Quinto domingo de Cuaresma

 

Quinto domingo de Cuaresma

Antífona de entrada

   Hazme justicia, oh Dios, defiende mi causa contra gente sin piedad; sálvame del hombre traidor y malvado, porque tú eres Dios y mi fortaleza (cf. Sal 42,1-2).

 Oración colecta

 Te pedimos, Señor Dios nuestro, que, con tu ayuda, avancemos animosamente hacia aquel mismo amor que movió a tu Hijo a entregarse a la muertenpor la salvación del mundo. Por nuestro Señor Jesucristo.

 Lectura del libro de Jeremías - 31,31-34

 Ya llegan días –oráculo del Señor– en que haré con la casa de Israel y la casa de Judá una alianza nueva. No será una alianza como la que hice con sus padres, cuando los tomé de la mano para sacarlos de Egipto, pues quebrantaron mi alianza, aunque yo era su Señor –oráculo del Señor–. Esta será la alianza que haré con ellos después de aquellos días –oráculo del Señor–: Pondré mi ley en su interior y la escribiré en sus corazones; yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo. Ya no tendrán que enseñarse unos a otros diciendo: «Conoced al Señor», pues todos me conocerán, desde el más pequeño al mayor –oráculo del Señor–, cuando perdone su culpa y no recuerde ya sus pecados.

…………

   Estos mismos versículos del profeta Jeremías están transcritos literalmente en la carta a los Hebreos al hablar de Cristo como el Mediador de esta Nueva Alianza, “una Alianza más excelente, fundada sobre promesas mejores” (Heb 8,6), una Alianza que declara anticuada a la primera (Heb 8,13).

         “Ya llegan días”. Toda la biblia está proyectada hacia el futuro, siempre con la certeza incuestionable de que las promesas de Dios se cumplirán. La profecía de Isaías de que un día Dios preparará para todos los pueblos un festín de manjares suculentos y vinos de solera (Is 25,6) nunca se puso en duda y, de hecho, se cumple en Jesucristo que, desde la Cruz -lo leeremos en el Evangelio- atraerá a todos los hombres hacia sí. 

           En aquellos días “haré con la casa de Israel y la casa de Judá una alianza nueva”. Desde el primer momento en que Dios inicia su relación con el pueblo elegido siempre tuvo Él la iniciativa y siempre fue el pueblo el que violaba los pactos que el Señor hacía con él. En el momento en que Isaías escribe este texto éste pueblo está tan alejado de la voluntad de Dios, que incluso ha roto la unidad del mismo, dividiėndose en dos reinos: el reino del norte (Israel) y el reino del sur (Judá). La promesa de esta nueva Alianza, al mencionar ambos reinos, conlleva, por tanto, la reunificación de todos los descendientes de Jacob.

 “No será una alianza como la que hice con sus padres”

 No se trata de una alianza diferente, sino de una nueva etapa de la misma, en la que, manteniendo lo esencial de la establecida con Moisés en el Sinaí, el pueblo tuviese más garantías de poder cumplirla. El camino para ser fiel a la primera alianza no podía ser otro que el respeto a la Ley, algo en lo que, por muy sencillo que parezca, los integrantes del pueblo elegido fallaban una y otra vez. Dios, como un buen padre -lo leíamos en la primera lectura del pasado domingo- les enviaba continuamente profetas para recordarles sus continuas desviaciones del camino que les había trazado. 

 “Pondré mi ley en su interior y la escribiré en sus corazones”

 La expresión “nueva alianza” sólo aparece una vez en el Antiguo Testamento, precisamente en el texto que nos ocupa, en el que también se señala esta novedad. Los mandamientos que debía cumplir el pueblo, para ser fiel a la alianza hecha con Moisés, venían escritos en tablas de piedra, con lo que estos preceptos podían quedar -y así sucedía de hecho- en letra muerta. Dios promete que en la Nueva Alianza que hará con el pueblo -y con todos los hombres- estos preceptos estarán escritos en el corazón: “Pondré mi ley en su interior y la escribiré en sus corazones”. Lo mismo, y aproximadamente por la misma fecha, nos dirá el profeta Ezequiel: "Os daré un corazón nuevo, infundiré en vosotros un espíritu nuevo, quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne" (Ez 36,26). De estos mandatos, al estar interiorizados en el corazón del hombre, se tendrá un perfecto conocimiento, un conocimiento, no meramente teórico, sino sapiencial, cordial, como el que poseemos de la persona amada. Con él ya no tendremos necesidad de que nos recuerden nuestras obligaciones con Dios y con nuestros hermanos, porque brotará espontáneamente de nuestro interior hacer siempre lo que es correcto y, además, disfrutaremos con ello. Es la ética evangélica del amor: “Ama y haz lo que quieras” (San Agustīn)..

 “Ya llegan días”.

 Esos días han llegado con Jesús. En la institución de la Eucaristía Jesús hace expresamente alusión a la profecía de Jeremías: “Esta copa es la nueva alianza en mi sangre, que es derramada por vosotros” (Lc 22,20). Cristo, al darse como alimento, transforma definitivamente nuestros corazones de piedra en corazones de carne que, como Ėl, saben amar hasta el extremo.

 Salmo responsorial - 50

 Oh, Dios, crea en mí un corazón puro.

 (1)

Dios mío, por tu bondad,  por tu inmensa compasión borra mi culpa; 

lava del todo mi delito,limpia mi pecado. 

