Domingo 32 del Tiempo Ordinario - Ciclo A

 

Domingo 32 del Tiempo Ordinario - Ciclo A

 Antífona de entrada

Llegue hasta ti mi súplica, inclina tu oído a mi clamor, Señor (cf. Sal 87,3).

 Iniciamos nuestra celebración dominical manifestando al Señor nuestro deseo de que sean acogidos en su presencia nuestras plegarias y nuestros lamentos, conscientes de que Él está cerca de los que le buscan e invocan con sinceridad.

 Oración colecta

Dios de poder y misericordia, aparta, propicio, de nosotros toda adversidad, para que, bien dispuestos cuerpo y espíritu, podamos aspirar libremente a lo que te pertenece. Por nuestro Señor Jesucristo.

En esta oración colecta pedimos al Señor, no por nuestros méritos, sino por los méritos de su Hijo y hermano nuestro, Jesucristo, que nos libre de todo aquello que pueda obstaculizar la realización de su voluntad en nosotros. De esta forma estaremos bien preparados y dispuestos para que, con un corazón libre de vanas intenciones, podamos aspirar a disfrutar de lo que sólo a Ėl pertenece en propiedad: su vida divina.

 Lectura del libro de la Sabiduría - 6,12-16

Radiante e inmarcesible es la sabiduría, la ven con facilidad los que la aman y quienes la buscan la encuentran. Se adelanta en manifestarse a los que la desean. Quien madruga por ella no se cansa, pues la encuentra sentada a su puerta. Meditar sobre ella es prudencia consumada y el que vela por ella pronto se ve libre de preocupaciones. Pues ella misma va de un lado a otro buscando a los que son dignos de ella; los aborda benigna por los caminos y les sale al encuentro en cada pensamiento.

Esta lectura, tomada del libro más reciente del Antiguo Testamento -fue escrito por un judío de la diáspora, residente en Alejandría, entre los años 125 y 50 a. C.-, es una exaltación de la sabiduría, es decir, del camino que debe seguir el hombre, si pretende alcanzar la verdad eterna y la verdadera paz.

La Sabiduría ocupa un lugar destacado en todos los libros del Antiguo Testamento. En los Proverbios, por ejemplo, se afirma su origen divino y el importante papel que jugó en la creación del mundo: “Yahveh me creó como primicia de su camino antes que sus obras más antiguas y desde la eternidad fui fundada (...) cuando asentó los cimientos de la tierra, yo estaba allí, como arquitecto” (Prov. 8, 22-23. 29b-30a).

El libro que nos ocupa, en el que se resaltan los efectos morales y espirituales de la Sabiduría, representa el culmen de la revelación veterotestamentaria respecto de esta virtud. De la sabiduría afirma en el capítulo 7 que es “un hálito del poder divino y una emanación de la gloria de Dios omnipotente, resplandor de la luz eterna, espejo sin mancha del actuar de Dios y una imagen de su bondad” (Sab 7, 25-26).

En el breve texto que la Iglesia pone hoy a nuestra consideración el autor se deshace en elogios hacia esta virtud de la que, con el fin de poder resaltar sus bondades de la manera más gráfica, viva y expresiva posible, habla como si se tratase de una realidad personal.

Dos cualidades singulares definen su ser: por una parte, su esplendor y luminosidad, que hace que la vean con facilidad los que la aman; por otra, su perennidad, gracias a la cual, como una flor que no se marchita y que despide por todas partes nuevos y frescos olores, pueden encontrarla todos los que la buscan. La Sabiduría tiene puesto todo su deseo en estar con aquéllos que sienten interés por ella, deseo que se expresa en el libro de los Proverbios con estas palabras: “tiene sus delicias en habitar con los hijos de los hombres” (Prov. 8,31). Y así es en verdad. La Sabiduría siempre nos espera para conversar con nosotros, adelantándose a nuestras pesquisas. Tratando con ella, nos libramos de las preocupaciones que, por lo general, proceden del desconocimiento e ignorancia de la realidad que ella nos muestra con total nitidez. La sabiduría tiene siempre la iniciativa y, de forma incansable, nos aborda en cualquier circunstancia y en cualquier encrucijada de caminos por los que transitamos en nuestro rastreo de verdad y felicidad. Eso sí. Sólo se muestra a los que la buscan y sus efectos saludables son para quienes la desean y ponen los medios en adquirirla y retenerla consigo.

