Segundo domingo de Cuaresma

 

Segundo domingo de Cuaresma

 Antífona de entrada

 Oigo en mi corazón: «Buscad mi rostro». Tu rostro buscaré, Señor. No me escondas tu rostro (Sal 26,8-9).

             O bien:

 Recuerda, Señor, que tu ternura y tu misericordia son eternas. Que no triunfen de nosotros nuestros enemigos; sálvanos, Dios de Israel, de todos nuestros peligros (cf. Sal 24,6. 2. 22).

 Oración colecta

Oh, Dios, que nos has mandado escuchar a tu Hijo amado, alimenta nuestro espíritu con tu palabra; para que, con mirada limpia, contemplemos gozosos la gloria de tu rostro. Por nuestro Señor Jesucristo.

 Lectura del libro del Génesis - 22,1-2. 9a. 10-13. 15-18

 En aquellos días, Dios puso a prueba a Abraham. Le dijo: «¡Abraham!» Él respondió: «Aquí estoy». Dios dijo: «Toma a tu hijo único, al que amas, a Isaac, y vete a la tierra de Moria y ofrécemelo allí en holocausto en uno de los montes que yo te indicaré». Cuando llegaron al sitio que le había dicho Dios, Abraham levantó allí el altar y apiló la leña, luego ató a su hijo Isaac y lo puso sobre el altar, encima de la leña. Entonces Abraham alargó la mano y tomó el cuchillo para degollar a su hijo. Pero el ángel del Señor le gritó desde el cielo: «¡Abraham, Abraham!» Él contestó: «Aquí estoy». El ángel le ordenó: «No alargues la mano contra el muchacho ni le hagas nada. Ahora he comprobado que temes a Dios, porque no te has reservado a tu hijo, a tu único hijo». Abraham levantó los ojos y vio un carnero enredado por los cuernos en la maleza. Se acercó, tomó el carnero y lo ofreció en holocausto en lugar de su hijo. El ángel del Señor llamó a Abraham por segunda vez desde el cielo y le dijo: «Juro por mí mismo, oráculo del Señor: por haber hecho esto, por no haberte reservado tu hijo, tu hijo único, te colmaré de bendiciones y multiplicaré a tus descendientes como las estrellas del cielo y como la arena de la playa. Tus descendientes conquistarán las puertas de sus enemigos. Todas las naciones de la tierra se bendecirán con tu descendencia, porque has escuchado mi voz».

 ¿Cómo comprender que el Dios, que se ha revelado en la Biblia, y particularmente en Jesús, como amor, pueda exigir a un padre el sacrificio de su hijo? Es un texto éste que debemos leer, no con nuestros ojos de hoy, sino desde el contexto histórico en el que está escrito y desde la finalidad que con el mismo pretende el autor sagrado. Hay que señalar, en primer lugar, que los sacrificios de seres humanos a los dioses eran una realidad en las religiones que circundaban el mundo bíblico. Para Abraham, por tanto, no era algo completamente extraño. Sabemos, por otra parte, que la concepción del Dios bíblico era ajena a estas prácticas religiosas, así como a todo tipo de desviaciones religiosas: “No haya en medio de ti quien queme en sacrificio a su hijo o a su hija, ni quien practique la adivinación, el sortilegio, la superstición” (Deut 18,20). 

 La lectura omite algunos versículos del relato que, para su mejor comprensión, tendré en cuenta a la hora de redactar este comentario. Por lo que cuenta el autor sagrado, deducimos que Dios no iba a consentir la muerte de Isaac a manos de su padre: se trata de poner a prueba la fe de Abraham con el fin de hacerla más fuerte. Acostumbrado a vivir errante, obedeciendo a los misteriosos designios de Dios, Abraham, una vez que recibe la orden divina de ofrecer a Dios la vida de su hijo, decide, sin pensarlo un momento, llevarla a cabo, a pesar de contradecir frontalmente la promesa de que, a partir de Isaac, se desarrollaría una descendencia tan numerosa como las estrellas del cielo. Muy de mañana se pone  en camino hacia el lugar que Dios había escogido para el sacrificio. Ante la pregunta de Isaac por la víctima que iba a ser ofrecida, Abraham le da, con el corazón partido y sin poner en cuestión la promesa, una respuesta evasiva: “Dios proveerá”. Llegado el momento de ejecutar la orden, Isaac, sabiendo ya que era él precisamente la víctima del sacrificio, se deja atar sobre la leña que había de recibir su sangre. Pero en el preciso instante en que iba a degollar a su hijo, el Señor, a través de su Ángel, detiene su mano y le dice: “Ahora he comprobado que temes a Dios, porque no te has reservado a tu hijo, a tu único hijo”. Abraham posiblemente respiró profundamente. Viendo al lado un carnero, enredado por sus cuernos en la maleza, lo cogió y lo inmoló como sacrificio en lugar de su hijo. Por segunda vez oye la voz del ángel que, como premio a su obediencia, le reitera de forma solemne la promesa de una descendencia tan numerosa como las estrellas del cielo y la arena del Mar, en la que serían bendecidas todas las naciones de la tierra.

