Cuarto domingo de Cuaresma

Cuarto domingo de Cuaresma «Laetare»

  

Antífona de entrada

  

Alégrate, Jerusalén, reuníos todos los que la amáis, regocijaos los que estuvisteis tristes para que exultéis; mamaréis a sus pechos y os saciaréis de sus consuelos (cf. Is 66,10-11).

 Oración colecta

  

Oh, Dios, que, por tu Verbo, realizas de modo admirable la reconciliación del género humano, haz que el pueblo cristiano se apresure, con fe gozosa y entrega diligente, a celebrar las próximas fiestas pascuales. Por nuestro Señor Jesucristo.

  

Lectura del segundo libro de las Crónicas 36,14-16. 19-23

  

En aquellos días, todos los jefes, los sacerdotes y el pueblo multiplicaron sus infidelidades, imitando las aberraciones de los pueblos y profanando el templo del Señor, que él había consagrado en Jerusalén. El Señor, Dios de sus padres, les enviaba mensajeros a diario porque sentía lástima de su pueblo y de su morada; pero ellos escarnecían a los mensajeros de Dios, se reían de sus palabras y se burlaban de sus profetas, hasta que la ira del Señor se encendió irremediablemente contra su pueblo. Incendiaron el templo de Dios, derribaron la muralla de Jerusalén, incendiaron todos sus palacios y destrozaron todos los objetos valiosos. Deportó a Babilonia a todos los que habían escapado de la espada. Fueron esclavos suyos y de sus hijos hasta el advenimiento del reino persa. Así se cumplió lo que había dicho Dios por medio de Jeremías: «Hasta que la tierra pague los sábados, descansará todos los días de la desolación, hasta cumplirse setenta años». En el año primero de Ciro, rey de Persia, para cumplir lo que había dicho Dios por medio de Jeremías, el Señor movió a Ciro, rey de Persia, a promulgar de palabra y por escrito en todo su reino: «Así dice Ciro, rey de Persia: El Señor, Dios del cielo, me ha entregado todos los reinos de la tierra. Él me ha encargado construirle un templo en Jerusalén de Judá. Quien de entre vosotros pertenezca a ese pueblo puede volver. ¡Que el Señor, su Dios, esté con él!»

……….

La deportación de los judíos en Babilonia se llevó a cabo en dos momentos: el primero, narrado en el libro de las Crónicas, es el que recoge la lectura de hoy; el segundo, consignado en el segundo libro de los Reyes, sucedió 11 años después. El destierro se prolongó todo el tiempo que Nabucodonosor se mantuvo en el trono, un total de setenta años. Fue el rey de Persia, Ciro, el que, al destronar a Nabucodonosor, permitió marchar a sus países de origen a todos los deportados por el anterior monarca. Todos estos hechos fueron interpretados teológicamente por Israel: la deportación fue un castigo por sus pecados; la vuelta a la patria es la nueva oportunidad que Dios da al pueblo para seguir caminando en la Alianza establecida con Moisés, una alianza que, ahora, ofrecía una mayor garantía de su cumplimiento por parte del pueblo: “Pondré mi ley en su interior y la escribiré en sus corazones”, escucharemos en la primera lectura del próximo domingo.

 

El destierro a Babilonia fue, de algún modo, anunciando por los sucesivos mensajeros de Dios, los profetas, sobre todo por el profeta Jeremías que, recordando constantemente al pueblo sus desobediencias a la Ley y sus desviaciones del pacto que Dios había establecido con ellos, les amenazaba con los peores castigos, si no volvían al buen camino. 

 

Muy a pesar de Jeremías, los acontecimientos le dieron la razón. Para el autor de Crónicas está claro: Dios ha tenido mucha paciencia con su pueblo, ha hecho todo lo posible para mantenerlo en el camino correcto y le ha salvado cuando ha estado hundido o al borde del precipicio; pero ni el pueblo ni los distintos reyes que lo gobernaban quisieron entenderlo. Así nos lo cuenta el texto sagrado que la Iglesia pone hoy a nuestra consideración: “todos los jefes, los sacerdotes y el pueblo multiplicaron sus infidelidades, imitando las aberraciones de los pueblos y profanando el templo del Señor, que él había consagrado en Jerusalén”.