La crisis por la que pasa el hombre actual, particularmente el hombre occidental, pasa por el abandono de la sabiduría bíblica, sustituyéndola por el saber científico y técnico que, ciertamente, ha contribuido de manera importante al progreso y al bienestar del ser humano, pero que, quizá por el olvido de sus raíces cristianas, no ha supuesto una mejora espiritual y moral de la persona en sí misma.

El autor no identifica directamente la Sabiduría con Dios, pero, sin plena conciencia del significado de sus afirmaciones, estaba anunciando lo que para nosotros -creyentes cristianos- es la verdadera Sabiduría: el Verbo hecho carne que, “al venir al mundo ilumina a todo hombre” (Jn 1,9). No la presenta directamente como persona divina, pero, al personificarla en muchos pasajes, casi la describe como tal.

Nosotros no tenemos necesidad de personificarla, pues ella misma es la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, la cual, no solo disfruta con la compañía de los hombres, sino que se hizo hombre como nosotros: “El Verbo -la Segunda Persona divina- se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1,14). Y no todo queda ahí. La Sabiduría divina, es decir, Cristo, se ha manifestado como Amor incondicional a los hombres: “De tal manera amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo al mundo para que todo el que cree en Él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3,16). Este amor de Dios se revela de la forma más inesperada e inaudita en la muerte de su Hijo en la cruz, un escándalo para los judíos y una necedad para los sabios griegos, pero para nosotros poder de Dios y sabiduría de Dios: “Nosotros predicamos a Cristo crucificado, para los judíos ciertamente escándalo, y para los gentiles locura; mas para los llamados, así judíos como griegos, poder de Dios, y sabiduría de Dios”, dice San Pablo a los corintios (1Cor 1,23-24).

La Sabiduría y la verdad son una misma cosa y ambas se identifican en Jesucristo: “Yo soy el camino, la Verdad y la Vida” (Jn 14,6). Desde el momento en que nos hemos encontrado con Cristo, todo nuestro esfuerzo como cristianos debe estar centrado en el aprendizaje de su persona, de su obra, de su mensaje. Sólo así podremos alcanzar la verdad y “la prudencia consumada” de que nos habla la lectura. Los medios para alcanzar este conocimiento son varios: el trato directo con Él en la oración, personal y comunitaria y la lectura asidua y reflexiva del Nuevo Testamento y, sobre todo, de los Evangelios, la puesta en práctica del mandamiento del amor con nuestros hermano, particularmente, con nuestros hermanos necesitados, que, al decir de Jesús, son para nosotros sacramentos de su presencia: “Cuanto hicisteis a unos de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis” (Mt 25,40).

 “Sea, pues, todo nuestro estudio pensar en la vida de Jesús. Su doctrina excede a la de todos los Santos; y el que tuviese su espíritu, hallará en ella maná escondido”, nos dice el autor de La imitación de Cristo (Imitación de Cristo, Libro 1, Capítulo 1).

 Salmo responsorial – Ps. 62

Mi alma está sedienta de ti, Señor, Dios mío.

Oh, Dios, tú eres mi Dios, por ti madrugo,

 

mi alma está sedienta de ti;

mi carne tiene ansia de ti,

como tierra reseca, agostada, sin agua.

 (Comentario a modo de oración)

Como el salmista, estoy esperando la aurora para dirigirme a ti y quedarme a tu lado; igual que la cierva recorre sierras y senderos no hollados, suspirando por las corrientes de agua, yo corro a tu presencia para beber el agua que apagará para siempre mi sed; todo entero me siento como un árbol plantado en tierra seca que, callado, pero impaciente, espera el riego del agua que le haga revivir; madrugo para estar contigo, oh sabiduría eterna, y siempre te encuentro en el umbral de mi puerta esperándome.

¡Cómo te contemplaba en el santuario

viendo tu fuerza y tu gloria!

Tu gracia vale más que la vida,

te alabarán mis labios.

 

Toda mi vida te bendeciré

y alzaré las manos invocándote.

Me saciaré como de enjundia y de manteca,

y mis labios te alabarán jubilosos.

Recuerda el salmista los momentos felices que pasaba en tu templo contemplando tu poder y tu gloria; yo también quiero habitar en tu casa y disfrutar contemplando tu rostro radiante y meditando tus obras. Dame el firme convencimiento de que ninguna cosa tiene valor ante la vida que Tú me ofreces. Así podré hacer de mi existencia una continua bendición a tu nombre y alabarte por siempre, entregando mi vida al cumplimiento de tu voluntad. Como premio, participaré en el banquete del cielo y me saciaré de sabrosa comida y de un vino generoso.

