Quinto domingo de Cuaresma
Antífona de entrada
Hazme justicia, oh Dios, defiende mi causa contra gente sin piedad; sálvame del hombre traidor y malvado, porque tú eres Dios y mi fortaleza (cf. Sal 42,1-2).
Oración colecta
Te pedimos, Señor Dios nuestro, que, con tu ayuda, avancemos animosamente hacia aquel mismo amor que movió a tu Hijo a entregarse a la muertenpor la salvación del mundo. Por nuestro Señor Jesucristo.
Lectura del libro de Jeremías - 31,31-34
Ya llegan días –oráculo del Señor– en que haré con la casa de Israel y la casa de Judá una alianza nueva. No será una alianza como la que hice con sus padres, cuando los tomé de la mano para sacarlos de Egipto, pues quebrantaron mi alianza, aunque yo era su Señor –oráculo del Señor–. Esta será la alianza que haré con ellos después de aquellos días –oráculo del Señor–: Pondré mi ley en su interior y la escribiré en sus corazones; yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo. Ya no tendrán que enseñarse unos a otros diciendo: «Conoced al Señor», pues todos me conocerán, desde el más pequeño al mayor –oráculo del Señor–, cuando perdone su culpa y no recuerde ya sus pecados.
…………
Estos mismos versículos del profeta Jeremías están transcritos literalmente en la carta a los Hebreos al hablar de Cristo como el Mediador de esta Nueva Alianza, “una Alianza más excelente, fundada sobre promesas mejores” (Heb 8,6), una Alianza que declara anticuada a la primera (Heb 8,13).
“Ya llegan días”. Toda la biblia está proyectada hacia el futuro, siempre con la certeza incuestionable de que las promesas de Dios se cumplirán. La profecía de Isaías de que un día Dios preparará para todos los pueblos un festín de manjares suculentos y vinos de solera (Is 25,6) nunca se puso en duda y, de hecho, se cumple en Jesucristo que, desde la Cruz -lo leeremos en el Evangelio- atraerá a todos los hombres hacia sí.
En aquellos días “haré con la casa de Israel y la casa de Judá una alianza nueva”. Desde el primer momento en que Dios inicia su relación con el pueblo elegido siempre tuvo Él la iniciativa y siempre fue el pueblo el que violaba los pactos que el Señor hacía con él. En el momento en que Isaías escribe este texto éste pueblo está tan alejado de la voluntad de Dios, que incluso ha roto la unidad del mismo, dividiėndose en dos reinos: el reino del norte (Israel) y el reino del sur (Judá). La promesa de esta nueva Alianza, al mencionar ambos reinos, conlleva, por tanto, la reunificación de todos los descendientes de Jacob.
“No será una alianza como la que hice con sus padres”
No se trata de una alianza diferente, sino de una nueva etapa de la misma, en la que, manteniendo lo esencial de la establecida con Moisés en el Sinaí, el pueblo tuviese más garantías de poder cumplirla. El camino para ser fiel a la primera alianza no podía ser otro que el respeto a la Ley, algo en lo que, por muy sencillo que parezca, los integrantes del pueblo elegido fallaban una y otra vez. Dios, como un buen padre -lo leíamos en la primera lectura del pasado domingo- les enviaba continuamente profetas para recordarles sus continuas desviaciones del camino que les había trazado.
“Pondré mi ley en su interior y la escribiré en sus corazones”
La expresión “nueva alianza” sólo aparece una vez en el Antiguo Testamento, precisamente en el texto que nos ocupa, en el que también se señala esta novedad. Los mandamientos que debía cumplir el pueblo, para ser fiel a la alianza hecha con Moisés, venían escritos en tablas de piedra, con lo que estos preceptos podían quedar -y así sucedía de hecho- en letra muerta. Dios promete que en la Nueva Alianza que hará con el pueblo -y con todos los hombres- estos preceptos estarán escritos en el corazón: “Pondré mi ley en su interior y la escribiré en sus corazones”. Lo mismo, y aproximadamente por la misma fecha, nos dirá el profeta Ezequiel: "Os daré un corazón nuevo, infundiré en vosotros un espíritu nuevo, quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne" (Ez 36,26). De estos mandatos, al estar interiorizados en el corazón del hombre, se tendrá un perfecto conocimiento, un conocimiento, no meramente teórico, sino sapiencial, cordial, como el que poseemos de la persona amada. Con él ya no tendremos necesidad de que nos recuerden nuestras obligaciones con Dios y con nuestros hermanos, porque brotará espontáneamente de nuestro interior hacer siempre lo que es correcto y, además, disfrutaremos con ello. Es la ética evangélica del amor: “Ama y haz lo que quieras” (San Agustīn)..