(2)

Oh, Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme.

No me arrojes lejos de tu rostro, no me quites tu santo espíritu

(3)

Devuélveme la alegría de tu salvación, afiánzame con espíritu generoso.

Enseñaré a los malvados tus caminos, los pecadores volverán a ti.

           Todos me conocerán (...) cuando perdone su culpa y no recuerde ya sus pecados”, ha sido la última frase de Jeremías en la lectura que acabamos de comentar. Israel ha entendido muy bien esta promesa y, como respuesta, ha creado este magnífico salmo, una parte del cual ha sido propuesta por la Iglesia para responder a la Palabra que que se nos acaba de transmitir.

                 El salmo 51 -“Miserere”- ha sido siempre el salmo penitencial por excelencia de la liturgia, ya que en él destaca con toda claridad el sentimiento y pesar por los pecados cometidos y el deseo suplicante de rehabilitación. Aunque hay autores que opinan que estos sentimientos son la expresión del alma colectiva del pueblo -que ha sufrido el exilio y sus consecuencias-, para la mayor parte de los exégetas, es más conforme con la totalidad del salmo atribuir estos sentimientos a una sola persona que, consciente y sinceramente arrepentida de sus propias faltas, acude suplicar a Dios el perdón y la ayuda para seguir sus caminos. 

           (1) El salmista, sintiėndose profundamente culpable, acude a Dios como el único medio de tranquilizar su conciencia: es a Dios a quien ha ofendido y, por ello, es Dios el único capaz de reintegrarle a la situación de amistad con Él. Utilizando el símil del libro de contabilidad, le pide que su pecado sea borrado del mismo, como una deuda con Él contraída. El pecado es considerado también una mancha y, por eso, le manifiesta su deseo de que lleve a cabo una limpieza, no una limpieza superficial, sino integral, pues son muchas las ramificaciones de nuestras faltas.

        Para ello sólo cuenta con la benignidad y misericordia de Dios, pues él no tiene ningún otro título con el pueda exigir su perdón. El salmista conoce, porque lo ha oído muchas veces, el modo de ser y actuar de Dios desde el principio de su relación con el pueblo: un Dios “compasivo y clemente, lento para la ira y abundante en misericordia y fidelidad, que conserva su fidelidad a mil generaciones y perdona la iniquidad, la infidelidad y el pecado” (Éx 34,6-7)

         (2)  “Oh, Dios, crea en mí un corazón puro”. En unos versículos anteriores a esta segunda estrofa -omitidos en la respuesta a la lectura- el salmista, alegando su debilidad, ha manifestado a Dios que ha tenido desde siempre propensión al pecado: “He aquí, en maldad he nacido y pecador me concibió mi madre”.  Por eso le pide ahora que obre en su interior una renovación total, una regeneración de todo su ser. Esta petición nos recuerda la exigencia de Jesús a Nicodemo  de que, para entrar en el Reino de los cielos, había que nacer de nuevo. Y nos lleva también a la promesa de la Nueva Alianza de la primera lectura -no viene mal repetirlo aquí-, según la cual Dios va a poner su Ley en nuestro interior y la va a escribir en nuestros corazones. "Os daré un corazón nuevo, infundiré en vosotros un espíritu nuevo, quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne" (Ez 36,26). Es este nuevo corazón el que pide el salmista y el que también pedimos nosotros, un corazón que nos haga amar aquello que, según Dios, debemos hacer. 

         “No me arrojes lejos de tu rostro, no me quites tu santo espíritu

Tenemos plena confianza de que esto no ocurra: un corazón inundado por el Espíritu de Dios impedirá que nos alejemos de Él.

         (3) “Devuélveme la alegría de tu salvación”. El salmista sabe que el perdón de Dios llevará acarreado la inmensa alegría de sentirse salvado, la que sintió el hijo pródigo de la parábola, al dejarse abrazar por su padre, aquélla de la que gozan los ángeles en el cielo, cuando un pecador vuelve al buen camino: “Habrá más gozo en el cielo por un pecador que se arrepiente que por noventa y nueve justos que no necesitan arrepentimiento” (Lc 17,17). Es la alegría que experimentamos nosotros cuando, sinceramente arrepentidos, recibimos el perdón de Dios a través de la oración, de la liturgia, de nuestra entrega al hermano y, sobre todo, del sacramento de la reconciliación. Es la alegría que nos lleva a compartir todo lo que somos y tenemos con los demás, especialmente con aquéllos con los que, de forma más explícita, se identifica Cristo: con los pobres y desamparados de este mundo. “Si partes tu comida con el hambriento y sacias el hambre del indigente, entonces brillará tu luz en la tiniebla, tu oscuridad será igual que el mediodía” (Is 58,10).

         En la segunda estrofa el salmista ha pedido a Dios que “le renueve por dentro con espíritu firme”. Ahora le pide algo más. Quiere que este este nuevo espíritu sea lo suficientemente fuerte como para arrostrar todas las dificultades y peligros que seguirán presentes en su vida; para que nunca más se aparte del cumplimiento de su voluntad y de su valiosa amistad: “Afiánzame con espíritu generoso”. Es tal la alegría que inundará cuando haya recibido el perdón de Dios, que necesariamente tiene que compartirla con los demás y, de modo especial, con aquéllos que siguen aún en las redes del pecado: “Enseñaré a los malvados tus caminos, los pecadores volverán a ti”. Está claro. El descubrimiento del rostro de Dios nos vuelve inevitablemente misioneros.