En el lecho me acuerdo de ti

y velando medito en ti,

porque fuiste mi auxilio

y a la sombra de tus alas canto con júbilo

El recuerdo de tu amor misericordioso me persigue a todas horas. Hasta cuando duermo percibo tu presencia, una presencia que hace sentirme seguro como un pajarito escondido en las frescas hojas de un árbol. Desde allí anunciaré cantando tu universal providencia.

 Lectura de la primera carta del apóstol san Pablo a los Tesalonicenses - 4,13-18

No queremos que ignoréis, hermanos, la suerte de los difuntos para que no os aflijáis como los que no tienen esperanza. Pues si creemos que Jesús murió y resucitó, de igual modo Dios llevará con él, por medio de Jesús, a los que han muerto. Esto es lo que os decimos apoyados en la palabra del Señor: nosotros, los que quedemos hasta la venida del Señor, no precederemos a los que hayan muerto; pues el mismo Señor, a la voz del arcángel y al son de la trompeta divina, descenderá del cielo, y los muertos en Cristo resucitarán en primer lugar; después nosotros, los que vivamos, los que quedemos, seremos llevados con ellos entre nubes al encuentro del Señor, por los aires. Y así estaremos siempre con el Señor. Consolaos, pues, mutuamente con estas palabras.

La principal finalidad de esta primera carta a los Tesalonicenses es, según la opinión de la mayoría de los exégetas, fortalecer la fe en la resurrección de los muertos: al parecer existían serias dudas sobre el cómo de la resurrección, pero sobretodo, sobre la suerte que correrán los difuntos ante la próxima venida de Cristo. San Pablo está interesado en informarles sobre esta cuestión para que no les domine la tristeza, propia de los que, por no tener esperanza ni un Dios capaz de salvar, viven en un mundo oscuro y con un futuro incierto. In nihil ab nihilo quam cito recidimus! (De la nada en la nada qué pronto recaemos), rezaba un epitafio en un cementerio romano. Pablo nunca dijo que no lloremos por nuestros difuntos, sino que no nos entristezcamos como los hombres que no tienen esperanza. Un cristiano sufre ante la muerte de un ser querido, pero al mismo tiempo, tiene el consuelo y la esperanza en el regreso de Cristo y en la resurrección de los muertos, y esta fe es más fuerte que las lágrimas: “Aunque la certeza de morir nos entristece, nos consuela la esperanza de la futura resurrección” (Prefacio de la misa de difuntos).

“Pues si creemos que Jesús murió y resucitó, de igual modo Dios llevará con él, por medio de Jesús, a los que han muerto”.

Para San Pablo existe un paralelismo claro entre Cristo y los cristianos, a los que, por estar unidos a Él, les pasa lo que a Él: “Si (por el bautismo) hemos sido hechos una misma cosa con él por una muerte semejante a la suya, también lo seremos por una resurrección semejante” (Rm 6, 5).  Si Cristo resucitó también resucitaremos nosotros y si, como decían algunos en tiempos de San Pablo, los muertos no resucitan, tampoco Cristo resucitó y, si Cristo no resucitó, nuestra fe no nos sirve de nada: “Si solamente para esta vida tenemos puesta nuestra esperanza en Cristo, somos los más dignos de compasión de todos los hombres” (1 Cor 15,19).

 “Los que quedemos hasta la venida del Señor, no precederemos a los que hayan muerto”.

Esta era una de las preocupaciones de los tesalonicenses: ¿Qué iba a pasar con los parientes difuntos? ¿Podrían asistir personalmente a la segunda venida de Cristo -para ellos inminente- y formar parte del cortejo y acompañarle hasta el cielo? San Pablo les deja tranquilos: Nosotros, los que quedemos hasta la venida del Señor, no tendremos ventaja, precediendo a los que han muerto, sino que, cuando descienda el Señor, a la voz del arcángel y al toque de la trompeta -signos apocalípticos para significar el final de los tiempos-, serán ellos los primeros en resucitar y, después, junto con ellos, seremos todos arrebatados al encuentro del Señor.

          “Y así estaremos siempre con el Señor”

Tanto los muertos resucitados como los que aún estén o estemos vivos seremos llevados al cielo para estar permanentemente con el Señor. Éste es el destino que nos espera y la razón de ser de nuestra vida: la unión con Cristo que comenzó en el bautismo y que será definitiva en nuestra resurrección. San Pablo dice a los filipenses que se siente apremiado por dos deseos contrapuestos: o quedarse en esta vida por ser lo que más les conviene a ellos o “partir para estar con Cristo, que es, con mucho, lo mejor” (Fil 1,23-24).