 

Leyendo el libro de Jeremías apreciamos que el reproche más grave que, en nombre de Dios, dirige a su pueblo es la desfiguración de la religión de la alianza: no sólo no respetaban la ley del sábado, sino que caían una y otra vez en la idolatría, imitaban las infames prácticas religiosas de otros pueblos y abandonaban el cumplimiento de los obligaciones para con Dios y para con el prójimo. 

 

A pesar de todo, el Señor nunca les abandonó; nunca dejó de presentarse como el Dios de sus padres, el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob; constantemente -nos dice el texto sagrado de hoy- les enviaba mensajeros para mantenerlos en camino recto, y nunca buscando su propio bien, sino el bien del pueblo que Él había elegido para, a través de él, salvar a la humanidad: “¿Acaso me hieren a mí -dice el Señor-, y no más bien a sí mismos, para su propia vergüenza?” (Jer 7,19). En efecto. Con sus prácticas idolátricas se hacían esclavos de falsos dioses y recaían en las prácticas indignas de hombres libres: “Doble iniquidad ha cometido mi pueblo: me han abandonado a mí, la fuente de agua viva para excavarse aljibes, aljibes agrietados, que no retienen agua” (Jer 2,13).

 

De esta lectura podemos sacar importantes consecuencias para nuestra edificación espiritual, todas ellas derivadas de que, por encima de nuestras infidelidades, Dios permanece fiel a sus promesas; de que siempre contamos con su amor misericordioso y con su perdón; de que siempre, por muy hundidos que estemos en nuestros pecados, podemos encontrar la manera de recuperar la salvación, pues nada es imposible para Dios. Con mucha frecuencia, nos acusamos a nosotros mismos, al ver que no progresamos en nuestra vida cristiana, que caemos una y otra vez en las mismas faltas de amor a Dios y al prójimo, que nos sentimos cada vez más pecadores. Quizá eso sea una buena señal, pues el crecimiento espiritual no se mide por el buen concepto que tengo de mí mismo, sino por el grado de confianza que tengo en el amor de Dios y de Cristo. Lo importante no es que yo me vea bueno, sino que Dios es bueno y me ama.

 

De esta lectura no podemos deducir lo que sucederá al final al que desprecia una y otra vez la ayuda de Dios y vive como si Dios no existiese. Ello será por ahora un misterio insondable para nosotros. Pero una cosa es cierta: siempre tendremos la esperanza ciega de que Dios, compaginando -como Él sabe hacerlo- la justicia y el amor, tendrá misericordia, incluso, de los más obstinados, pues su luz se impondrá siempre sobre las tinieblas, por muy profundas que éstas sean.

 

Salmo responsorial – 136

 

Que se me pegue la lengua al paladar si no me acuerdo de ti.

 

Junto a los canales de Babilonia

nos sentamos a llorar con nostalgia de Sion;

en los sauces de sus orillas colgábamos nuestras cítaras.

 

Allí los que nos deportaron nos invitaban a cantar;

nuestros opresores, a divertirlos: «Cantadnos un cantar de Sion»

 

¡Cómo cantar un cántico del Señor en tierra extranjera!

Si me olvido de ti, Jerusalén, que se me paralice la mano derecha.

 

Que se me pegue la lengua al paladar, si no me acuerdo de ti,

si no pongo a Jerusalén en la cumbre de mis alegrías.

……….

El salmo 136 fue compuesto probablemente recién terminado el cautiverio de Babilonia. Su autor pudo ser un levita, llegado del exilio, que recuerda con frescura aquellos tristes años en que añoraba intensamente la vuelta a la patria. El salmista, probablemente en una reunión religiosa, se expresa como si aún estuviese lamentándose, junto a otros compañeros, en las orillas de aquellos canales que, procedentes del río Eufrates, refrescaban los paseos de la ciudad. 