“Ya llegan días”.
Esos días han llegado con Jesús. En la institución de la Eucaristía Jesús hace expresamente alusión a la profecía de Jeremías: “Esta copa es la nueva alianza en mi sangre, que es derramada por vosotros” (Lc 22,20). Cristo, al darse como alimento, transforma definitivamente nuestros corazones de piedra en corazones de carne que, como Ėl, saben amar hasta el extremo.
Salmo responsorial - 50
Oh, Dios, crea en mí un corazón puro.
(1)
Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi culpa;
lava del todo mi delito,limpia mi pecado.
(2)
Oh, Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme.
No me arrojes lejos de tu rostro, no me quites tu santo espíritu
(3)
Devuélveme la alegría de tu salvación, afiánzame con espíritu generoso.
Enseñaré a los malvados tus caminos, los pecadores volverán a ti.
“Todos me conocerán (...) cuando perdone su culpa y no recuerde ya sus pecados”, ha sido la última frase de Jeremías en la lectura que acabamos de comentar. Israel ha entendido muy bien esta promesa y, como respuesta, ha creado este magnífico salmo, una parte del cual ha sido propuesta por la Iglesia para responder a la Palabra que que se nos acaba de transmitir.
El salmo 51 -“Miserere”- ha sido siempre el salmo penitencial por excelencia de la liturgia, ya que en él destaca con toda claridad el sentimiento y pesar por los pecados cometidos y el deseo suplicante de rehabilitación. Aunque hay autores que opinan que estos sentimientos son la expresión del alma colectiva del pueblo -que ha sufrido el exilio y sus consecuencias-, para la mayor parte de los exégetas, es más conforme con la totalidad del salmo atribuir estos sentimientos a una sola persona que, consciente y sinceramente arrepentida de sus propias faltas, acude suplicar a Dios el perdón y la ayuda para seguir sus caminos.
(1) El salmista, sintiėndose profundamente culpable, acude a Dios como el único medio de tranquilizar su conciencia: es a Dios a quien ha ofendido y, por ello, es Dios el único capaz de reintegrarle a la situación de amistad con Él. Utilizando el símil del libro de contabilidad, le pide que su pecado sea borrado del mismo, como una deuda con Él contraída. El pecado es considerado también una mancha y, por eso, le manifiesta su deseo de que lleve a cabo una limpieza, no una limpieza superficial, sino integral, pues son muchas las ramificaciones de nuestras faltas.
Para ello sólo cuenta con la benignidad y misericordia de Dios, pues él no tiene ningún otro título con el pueda exigir su perdón. El salmista conoce, porque lo ha oído muchas veces, el modo de ser y actuar de Dios desde el principio de su relación con el pueblo: un Dios “compasivo y clemente, lento para la ira y abundante en misericordia y fidelidad, que conserva su fidelidad a mil generaciones y perdona la iniquidad, la infidelidad y el pecado” (Éx 34,6-7)
(2) “Oh, Dios, crea en mí un corazón puro”. En unos versículos anteriores a esta segunda estrofa -omitidos en la respuesta a la lectura- el salmista, alegando su debilidad, ha manifestado a Dios que ha tenido desde siempre propensión al pecado: “He aquí, en maldad he nacido y pecador me concibió mi madre”. Por eso le pide ahora que obre en su interior una renovación total, una regeneración de todo su ser. Esta petición nos recuerda la exigencia de Jesús a Nicodemo de que, para entrar en el Reino de los cielos, había que nacer de nuevo. Y nos lleva también a la promesa de la Nueva Alianza de la primera lectura -no viene mal repetirlo aquí-, según la cual Dios va a poner su Ley en nuestro interior y la va a escribir en nuestros corazones. "Os daré un corazón nuevo, infundiré en vosotros un espíritu nuevo, quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne" (Ez 36,26). Es este nuevo corazón el que pide el salmista y el que también pedimos nosotros, un corazón que nos haga amar aquello que, según Dios, debemos hacer.
“No me arrojes lejos de tu rostro, no me quites tu santo espíritu
Tenemos plena confianza de que esto no ocurra: un corazón inundado por el Espíritu de Dios impedirá que nos alejemos de Él.