“Consolaos, pues, mutuamente con estas palabras”.

¿Cuál es nuestra posición ante la muerte, la de los demás y la nuestra propia? ¿De verdad creemos que nuestros seres queridos difuntos se encuentran ya en los brazos del Padre, disfrutando de su unión con Cristo para siempre? ¿Podemos decir con San Pablo que nos gustaría partir de este mundo para estar con Cristo o percibimos el hecho de la muerte como algo irremediable y, por eso, la aceptamos? ¿Nos consuelan de verdad las palabras de San Pablo de que después de esta vida “estaremos para siempre con el Señor”? ¿En qué lugar de nuestra vida espiritual se encuentran las consideraciones que nos propone la Iglesia en la liturgia de difuntos? ¿Nos lleva la fe en la resurrección a una relativización de los bienes de este mundo? ¿Llevamos a la práctica el mandato del amor, como adelanto de lo que será el distintivo de la vida eterna? En definitiva: ¿vivimos nuestra vida presente desde la vida que viviremos en el cielo?

Desconocemos cuándo será el momento de pasar de este mundo a la Casa del Padre. Por eso debemos aguardar con nuestras lámparas de la fe y de la esperanza encendidas para que, como las vírgenes prudentes, podamos acompañar al Señor al banquete de bodas.

 Aclamación al Evangelio

Aleluya, aleluya, aleluya. Estad en vela y preparados, porque a la hora que menos penséis viene el Hijo del hombre.

Ante este versículo evangélico que la Iglesia ha puesto para prepararnos a la lectura del Evangelio, avivemos la luz de la fe para que sepamos recibir y hacer nuestro el mensaje de espera vigilante que en ella nos propone el mismo Cristo.

 Lectura del santo Evangelio según san Mateo - 25,1-13

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos esta parábola: «Se parecerá el reino de los cielos a diez vírgenes que tomaron sus lámparas y salieron al encuentro del esposo. Cinco de ellas eran necias y cinco eran prudentes. Las necias, al tomar las lámparas, no se proveyeron de aceite; en cambio, las prudentes se llevaron alcuzas de aceite con las lámparas. El esposo tardaba, les entró sueño a todas y se durmieron. A medianoche se oyó una voz: “¡Que llega el esposo, salid a su encuentro!” Entonces se despertaron todas aquellas vírgenes y se pusieron a preparar sus lámparas. Y las necias dijeron a las prudentes: Dadnos de vuestro aceite, que se nos apagan las lámparas”. Pero las prudentes contestaron: Por si acaso no hay bastante para vosotras y nosotras, mejor es que vayáis a la tienda y os lo compréis”. Mientras iban a comprarlo, llegó el esposo, y las que estaban preparadas entraron con él al banquete de bodas, y se cerró la puerta. Más tarde llegaron también las otras vírgenes, diciendo: Señor, señor, ábrenos”. Pero él respondió: En verdad os digo que no os conozco”. Por tanto, velad, porque no sabéis el día ni la hora».

El Evangelio nos propone la conocida parábola de las diez vírgenes, una de las parábolas referidas al fin de los tiempos, contenidas todas ellas en los capítulos 24 y 25 del evangelio de San Mateo.

Las bodas en Israel se celebraban por la tarde, a la puesta del sol. La novia, engalanada para el evento, esperaba en su casa, rodeada de sus amigas, al novio que, acompañado también de sus amigos, venía para llevarla a casa, donde se celebraba el banquete nupcial. Entre las amigas de la novia había también vírgenes que, con lámparas de aceite, tenían la misión de salir a recibir al novio con sus lámparas encendidas para iluminar el acto de entrada en la casa de la novia y el cortejo nupcial hacia el banquete. En ellas se centra el contenido de la parábola que, saliéndose en gran medida del protocolo oficial, se adapta a la enseñanza que Jesús quiere transmitirnos. Con las distintas parábolas que aparecen en los evangelios Jesús pretende iluminar algún aspecto del Reino de Dios, en este caso, a través del comportamiento de las vírgenes, Jesús pretende clarificar la actitud que debemos tener ante su última y definitiva venida como juez y salvador.

