Segundo domingo de Cuaresma
Antífona de entrada
Oigo en mi corazón: «Buscad mi rostro». Tu rostro buscaré, Señor. No me escondas tu rostro (Sal 26,8-9).
O bien:
Recuerda, Señor, que tu ternura y tu misericordia son eternas. Que no triunfen de nosotros nuestros enemigos; sálvanos, Dios de Israel, de todos nuestros peligros (cf. Sal 24,6. 2. 22).
Oración colecta
Oh, Dios, que nos has mandado escuchar a tu Hijo amado, alimenta nuestro espíritu con tu palabra; para que, con mirada limpia, contemplemos gozosos la gloria de tu rostro. Por nuestro Señor Jesucristo.
Lectura del libro del Génesis - 22,1-2. 9a. 10-13. 15-18
En aquellos días, Dios puso a prueba a Abraham. Le dijo: «¡Abraham!» Él respondió: «Aquí estoy». Dios dijo: «Toma a tu hijo único, al que amas, a Isaac, y vete a la tierra de Moria y ofrécemelo allí en holocausto en uno de los montes que yo te indicaré». Cuando llegaron al sitio que le había dicho Dios, Abraham levantó allí el altar y apiló la leña, luego ató a su hijo Isaac y lo puso sobre el altar, encima de la leña. Entonces Abraham alargó la mano y tomó el cuchillo para degollar a su hijo. Pero el ángel del Señor le gritó desde el cielo: «¡Abraham, Abraham!» Él contestó: «Aquí estoy». El ángel le ordenó: «No alargues la mano contra el muchacho ni le hagas nada. Ahora he comprobado que temes a Dios, porque no te has reservado a tu hijo, a tu único hijo». Abraham levantó los ojos y vio un carnero enredado por los cuernos en la maleza. Se acercó, tomó el carnero y lo ofreció en holocausto en lugar de su hijo. El ángel del Señor llamó a Abraham por segunda vez desde el cielo y le dijo: «Juro por mí mismo, oráculo del Señor: por haber hecho esto, por no haberte reservado tu hijo, tu hijo único, te colmaré de bendiciones y multiplicaré a tus descendientes como las estrellas del cielo y como la arena de la playa. Tus descendientes conquistarán las puertas de sus enemigos. Todas las naciones de la tierra se bendecirán con tu descendencia, porque has escuchado mi voz».
¿Cómo comprender que el Dios, que se ha revelado en la Biblia, y particularmente en Jesús, como amor, pueda exigir a un padre el sacrificio de su hijo? Es un texto éste que debemos leer, no con nuestros ojos de hoy, sino desde el contexto histórico en el que está escrito y desde la finalidad que con el mismo pretende el autor sagrado. Hay que señalar, en primer lugar, que los sacrificios de seres humanos a los dioses eran una realidad en las religiones que circundaban el mundo bíblico. Para Abraham, por tanto, no era algo completamente extraño. Sabemos, por otra parte, que la concepción del Dios bíblico era ajena a estas prácticas religiosas, así como a todo tipo de desviaciones religiosas: “No haya en medio de ti quien queme en sacrificio a su hijo o a su hija, ni quien practique la adivinación, el sortilegio, la superstición” (Deut 18,20).
La lectura omite algunos versículos del relato que, para su mejor comprensión, tendré en cuenta a la hora de redactar este comentario. Por lo que cuenta el autor sagrado, deducimos que Dios no iba a consentir la muerte de Isaac a manos de su padre: se trata de poner a prueba la fe de Abraham con el fin de hacerla más fuerte. Acostumbrado a vivir errante, obedeciendo a los misteriosos designios de Dios, Abraham, una vez que recibe la orden divina de ofrecer a Dios la vida de su hijo, decide, sin pensarlo un momento, llevarla a cabo, a pesar de contradecir frontalmente la promesa de que, a partir de Isaac, se desarrollaría una descendencia tan numerosa como las estrellas del cielo. Muy de mañana se pone en camino hacia el lugar que Dios había escogido para el sacrificio. Ante la pregunta de Isaac por la víctima que iba a ser ofrecida, Abraham le da, con el corazón partido y sin poner en cuestión la promesa, una respuesta evasiva: “Dios proveerá”. Llegado el momento de ejecutar la orden, Isaac, sabiendo ya que era él precisamente la víctima del sacrificio, se deja atar sobre la leña que había de recibir su sangre. Pero en el preciso instante en que iba a degollar a su hijo, el Señor, a través de su Ángel, detiene su mano y le dice: “Ahora he comprobado que temes a Dios, porque no te has reservado a tu hijo, a tu único hijo”. Abraham posiblemente respiró profundamente. Viendo al lado un carnero, enredado por sus cuernos en la maleza, lo cogió y lo inmoló como sacrificio en lugar de su hijo. Por segunda vez oye la voz del ángel que, como premio a su obediencia, le reitera de forma solemne la promesa de una descendencia tan numerosa como las estrellas del cielo y la arena del Mar, en la que serían bendecidas todas las naciones de la tierra.
