Oración colecta

 Concédenos, Señor, Dios nuestro, alegrarnos siempre en tu servicio, porque en dedicarnos a ti, autor de todos los bienes, consiste la felicidad completa y verdadera. Por nuestro Señor Jesucristo.

 Nuestra vida como seres humanos sólo tiene sentido si está volcada en Dios que, como “autor de todos los bienes” y fuente de toda felicidad, sacia con creces los deseos de nuestro corazón. ¿Nos creemos de verdad que Dios colma nuestros anhelos más profundos y que, como cantábamos en la antífona de entrada, tiene sobre nosotros designios de paz? Esto es lo que pedimos al Señor en esta oración: que nos conceda disfrutar en el cumplimiento de su voluntad y que, por los méritos de Jesucristo, que nos amó hasta el extremo, amemos con todas nuestras fuerzas los caminos del Señor y sus planes sobre nosotros. Que nos creamos de verdad que “servir a Dios es reinar”.

 Lectura del libro de los Proverbios 31,10-13. 19-20. 30-31

 Una mujer fuerte, ¿quién la hallará? Supera en valor a las perlas. Su marido se fía de ella, pues no le faltan riquezas. Le trae ganancias, no pérdidas, todos los días de su vida. Busca la lana y el lino y los trabaja con la destreza de sus manos. Aplica sus manos al huso, con sus dedos sostiene la rueca. Abre sus manos al necesitado y tiende sus brazos al pobre. Engañosa es la gracia, fugaz la hermosura; la que teme al Señor merece alabanza. Cantadle por el éxito de su trabajo, que sus obras la alaben en público.

 Esta lectura pertenece al último capítulo del libro de los Proverbios, un libro repleto de máximas sapienciales de contenido religioso y moral. Aunque toda ella es un elogio a la mujer como esposa, como madre y como ama de casa, podía tener, según la opinión de algunos exégetas, un valor simbólico, refiriendo todas estas alabanzas a la Sabiduría, pues en el principio del libro se la presenta personificada en una mujer que invita todos al banquete que ha preparado en su casa. Pero, aunque fuese así, este texto se ha interpretado tradicionalmente como un elogio a la mujer y una exaltación a la dimensión femenina del ser humano. De hecho, Iglesia propone a veces esta lectura en misas dedicadas a mujeres santas.

 El escritor sagrado hace esta hermosa descripción de la mujer en función de las necesidades e intereses del hombre, algo que debemos entender desde una cultura centrada en el varón, pero que no por ello resta el más mínimo valor de verdad a las virtudes que ensalza, las cuales deben ser referidas, por supuesto, a la mujer, pero también al ser humano en general. La primera persona que recibe los beneficios de este don de Dios es su propio marido, una mujer en la que puede confiar y dejar en sus manos el gobierno de la casa, una mujer laboriosa que procura lino y lana y confecciona los vestidos para la familia, que es diligente, que trabaja desde muy temprano hasta muy tarde para que ni a sus hijos ni a su marido ni a los sirvientes les falta de nada, una mujer virtuosa y caritativa, que “abre sus manos al necesitado y tiende sus brazos al pobre”. Este elogio de la mujer ideal da pie al escritor sagrado a denunciar la mentira y fugacidad de los bienes exteriores. El texto sagrado habla de la gracia y belleza exteriores que, en ocasiones, pueden contraponerse al temor de Dios: la gracia es engañosa porque puede ser fingida; la belleza es algo vacío, porque se va deteriorando hasta desaparecer; en cambio, la actitud de respeto y sumisión a la voluntad de Señor es digna de ser alabada por los hombres y de gran estima delante de Dios.

  [“El cristiano, ante esta trabajadora ejemplar, piensa en María: “Su marido se fía de ella; Cristo puede confiarle todos sus bienes, pues le trae ganancias y no pérdidas. Gracias a su “sí”, a su perfecta disponibilidad para todo, para la encarnación, para el abandono, para la cruz, para su incorporación a la Iglesia: gracias a todo lo que ella es y hace, puede Él construir lo mejor de lo que Dios ha proyectado con esta creación y redención. En medio de los múltiples pecadores que dicen “no” y fracasan, ella es la inmaculada, la Iglesia sin mancha ni arruga: “Cantadle por el éxito de su trabajo”] (Lo encuadrado entre corchetes es copia literal del libro de von Balthasar Luz de la Palabra, pág. 119)

 Salmo Resposorial - 127

 Dichosos los que temen al Señor.