Cuando se oye que el novio está al llegar, las diez vírgenes se prepararon rápidamente para salir a su encuentro. Pero, al comprobar cinco de ellas que no llevaban aceite suficiente, y al negarse las otras cinco a darles un poco de su aceite, tuvieron que salir a comprarlo. En ese momento llega el novio y se organiza la comitiva hacia su casa para celebrar el banquete. Cuando llegaron las otras vírgenes, el novio no les permitió la entrada, alegando que no las conocía y aconsejándoles que estuviesen vigilantes, pues estaban tan perdidas, que no sabían ni el día ni la hora.

En la parábola, el novio representa a Jesús; su venida inesperada es su vuelta al final de los tiempos; las vírgenes previsoras son las personas debidamente preparadas para recibir al Señor, mientras que las que carecían del aceite para alimentar sus lámparas son las personas  indignas de acompañar al Señor en su última venida; las pequeñas vasijas con aceite de repuesto y la preocupación por estar preparadas para la venida del novio significan la actitud de permanente vigilancia ante la llegada del Señor, llegada que puede acontecer en cualquier momento. En este permanente estado de vigilancia destaca la dimensión personal del mismo, como se muestra en la negación de las vírgenes prudentes a prestar aceite a las que lo necesitaban. Por supuesto la puesta al día de las lámparas no debe ser puntual, sino habitual, como nos dice Jesús en Mt 7,21-23: “No todo el que me dice: ¡Señor!, ¡Señor! entrará en el Reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos. Muchos me dirán en aquel día: ¡Señor!, ¡Señor!... Yo entonces les diré: nunca os conocí”. La parábola tiene, por ello, un enfoque escatológico: hay que vivir como si los últimos tiempos estuviesen a la vuelta de la esquina, pues el Señor no solo vendrá al final de los tiempos: vendrá definitivamente para cada uno en la propia muerte y está viniendo continuamente a nuestra vida en los momentos más inesperados. Por todo ello debemos tener preparados, recordando aquella recomendación del salmo de no tener endurecido el corazón cuando el Señor tenga a bien hablarnos: “Si hoy escucháis su voz, no endurezcáis vuestro corazón” (Salmo 94,7-8). Es la actitud que nos aconsejaba la primera lectura de buscar la sabiduría, amarla, madrugar por ella y meditar continuamente en ella, sabiduría que es Cristo, con quien, como también leíamos en la segunda lectura, conviviremos por toda la eternidad, en el más allá de esta vida presente.

Oración sobre las ofrendas

Mira con bondad, Señor, los sacrificios que te presentamos, para que alcancemos con piadoso afecto lo que actualizamos sacramentalmente de la pasión de tu Hijo. Él, que vive y reina por los siglos de los siglos.

Las acciones de Jesucristo, al ser no sólo hombre, sino también Dios, tienen dimensión de eternidad, es decir, traspasan las fronteras del espacio y el tiempo. Esto es lo que ocurre en el sacrificio de la misa, donde se hace presente, aquí y ahora, aunque sin derramamiento de sangre, la pasión y muerte del Señor ya glorioso en el cielo. En esta oración, que abre el ofertorio, deseamos que el Padre derrame su mirada bondadosa sobre el pan y el vino, que van a ser consagrados, para que los frutos saludables del Sacramento eucarístico se hagan presentes en nuestra vida, como si hubiésemos estado presentes en el momento en que, históricamente, sucedieron los hechos que ahora actualizamos.

Antífona de comunión

El Señor es mi pastor, nada me falta: en verdes praderas me hace recostar; me conduce hacia fuentes tranquilas (Sal 22,1-2).

Nos preparamos para el momento de la comunión con estos versículos del salmo 22. En ellos nos confiamos al Señor como al pastor de nuestras almas, conscientes de que, bajo su guía, desaparece toda preocupación por nuestra subsistencia: con Él lo tenemos todo y sin Él carecemos de todo. Sólo Él nos tranquiliza. Es Él el que nos conduce al manantial de agua viva, donde saciaremos nuestra sed de eternidad.

 Oración después de la comunión

Alimentados con este don sagrado, te damos gracias, Señor, invocando tu misericordia, para que, mediante la acción de tu Espíritu, permanezca la gracia de la verdad en quienes penetró la fuerza del cielo. Por Jesucristo, nuestro Señor.

Agradecemos al Señor el haber sido alimentados con el Pan eucarístico y seguimos confiando en su amor misericordioso, para que, con la fuerza del Espíritu Santo, que habita en nosotros, y por los méritos que nos adquirió Jesucristo en su victoria sobre el pecado, nos mantengamos siempre en la Verdad quienes hemos sido reconfortados con la fuerza de Jesucristo, la verdadera Sabiduría.