“Aquí estoy” 

 Es la actitud de todos los obedientes a la Palabra de Dios. Empezando por Abraham, siguiendo por Samuel y los profetas y por todos los pobres que esperaban con confianza la consolación de Israel, llegamos a María que, con su “hágase en mí según tu palabra”, hizo que esta Palabra se hiciera uno de nosotros, hasta culminar en Jesús que, al entrar en el mundo, dijo “aquí estoy, oh Dios, como está escrito en tu libro, para hacer tú voluntad” (Heb 10,6-7), voluntad que cumplió mostrando el amor de Dios hasta el extremo de dar la vida clavado en un patíbulo. Es la actitud de todos los que han seguido a Jesucristo, los santos de ayer y de hoy, los canonizados y los santos anónimos, todos ellos han hecho de su vida un permanente “aquí estoy”, dispuestos en todo momento a perderla para que el Reino de Dios, reino de justicia, de paz y de amor, se extienda a todos los hombres. Ésa es también nuestra vocación: “El que encuentre su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la encontrará” (Mt 10,39). 

 “He comprobado que temes a Dios” 

Éste es el premio que recibió Abraham por su obediencia: el reconocimiento por parte de Dios de que su comportamiento ha sido de su agrado. Éste debe ser también el premio que debemos esperar: la conciencia de que nuestras actitudes y nuestros hechos son agradables a Dios. Ésta era la única motivación de San Pablo en el anuncio del Evangelio: “¿Buscó yo ahora el favor de los hombres o el de Dios? ¿O es que intento agradar a los hombres? Si todavía tratara de agradar a los hombres, ya no sería siervo de Cristo” (Gal 1,10) 

“Todas las naciones de la tierra se bendecirán con tu descendencia, porque has escuchado mi voz” o, dicho de otra manera, en tu descendencia serán bendecidas todas las naciones de la tierra. ¿Cuál es esa descendencia? La respuesta  nos la da San Pablo en la carta a los Gálatas: la verdadera descendencia de Abraham es Cristo: “Pues a Abraham y a su descendencia fueron hechas las promesas. No dice a sus descendencias como de muchas, sino de una sola: ‘Y tú descendencia’, que es Cristo” (Gál 3,16). Los cristianos, al creer a Cristo como el depositario de las promesas -y todos los hombres en cuanto llamados a la misma fe- somos los verdaderos hijos de Abraham y, por ello, los herederos de las bendiciones de Dios. Estas bendiciones se hacen realidad ya en nuestra vida presente, pues poseemos, aunque todavía en esperanza, los bienes futuros. Una esperanza totalmente fiable que cambia realmente nuestra vida, como cambió la vida de los mátires que, porque poseían bienes imperecederos, iban gozosos a la muerte en la certeza de una vida mejor, como cambió y cambia la vida de tantos hombres y mujeres que lo dejan todo para anunciar la fe y el amor de Cristo a los no que no han oído hablar de Él, como cambia igualmente nuestra vida cuando por la fe y los sacramentos nos incorporamos a Cristo, haciendo que su vida sea nuestra vida, es decir, que mis pensamientos, mis sentimientos y mis actitudes sean las de Cristo. “Tened entre vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús” (Fil 2,5)

Salmo responsorial - 115

 Caminaré en presencia del Señor en el país de la vida.

 Tenía fe, aun cuando dije: «¡Qué desgraciado soy!» Mucho le cuesta al Señor

la muerte de sus fieles. (1)

  Señor, yo soy tu siervo, siervo tuyo, hijo de tu esclava: rompiste mis cadenas. Te ofreceré un sacrificio de alabanza, invocando tu nombre, Señor. (2)

 Cumpliré al Señor mis votos en presencia de todo el pueblo, en el atrio de la casa del Señor, en medio de ti, Jerusalén. (3)

 Vivir siempre en la presencia del Señor. Él está pendiente de lo que hacemos o dejamos de hacer, conoce nuestros intereses, nuestras preocupaciones, nuestros sufrimientos. Sólo de este encuentro permanente con el Señor procede la verdadera felicidad. Caminaré en presencia del Señor en el país de la vida.

 (1) En medio de la oscuridad total de su entendimiento Abraham siguió confiando en el Dios de la promesa: vivía en la certeza de que de una manera u otra la cumpliría. En nuestra vida de creyentes encontraremos situaciones que nos harán sufrir por no entender los caminos De Dios. Nuestro único alivio en esos momentos es seguir esperando en el Señor. Él sabe mucho de eso, pues incluso Él sufrió en la cruz la incomprensibilidades de Dios; “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?  Él tiene más interés que nosotros mismos en que vivamos y seamos felices: “Mucho le cuesta al Señor la muerte de sus fieles”.