Lectura de la carta a los Hebreos - 5,7-9

Cristo, en los días de su vida mortal, a gritos y con lágrimas, presentó oraciones y súplicas al que podía salvarlo de la muerte, siendo escuchado por su piedad filial. Y, aun siendo Hijo, aprendió, sufriendo, a obedecer. Y, llevado a la consumación, se convirtió, para todos los que lo obedecen, en autor de salvación eterna.

La carta a los hebreos, de la que forma parte esta lectura, está dirigida a cristianos de origen judío. En ella su autor trata de clarificar la fe cristiana desde una cultura que conocía perfectamente el Antiguo Testamento. Su principal objetivo es mostrar a estos nuevos cristianos la noticia de que en Cristo hay un antes y un después en la historia humana. Tenemos, por una parte, la Antigua Alianza y, por otra, la Nueva Alianza, anunciada por Jeremías (primera lectura) y realizada en la persona de Cristo que, por ser al mismo tiempo verdadero Dios y verdadero hombre, une íntimamente con Dios a toda la humanidad. Con Cristo han llegado aquéllos días que anunciara muchos siglos antes el profeta, con Cristo se lleva a buen término la Alianza del Sinaí. 

“A gritos y con lágrimas, presentó oraciones y súplicas al que podía salvarlo de la muerte, siendo escuchado por su piedad filial”

El autor sagrado insiste a la vez en la humanidad y en la divinidad de Cristo. Al ser hombre, participa de todo lo que afecta al ser humano: del gozo y la alegría, pero también del sufrimiento, la angustia y la muerte. Plenamente hombre, se resiste a pasar por estas circunstancias y así lo contemplamos en el Huerto de los Olivos, la víspera de su pasión: “Padre, si es posible, que pase de mí este cáliz” (Mt 26,39). Lo que no comprendemos es que fuera escuchado, pues el Padre ni lo libró de la angustia, ni del sufrimiento ni de la muerte. 

Quizá para comprender el “siendo escuchado por su piedad filial” tengamos que profundizar más en el sentido de su petición, para lo que es necesario fijarnos en la segunda parte de la misma: “pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya”. Con ello, apreciamos que, aunque es verdad que Jesús quería escapar de la muerte, pone, por encima de este deseo, la voluntad del Padre, lo cual concuerda con una de las siete peticiones del Padrenuestro: “hágase tu voluntad”. En este caso, la voluntad del Padre se cumplió a la perfección, pues Cristo, aunque es verdad que murió físicamente, no experimentó la corrupción en el sepulcro, pues el Padre lo resucitó: “Dios ha resucitado a éste, a Jesús, de lo que todos nosotros somos testigos” (He 2,32).

El “hágase tu voluntad de Cristo” denota una absoluta confianza en el Padre, una convicción inquebrantable de que todo lo que el Padre quiere es siempre bueno, pero, sobretodo, es bueno para los que tienen puesta su confianza en Ėl. En la carta a los Romanos dice San Pablo que “Dios ordena todas las cosas para bien de los que le aman, de los que han sido elegidos según su designio” y Cristo es el elegido y el predilecto por excelencia: “Mientras estaba aún hablando (...), una voz salió de la nube, diciendo: Este es mi Hijo amado en quien me he complacido” (Mt 17,5).

En esta oración de la noche de su pasión Jesús nos invita a repetir con Él que se haga la voluntad de Dios. Con ello aprendemos a desear la realización del plan que Dios tiene con nosotros, un plan que siempre será el mejor para nuestro bien y para nuestra felicidad, pues “Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad”  (1Tim 2,4). 

“Aprendió, sufriendo, a obedecer”

La palabra “aprendizaje”, más que descubrir algo nuevo y desconocido, significa el propio recorrido de nuestra vida, marcado por las distintas y sucesivas experiencias vitales. En este sentido, Cristo, como todo ser humano, experimentó en su trayectoria vital el sufrimiento y la angustia ante la muerte, y fue esta experiencia la que fortaleció su decisión de obedecer al Padre y cumplir su voluntad, en circunstancias, muchas veces, hostiles (las tentaciones en el desierto, la falsa interpretación de su misión por parte de la gente e, incluso, de su círculo más íntimo y, principalmente, los momentos previos a la pasión y la pasión misma). Fue de esta manera como “se convirtió, para todos los que lo obedecen, en autor de salvación eterna”

Aclamación al Evangelio

Gloria y alabanza a ti, Cristo. El que quiera servirme, que me siga –dice el Señor–, y donde esté yo, allí también estará mi servidor.

Lectura del santo evangelio según san Juan - 12,20-33

En aquel tiempo, entre los que habían venido a celebrar la fiesta había algunos griegos; estos, acercándose a Felipe, el de Betsaida de Galilea, le rogaban: «Señor, queremos ver a Jesús». Felipe fue a decírselo a Andrés; y Andrés y Felipe fueron a decírselo a Jesús. Jesús les contestó: «Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre. En verdad, en verdad os digo: si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto. El que se ama a sí mismo se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo se guardará para la vida eterna. El que quiera servirme, que me siga, y donde esté yo, allí también estará mi servidor; a quien me sirva, el Padre lo honrará. Ahora mi alma está agitada, y ¿qué diré? ¿Padre, líbrame de esta hora? Pero si por esto he venido, para esta hora: Padre, glorifica tu nombre». Entonces vino una voz del cielo: «Lo he glorificado y volveré a glorificarlo». La gente que estaba allí y lo oyó decía que había sido un trueno; otros decían que le había hablado un ángel. Jesús tomó la palabra y dijo: «Esta voz no ha venido por mí, sino por vosotros. Ahora va a ser juzgado el mundo; ahora el príncipe de este mundo va a ser echado fuera. Y cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí». Esto lo decía dando a entender la muerte de que iba a morir.