“Aquí estoy”
Es la actitud de todos los obedientes a la Palabra de Dios. Empezando por Abraham, siguiendo por Samuel y los profetas y por todos los pobres que esperaban con confianza la consolación de Israel, llegamos a María que, con su “hágase en mí según tu palabra”, hizo que esta Palabra se hiciera uno de nosotros, hasta culminar en Jesús que, al entrar en el mundo, dijo “aquí estoy, oh Dios, como está escrito en tu libro, para hacer tú voluntad” (Heb 10,6-7), voluntad que cumplió mostrando el amor de Dios hasta el extremo de dar la vida clavado en un patíbulo. Es la actitud de todos los que han seguido a Jesucristo, los santos de ayer y de hoy, los canonizados y los santos anónimos, todos ellos han hecho de su vida un permanente “aquí estoy”, dispuestos en todo momento a perderla para que el Reino de Dios, reino de justicia, de paz y de amor, se extienda a todos los hombres. Ésa es también nuestra vocación: “El que encuentre su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la encontrará” (Mt 10,39).
“He comprobado que temes a Dios”
Éste es el premio que recibió Abraham por su obediencia: el reconocimiento por parte de Dios de que su comportamiento ha sido de su agrado. Éste debe ser también el premio que debemos esperar: la conciencia de que nuestras actitudes y nuestros hechos son agradables a Dios. Ésta era la única motivación de San Pablo en el anuncio del Evangelio: “¿Buscó yo ahora el favor de los hombres o el de Dios? ¿O es que intento agradar a los hombres? Si todavía tratara de agradar a los hombres, ya no sería siervo de Cristo” (Gal 1,10)
“Todas las naciones de la tierra se bendecirán con tu descendencia, porque has escuchado mi voz” o, dicho de otra manera, en tu descendencia serán bendecidas todas las naciones de la tierra. ¿Cuál es esa descendencia? La respuesta nos la da San Pablo en la carta a los Gálatas: la verdadera descendencia de Abraham es Cristo: “Pues a Abraham y a su descendencia fueron hechas las promesas. No dice a sus descendencias como de muchas, sino de una sola: ‘Y tú descendencia’, que es Cristo” (Gál 3,16). Los cristianos, al creer a Cristo como el depositario de las promesas -y todos los hombres en cuanto llamados a la misma fe- somos los verdaderos hijos de Abraham y, por ello, los herederos de las bendiciones de Dios. Estas bendiciones se hacen realidad ya en nuestra vida presente, pues poseemos, aunque todavía en esperanza, los bienes futuros. Una esperanza totalmente fiable que cambia realmente nuestra vida, como cambió la vida de los mátires que, porque poseían bienes imperecederos, iban gozosos a la muerte en la certeza de una vida mejor, como cambió y cambia la vida de tantos hombres y mujeres que lo dejan todo para anunciar la fe y el amor de Cristo a los no que no han oído hablar de Él, como cambia igualmente nuestra vida cuando por la fe y los sacramentos nos incorporamos a Cristo, haciendo que su vida sea nuestra vida, es decir, que mis pensamientos, mis sentimientos y mis actitudes sean las de Cristo. “Tened entre vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús” (Fil 2,5)
Salmo responsorial - 115
Caminaré en presencia del Señor en el país de la vida.
Tenía fe, aun cuando dije: «¡Qué desgraciado soy!» Mucho le cuesta al Señor
la muerte de sus fieles. (1)
Señor, yo soy tu siervo, siervo tuyo, hijo de tu esclava: rompiste mis cadenas. Te ofreceré un sacrificio de alabanza, invocando tu nombre, Señor. (2)
Cumpliré al Señor mis votos en presencia de todo el pueblo, en el atrio de la casa del Señor, en medio de ti, Jerusalén. (3)
Vivir siempre en la presencia del Señor. Él está pendiente de lo que hacemos o dejamos de hacer, conoce nuestros intereses, nuestras preocupaciones, nuestros sufrimientos. Sólo de este encuentro permanente con el Señor procede la verdadera felicidad. Caminaré en presencia del Señor en el país de la vida.
(1) En medio de la oscuridad total de su entendimiento Abraham siguió confiando en el Dios de la promesa: vivía en la certeza de que de una manera u otra la cumpliría. En nuestra vida de creyentes encontraremos situaciones que nos harán sufrir por no entender los caminos De Dios. Nuestro único alivio en esos momentos es seguir esperando en el Señor. Él sabe mucho de eso, pues incluso Él sufrió en la cruz la incomprensibilidades de Dios; “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? Él tiene más interés que nosotros mismos en que vivamos y seamos felices: “Mucho le cuesta al Señor la muerte de sus fieles”.