 (2) Ante el Señor somos pobres siervos, incapacitados para no poder hacer nada por nosotros mismos. Como María nos ponemos en sus manos para que haga con nuestra vida lo que Él haya proyectado: “Hé aquí la esclava del Señor; hágase en mí según su Palabra” (Lc 1,38). Una cosa es cierta: “Todas las cosas cooperan para el bien de los que le aman”  (Rm 8,20). El Señor “rompe nuestras cadenas”. Así es: “Si os mantenéis en mi Palabra, seréis verdaderamente mis discípulos, y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres” (Jn 8,31-32). Ante esta excelente noticia reaccionamos con nuestras voces, con nuestros pensamientos y con nuestra vida para reconocer el poder del nombre del Señor. “Te ofreceré un sacrificio de alabanza, invocando tu nombre, Señor”.

 (3) Compartiré esta inmensa alegría con mis hermanos y la publicaré ante todos los hombres con mi palabra y, sobre todo, con mi vida: “Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos” (Mt 5,16).

 Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Romanos 8,31b-34

 Hermanos: Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros? El que no se reservó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará todo con él? ¿Quién acusará a los elegidos de Dios? Dios es el que justifica. ¿Quién condenará? ¿Acaso Cristo Jesús, que murió, más todavía, resucitó y está a la derecha de Dios y que además intercede por nosotros?

El capítulo 8 de la carta a los Romanos, además de ser la cima o cumbre de esta carta, es uno de los fragmentos más conmovedores del Nuevo Testamento en cuanto a la exaltación de la nueva vida concedida a los que han creído en Jesucristo. El artículo comienza afirmando que ninguna condena habrá para los que viven en el Señor. Así nos lo dijo el mimo Cristo: “Quien escucha mis palabras y cree en quien me envió tiene vida eterna y no está sometido a juicio” (Jn 5,24). El capítulo concluye de forma aún más reconfortante, si cabe, para nosotros: “... ni lo alto ni lo profundo ni ninguna criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús” (Rm 8,39). El que vive en Cristo tendrá siempre la seguridad de sentirse a salvo de cualquier amenaza que pueda poner en peligro su vida como hijo de Dios, una vida de la que, aunque todavía en esperanza, disfruta ya en este mundo. Esta esperanza es compartida con la creación entera que, privada por el pecado de la finalidad que Dios le confirió al principio, aguarda con impaciencia la plena liberación de los hijos de Dios para servir de marco a la vida humana. Una esperanza fortalecida por el Espíritu Santo, que nos ayuda en nuestra debilidad, orando por nosotros para pedir lo que realmente nos conviene. Una vida que tiene su origen en el Padre que, al conocernos de antemano y disponer todas las cosas para el bien de los que le aman, nos predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, nos justificó y con concedió participar de su gloria. Después de tantas pruebas que testifican que Dios está con nosotros -y aquí comienza el texto de esta lectura- ¿qué puede torcer los planes que Dios tiene con nosotros? ¿quién estará en nuestra contra? El que no perdonó a su propio Hijo, sino que nos lo dio para nuestra salvación, cómo no va rematar la faena, dándonos todo lo demás, es decir, concediéndonos la vida eterna y definitiva junto Él? Si Dios nos ha declarado inocentes en el Inocente por excelencia y justos en el Justo, ¿quién puede oponerse a esta declaración del mismo Dios? Acaso podrá acusarnos el propio Jesucristo, después de que ha muerto y ha resucitado por nosotros y está continuamente intercediendo por nosotros a la derecha del Padre.

 Dios está con nosotros

 Esta certeza, que en ocasiones se ha deformado, convirtiéndose en bandera de guerra para derrotar a los enemigos políticos, es por la que eliminamos todo temor en nuestra vida; la que nos proporciona la verdadera paz conmigo mismo y con los demás; la que nos da la energía para extender el Reino de Dios en el mundo, un reino de justicia, de vida y verdad; la que nos lanza al desprendimiento de nosotros mismos para darnos de cuerpo y alma a nuestros hermanos.

 Nos entregó a su propio Hijo

 “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio Hijo para que todo el que cree en Él no perezca, sino que tenga la vida eterna” (Jn 3,16). Si Dios nos ha dado lo más, cómo no nos va a seguir dando las gracias necesarias hasta alcanzar la plena unión con Él. Esta verdad debe ser para nosotros el gran estímulo para seguir creciendo como hijos de Dios hasta conseguir, no con nuestras fuerzas, sino por la gracia de Dios, que esta realidad afecte a todas las fibras de nuestro ser. El no avanzar hacia esta meta es retroceder.

 Aclamación al Evangelio

 Gloria y alabanza a ti, Cristo. En el esplendor de la nube se oyó la voz del Padre: «Este es mi Hijo, el Elegido, escuchadlo».