 “El temor de Dios es el principio de la sabiduría” (Prov. 1,7).

 No se trata de sentir miedo como cuando entramos en un lugar oscuro y desconocido ni temer a Dios sólo porque nos pueda castigar. El temor de Dios es una actitud de respeto, admiración y sumisión ante el que ha creado todas las cosas y tiene la soberanía sobre todo el universo y, particularmente, sobre nosotros, pobres siervos que todo lo que somos y tenemos se lo debemos a Él.

 Dichoso el que teme al Señor

y sigue sus caminos.

Comerás del fruto de tu trabajo,

serás dichoso, te irá bien.

 El salmista llama dichoso al que reconoce el poder de Dios y se somete a su soberanía, siguiendo sus caminos y obedeciendo sus mandatos. Éste será feliz; a éste todo le saldrá bien; no tendrá que mendigar para subsistir, sino que vivirá “del fruto de su trabajo”. Nosotros, que hemos conocido el amor del Dios encarnado y hemos  creído en él, además de disfrutar ya en esta vida de la paz y de los bienes celestiales, aunque todavía en esperanza, aguardamos una felicidad libre de cualquier amenaza, incluida la amenaza de la muerte, una felicidad que es más grande que todo lo que podamos desear e imaginar. Jesús, cuyo seguimiento al Señor es la medida y norma del temor de Dios, nos asegura: “Nadie que haya dejado casa, hermanos, hermanas, madre, padre, hijos o hacienda por mí y por el Evangelio, quedará sin recibir el ciento por uno en esta vida (...) y en el mundo venidero, la vida eterna”. (Mc 10,29-30).

 Tu mujer, como parra fecunda,

en medio de tu casa;

tus hijos, como renuevos de olivo,

alrededor de tu mesaE

 El salmista proyecta la dicha del que teme al Señor a la vida familiar, una vida de concordia alrededor de la madre de familia que, como “parra fecunda” y adornada con las virtudes mencionadas en la lectura, derrochará alegría y vitalidad entre sus hijos, los cuales, como retoños de olivo, se sentarán en torno a la mesa del hogar. Nosotros, peregrinos hacia la patria celestial y miembros de la Iglesia, nuestra madre, nos sentamos alrededor de la mesa eucarística para compartir el mismo mismo alimento espiritual. Unidos, además, a los santos de todos los tiempos, anticipamos el banquete de las bodas del Cordero y disfrutamos, en esperanza, de las alegrías de la casa del Padre.

 Esta es la bendición del hombre

que teme al Señor.

Que el Señor te bendiga desde Sion,

que veas la prosperidad de Jerusalén

todos los días de tu vida.

 El salmista ha descrito en los versículos anteriores las bendiciones de que será objeto el hombre temeroso de Dios. Pero ahora da un paso más y liga esta felicidad familiar -con la que ha sido premiado- a la prosperidad de Jerusalén -donde habita Yahvé- y a la prosperidad del pueblo de Israel. Nosotros somos miembros del nuevo pueblo de Dios, formado por la Iglesia peregrinante y por la Iglesia que disfruta ya, de forma permanente, de los bienes prometidos. El cristiano no se entiende a sí mismo de forma aislada: es todo el pueblo de Dios el que peregrina a la Casa del Padre y el que se sentará a la mesa del banquete mesiánico. Una espiritualidad exclusivamente individual, por tanto, no es una espiritualidad cristiana.

 Lectura de la primera carta  del apóstol san Pablo a los Tesalonicenses - 5,1-6

 En lo referente al tiempo y a las circunstancias, hermanos, no necesitáis que os escriba, pues vosotros sabéis perfectamente que el Día del Señor llegará como un ladrón en la noche. Cuando estén diciendo: «paz y seguridad», entonces, de improviso, les sobrevendrá la ruina, como los dolores de parto a la que está encinta, y no podrán escapar. Pero vosotros, hermanos, no vivís en tinieblas, de forma que ese día os sorprenda como un ladrón; porque todos sois hijos de la luz e hijos del día; no somos de la noche ni de las tinieblas. Así, pues, no nos entreguemos al sueño como los demás, sino estemos en vela y vivamos sobriamente.

