Trigesimoprimer domingo del tiempo ordinario A

 

Antífona de entrada

           No me abandones, Señor; Dios mío, no te quedes lejos; ven aprisa a socorrerme, Señor mío, mi salvación (Sal 37,22-23).

 Oración colecta

           Dios de poder y misericordia, de quien procede el que tus fieles te sirvan digna y meritoriamente, concédenos avanzar sin buscarlo obstáculos hacia los bienes que nos prometes.  Por nuestro Señor Jesucristo.

 Lectura del libro del Deuteronomio - 6,2-6

           Moisés habló al pueblo diciendo: «Teme al Señor, tu Dios, tú, tus hijos y nietos, y observa todos sus mandatos y preceptos, que yo te mando, todos los días de tu vida, a fin de que se prolonguen tus días. Escucha, pues, Israel, y esmérate en practicarlos, a fin de que te vaya bien y te multipliques, como te prometió el Señor, Dios de tus padres, en la tierra que mana leche y miel. Escucha, Israel: El Señor es nuestro Dios, el Señor es uno solo. Amarás, pues, al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas. Estas palabras que yo te mando hoy estarán en tu corazón».

           El texto que nos propone hoy la Iglesia como primera lectura puede considerarse el centro y la esencia de la fe del Antiguo Testamento..

           “Teme al Señor, tu Dios”.

           No se trata del temor servil, sino de un temor filial, que incluye aspectos como amar, obedecer, sentir afecto, hacer todo lo que esté en nuestra mano para cumplir la voluntad del Señor; temor, sí, pero a salirme del camino trazado por Dios. Es en este sentido en el que Dios, por boca de Moisés, exhorta a los miembros de Israel, a sus hijos y a sus nietos a que le teman, a que obedezcan sus mandamientos “todos los días de su vida”. El premio a esta obediencia a Dios -estamos todavía en una etapa de la revelación en la que apenas se contempla el más allá de la muerte- es una vida larga y feliz para un pueblo grande y poderoso al que le irá bien en la tierra que prometió dar a sus padres.

           La lectura se completa con la oración del Shemá -“escucha, Israel”-, el Credo del pueblo elegido, una oración similar a nuestro “padrenuestro”. Comienza con la principal confesión de fe israelita: “El Señor, nuestro Dios es solamente uno”. Con esta certeza, el hombre no puede estar dividido, como ocurre en los pueblos politeístas: sólo cabe servir y adorar al único Dios y hacerlo, además, con toda la fuerza de nuestro ser: “Amarás, pues, al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas”.

           Los judíos tenían en tal valor este pasaje de la Biblia que lo guardaban en pequeñas cajitas (“filacterias”) que colgaban de la cabeza hasta el pecho y que servían de recuerdo permanente de la Ley del Señor, algo así como la oración continua a la que nos exhorta San Pablo: “estad siempre en oración y súplica, orando en toda ocasión en el Espíritu, velando juntos con perseverancia e intercediendo por todos Los Santos” (Ef 6,18).

           “Estas palabras que yo te mando hoy estarán en tu corazón”. Los preceptos del Señor no son normas que nos vienen de fuera y que cumplimos por deber u obligación. Al contrario. Son disposiciones del Señor que, dadas con amor, se reciben con amor. En cierto modo no tiene sentido prescribir lo que se ama. Si el Señor nos manda cumplir sus leyes es a causa de nuestra tendencia a olvidarnos de lo que realmente nos conviene. Por eso es necesaria la meditación amorosa en la Palabra de Dios: en ella se encuentra la verdad de nuestra vida y el camino que conduce a verdadera felicidad. Es el Señor el que nos capacitará para cumplir su Ley. Así nos lo dice Él por boca de sus profetas: “pondré mi ley en su interior, la escribiré en sus corazones, y yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo” (Jer 31,33), una Ley que se vislumbra cada vez más como la Ley del amor.