…………..

Estamos en las vísperas de la fiesta de la Pascua. Las autoridades judías tienen motivos para estar inquietas. Jesús ha hecho su entrada triunfante en Jerusalén, durante la cual el pueblo lo ha aclamado como el Mesías esperado y ha gritado a su paso el “Hosanna al Hijo de David”. Los fariseos se advierten unos a otros: “Veis que no adelantamos nada. Todo el mundo se va tras Él” (Jn 12,29).

 Unos judíos de fuera de Palestina, que han venido a Jerusalén para adorar a Dios con ocasión de la Pascua, han oído hablar de Jesús y quieren conocerlo personalmente. «Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre” -así reacciona Jesús, cuando Andrés y Felipe le informan del deseo de estos peregrinos. La palabra “gloria” en labios de Cristo no tiene el sentido que habitualmente le damos nosotros. La gloria de la que habla Jesús no es el prestigio, ni la fama, ni la aureola con la que adornamos a las personas importantes. Para la Biblia y, por tanto, para Jesús, la gloria es una realidad que se atribuye sólo a Dios o, mejor, que se identifica con Dios, y que se hace presente en las manifestaciones de Dios en la naturaleza -“ los cielos cantan la gloria de Dios” ( Sal 19,1)- y en la historia del pueblo elegido: la manifestación a Moisés en la zarza ardiente, el espectáculo del Sinaí y, sobretodo, la presencia de Dios en Jesús de Nazaret a lo largo de su vida y, principalmente, en el momento culminante de su muerte y su resurrección. 

 “El que no puede ser abarcado por lo más grande se encierra en lo más pequeño”. De esta forma nos ha sorprendido Dios al decirnos su última palabra sobre sí mismo. La gloria de Dios no se manifiesta ahora, ni en la belleza de la naturaleza, ni en el espectáculo del Sinaí, sino en la pequeñez del amor: “Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto”. Jesús es este grano de trigo que, haciéndose el más pequeño de los hombres, entrega su vida por todos y se convierte por ello  “en autor de salvación eterna para todos los que le obedecen” (final de la segunda lectura).

 Nosotros estamos también llamados a dar frutos de vida eterna y, de hecho, los damos cuando, negándonos a nosotros mismos, buscamos la vida de verdad: el seguimiento y la imitación de Jesús y el servicio a su obra: “El que se ama a sí mismo se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo se guardará para la vida eterna”. Se trata de estar unidos a Cristo en todo, en sus sufrimientos y en su triunfo: “donde esté yo, allí también estará mi servidor”.

 “Ahora mi alma está agitada”.

 Con esta expresión Jesús está anticipando su oración de Getsemaní. El significado de sus palabras en una y otra ocasión viene a ser el mismo: “Padre, líbrame de esta hora”. En Getsemaní: “Padre, si es posible, que pase de mí este cáliz”. Pero si por esto he venido, para esta hora”. En Getsemaní: “Pero no se haga mi voluntad, sino la tuya”.

 “Padre, glorifica tu nombre»

 Es como si dijera: Padre, date a conocer; revélate tal como eres; da cumplimiento definitivo a la Nueva Alianza que anunciaste por medio del profeta Jeremías; que el mundo sepa que eres la Verdad, esta Verdad que Jesús, pocos días después, encomiará  ante Pilato: “Yo para esto nací y para esto vine al mundo, para dar testimonio de la Verdad” (Jn 18,37).

 “Lo he glorificado y volveré a glorificarlo”.

 Otra vez la voz del Padre desde el cielo, la misma que resonó en su bautismo y en la transfiguración para señalar a los hombres que Jesús es su Hijo y su Palabra, en esta ocasión para confirmar que, desde el momento de la Encarnación, se está revelando en Cristo a través de sus palabras y de sus signos, y que, cuando Cristo culmine la obra para la que fue enviado, se revelará plenamente: esto será en el momento de su muerte y su resurrección. Y esta manera progresiva de revelarse Dios tiene como única finalidad que la humanidad entienda la buena nueva del amor de Dios: “Esta voz no ha venido por mí, sino por vosotros”. 

 Jesús sabe que su muerte va ser la causa de vida para todos nosotros; que con ella el príncipe de este mundo -el que desde el principio nos está metiendo en la cabeza falsas ideas sobre Dios para llevarnos a la muerte eterna- va a ser derrotado y echado fuera. Él sabe que su muerte es vida para todos y que en el momento en que aquélla tenga lugar le perteneceremos totalmente: “Cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí”. Es otra forma de decir, al final de su vida pública, lo que dijo a Nicodemo en el comienzo de la misma: “Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en Él tenga vida eterna” (Jn 3,14) [Evangelio del pasado domingo].