 Al parecer, los tesalonicenses debieron demandar de San Pablo -probablemente a través de su compañero Timoteo- alguna aclaración sobre el tiempo preciso de la Parusía, del regreso del Señor como Juez de vivos y muertos. La respuesta de San Pablo es en cierta medida seca, pues de sobra sabían ellos, desde el momento en que fueron evangelizados, que el Señor vendría de forma inesperada: “Sabéis perfectamente que el Día del Señor llegará como un ladrón en la noche”. Y rápidamente pasa a considerar la situación en que se encuentran aquellos que, teniéndose seguros y en paz con ellos mismos, sólo piensan en los goces materiales. A éstos le pasará lo que a la preñada cuando le llegan los dolores del parto: que, como ella, no podrán escapar de los sufrimientos que les vendrán encima por haber llevado una vida al margen de Dios. Ya lo dijo el mismo Jesús a propósito también del final de los tiempos, recordando la actitud general de la humanidad ante el diluvio: que mientras comían, bebían y se casaban, aquellos hombres no se dieron cuenta de que estaban enfangados en sus pecados “hasta que vino el diluvio y los arrastró a todos” (Mt 24,39a).

 Pero los tesalonicenses no tienen por qué estar preocupados, pues, al contrario que los paganos, ellos no viven en las tinieblas de la falta de fe y, por tanto, a ellos no cogerá desprevenidos ni les sorprenderá como un ladrón el regreso del Señor. Y no viven en las tinieblas porque son hijos de la luz, más aún, podríamos decir que, al estar unidos a Cristo -la Luz verdadera- son  también luz, luz para ellos mismos y luz para iluminar a los demás: “Vosotros sois la luz del mundo”, dice Jesús a sus discípulos y también a nosotros. Los cristianos, como hijos de la luz, viven a la luz del día: despiertos y esperando con gozo la venida del Señor; los paganos, en cambio, como hijos de las tinieblas, deambulan tranquilos en la noche del pecado y, cuando menos lo piensen, serán sorprendidos por la venida de Cristo, para ellos condenatoria.

 La consecuencia es clara. No nos entreguemos al sueño, a las tinieblas de la noche, al olvido de la fe, como los que están fuera de la órbita de la luz de Cristo. Al contrario. Vivamos con sobriedad, aguardando la vuelta del Señor con las lámparas de la fe y la esperanza encendidas, Esto mismo nos lo recuerda también San Pedro en su primera carta: “Sed sobrios, y velad; porque vuestro enemigo el diablo, como león rugiente, anda alrededor buscando a quién devorar” (1 Pe 5,8).

 Estas lámparas de la fe -por las que hacemos nuestros el pensamiento y los criterios de Jesucristo- y de la esperanza -que nos nutre de optimismo ante la certeza del triunfo definitivo del Señor- nos llevan necesariamente al ejercicio del amor al prójimo. La fe y la esperanza mantienen fuertes nuestro trato amoroso con el Señor, en la oración y en la vida sacramental, y nuestra entrega servicial a las necesidades de nuestros hermanos. La sobriedad y la vigilancia, ante la espera del Señor, de que nos habla San Pablo, se traducen, por tanto, en el ejercicio del amor a Dios y del amor al prójimo, dos amores tan entrelazados entre sí, que la afirmación de que amo a Dios es una mentira, si me cierro al amor al hermano: “Nadie puede amar a Dios, a quien no ve, si no ama al prójimo a quien ve” (1 Jn 4,20).

 Aclamación al Evangelio

 Aleluya, aleluya, aleluya. Permaneced en mí, y yo en vosotros –dice el Señor–; el que permanece en mí da fruto abundante.

 La fuerza de la mujer ideal no le viene de ella misma: es la sabiduría de Dios, con la que tiene un trato profundo y permanente, la que le hace caminar en el sendero de la virtud. Es la unión con Jesucristo, de cuya vida participamos, la que mantiene nuestra vida espiritual y nuestra capacidad de realizar buenas obras. Sólo unidos al Señor estaremos vigilantes esperando su venida final y sus constantes venidas a nuestra vida. Sólo fundidos con Él, tendremos las fuerzas necesarias para desarrollar los talentos de fe, esperanza y amor recibidos en el bautismo. Con Cristo lo podemos todo; separados de Él somos sarmientos secos, que sólo sirven para ser quemados.