 Lectura del santo evangelio según san Marcos - 9,2-10

 En aquel tiempo Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, subió aparte con ellos solos a un monte alto, y se transfiguró delante de ellos. Sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador, como no puede dejarlos ningún batanero del mundo. Se les aparecieron Elías y Moisés, conversando con Jesús. Entonces Pedro tomó la palabra y dijo a Jesús: «Maestro, ¡qué bueno es que estemos aquí! Vamos a hacer tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías». No sabía qué decir, pues estaban asustados. Se formó una nube que los cubrió y salió una voz de la nube: «Este es mi Hijo, el amado; escuchadlo». De pronto, al mirar alrededor, no vieron a nadie más que a Jesús, solo con ellos. Cuando bajaban del monte, les ordenó que no contasen a nadie lo que habían visto hasta que el Hijo del hombre resucitara de entre los muertos. Esto se les quedó grabado y discutían qué quería decir aquello de resucitar de entre los muertos.

 El episodio de la transfiguración es como un paréntesis en el que la vida divina, escondida en Jesús, se manifiesta al exterior. La indicación temporal “seis días después” se refiere a la confesión de Pedro “Tú eres el Cristo”, confesión a propósito de la pregunta de Jesús “Quién decís que soy yo”, que fue seguida de un anuncio por parte de Jesús acerca de lo que había de padecer a causa de la reprobación por parte de los ancianos y sacerdotes, de su muerte y de su resurrección a los tres días (Mc 8, 31).

 Acompañado de Pedro, Santiago y Juan, los discípulos que lo acompañaban en los momentos más íntimos, como la resurrección de la hija de Jairo o la agonía en Getsemaní, se retira a la soledad de un monte, donde se transfigura ante ellos. Sus vestidos se volvieron de un blancor que deslumbraba los ojos y a su lado se encontraban Moisés y Elías conversando con Él. Ante este espectáculo Pedro, emocionado por lo que estaba viendo y disfrutando, propone a Jesús la construcción de tres tiendas para permanecer en aquel lugar. 

 Una nube cubrió todo el monte y una voz del cielo, que recordaba la que se oyó en el bautismo, retumbó de esta forma: “Éste es mi hijo amado, escuchadlo”. De repente, volvieron a la situación normal y bajaron del monte. Jesús, como hiciera en otras ocasiones, les advierte, probablemente para que la gente no distorsionase su mesianismo, que no publicasen lo ocurrido hasta que Él no resucitara de entre los muertos. Esta advertencia se les quedó grabada, aunque lograron entender lo de la resurrección de entre los muertos.

 “Sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador”

  Los vestidos de una persona remiten a la persona que los porta. En este caso podemos entender que la blancura esplendorosa de los vestidos de Cristo significa la gloria de Dios que se ha posado sobre un hombre.

 “Se les aparecieron Elías y Moisés, conversando con Jesús”.

 Moisés, es decir, la Ley; Elías, el profeta. Jesús no ha venido a abolir la ley, sino a darle su cumplimiento (Mt 5,17). La presencia de Elías es como un espaldarazo a Jesús, el profeta que hablaría realmente en nombre Dios, porque lo vería cara a cara.

 «Este es mi Hijo, el amado; escuchadlo».

 La visión ha durado unos instantes. Se trataba de hacer ver a los tres discípulos el triunfo que Jesucristo había de conseguir después de su resurrección, preparándolos, de este modo, para poder soportar los acontecimientos de su pasión y su muerte. Con estas palabras, pronunciadas por el Padre, los discípulos se conciencian de la importancia de Jesús y de su obra. Lo que interesaba a ellos en ese momento, y lo que nos interesa siempre a nosotros, es escucharlo. Y es que la palabra de Jesús y su persona es la verdadera interpretación de las Escrituras: sólo a través de Él puede comprenderse la Ley (Moisés) y todo lo que dijeron los profetas (Elías). “De una manera fragmentaria y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los Profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por su Hijo” (Hb 1,1-2).

  Oración sobre las ofrendas

Te pedimos, Señor, que esta oblación borre nuestros pecados y santifique los cuerpos y las almas de tus fieles, para que celebren dignamente las fiestas pascuales. Por Jesucristo, nuestro Señor.

 Antífona de comunión

 Este es mi Hijo, el amado, en quien me complazco. Escuchadlo (Mt 17,5).

 Oración después de la comunión

 Te damos gracias, Señor, orque, al participar en estos gloriosos misterios, nos haces recibir, ya en este mundo, los bienes eternos del cielo. Por Jesucristo, nuestro Señor.

 Oración sobre el pueblo

 Dirige continuamente, Señor, los corazones de tus fieles y concede esta gracia a tus siervos, de modo que, permaneciendo en tu amor y cercanía, cumplan plenamente tus mandamientos. Por Jesucristo, nuestro Señor.