 Oración sobre las ofrendas

 Escúchanos, Dios todopoderoso, y, por la acción de este sacrificio,  purifica a tus siervos, a quienes has iluminado  con las enseñanzas de la fe cristiana. Por Jesucristo, nuestro Señor.

 Antífona de comunión

 El que está vivo y cree en mí no morirá para siempre, dice el Señor (cf. Jn 11,26).

 Oración después de la comunión

 Te pedimos, Dios todopoderoso, que nos cuentes siempre entre los miembros de Cristo, cuyo Cuerpo y Sangre hemos recibido.Él, que vive y reina por los siglos de los siglos.

 Oración sobre el pueblo

            Señor, bendice a tu pueblo  que espera siempre el don de tu misericordia,  y concédele, inspirado por ti, recibir lo que desea de tu generosidad. Por Jesucristo, nuestro Señor.

Cuarto domingo de Cuaresma

Cuarto domingo de Cuaresma «Laetare»

  

Antífona de entrada

  

Alégrate, Jerusalén, reuníos todos los que la amáis, regocijaos los que estuvisteis tristes para que exultéis; mamaréis a sus pechos y os saciaréis de sus consuelos (cf. Is 66,10-11).

 Oración colecta

  

Oh, Dios, que, por tu Verbo, realizas de modo admirable la reconciliación del género humano, haz que el pueblo cristiano se apresure, con fe gozosa y entrega diligente, a celebrar las próximas fiestas pascuales. Por nuestro Señor Jesucristo.

  

Lectura del segundo libro de las Crónicas 36,14-16. 19-23

  

En aquellos días, todos los jefes, los sacerdotes y el pueblo multiplicaron sus infidelidades, imitando las aberraciones de los pueblos y profanando el templo del Señor, que él había consagrado en Jerusalén. El Señor, Dios de sus padres, les enviaba mensajeros a diario porque sentía lástima de su pueblo y de su morada; pero ellos escarnecían a los mensajeros de Dios, se reían de sus palabras y se burlaban de sus profetas, hasta que la ira del Señor se encendió irremediablemente contra su pueblo. Incendiaron el templo de Dios, derribaron la muralla de Jerusalén, incendiaron todos sus palacios y destrozaron todos los objetos valiosos. Deportó a Babilonia a todos los que habían escapado de la espada. Fueron esclavos suyos y de sus hijos hasta el advenimiento del reino persa. Así se cumplió lo que había dicho Dios por medio de Jeremías: «Hasta que la tierra pague los sábados, descansará todos los días de la desolación, hasta cumplirse setenta años». En el año primero de Ciro, rey de Persia, para cumplir lo que había dicho Dios por medio de Jeremías, el Señor movió a Ciro, rey de Persia, a promulgar de palabra y por escrito en todo su reino: «Así dice Ciro, rey de Persia: El Señor, Dios del cielo, me ha entregado todos los reinos de la tierra. Él me ha encargado construirle un templo en Jerusalén de Judá. Quien de entre vosotros pertenezca a ese pueblo puede volver. ¡Que el Señor, su Dios, esté con él!»

……….

La deportación de los judíos en Babilonia se llevó a cabo en dos momentos: el primero, narrado en el libro de las Crónicas, es el que recoge la lectura de hoy; el segundo, consignado en el segundo libro de los Reyes, sucedió 11 años después. El destierro se prolongó todo el tiempo que Nabucodonosor se mantuvo en el trono, un total de setenta años. Fue el rey de Persia, Ciro, el que, al destronar a Nabucodonosor, permitió marchar a sus países de origen a todos los deportados por el anterior monarca. Todos estos hechos fueron interpretados teológicamente por Israel: la deportación fue un castigo por sus pecados; la vuelta a la patria es la nueva oportunidad que Dios da al pueblo para seguir caminando en la Alianza establecida con Moisés, una alianza que, ahora, ofrecía una mayor garantía de su cumplimiento por parte del pueblo: “Pondré mi ley en su interior y la escribiré en sus corazones”, escucharemos en la primera lectura del próximo domingo.

 

El destierro a Babilonia fue, de algún modo, anunciando por los sucesivos mensajeros de Dios, los profetas, sobre todo por el profeta Jeremías que, recordando constantemente al pueblo sus desobediencias a la Ley y sus desviaciones del pacto que Dios había establecido con ellos, les amenazaba con los peores castigos, si no volvían al buen camino. 

 

Muy a pesar de Jeremías, los acontecimientos le dieron la razón. Para el autor de Crónicas está claro: Dios ha tenido mucha paciencia con su pueblo, ha hecho todo lo posible para mantenerlo en el camino correcto y le ha salvado cuando ha estado hundido o al borde del precipicio; pero ni el pueblo ni los distintos reyes que lo gobernaban quisieron entenderlo. Así nos lo cuenta el texto sagrado que la Iglesia pone hoy a nuestra consideración: “todos los jefes, los sacerdotes y el pueblo multiplicaron sus infidelidades, imitando las aberraciones de los pueblos y profanando el templo del Señor, que él había consagrado en Jerusalén”.

 

Leyendo el libro de Jeremías apreciamos que el reproche más grave que, en nombre de Dios, dirige a su pueblo es la desfiguración de la religión de la alianza: no sólo no respetaban la ley del sábado, sino que caían una y otra vez en la idolatría, imitaban las infames prácticas religiosas de otros pueblos y abandonaban el cumplimiento de los obligaciones para con Dios y para con el prójimo. 