 Lectura del santo Evangelio según san Mateo - 25,14-30

 En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos esta parábola: «Un hombre, al irse de viaje, llamó a sus siervos y los dejó al cargo de sus bienes: a uno le dejó cinco talentos, a otro dos, a otro uno, a cada cual según su capacidad; luego se marchó. El que recibió cinco talentos fue enseguida a negociar con ellos y ganó otros cinco. El que recibió dos hizo lo mismo y ganó otros dos. En cambio, el que recibió uno fue a hacer un hoyo en la tierra y escondió el dinero de su señor. Al cabo de mucho tiempo viene el señor de aquellos siervos y se pone a ajustar las cuentas con ellos. Se acercó el que había recibido cinco talentos y le presentó otros cinco, diciendo: Señor, cinco talentos me dejaste; mira, he ganado otros cinco”. Su señor le dijo: Bien, siervo bueno y fiel; como has sido fiel en lo poco, te daré un cargo importante; entra en el gozo de tu señor”. Se acercó luego el que había recibido dos talentos y dijo: Señor, dos talentos me dejaste; mira, he ganado otros dos”. Su señor le dijo: “¡Bien, siervo bueno y fiel!; como has sido fiel en lo poco, te daré un cargo importante; entra en el gozo de tu señor”. Se acercó también el que había recibido un talento y dijo: Señor, sabía que eres exigente, que siegas donde no siembras y recoges donde no esparces, tuve miedo y fui a esconder tu talento bajo tierra. Aquí tienes lo tuyo”. El señor le respondió: Eres un siervo negligente y holgazán. ¿Con que sabías que siego donde no siembro y recojo donde no esparzo? Pues debías haber puesto mi dinero en el banco, para que, al volver yo, pudiera recoger lo mío con los intereses. Quitadle el talento y dádselo al que tiene diez. Porque al que tiene se le dará y le sobrará, pero al que no tiene, se le quitará hasta lo que tiene. Y a ese siervo inútil echadlo fuera, a las tinieblas; allí será el llanto y el rechinar de dientes”».

 El fin de esta parábola es el mismo que el de la parábola de las diez vírgenes del pasado domingo: “Vigilad, porque no sabéis el día ni la hora” (Mt 35,13) y la conclusión de la segunda lectura de este domingo. Un hombre se va de viaje y deja a cargo de su hacienda a algunos de sus siervos. A uno le deja cinco talentos, una cantidad desorbitada en aquellos tiempos; a otro le deja dos, y al tercero, uno. Cuando vuelve, después de mucho tiempo, les llama para pedirles cuenta de su administración. Los dos primeros, gozosos, le traen el doble de lo entregado: el primero, diez y el segundo, cuatro. El señor les felicita e, invitándoles a que se alegren con él, les da sendos cargos importantes: Bien, siervo bueno y fiel; como has sido fiel en lo poco, te daré un cargo importante; entra en el gozo de tu señor”. El tercer siervo, echándole en cara su dureza y su egoísmo por querer segar donde no había segado y recoger donde no había esparcido, le entrega el talento recibido que, por miedo a los ladrones, había enterrado.

 El señor, enfurecido con este siervo por negligente y holgazán y por no haber puesto su dinero en el banco para recuperarlo con intereses, da el talento al que tiene más y manda que lo arrojen al mundo exterior del llanto y de las tinieblas.