 

Tanto él como sus compatriotas echaban de menos los bienes de que disfrutaban en Sión, sobre todo, los momentos que pasaban en el templo alabando a Dios. Recuerda cómo se consolaban unos otros en las orillas de aquellos ríos, cuando colgaban de los árboles sus cítaras, porque ni de su boca y, menos, de su corazón, les brotaban canciones de alabanza a su Dios. El Señor, por no haber seguido sus caminos, había permitido que el enemigo opresor les deportase a un país extraño, convirtiéndolos en esclavos. Allí se dieron cuenta de lo que tenían en su patria, allí entendieron aquello de que no valoramos lo que tenemos hasta que lo hemos perdido. 

 

Los del lugar se reían de su desgracia, les insultaban y hasta les obligaban a estar alegres y a cantar con el único fin de divertirse. Un verdadero martirio: “¡Cómo cantar un cántico del Señor en tierra extranjera!”

 

Este poema nos trae así el recuerdo de Babilonia y de Jerusalén, personificación y símbolo de los dos amores que solicitan constantemente nuestro corazón, las dos ciudades, de las que hablarán el Apocalipsis y San Pablo y, también, San Agustín: Babilonia, la gran meretriz, y la Jerusalén del cielo, nuestra madre, dos ciudades que, como dice San Agustín, simbolizan dos amores: el amor de sí mismo hasta el desprecio de Dios y el amor de Dios hasta el desprecio de sí mismo. El cristiano vive en un mundo en el que ambos amores se encuentran entremezclados; un mundo en el que, tanto en la sociedad como en uno mismo, conviven juntos el trigo y la cizaña; en el que tiene todo su sentido hacer de este salmo una permanente oración y una continua canción. En ella expresamos el anhelo de nuestra verdadera patria, del nuevo mundo en el que reinará la paz, la justicia y el amor, un mundo que ya ha comenzado y que no tendrá fin: “Buscad los bienes de allá arriba, donde está Cristo, sentado a la derecha de Dios; aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra” (Col 3,1).

 

Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Efesios - 2,4-10

 

Hermanos: Dios, rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, estando nosotros muertos por los pecados, nos ha hecho revivir con Cristo –estáis salvados por pura gracia–; nos ha resucitado con Cristo Jesús, nos ha sentado en el cielo con él, para revelar en los tiempos venideros la inmensa riqueza de su gracia, mediante su bondad para con nosotros en Cristo Jesús. En efecto, por gracia estáis salvados, mediante la fe. Y esto no viene de vosotros: es don de Dios. Tampoco viene de las obras, para que nadie pueda presumir. Somos, pues, obra suya. Dios nos ha creado en Cristo Jesús, para que nos dediquemos a las buenas obras, que de antemano dispuso él que practicásemos.

……….

En el capítulo anterior de esta misma carta, San Pablo nos muestra el plan de Dios con los hombres, un plan que, para el apóstol, es la clave que nos permite leer la historia humana. Dice así: Dios nos ha dado conocer “el Misterio de su voluntad según el benévolo designio que en él se propuso de antemano, para realizarlo en la plenitud de los tiempos: hacer que todo tenga a Cristo por Cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra” (Ef 1,9-10). En estos dos versículos caben destacar dos aspectos esenciales de nuestra fe: la benevolencia de Dios con los hombres y su proyecto de reunir todas las cosas en Cristo.

 

El plan de Dios con los hombres es un plan benevolente. Así lo demuestran las distintas formas que, en esta lectura, expresan el modo de ser y actuar de Dios;  “Dios, rico en Misericordia...”; “El gran amor con el que Dios nos ha amado…”; “El don de Dios…”;  “Su bondad para con nosotros…”; “La riqueza infinita de su gracia…”. Este amor benevolente y misericordioso de Dios no lo descubre San Pablo en su nueva fe cristiana, aunque Cristo sea para él la irradiación completa del mismo; lo tenia perfectamente aprendido como judío y, mucho más, como experto en los escritos sagrados. Probablemente había rezado en muchas ocasiones el salmo 103 en el que se compara la ternura de Dios a la de un padre: “Igual que un padre siente ternura con sus hijos, así es tierno el Señor con los que le temen” (Sal 103,13).