 

Primer domingo de Cuaresma B

 

Primer domingo de Cuaresma

Antífona de entrada

 Me invocará y lo escucharé; lo defenderé, lo glorificaré, lo saciaré de largos días (Sal 90,15-16).

Oración colecta

Dios todopoderoso, por medio de las prácticas anuales del sacramento cuaresmal concédenos progresar en el conocimiento del misterio de Cristo, y conseguir sus frutos con una conducta digna. Por nuestro Señor Jesucristo.

Lectura del libro del Génesis - 9,8-15

 Dios dijo a Noé y a sus hijos: «Yo establezco mi alianza con vosotros y con vuestros descendientes, con todos los animales que os acompañan, aves, ganados y fieras, con todos los que salieron del arca y ahora viven en la tierra. Establezco, pues, mi alianza con vosotros: el diluvio no volverá a destruir criatura alguna ni habrá otro diluvio que devaste la tierra». Y Dios añadió: «Esta es la señal de la alianza que establezco con vosotros y con todo lo que vive con vosotros, para todas las generaciones: pondré mi arco en el cielo, como señal de mi alianza con la tierra. Cuando traiga nubes sobre la tierra, aparecerá en las nubes el arco y recordaré mi alianza con vosotros y con todos los animales, y el diluvio no volverá a destruir a los vivientes.

 La Iglesia quiere que, a través de esta lectura del primer domingo de Cuaresma, meditemos en la alianza que hizo Dios con Noé, después de haber sido salvado, él y du familia, de las aguas del diluvio. En esta alianza, Dios quiere restablecer las relaciones con la humanidad que, rotas por los pecados de los hombres, desencadenaron el castigo del diluvio, una alianza que es como un comenzar de nuevo el proyecto que tuvo desde el principio con la humanidad, apareciendo Noé como un segundo Adán.

Ya conocemos la historia. Advertido por Dios del diluvio con el que iba a castigar los pecados de los hombres, Noé, el único justo sobre la tierra, construye, de acuerdo con una orden divina, una embarcación en la que se salvarían él, su familia y una pareja de animales de cada especie. Tradiciones parecidas al diluvio existían con anterioridad en otros pueblos, algunos cercanos al mundo bíblico, como es el caso del Poema de Gigalmesh en Mesopotamia, datado unos quinientos año antes del libro del Génesis y conocido muy probablemente por el autor sagrado. Pero entre el relato del Génesis y el de Gigalmésh, si bien se dan determinadas semejanzas, apreciamos diferencias importantes. Coincidiendo ambos relatos en que Dios -en el caso del de Mesopotamia, los dioses- es la causa del desastre de las aguas, difieren en el motivo del mismo: el diluvio mesopotámico se debe a la turbación de la tranquilidad de los dioses por parte de los hombres, mientras que el diluvio bíblico fue un castigo de Dios infligido a la humanidad por sus continuas acciones pecaminosas. Del diluvio mesopotámico se libra Gigalmesh, que fue premiado con el ingreso en el mundo de los dioses; del diluvio bíblico sale ileso Noé, con quien, en su calidad de ser humano, estableció un pacto que garantizaba la promesa de Dios de no volver a castigar a la tierra. Por la primera diferencia advertimos que en la mentalidad bíblica el hombre tiene una gran responsabilidad sobre su destino, mientras que en la cultura donde surgió el Poema de Gigalmésh los hombres son considerados juguetes para entretener la vida de los dioses. La segunda diferencia nos hace ver que el Dios de la Biblia es un Dios justo, que no mete en el mismo saco a inocentes y culpables. 

La alianza con Noé está precedida de una bendición de Dios a toda la humanidad, una bendición semejante a la que derramó sobre Adán y Eva: “Creced, multiplicaos y llenad la tierra” ( Gén 9,1), dijo Dios a Noé; “Sed fecundos y multiplicaos y henchid la tierra y sometedla” (Gén 1,28), dijo Dios a nuestros primeros padres. Esta alianza con Noé tiene como sujeto no sólo a toda la humanidad, sino a la creación entera: “Yo establezco mi alianza con vosotros y con vuestros descendientes, con todos los animales que os acompañan, aves, ganados y fieras”. Y esta alianza universal pervivirá en las sucesivas alianzas de Dios con Israel a través de Abraham y de Moisés y de las promesas hechas a David, pues, si Dios elige a Israel y establece con él un pacto, es para salvar de este modo a toda la humanidad: “Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1Tm 2,4). El signo que pone Dios para garantizar esta alianza con Noé es el arco iris sobre las nubes del cielo, arco multicolor que aparece al término de las tormentas. Es un fenómeno que, por supuesto, existe desde que existe la refracción de la luz y que podemos interpretar poéticamente como una vuelta a la calma y a la claridad después del desconcierto y oscuridad de la lluvia. Por esta razón se sirve de este fenómeno el autor bíblico para expresar la benevolencia de Dios que, abandonando el arco de la guerra, recrea nuestro corazón con el arco de la paz desprendiéndose del cielo. Todo un símbolo que manifiesta un progreso en la concepción del Dios bíblico, un Dios que, en lugar de vengarse de los hombres, establece un pacto con ellos, demostrando que todo su afán es que todos los seres creados vivan en paz y en armonía. “Tú, Señor, amas a todos los seres y nada de lo que hiciste aborreces, pues, si algo odiases, no lo habrías hecho” (Sab 12,24). Una lección también para todos los seres humanos que, creados a imagen y semejanza con Dios, tenemos el deber de fomentar la hermandad y La Paz entre todos los hombres y el cuidado de todos los demás seres de la creación, de modo muy especial el cuidado de nuestra casa común. Una lección para nosotros, los seguidores de Cristo que, unidos a Él, tenemos la responsabilidad de hacer realidad la profecía de Isaías: “Serán vecinos el lobo y el cordero, y el leopardo se echará con el cabrito, el novillo y el cachorro pacerán juntos” (Is 11,6)