 Quizá, cuando hemos escuchado o leído esta parábola hemos pensado que los talentos son las dotes naturales (inteligencia, fuerza, capacidades artísticas o deportivas) que, ciertamente, también llamamos talentos y, como todo, también dones de Dios. Pero Jesús, en la parábola, no se refiere de modo principal a estos talentos, cuyo desarrollo es empujado muchas veces por la naturaleza, la ambición o el egoísmo. Jesús habla principalmente de los dones sobrenaturales, de modo especial de la fe y de los sacramentos que todos, de una manera u otra, y de modo siempre personalizado, recibimos para nuestro crecimiento en Cristo. Es de estos talentos de los que Cristo, movido siempre por el amor, nos pedirá cuentas al final de los tiempos. Ocurre que algunos los aprovechan, creciendo en la amistad con el Señor y dando frutos de buenas obras: con la ayuda de la gracia han hecho crecer en sus vidas la semilla de la fe, que recibieron en el bautismo a través de los sacramentos y la práctica de la caridad. Otros, en cambio, han enterrado este germen de fe, que recibieron en el bautismo y en las primeras catequesis, y han vivido de espaldas a Dios, comportándose como auténticos paganos. El Señor premiará -y premia también en esta vida, aunque a veces no lo veamos- a quienes le han sido fieles con la vida eterna, en la que gozarán para siempre de la felicidad de Dios: “Entra en el gozo de tu Señor”, dirá a los dos que duplicaron los talentos recibidos. En ese momento se hará realidad en ellos el deseo del salmista: “Espero gozar de la dicha del Señor en el país de la vida” (Sal 26, 24). En cambio, sobre los que han hecho caso omiso del don de la fe y, despreciando la ayuda de la gracia, han descuidado el cumplimiento de la voluntad del Señor caerán las palabras condenatorias de Cristo, juez de vivos y muertos. Es en ese momento cuando conjugarán perfectamente el amor de Dios y la justicia de Dios, el Dios Padre y el Dios justo que, precisamente porque ama a sus hijos, no puede realizar una igualación matemática entre ellos: ello supondría no tomar en serio nuestra historia, pues todos nuestras acciones, las buenas y las malas, tendrían el mismo valor.

 Como dijimos al principio del comentario, la conclusión que, de modo implícito, sacamos de la parábola es que estemos vigilantes ante la vuelta del Señor, en este caso, que no cejemos en el empeño de hacer fructificar los dones que Dios nos ha dado y que, en su plan providencial, ha querido que seamos nosotros, contando con su gracia, los que los desarrollemos. Este desarrollo se concreta en la práctica del amor hacia nuestros hermanos. Así nos lo recordará el Señor el Señor en su venida final: “Venid, benditos de mi Padre, recibid la herencia del Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo, porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; era forastero, y me acogisteis” (Mt 25,34-35)

 Oración sobre las ofrendas

         Concédenos, Señor, que estos dones, ofrecidos ante la mirada de tu majestad,nos consigan la gracia de servirte y nos obtengan el fruto de una eternidad dichosa. Por Jesucristo, nuestro Señor.

 Presentamos al Padre todo lo que, recibido de Él, somos y tenemos para que, así como el pan y el vino se convertirán en el cuerpo y en la sangre del Señor, también nosotros nos convirtamos en verdaderos hijos suyos. Así, unidos a Cristo, el Hijo por excelencia, daremos frutos de buenas obras, en el servicio a Dios y a los hermanos, y alcanzaremos, con la ayuda de su gracia, la felicidad que nunca acaba.

 Antífona de comunión

 En verdad os digo: todo cuanto pidáis en la oración, creed que os lo han concedido y lo obtendréis, dice el Señor (cf. Mc 11,23. 24).

 Son palabras del Señor en un momento de su vida en la tierra, pero que, por haber sido pronunciadas por el Dios encarnado, participan de su eternidad y, por tanto, son perfectamente actuales. La eficacia de la oración es tan cierta, que, si lo que pedimos es concorde con su voluntad, tenemos la seguridad de que ya ha sido concedido. Nos lo ha dicho el Señor que “tiene palabras de vida eterna”: “Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá” (Mt 7,7).

 Oración después de la comunión

 Señor, después de recibir el don sagrado del sacramento, te pedimos humildemente que nos haga crecer en el amor lo que tu Hijo nos mandó realizar en memoria suya. Él, que vive y reina por los siglos de los siglos.

 Concluimos la celebración pidiendo al Padre, desde una actitud de humildad y reconocimiento de su poder, que el mandato de realizar en su memoria el sacramento de su pasión y muerte, que Jesús dio a los discípulos -y también a nosotros- nos haga crecer a todos en el amor y en el servicio real a nuestros hermanos, los hombres.