 

Este designio benevolente de Dios tiene como finalidad la creación de una humanidad en la que Cristo sea la cabeza de todo. Un misterio insondable para nosotros: la humanidad está llamada hacer una sola cosa con Cristo. Dios nos ha hecho renacer con Cristo…”; “Con Cristo nos ha resucitado…”; “Nos ha hecho reinar en los cielos con Cristo…”: “Nos ha sentado en los cielos con él”. Es verdad que aún estamos muy lejos de conseguirlo, pero aun así, Pablo habla en pasado, y ello significa que esta solidaridad con Cristo se ha cumplido de alguna manera. Dios ha querido, a partir del judío y del pagano, crear en Cristo un solo hombre nuevo, estableciendo entre ellos la paz y reconciliándolos con Dios en un solo cuerpo mediante la cruz. 

 

El amor de Dios puede no ser entendido u olvidado por el hombre y, de hecho, somos testigos y, con frecuencia, protagonistas, del desprecio frecuente del hombre a las intenciones benevolentes de Dios. Ésta era desgraciadamente la actitud de los integrantes del pueblo elegido en el tiempo de la primera alianza, y éste es también nuestro pecado: nuestra falta de confianza en Dios, a pesar de sus continuas advertencias de que el desarrollo de nuestra fe y la puesta en práctica de las buenas obras, que Dios dispuso para nosotros, no depende de nuestras propias fuerzas, sino de la ayuda continua de Dios. “En efecto, por gracia estáis salvados, mediante la fe. Y esto no viene de vosotros: es don de Dios. Tampoco viene de las obras, para que nadie pueda presumir. Somos, pues, obra suya”.  Es lo que, de manera gráfica, nos dice el mismo Jesús: “Yo soy la vid; vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto; porque separados de mí no podéis hacer nada” (Jn 15,5).

 

A la pregunta que hicieron a Jesús “¿Qué hemos de hacer para obrar las obras de Dios? Jesús les respondió: «La obra de Dios es que creáis en quien él ha enviado” (Jn 6,28-29). Y éste va a ser el mensaje principal del evangelio de este domingo: poner los ojos en Jesús crucificado, es decir, creer en Jesús, confiar en Él. Esto es buscar el Reino de Dios y su justicia. Todo lo demás nos vendrá dado por añadidura. Ahora bien. Si ello no se traduce en una entrega radical al servicio de los demás, especialmente, de los que más me necesitan, tendré que volver una y otra vez a la fuente de donde brotan mis obras, tendrá que revisar si mi fe en Jesús es auténtica. “Una fe sin obras es una fe muerta” (Sant 3,27)

 

Aclamación al Evangelio

 

Gloria y alabanza a ti, Cristo. Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Unigénito; todo el que cree en él tiene vida eterna.

 

Lectura del santo evangelio según san Juan - 3,14-21

 

En aquel tiempo, dijo Jesús a Nicodemo: «Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna. Porque tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él no será juzgado; el que no cree ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Unigénito de Dios. Este es el juicio: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra el mal detesta la luz, y no se acerca a la luz, para no verse acusado por sus obras. En cambio, el que obra la verdad se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios».

……….

Esta lectura es una parte de la entrevista privada que tuvo Jesús con Nicodemo. En los versículos anteriores le ha dicho el Maestro que quien no nace de nuevo no puede entrar en el reino de los cielos. Esta afirmación deja asombrado a Nicodemo. ¿Cómo puede alguien, siendo viejo, nacer de nuevo? Jesús le hacer ver que no se trata del nacimiento carnal, sino del nacimiento a la vida divina que engendra en nosotros quien la posee por naturaleza, es decir, el Espíritu: “Quien no naciera del agua y del Espíritu no entrará en el Reino de los cielos” (Jn 3,5) 

 

Participamos de la vida de Dios cuando es Dios quien gobierna nuestro ser y nuestro actuar, es decir, cuando Dios reina en nosotros. “Venga a nosotros tu reino” y “hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo”, son dos de las siete peticiones del Padrenuestro. Estamos en el Reino de los cielos cuando nuestra voluntad coincide con la voluntad de Dios, cuando nuestra vida es un constante agradar (=glorificar) a Dios, cuando nos sometemos voluntariamente a sus preceptos. El reino de los cielos no es otra cosa que Dios gobernando nuestras vidas. 