(3) “Devuélveme la alegría de tu salvación”. El salmista sabe que el perdón de Dios llevará acarreado la inmensa alegría de sentirse salvado, la que sintió el hijo pródigo de la parábola, al dejarse abrazar por su padre, aquélla de la que gozan los ángeles en el cielo, cuando un pecador vuelve al buen camino: “Habrá más gozo en el cielo por un pecador que se arrepiente que por noventa y nueve justos que no necesitan arrepentimiento” (Lc 17,17). Es la alegría que experimentamos nosotros cuando, sinceramente arrepentidos, recibimos el perdón de Dios a través de la oración, de la liturgia, de nuestra entrega al hermano y, sobre todo, del sacramento de la reconciliación. Es la alegría que nos lleva a compartir todo lo que somos y tenemos con los demás, especialmente con aquéllos con los que, de forma más explícita, se identifica Cristo: con los pobres y desamparados de este mundo. “Si partes tu comida con el hambriento y sacias el hambre del indigente, entonces brillará tu luz en la tiniebla, tu oscuridad será igual que el mediodía” (Is 58,10).
En la segunda estrofa el salmista ha pedido a Dios que “le renueve por dentro con espíritu firme”. Ahora le pide algo más. Quiere que este este nuevo espíritu sea lo suficientemente fuerte como para arrostrar todas las dificultades y peligros que seguirán presentes en su vida; para que nunca más se aparte del cumplimiento de su voluntad y de su valiosa amistad: “Afiánzame con espíritu generoso”. Es tal la alegría que inundará cuando haya recibido el perdón de Dios, que necesariamente tiene que compartirla con los demás y, de modo especial, con aquéllos que siguen aún en las redes del pecado: “Enseñaré a los malvados tus caminos, los pecadores volverán a ti”. Está claro. El descubrimiento del rostro de Dios nos vuelve inevitablemente misioneros.
Lectura de la carta a los Hebreos - 5,7-9
Cristo, en los días de su vida mortal, a gritos y con lágrimas, presentó oraciones y súplicas al que podía salvarlo de la muerte, siendo escuchado por su piedad filial. Y, aun siendo Hijo, aprendió, sufriendo, a obedecer. Y, llevado a la consumación, se convirtió, para todos los que lo obedecen, en autor de salvación eterna.
La carta a los hebreos, de la que forma parte esta lectura, está dirigida a cristianos de origen judío. En ella su autor trata de clarificar la fe cristiana desde una cultura que conocía perfectamente el Antiguo Testamento. Su principal objetivo es mostrar a estos nuevos cristianos la noticia de que en Cristo hay un antes y un después en la historia humana. Tenemos, por una parte, la Antigua Alianza y, por otra, la Nueva Alianza, anunciada por Jeremías (primera lectura) y realizada en la persona de Cristo que, por ser al mismo tiempo verdadero Dios y verdadero hombre, une íntimamente con Dios a toda la humanidad. Con Cristo han llegado aquéllos días que anunciara muchos siglos antes el profeta, con Cristo se lleva a buen término la Alianza del Sinaí.
“A gritos y con lágrimas, presentó oraciones y súplicas al que podía salvarlo de la muerte, siendo escuchado por su piedad filial”
El autor sagrado insiste a la vez en la humanidad y en la divinidad de Cristo. Al ser hombre, participa de todo lo que afecta al ser humano: del gozo y la alegría, pero también del sufrimiento, la angustia y la muerte. Plenamente hombre, se resiste a pasar por estas circunstancias y así lo contemplamos en el Huerto de los Olivos, la víspera de su pasión: “Padre, si es posible, que pase de mí este cáliz” (Mt 26,39). Lo que no comprendemos es que fuera escuchado, pues el Padre ni lo libró de la angustia, ni del sufrimiento ni de la muerte.
Quizá para comprender el “siendo escuchado por su piedad filial” tengamos que profundizar más en el sentido de su petición, para lo que es necesario fijarnos en la segunda parte de la misma: “pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya”. Con ello, apreciamos que, aunque es verdad que Jesús quería escapar de la muerte, pone, por encima de este deseo, la voluntad del Padre, lo cual concuerda con una de las siete peticiones del Padrenuestro: “hágase tu voluntad”. En este caso, la voluntad del Padre se cumplió a la perfección, pues Cristo, aunque es verdad que murió físicamente, no experimentó la corrupción en el sepulcro, pues el Padre lo resucitó: “Dios ha resucitado a éste, a Jesús, de lo que todos nosotros somos testigos” (He 2,32).