 Salmo responsorial – 24

 

Tus sendas, Señor, son misericordia y lealtad para los que guardan tu alianza.

Señor, enséñame tus caminos, instrúyeme en tus sendas:

haz que camine con lealtad; enséñame, porque tú eres mi Dios y Salvador.MR/

Recuerda, Señor, que tu ternura y tu misericordia son eternas.

Acuérdate de mí con misericordia, por tu bondad, Señor.MR/

El Señor es bueno y es recto, y enseña el camino a los pecadores;

hace caminar a los humildes con rectitud, enseña su camino a los humildes.MR/

 Lectura de la primera carta del apóstol San Pedro - 3,18-22

 Queridos hermanos: Cristo sufrió su pasión, de una vez para siempre, por los pecados, el justo por los injustos, para conduciros a Dios. Muerto en la carne pero vivificado en el Espíritu; en el espíritu fue a predicar incluso a los espíritus en prisión, a los desobedientes en otro tiempo, cuando la paciencia de Dios aguardaba, en los días de Noé, a que se construyera el arca, para que unos pocos, es decir, ocho personas, se salvaran por medio del agua.  Aquello era también un símbolo del bautismo que actualmente os está salvando, que no es purificación de una mancha física, sino petición a Dios de una buena conciencia, por la resurrección de Jesucristo, el cual fue al cielo, está sentado a la derecha de Dios y tiene a su disposición ángeles, potestades y poderes.

 

Poco conocemos sobre las circunstancias de esta carta de San Pedro, aunque podemos suponer, por las repetitivas exhortaciones al ánimo ante los sufrimientos, que está dirigida a una comunidad que está pasando por momentos de persecución. En los versículos inmediatamente anteriores a esta lectura, San Pedro llama dichosos a los que sufren por causa de la justicia, ya que “más vale padecer por obrar el bien, si esa es la voluntad de Dios, que por obrar el mal” (1Pe 3,14). Al mismo tiempo, exhorta a estar preparados “para dar razón de nuestra esperanza a todo el que nos la pida” (1Pe 3,15). Éste es el punto de partida de nuestra reflexión sobre el texto que la Iglesia nos propone para este día. 

 

Lo que nos mantiene firmes, y hasta alegres, en el sufrimiento es Jesucristo, que murió por nuestros pecados y fue devuelto a la vida para llevarnos a Dios, es decir, nuestra esperanza se apoya en la muerte y resurrección de Jesucristo, el cual “sufrió su pasión, de una vez para siempre, por los pecados”. Es, por tanto, Jesucristo, que ha sufrido y ha muerto por nosotros, el que nos proporciona la fuerza, y hasta la alegría, para soportar el sufrimiento. En el capítulo segundo de esta carta, San Pedro ha aplicado la imagen del siervo sufriente de Isaías a Cristo, el cual “ha sufrido por vosotros, dándoos un ejemplo para que sigáis sus huellas. Él, que no ha cometido pecado y en cuya boca no se encontró engaño; Él que, insultado, no devolvía el insulto, que en el sufrimiento no amenazaba, sino que se ponía en las manos del justo juez; Él que en su propio cuerpo ha llevado nuestros pecados al madero, para que, muertos a nuestros pecados, vivamos para la justicia; Él cuyas heridas nos han curado. Pues vosotros estabais perdidos como ovejas, pero ahora habéis vuelto al Pastor y al guardián de vuestras almas” (1 Pe 2,21-24). Y, aunque no se diga de forma explícita, los receptores de esta carta debían conocer la segunda parte de este texto, es decir, el triunfo del siervo sufriente: “Ahora llega para mi servidor la hora del éxito; será exaltado, y puesto en lo más alto” (Is 52,13)-. Este éxito lo aplica también a Cristo, cuando dice que “ha muerto en la carne y ha sido vuelto a la vida por el Espíritu”, es decir, ha resucitado y “ha subido al cielo por encima de los ángeles y de todas las potencias invisibles y está sentado a la derecha de Dios”. Y todo ello se ha realizado para nosotros, entendiendo “para nosotros” en el sentido más amplio posible, esto es, para significar que el beneficio conseguido por su obra de salvación afecta a todos los hombres: “Él ha muerto por los culpables”, incluso por aquéllos que en tiempos de Noé no fueron dignos de subir a la barca: por eso “... fue a predicar a los espíritus en prisión, a los desobedientes en otro tiempo, cuando la paciencia de Dios aguardaba, en los días de Noé, a que se construyera el arca”. 