 

A pesar de todo, el Señor nunca les abandonó; nunca dejó de presentarse como el Dios de sus padres, el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob; constantemente -nos dice el texto sagrado de hoy- les enviaba mensajeros para mantenerlos en camino recto, y nunca buscando su propio bien, sino el bien del pueblo que Él había elegido para, a través de él, salvar a la humanidad: “¿Acaso me hieren a mí -dice el Señor-, y no más bien a sí mismos, para su propia vergüenza?” (Jer 7,19). En efecto. Con sus prácticas idolátricas se hacían esclavos de falsos dioses y recaían en las prácticas indignas de hombres libres: “Doble iniquidad ha cometido mi pueblo: me han abandonado a mí, la fuente de agua viva para excavarse aljibes, aljibes agrietados, que no retienen agua” (Jer 2,13).

 

De esta lectura podemos sacar importantes consecuencias para nuestra edificación espiritual, todas ellas derivadas de que, por encima de nuestras infidelidades, Dios permanece fiel a sus promesas; de que siempre contamos con su amor misericordioso y con su perdón; de que siempre, por muy hundidos que estemos en nuestros pecados, podemos encontrar la manera de recuperar la salvación, pues nada es imposible para Dios. Con mucha frecuencia, nos acusamos a nosotros mismos, al ver que no progresamos en nuestra vida cristiana, que caemos una y otra vez en las mismas faltas de amor a Dios y al prójimo, que nos sentimos cada vez más pecadores. Quizá eso sea una buena señal, pues el crecimiento espiritual no se mide por el buen concepto que tengo de mí mismo, sino por el grado de confianza que tengo en el amor de Dios y de Cristo. Lo importante no es que yo me vea bueno, sino que Dios es bueno y me ama.

 

De esta lectura no podemos deducir lo que sucederá al final al que desprecia una y otra vez la ayuda de Dios y vive como si Dios no existiese. Ello será por ahora un misterio insondable para nosotros. Pero una cosa es cierta: siempre tendremos la esperanza ciega de que Dios, compaginando -como Él sabe hacerlo- la justicia y el amor, tendrá misericordia, incluso, de los más obstinados, pues su luz se impondrá siempre sobre las tinieblas, por muy profundas que éstas sean.

 

Salmo responsorial – 136

 

Que se me pegue la lengua al paladar si no me acuerdo de ti.

 

Junto a los canales de Babilonia

nos sentamos a llorar con nostalgia de Sion;

en los sauces de sus orillas colgábamos nuestras cítaras.

 

Allí los que nos deportaron nos invitaban a cantar;

nuestros opresores, a divertirlos: «Cantadnos un cantar de Sion»

 

¡Cómo cantar un cántico del Señor en tierra extranjera!

Si me olvido de ti, Jerusalén, que se me paralice la mano derecha.

 

Que se me pegue la lengua al paladar, si no me acuerdo de ti,

si no pongo a Jerusalén en la cumbre de mis alegrías.

……….

El salmo 136 fue compuesto probablemente recién terminado el cautiverio de Babilonia. Su autor pudo ser un levita, llegado del exilio, que recuerda con frescura aquellos tristes años en que añoraba intensamente la vuelta a la patria. El salmista, probablemente en una reunión religiosa, se expresa como si aún estuviese lamentándose, junto a otros compañeros, en las orillas de aquellos canales que, procedentes del río Eufrates, refrescaban los paseos de la ciudad. 

 

Tanto él como sus compatriotas echaban de menos los bienes de que disfrutaban en Sión, sobre todo, los momentos que pasaban en el templo alabando a Dios. Recuerda cómo se consolaban unos otros en las orillas de aquellos ríos, cuando colgaban de los árboles sus cítaras, porque ni de su boca y, menos, de su corazón, les brotaban canciones de alabanza a su Dios. El Señor, por no haber seguido sus caminos, había permitido que el enemigo opresor les deportase a un país extraño, convirtiéndolos en esclavos. Allí se dieron cuenta de lo que tenían en su patria, allí entendieron aquello de que no valoramos lo que tenemos hasta que lo hemos perdido. 

 

Los del lugar se reían de su desgracia, les insultaban y hasta les obligaban a estar alegres y a cantar con el único fin de divertirse. Un verdadero martirio: “¡Cómo cantar un cántico del Señor en tierra extranjera!”

 

Este poema nos trae así el recuerdo de Babilonia y de Jerusalén, personificación y símbolo de los dos amores que solicitan constantemente nuestro corazón, las dos ciudades, de las que hablarán el Apocalipsis y San Pablo y, también, San Agustín: Babilonia, la gran meretriz, y la Jerusalén del cielo, nuestra madre, dos ciudades que, como dice San Agustín, simbolizan dos amores: el amor de sí mismo hasta el desprecio de Dios y el amor de Dios hasta el desprecio de sí mismo. El cristiano vive en un mundo en el que ambos amores se encuentran entremezclados; un mundo en el que, tanto en la sociedad como en uno mismo, conviven juntos el trigo y la cizaña; en el que tiene todo su sentido hacer de este salmo una permanente oración y una continua canción. En ella expresamos el anhelo de nuestra verdadera patria, del nuevo mundo en el que reinará la paz, la justicia y el amor, un mundo que ya ha comenzado y que no tendrá fin: “Buscad los bienes de allá arriba, donde está Cristo, sentado a la derecha de Dios; aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra” (Col 3,1).