 

¿Cómo entrar en el Reino de los cielos? “Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna”. Jesús acude, como buen conocedor de la Biblia, al episodio del libro de los Números que, con toda seguridad, por su condición de fariseo y maestro de Israel, Nicodemo conocía muy bien: para librar al pueblo de las serpientes venenosas, Moisés, por orden de Dios, coloca en un mástil una serpiente de bronce a la que había que mirar para verse libre del veneno de la picadura.

 

Dos cosas se exigían del que había sido picado por una serpiente para seguir con vida: el reconocimiento de sus pecados -pues las serpientes eran un castigo de Dios por los pecados del pueblo- y la mirada a la serpiente de bronce. Lo mismo se nos exige a nosotros para entrar en el Reino de los cielos: que, renunciando a nuestra vida de pecadores, pongamos los ojos en Cristo crucificado, la máxima expresión del amor de Dios, es decir, que creamos en Él, “Porque tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna”. O, dicho de otra manera: “Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él”.

 

En este fragmento del Evangelio de San Juan hemos aprendido:

 

. que la fuente y el origen de la salvación no es la  omnipotencia de Dios, ni su sabiduría ni, siquiera, su santidad, sino su amor incondicional a los hombres;

 

-  que el objeto de la salvación es el mundo pecador, el mundo que ha rechazado a Dios: sólo en la medida en que somos conscientes de que el pecado sigue presente en nuestra vida podemos acceder a la experiencia de sentirnos salvados;

 

-  que el Reino de los cielos consiste en pertenecer a Cristo, que nos ha comprado dos veces: cuando nos creó -“En Él (en Cristo) fueron creadas todas las cosas (Jn 1)- y cuando murió en la Cruz por nuestros pecados: -“fuisteis rescatados de vuestra vana manera de vivir, no con cosas corruptibles, sino con la sangre preciosa de Cristo” (1 Pe 1,18-19)-;

 

- que en Jesús tenemos la dirección y el sentido de nuestra vida, sentido que adquirimos por el conocimiento del Padre y de Cristo: ésta es la vida eterna: que te conozcan a tí, el único Dios verdadero y a tu enviado Jesucristo” (Jn 17,3). 

 

 

El que no cree en Jesús él mismo se condena, porque no ha creído en el único que salva e ilumina nuestra vida: “Yo soy la luz del mundo. El que me sigue (seguir a Jesús y creer en Él es lo mismo) no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida” (Jn 8,22). 

 

¿Por qué muchos no se deciden a creer en Jesús para ser iluminados por Él? La respuesta nos la da también Jesús: “la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz”. ¿Por quė? “porque sus obras eran malas”. Ésta es la causa por la que muchos hombres prefieren el mal al bien, las tinieblas a la luz: que la luz pondría a descubierto sus malas acciones: “El que obra la verdad, en cambio, se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios”.

 

Dirigir la mirada a Jesús crucificado, creer en Él como la suprema manifestación del Amor de Dios, dejarse invadir por su Luz: éste es el único camino para entrar en el Reino de Dios y participar de su Vida.

 

Oración sobre las ofrendas

    Señor, al ofrecerte alegres los dones de la eterna salvación, te rogamos nos ayudes a celebrarlos con fe verdadera y a saber ofrecértelos de modo adecuado por la salvación del mundo. Por Jesucristo, nuestro Señor

 

Antífona de comunión

 

Jerusalén está fundada como ciudad, bien compacta. Allá suben las tribus, las tribus del Señor, a celebrar tu nombre, Señor (cf. Sal 121,3-4).

 

Oración después de la comunión

 

Oh, Dios, luz que alumbras a todo hombre  que viene a este mundo, ilumina nuestros corazones con la claridad de tu gracia, para que seamos capaces de pensar siempre, y de amar con sinceridad,  lo que es digno y grato a tu grandeza.  Por Jesucristo, nuestro Señor.

 

Oración sobre el pueblo

 

Defiende, Señor, a los que te suplican, fortalece a los débiles, vivifica siempre con tu luz a los que caminan en sombras de muerte, y, libres de todo mal por tu compasión, concédeles llegar a los bienes definitivos. Por Jesucristo, nuestro Señor.