El “hágase tu voluntad de Cristo” denota una absoluta confianza en el Padre, una convicción inquebrantable de que todo lo que el Padre quiere es siempre bueno, pero, sobretodo, es bueno para los que tienen puesta su confianza en Ėl. En la carta a los Romanos dice San Pablo que “Dios ordena todas las cosas para bien de los que le aman, de los que han sido elegidos según su designio” y Cristo es el elegido y el predilecto por excelencia: “Mientras estaba aún hablando (...), una voz salió de la nube, diciendo: Este es mi Hijo amado en quien me he complacido” (Mt 17,5).
En esta oración de la noche de su pasión Jesús nos invita a repetir con Él que se haga la voluntad de Dios. Con ello aprendemos a desear la realización del plan que Dios tiene con nosotros, un plan que siempre será el mejor para nuestro bien y para nuestra felicidad, pues “Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1Tim 2,4).
“Aprendió, sufriendo, a obedecer”
La palabra “aprendizaje”, más que descubrir algo nuevo y desconocido, significa el propio recorrido de nuestra vida, marcado por las distintas y sucesivas experiencias vitales. En este sentido, Cristo, como todo ser humano, experimentó en su trayectoria vital el sufrimiento y la angustia ante la muerte, y fue esta experiencia la que fortaleció su decisión de obedecer al Padre y cumplir su voluntad, en circunstancias, muchas veces, hostiles (las tentaciones en el desierto, la falsa interpretación de su misión por parte de la gente e, incluso, de su círculo más íntimo y, principalmente, los momentos previos a la pasión y la pasión misma). Fue de esta manera como “se convirtió, para todos los que lo obedecen, en autor de salvación eterna”
Aclamación al Evangelio
Gloria y alabanza a ti, Cristo. El que quiera servirme, que me siga –dice el Señor–, y donde esté yo, allí también estará mi servidor.
Lectura del santo evangelio según san Juan - 12,20-33
En aquel tiempo, entre los que habían venido a celebrar la fiesta había algunos griegos; estos, acercándose a Felipe, el de Betsaida de Galilea, le rogaban: «Señor, queremos ver a Jesús». Felipe fue a decírselo a Andrés; y Andrés y Felipe fueron a decírselo a Jesús. Jesús les contestó: «Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre. En verdad, en verdad os digo: si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto. El que se ama a sí mismo se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo se guardará para la vida eterna. El que quiera servirme, que me siga, y donde esté yo, allí también estará mi servidor; a quien me sirva, el Padre lo honrará. Ahora mi alma está agitada, y ¿qué diré? ¿Padre, líbrame de esta hora? Pero si por esto he venido, para esta hora: Padre, glorifica tu nombre». Entonces vino una voz del cielo: «Lo he glorificado y volveré a glorificarlo». La gente que estaba allí y lo oyó decía que había sido un trueno; otros decían que le había hablado un ángel. Jesús tomó la palabra y dijo: «Esta voz no ha venido por mí, sino por vosotros. Ahora va a ser juzgado el mundo; ahora el príncipe de este mundo va a ser echado fuera. Y cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí». Esto lo decía dando a entender la muerte de que iba a morir.
…………..
Estamos en las vísperas de la fiesta de la Pascua. Las autoridades judías tienen motivos para estar inquietas. Jesús ha hecho su entrada triunfante en Jerusalén, durante la cual el pueblo lo ha aclamado como el Mesías esperado y ha gritado a su paso el “Hosanna al Hijo de David”. Los fariseos se advierten unos a otros: “Veis que no adelantamos nada. Todo el mundo se va tras Él” (Jn 12,29).
Unos judíos de fuera de Palestina, que han venido a Jerusalén para adorar a Dios con ocasión de la Pascua, han oído hablar de Jesús y quieren conocerlo personalmente. «Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre” -así reacciona Jesús, cuando Andrés y Felipe le informan del deseo de estos peregrinos. La palabra “gloria” en labios de Cristo no tiene el sentido que habitualmente le damos nosotros. La gloria de la que habla Jesús no es el prestigio, ni la fama, ni la aureola con la que adornamos a las personas importantes. Para la Biblia y, por tanto, para Jesús, la gloria es una realidad que se atribuye sólo a Dios o, mejor, que se identifica con Dios, y que se hace presente en las manifestaciones de Dios en la naturaleza -“ los cielos cantan la gloria de Dios” ( Sal 19,1)- y en la historia del pueblo elegido: la manifestación a Moisés en la zarza ardiente, el espectáculo del Sinaí y, sobretodo, la presencia de Dios en Jesús de Nazaret a lo largo de su vida y, principalmente, en el momento culminante de su muerte y su resurrección.