 

Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Efesios - 2,4-10

 

Hermanos: Dios, rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, estando nosotros muertos por los pecados, nos ha hecho revivir con Cristo –estáis salvados por pura gracia–; nos ha resucitado con Cristo Jesús, nos ha sentado en el cielo con él, para revelar en los tiempos venideros la inmensa riqueza de su gracia, mediante su bondad para con nosotros en Cristo Jesús. En efecto, por gracia estáis salvados, mediante la fe. Y esto no viene de vosotros: es don de Dios. Tampoco viene de las obras, para que nadie pueda presumir. Somos, pues, obra suya. Dios nos ha creado en Cristo Jesús, para que nos dediquemos a las buenas obras, que de antemano dispuso él que practicásemos.

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En el capítulo anterior de esta misma carta, San Pablo nos muestra el plan de Dios con los hombres, un plan que, para el apóstol, es la clave que nos permite leer la historia humana. Dice así: Dios nos ha dado conocer “el Misterio de su voluntad según el benévolo designio que en él se propuso de antemano, para realizarlo en la plenitud de los tiempos: hacer que todo tenga a Cristo por Cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra” (Ef 1,9-10). En estos dos versículos caben destacar dos aspectos esenciales de nuestra fe: la benevolencia de Dios con los hombres y su proyecto de reunir todas las cosas en Cristo.

 

El plan de Dios con los hombres es un plan benevolente. Así lo demuestran las distintas formas que, en esta lectura, expresan el modo de ser y actuar de Dios;  “Dios, rico en Misericordia...”; “El gran amor con el que Dios nos ha amado…”; “El don de Dios…”;  “Su bondad para con nosotros…”; “La riqueza infinita de su gracia…”. Este amor benevolente y misericordioso de Dios no lo descubre San Pablo en su nueva fe cristiana, aunque Cristo sea para él la irradiación completa del mismo; lo tenia perfectamente aprendido como judío y, mucho más, como experto en los escritos sagrados. Probablemente había rezado en muchas ocasiones el salmo 103 en el que se compara la ternura de Dios a la de un padre: “Igual que un padre siente ternura con sus hijos, así es tierno el Señor con los que le temen” (Sal 103,13).

 

Este designio benevolente de Dios tiene como finalidad la creación de una humanidad en la que Cristo sea la cabeza de todo. Un misterio insondable para nosotros: la humanidad está llamada hacer una sola cosa con Cristo. Dios nos ha hecho renacer con Cristo…”; “Con Cristo nos ha resucitado…”; “Nos ha hecho reinar en los cielos con Cristo…”: “Nos ha sentado en los cielos con él”. Es verdad que aún estamos muy lejos de conseguirlo, pero aun así, Pablo habla en pasado, y ello significa que esta solidaridad con Cristo se ha cumplido de alguna manera. Dios ha querido, a partir del judío y del pagano, crear en Cristo un solo hombre nuevo, estableciendo entre ellos la paz y reconciliándolos con Dios en un solo cuerpo mediante la cruz. 

 

El amor de Dios puede no ser entendido u olvidado por el hombre y, de hecho, somos testigos y, con frecuencia, protagonistas, del desprecio frecuente del hombre a las intenciones benevolentes de Dios. Ésta era desgraciadamente la actitud de los integrantes del pueblo elegido en el tiempo de la primera alianza, y éste es también nuestro pecado: nuestra falta de confianza en Dios, a pesar de sus continuas advertencias de que el desarrollo de nuestra fe y la puesta en práctica de las buenas obras, que Dios dispuso para nosotros, no depende de nuestras propias fuerzas, sino de la ayuda continua de Dios. “En efecto, por gracia estáis salvados, mediante la fe. Y esto no viene de vosotros: es don de Dios. Tampoco viene de las obras, para que nadie pueda presumir. Somos, pues, obra suya”.  Es lo que, de manera gráfica, nos dice el mismo Jesús: “Yo soy la vid; vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto; porque separados de mí no podéis hacer nada” (Jn 15,5).

 

A la pregunta que hicieron a Jesús “¿Qué hemos de hacer para obrar las obras de Dios? Jesús les respondió: «La obra de Dios es que creáis en quien él ha enviado” (Jn 6,28-29). Y éste va a ser el mensaje principal del evangelio de este domingo: poner los ojos en Jesús crucificado, es decir, creer en Jesús, confiar en Él. Esto es buscar el Reino de Dios y su justicia. Todo lo demás nos vendrá dado por añadidura. Ahora bien. Si ello no se traduce en una entrega radical al servicio de los demás, especialmente, de los que más me necesitan, tendré que volver una y otra vez a la fuente de donde brotan mis obras, tendrá que revisar si mi fe en Jesús es auténtica. “Una fe sin obras es una fe muerta” (Sant 3,27)

 

Aclamación al Evangelio

 

Gloria y alabanza a ti, Cristo. Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Unigénito; todo el que cree en él tiene vida eterna.

 

Lectura del santo evangelio según san Juan - 3,14-21

 

En aquel tiempo, dijo Jesús a Nicodemo: «Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna. Porque tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él no será juzgado; el que no cree ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Unigénito de Dios. Este es el juicio: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra el mal detesta la luz, y no se acerca a la luz, para no verse acusado por sus obras. En cambio, el que obra la verdad se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios».