(2) Ante el Señor somos pobres siervos, incapacitados para no poder hacer nada por nosotros mismos. Como María nos ponemos en sus manos para que haga con nuestra vida lo que Él haya proyectado: “Hé aquí la esclava del Señor; hágase en mí según su Palabra” (Lc 1,38). Una cosa es cierta: “Todas las cosas cooperan para el bien de los que le aman” (Rm 8,20). El Señor “rompe nuestras cadenas”. Así es: “Si os mantenéis en mi Palabra, seréis verdaderamente mis discípulos, y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres” (Jn 8,31-32). Ante esta excelente noticia reaccionamos con nuestras voces, con nuestros pensamientos y con nuestra vida para reconocer el poder del nombre del Señor. “Te ofreceré un sacrificio de alabanza, invocando tu nombre, Señor”.
(3) Compartiré esta inmensa alegría con mis hermanos y la publicaré ante todos los hombres con mi palabra y, sobre todo, con mi vida: “Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos” (Mt 5,16).
Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Romanos 8,31b-34
Hermanos: Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros? El que no se reservó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará todo con él? ¿Quién acusará a los elegidos de Dios? Dios es el que justifica. ¿Quién condenará? ¿Acaso Cristo Jesús, que murió, más todavía, resucitó y está a la derecha de Dios y que además intercede por nosotros?
El capítulo 8 de la carta a los Romanos, además de ser la cima o cumbre de esta carta, es uno de los fragmentos más conmovedores del Nuevo Testamento en cuanto a la exaltación de la nueva vida concedida a los que han creído en Jesucristo. El artículo comienza afirmando que ninguna condena habrá para los que viven en el Señor. Así nos lo dijo el mimo Cristo: “Quien escucha mis palabras y cree en quien me envió tiene vida eterna y no está sometido a juicio” (Jn 5,24). El capítulo concluye de forma aún más reconfortante, si cabe, para nosotros: “... ni lo alto ni lo profundo ni ninguna criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús” (Rm 8,39). El que vive en Cristo tendrá siempre la seguridad de sentirse a salvo de cualquier amenaza que pueda poner en peligro su vida como hijo de Dios, una vida de la que, aunque todavía en esperanza, disfruta ya en este mundo. Esta esperanza es compartida con la creación entera que, privada por el pecado de la finalidad que Dios le confirió al principio, aguarda con impaciencia la plena liberación de los hijos de Dios para servir de marco a la vida humana. Una esperanza fortalecida por el Espíritu Santo, que nos ayuda en nuestra debilidad, orando por nosotros para pedir lo que realmente nos conviene. Una vida que tiene su origen en el Padre que, al conocernos de antemano y disponer todas las cosas para el bien de los que le aman, nos predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, nos justificó y con concedió participar de su gloria. Después de tantas pruebas que testifican que Dios está con nosotros -y aquí comienza el texto de esta lectura- ¿qué puede torcer los planes que Dios tiene con nosotros? ¿quién estará en nuestra contra? El que no perdonó a su propio Hijo, sino que nos lo dio para nuestra salvación, cómo no va rematar la faena, dándonos todo lo demás, es decir, concediéndonos la vida eterna y definitiva junto Él? Si Dios nos ha declarado inocentes en el Inocente por excelencia y justos en el Justo, ¿quién puede oponerse a esta declaración del mismo Dios? Acaso podrá acusarnos el propio Jesucristo, después de que ha muerto y ha resucitado por nosotros y está continuamente intercediendo por nosotros a la derecha del Padre.
Dios está con nosotros
Esta certeza, que en ocasiones se ha deformado, convirtiéndose en bandera de guerra para derrotar a los enemigos políticos, es por la que eliminamos todo temor en nuestra vida; la que nos proporciona la verdadera paz conmigo mismo y con los demás; la que nos da la energía para extender el Reino de Dios en el mundo, un reino de justicia, de vida y verdad; la que nos lanza al desprendimiento de nosotros mismos para darnos de cuerpo y alma a nuestros hermanos.
Nos entregó a su propio Hijo
“Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio Hijo para que todo el que cree en Él no perezca, sino que tenga la vida eterna” (Jn 3,16). Si Dios nos ha dado lo más, cómo no nos va a seguir dando las gracias necesarias hasta alcanzar la plena unión con Él. Esta verdad debe ser para nosotros el gran estímulo para seguir creciendo como hijos de Dios hasta conseguir, no con nuestras fuerzas, sino por la gracia de Dios, que esta realidad afecte a todas las fibras de nuestro ser. El no avanzar hacia esta meta es retroceder.
Aclamación al Evangelio
Gloria y alabanza a ti, Cristo. En el esplendor de la nube se oyó la voz del Padre: «Este es mi Hijo, el Elegido, escuchadlo».