“El que no puede ser abarcado por lo más grande se encierra en lo más pequeño”. De esta forma nos ha sorprendido Dios al decirnos su última palabra sobre sí mismo. La gloria de Dios no se manifiesta ahora, ni en la belleza de la naturaleza, ni en el espectáculo del Sinaí, sino en la pequeñez del amor: “Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto”. Jesús es este grano de trigo que, haciéndose el más pequeño de los hombres, entrega su vida por todos y se convierte por ello “en autor de salvación eterna para todos los que le obedecen” (final de la segunda lectura).
Nosotros estamos también llamados a dar frutos de vida eterna y, de hecho, los damos cuando, negándonos a nosotros mismos, buscamos la vida de verdad: el seguimiento y la imitación de Jesús y el servicio a su obra: “El que se ama a sí mismo se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo se guardará para la vida eterna”. Se trata de estar unidos a Cristo en todo, en sus sufrimientos y en su triunfo: “donde esté yo, allí también estará mi servidor”.
“Ahora mi alma está agitada”.
Con esta expresión Jesús está anticipando su oración de Getsemaní. El significado de sus palabras en una y otra ocasión viene a ser el mismo: “Padre, líbrame de esta hora”. En Getsemaní: “Padre, si es posible, que pase de mí este cáliz”. Pero si por esto he venido, para esta hora”. En Getsemaní: “Pero no se haga mi voluntad, sino la tuya”.
“Padre, glorifica tu nombre».
Es como si dijera: Padre, date a conocer; revélate tal como eres; da cumplimiento definitivo a la Nueva Alianza que anunciaste por medio del profeta Jeremías; que el mundo sepa que eres la Verdad, esta Verdad que Jesús, pocos días después, encomiará ante Pilato: “Yo para esto nací y para esto vine al mundo, para dar testimonio de la Verdad” (Jn 18,37).
“Lo he glorificado y volveré a glorificarlo”.
Otra vez la voz del Padre desde el cielo, la misma que resonó en su bautismo y en la transfiguración para señalar a los hombres que Jesús es su Hijo y su Palabra, en esta ocasión para confirmar que, desde el momento de la Encarnación, se está revelando en Cristo a través de sus palabras y de sus signos, y que, cuando Cristo culmine la obra para la que fue enviado, se revelará plenamente: esto será en el momento de su muerte y su resurrección. Y esta manera progresiva de revelarse Dios tiene como única finalidad que la humanidad entienda la buena nueva del amor de Dios: “Esta voz no ha venido por mí, sino por vosotros”.
Jesús sabe que su muerte va ser la causa de vida para todos nosotros; que con ella el príncipe de este mundo -el que desde el principio nos está metiendo en la cabeza falsas ideas sobre Dios para llevarnos a la muerte eterna- va a ser derrotado y echado fuera. Él sabe que su muerte es vida para todos y que en el momento en que aquélla tenga lugar le perteneceremos totalmente: “Cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí”. Es otra forma de decir, al final de su vida pública, lo que dijo a Nicodemo en el comienzo de la misma: “Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en Él tenga vida eterna” (Jn 3,14) [Evangelio del pasado domingo].
Oración sobre las ofrendas
Escúchanos, Dios todopoderoso, y, por la acción de este sacrificio, purifica a tus siervos, a quienes has iluminado con las enseñanzas de la fe cristiana. Por Jesucristo, nuestro Señor.
Antífona de comunión
El que está vivo y cree en mí no morirá para siempre, dice el Señor (cf. Jn 11,26).
Oración después de la comunión
Te pedimos, Dios todopoderoso, que nos cuentes siempre entre los miembros de Cristo, cuyo Cuerpo y Sangre hemos recibido.Él, que vive y reina por los siglos de los siglos.
Oración sobre el pueblo
Señor, bendice a tu pueblo que espera siempre el don de tu misericordia, y concédele, inspirado por ti, recibir lo que desea de tu generosidad. Por Jesucristo, nuestro Señor.