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Esta lectura es una parte de la entrevista privada que tuvo Jesús con Nicodemo. En los versículos anteriores le ha dicho el Maestro que quien no nace de nuevo no puede entrar en el reino de los cielos. Esta afirmación deja asombrado a Nicodemo. ¿Cómo puede alguien, siendo viejo, nacer de nuevo? Jesús le hacer ver que no se trata del nacimiento carnal, sino del nacimiento a la vida divina que engendra en nosotros quien la posee por naturaleza, es decir, el Espíritu: “Quien no naciera del agua y del Espíritu no entrará en el Reino de los cielos” (Jn 3,5) 

 

Participamos de la vida de Dios cuando es Dios quien gobierna nuestro ser y nuestro actuar, es decir, cuando Dios reina en nosotros. “Venga a nosotros tu reino” y “hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo”, son dos de las siete peticiones del Padrenuestro. Estamos en el Reino de los cielos cuando nuestra voluntad coincide con la voluntad de Dios, cuando nuestra vida es un constante agradar (=glorificar) a Dios, cuando nos sometemos voluntariamente a sus preceptos. El reino de los cielos no es otra cosa que Dios gobernando nuestras vidas. 

 

¿Cómo entrar en el Reino de los cielos? “Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna”. Jesús acude, como buen conocedor de la Biblia, al episodio del libro de los Números que, con toda seguridad, por su condición de fariseo y maestro de Israel, Nicodemo conocía muy bien: para librar al pueblo de las serpientes venenosas, Moisés, por orden de Dios, coloca en un mástil una serpiente de bronce a la que había que mirar para verse libre del veneno de la picadura.

 

Dos cosas se exigían del que había sido picado por una serpiente para seguir con vida: el reconocimiento de sus pecados -pues las serpientes eran un castigo de Dios por los pecados del pueblo- y la mirada a la serpiente de bronce. Lo mismo se nos exige a nosotros para entrar en el Reino de los cielos: que, renunciando a nuestra vida de pecadores, pongamos los ojos en Cristo crucificado, la máxima expresión del amor de Dios, es decir, que creamos en Él, “Porque tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna”. O, dicho de otra manera: “Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él”.

 

En este fragmento del Evangelio de San Juan hemos aprendido:

 

. que la fuente y el origen de la salvación no es la  omnipotencia de Dios, ni su sabiduría ni, siquiera, su santidad, sino su amor incondicional a los hombres;

 

-  que el objeto de la salvación es el mundo pecador, el mundo que ha rechazado a Dios: sólo en la medida en que somos conscientes de que el pecado sigue presente en nuestra vida podemos acceder a la experiencia de sentirnos salvados;

 

-  que el Reino de los cielos consiste en pertenecer a Cristo, que nos ha comprado dos veces: cuando nos creó -“En Él (en Cristo) fueron creadas todas las cosas (Jn 1)- y cuando murió en la Cruz por nuestros pecados: -“fuisteis rescatados de vuestra vana manera de vivir, no con cosas corruptibles, sino con la sangre preciosa de Cristo” (1 Pe 1,18-19)-;

 

- que en Jesús tenemos la dirección y el sentido de nuestra vida, sentido que adquirimos por el conocimiento del Padre y de Cristo: ésta es la vida eterna: que te conozcan a tí, el único Dios verdadero y a tu enviado Jesucristo” (Jn 17,3). 

 

 

El que no cree en Jesús él mismo se condena, porque no ha creído en el único que salva e ilumina nuestra vida: “Yo soy la luz del mundo. El que me sigue (seguir a Jesús y creer en Él es lo mismo) no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida” (Jn 8,22). 

 

¿Por qué muchos no se deciden a creer en Jesús para ser iluminados por Él? La respuesta nos la da también Jesús: “la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz”. ¿Por quė? “porque sus obras eran malas”. Ésta es la causa por la que muchos hombres prefieren el mal al bien, las tinieblas a la luz: que la luz pondría a descubierto sus malas acciones: “El que obra la verdad, en cambio, se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios”.

 

Dirigir la mirada a Jesús crucificado, creer en Él como la suprema manifestación del Amor de Dios, dejarse invadir por su Luz: éste es el único camino para entrar en el Reino de Dios y participar de su Vida.

 

Oración sobre las ofrendas

    Señor, al ofrecerte alegres los dones de la eterna salvación, te rogamos nos ayudes a celebrarlos con fe verdadera y a saber ofrecértelos de modo adecuado por la salvación del mundo. Por Jesucristo, nuestro Señor

 

Antífona de comunión

 

Jerusalén está fundada como ciudad, bien compacta. Allá suben las tribus, las tribus del Señor, a celebrar tu nombre, Señor (cf. Sal 121,3-4).

 

Oración después de la comunión

 

Oh, Dios, luz que alumbras a todo hombre  que viene a este mundo, ilumina nuestros corazones con la claridad de tu gracia, para que seamos capaces de pensar siempre, y de amar con sinceridad,  lo que es digno y grato a tu grandeza.  Por Jesucristo, nuestro Señor.

 

Oración sobre el pueblo

 

Defiende, Señor, a los que te suplican, fortalece a los débiles, vivifica siempre con tu luz a los que caminan en sombras de muerte, y, libres de todo mal por tu compasión, concédeles llegar a los bienes definitivos. Por Jesucristo, nuestro Señor.