 

La conclusión es que Cristo murió por todos para acercarnos a Dios. Pero, ¿de qué modo entramos en esta gracia de salvación? Respuesta: a través del bautismo. Volviendo una vez más a la historia del diluvio, San Pedro nos dice que el que se salvaran en aquella ocasión un número, en este caso reducido, de personas prefigura el bautismo que nos está salvando. En efecto. Los  creyentes en Cristo nos parecemos a Noé y a su familia saliendo del arca. Y si con Noé estableció Dios una alianza: “He aquí que establezco mi alianza con vosotros...” (Gén 9,9), nosotros, saliendo de las aguas del bautismo, entramos en la nueva y definitiva Alianza de Dios con los hombres, llevada a cabo por Cristo. Basta con que vivamos con autenticidad nuestro bautismo, que no consiste en estar limpios de manchas exteriores o legales, sino en identificarnos con Cristo en sus padecimientos y en su triunfo. El agua que para unos fue causa de su muerte, para otros esta misma agua, sobre la que flotaba el arca, fue causa de salvación. Esta agua nos salva a nosotros ahora: sólo es necesario que creamos en Cristo “con una conciencia recta”.

 

En adelante los bautizados, como Noé y su familia, hemos sido elegidos entre muchos para ser testimonio viviente de la voluntad de Dios de establecer una alianza con toda la humanidad. Entonces fueron salvadas a través del agua ocho personas -Noé, su mujer, sus tres hijos y sus pareja-, con las que Dios retomaba el proyecto de su creación. Pero esto era sólo una imagen, porque la verdadera re-creación comienza con la resurrección de Jesucristo, de la que participamos a través de las aguas del bautismo. 

 

Para terminar. ¿Tiene algo que ver el que fueran ocho personas las que se salvaron de las aguas del diluvio con el hecho de que muchos baptisterios de los primeros siglos del cristianismo tengan forma octogonal?

 

[En el comentario a esta segunda lectura he intentado seguir el planteamiento sobre la misma de la teóloga y biblista francesa Marie-Noëlle Thabut]

Aclamación al Evangelio

 Gloria y alabanza a ti, Cristo. No solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios.

 Lectura del santo evangelio según san Marcos - 1,12-15

                   En aquel tiempo, el Espíritu empujó a Jesús al desierto. Se quedó en el desierto cuarenta días, siendo tentado por Satanás; vivía con las fieras y los ángeles lo servían. Después de que Juan fue entregado, Jesús se marchó a Galilea a proclamar el evangelio de Dios; decía: «Se ha cumplido el tiempo y está cerca el reino de Dios. Convertíos y creed en el evangelio».

Como cada primer domingo de cuaresma, la Iglesia nos propone como lectura evangélica el relato de las tentaciones, en esta ocasión, la versión de San Marcos, mucho más breve y esquemática que la de San Mateo y San Lucas. Jesús, una vez bautizado por Juan, es llevado por el  Espíritu al desierto. Allí permanecerá cuarenta días en los que era tentado por el diablo. El evangelista nos detalla que vivía entre animales salvajes y que era asistido por los ángeles.

“Impulsado por el Espíritu”. 

Lo que nos suele mover a nosotros a hacer las cosas son las apetencias sensibles, nuestros intereses particulares o lo que consideramos de utilidad para nuestra vida. En cambio, Jesús y, después de Él, sus seguidores, es movido en su actuar por la fuerza del Espíritu Santo. Es lo que empujaba a San Pablo a anunciar a Cristo: “¡Ay de mí si no anuncio el Evangelio” ( ). Fue esta fuerza irresistible la que llevó a Jesús a buscar la intimidad con el Padre en el desierto. 