Lectura del santo evangelio según san Marcos - 9,2-10
En aquel tiempo Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, subió aparte con ellos solos a un monte alto, y se transfiguró delante de ellos. Sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador, como no puede dejarlos ningún batanero del mundo. Se les aparecieron Elías y Moisés, conversando con Jesús. Entonces Pedro tomó la palabra y dijo a Jesús: «Maestro, ¡qué bueno es que estemos aquí! Vamos a hacer tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías». No sabía qué decir, pues estaban asustados. Se formó una nube que los cubrió y salió una voz de la nube: «Este es mi Hijo, el amado; escuchadlo». De pronto, al mirar alrededor, no vieron a nadie más que a Jesús, solo con ellos. Cuando bajaban del monte, les ordenó que no contasen a nadie lo que habían visto hasta que el Hijo del hombre resucitara de entre los muertos. Esto se les quedó grabado y discutían qué quería decir aquello de resucitar de entre los muertos.
El episodio de la transfiguración es como un paréntesis en el que la vida divina, escondida en Jesús, se manifiesta al exterior. La indicación temporal “seis días después” se refiere a la confesión de Pedro “Tú eres el Cristo”, confesión a propósito de la pregunta de Jesús “Quién decís que soy yo”, que fue seguida de un anuncio por parte de Jesús acerca de lo que había de padecer a causa de la reprobación por parte de los ancianos y sacerdotes, de su muerte y de su resurrección a los tres días (Mc 8, 31).
Acompañado de Pedro, Santiago y Juan, los discípulos que lo acompañaban en los momentos más íntimos, como la resurrección de la hija de Jairo o la agonía en Getsemaní, se retira a la soledad de un monte, donde se transfigura ante ellos. Sus vestidos se volvieron de un blancor que deslumbraba los ojos y a su lado se encontraban Moisés y Elías conversando con Él. Ante este espectáculo Pedro, emocionado por lo que estaba viendo y disfrutando, propone a Jesús la construcción de tres tiendas para permanecer en aquel lugar.
Una nube cubrió todo el monte y una voz del cielo, que recordaba la que se oyó en el bautismo, retumbó de esta forma: “Éste es mi hijo amado, escuchadlo”. De repente, volvieron a la situación normal y bajaron del monte. Jesús, como hiciera en otras ocasiones, les advierte, probablemente para que la gente no distorsionase su mesianismo, que no publicasen lo ocurrido hasta que Él no resucitara de entre los muertos. Esta advertencia se les quedó grabada, aunque lograron entender lo de la resurrección de entre los muertos.
“Sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador”
Los vestidos de una persona remiten a la persona que los porta. En este caso podemos entender que la blancura esplendorosa de los vestidos de Cristo significa la gloria de Dios que se ha posado sobre un hombre.
“Se les aparecieron Elías y Moisés, conversando con Jesús”.
Moisés, es decir, la Ley; Elías, el profeta. Jesús no ha venido a abolir la ley, sino a darle su cumplimiento (Mt 5,17). La presencia de Elías es como un espaldarazo a Jesús, el profeta que hablaría realmente en nombre Dios, porque lo vería cara a cara.
«Este es mi Hijo, el amado; escuchadlo».
La visión ha durado unos instantes. Se trataba de hacer ver a los tres discípulos el triunfo que Jesucristo había de conseguir después de su resurrección, preparándolos, de este modo, para poder soportar los acontecimientos de su pasión y su muerte. Con estas palabras, pronunciadas por el Padre, los discípulos se conciencian de la importancia de Jesús y de su obra. Lo que interesaba a ellos en ese momento, y lo que nos interesa siempre a nosotros, es escucharlo. Y es que la palabra de Jesús y su persona es la verdadera interpretación de las Escrituras: sólo a través de Él puede comprenderse la Ley (Moisés) y todo lo que dijeron los profetas (Elías). “De una manera fragmentaria y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los Profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por su Hijo” (Hb 1,1-2).
Oración sobre las ofrendas
Te pedimos, Señor, que esta oblación borre nuestros pecados y santifique los cuerpos y las almas de tus fieles, para que celebren dignamente las fiestas pascuales. Por Jesucristo, nuestro Señor.
Antífona de comunión
Este es mi Hijo, el amado, en quien me complazco. Escuchadlo (Mt 17,5).
Oración después de la comunión
Te damos gracias, Señor, orque, al participar en estos gloriosos misterios, nos haces recibir, ya en este mundo, los bienes eternos del cielo. Por Jesucristo, nuestro Señor.
Oración sobre el pueblo
Dirige continuamente, Señor, los corazones de tus fieles y concede esta gracia a tus siervos, de modo que, permaneciendo en tu amor y cercanía, cumplan plenamente tus mandamientos. Por Jesucristo, nuestro Señor.