El desierto

El desierto, por estar vacío de estímulos externos y por ser un lugar en el que se palpa el silencio, era considerado en el mundo bíblico como el lugar más idóneo para hacer penitencia y para encontrarse más directamente con Dios. Es en el desierto donde Jesús pasó cuarenta jornadas en diálogo directo con el Padre, antes de comenzar su actividad como predicador, un diálogo que, aunque mantenido permanentemente en su actividad diaria, se intensificaba aún más en sus largas noches de oración. El Espíritu Santo nos lleva también a nosotros, si así lo cree conveniente para nuestro progreso espiritual, a nuestros particulares desiertos, a esas situaciones de crisis, más o menos prolongadas, en las que, al poner a prueba nuestra madurez cristiana, nos enfrentamos con nuestra pobreza espiritual y nuestra incapacidad de superar nuestras infidelidades con Dios y con los hombres. En ellas, si las hemos aprovechado espiritualmente, aprendemos a depender totalmente de Dios, convencidos que sin Cristo no podemos hacer nada y con Cristo lo podemos todos: “Todo lo puedo en aquél que me conforta” (Fil 4,13).

 “Vivía con las fieras y los ángeles lo servían”

La convivencia con los animales salvajes y el cuidado que de Él tenían los ángeles evocan la armonía prevista por Dios entre todos los seres creados, armonía que, frustrada por el pecado, viene Cristo a restaurar: “Serán vecinos el lobo y el cordero, y el leopardo se echará con el cabrito, el novillo y el cachorro pacerán juntos, y un niño pequeño los conducirá” (Is 11,6).

Las tentaciones 

Al contrario que en San Mateo y San Lucas, en San Marcos no se menciona el contenido de las tentaciones, si bien este contenido se puede adivinar a lo largo de su evangelio en aquellas situaciones en las que Jesús se opone e, incluso, lucha interiormente ante el peligro de apartarse del cumplimiento de la misión encomendada por el Padre. “¡Quítate de mi vista, Satanás! porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres” (Mc 8,33) -recrimina a San Pedro cuando éste pretende apartarle del  plan de Dios-;  “¡Abbá, Padre!; todo es posible para ti; aparta de mí esta copa; pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieras tú” (Mc 14,36) -suplicaba al Padre en Getsemaní la noche que lo entregaron-. Ésta fue la gran tentación de Cristo y éste es el fondo de todas nuestras tentaciones: apartarnos de lo que Dios quiere de nosotros, no ajustarnos a los caminos de Dios, vivir en la práctica como si Dios no existiese.

El comienzo de la vida pública

El evangelista, después de hablarnos someramente de lo acaecido en el desierto, continúa con la también somera descripción del inicio de su vida de predicador. El Bautista ha sido encarcelado. Jesús marcha a Galilea y allí proclama la gran noticia de la cercanía del Reino de Dios:  “Se ha cumplido el tiempo. Está cerca el reino De Dios”. La terminación del tiempo de espera que, en aquel momento tenía ciertamente un significado temporal, sigue siendo actual para nosotros, que oímos a través de estas palabras de Jesús, servidas por la Iglesia en la liturgia, que el tiempo del Reino de Dios llega hoy a nosotros, por cuanto que las palabras y las obras del Verbo encarnado gozan de la dimensión de lo eterno: “Ahora es el tiempo favorable. Ahora es el tiempo de la salvación” (2 Cor 6,2). La expresión “Reino De Dios” no debe entenderse de modo institucional ni mucho menos geográfico, sino como la soberanía -el reinado- de Dios sobre los hombres: se acerca el Reino De Dios, es decir, Dios empieza a actuar en nuestro mundo. Tan cerca está que ya “está dentro” de nosotros y, no sólo como la verdad que habita en nuestro interior, sino como realidad personal, ya presente en nuestro mundo: el Reino de Dios es la misma persona de Cristo que, como imagen perfecta del Padre, manifiesta con sus obras y con sus palabras el mismo ser De Dios y el propio actuar de Dios. ¿Qué nos pide Dios para poder disfrutarlo? Que abandonemos nuestro viejo modo de pensar -que nos conduce al sinsentido y nos aleja de nosotros mismos- y lo aceptemos como el gran regalo de nuestra vida.“Convertíos y creed en el Evangelio”.

Oración sobre las ofrendas

 Haz, Señor, que nuestra vida responda a estos dones que van a ser ofrecidos y en los que celebramos el comienzo de un mismo sacramento admirable. Por Jesucristo, nuestro Señor.

Antífona de comunión

 No solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios (Mt 4,4).

 O bien:

            El Señor te cubrirá con sus plumas, bajo sus alas te refugiarás (cf. Sal 90,4).

Oración después de la comunión

 Después de recibir el pan del cielo que alimenta la fe, consolida la esperanza y fortalece el amor, te rogamos, Señor, que nos hagas sentir hambre de Cristo, pan vivo y verdadero, y nos enseñes a vivir constantemente de toda palabra que sale de tu boca. Por Jesucristo, nuestro Señor.

Oración sobre el pueblo

Te pedimos, Señor, que descienda sobre tu pueblo la bendición copiosa, para que la esperanza brote en la tribulación, la virtud se afiance en la dificultad y se obtenga la redención eterna. Por Jesucristo, nuestro Señor.