           Aunque en esta lectura sólo se mencione el amor a Dios, la dinámica de la Revelación apunta muy pronto a la unión del amor a Dios con el amor al prójimo, como ya se explicita en el libro del Levítico: “No te vengarás ni guardarás rencor contra los hijos de tu pueblo, sino que amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Esta inseparabilidad de los dos amores quedará maravillosamente clarificada en el relato evangélico de hoy, donde Jesús une los dos preceptos en uno solo. El que ama a Dios no puede no amar al prójimo, y el que ama al prójimo ama necesariamente a Dios, Por eso podemos afirmar con San Pablo: “Quien ama ha cumplido la Ley” (Rm 13,8)

Salmo responsorial – 17

Yo te amo, Señor; tú eres mi fortaleza.

Yo te amo, Señor; tú eres mi fortaleza; Señor, mi roca, mi alcázar, mi libertador.

 Dios mío, peña mía, refugio mío, escudo mío, mi fuerza salvadora, mi baluarte. Invoco al Señor de mi alabanza  y quedo libre de mis enemigos.

Viva el Señor, bendita sea mi Roca, sea ensalzado mi Dios y Salvador. Tú diste gran victoria a tu rey, tuviste misericordia de tu ungido.

           En estos versículos del salmo 17, uno de los más extensos del Salterio, David, sintiéndose en deuda con el Señor, le declara directamente su amor por la clemencia que ya tenido con él, por haberle tantas veces librado de sus enemigos y dado la victoria como ungido y rey de Israel. Es el Señor quien le ha provisto de fuerzas para persistir en las batallas; la roca a la que se ha agarrado para no hundirse en el abismo del pecado; el baluarte en el que se ha refugiado cuando huía de los que lo perseguían; quien ha ido por delante hacia la contienda limpiándole el campo de enemigos.

           En un mundo plagado de dioses invoca al Señor como a su Dios y a su Salvador con la certeza de que siempre lo tendrá a su lado. Para manifestar esta confianza busca términos que expresen de la mejor forma posible lo que siente por su Señor: “Peña mía, refugio mío, escudo mío, mi fuerza salvadora, mi baluarte”.

           Nosotros hacemos nuestras estas manifestaciones del salmista y, como él, nos dirigimos al Señor, declarándole nuestro amor, un amor que es respuesta al amor de quien nos ha amado primero: “En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a nosotros, y envió a su Hijo en propiciación por nuestros pecados” (1 Jn 4,10).

           Este amor de Dios es, igual que para David, la fuerza que nos sostiene, la energía que nos levanta de nuestras caídas, el poder que nos anima en nuestros cansancios; el amor de Dios es la roca a la que nos asimos para no naufragar en el egoísmo y en el sinsentido; el lugar donde nos escondemos para, desde allí, actuar con un corazón limpio de malas intenciones; el amor de Dios es lo que nos hace libres de verdad.

           Invoquemos, como David, al Señor, con la confianza de que nos seguirá ayudando, pues sabemos que en Jesús, nuestro Rey y el Ungido de Dios por excelencia, hemos vencido todos. “En el mundo tendréis aflicción; pero confiad, yo he vencido al mundo”, nos dice Jesús (Jn 16,33).

 Lectura de la carta a los Hebreos - 7,23-28

          Hermanos: Ha habido multitud de sacerdotes de la anterior Alianza, porque la muerte les impedía permanecer; en cambio, Jesús, como permanece para siempre, tiene el sacerdocio que no pasa. De ahí que puede salvar definitivamente a los que se acercan a Dios por medio de él, pues vive siempre para interceder a favor de ellos. Y tal convenía que fuese nuestro sumo sacerdote: santo, inocente, sin mancha, separado de los pecadores y encumbrado sobre el cielo. Él no necesita ofrecer sacrificios cada día como los sumos sacerdotes, que ofrecían primero por los propios pecados, después por los del pueblo, porque lo hizo de una vez para siempre, ofreciéndose a sí mismo. En efecto, la ley hace sumos sacerdotes a hombres llenos de debilidades. En cambio, la palabra del juramento, posterior a la ley, consagra al Hijo, perfecto para siempre.

           La segunda lectura de este domingo continúa desarrollando el tema de la perfección del sacerdocio de Cristo del pasado domingo. El autor sagrado hace patente esta perfección al compararla con la ineficacia del sacerdocio levítico, cuya utilidad era servir de preparación a la llegada del único sacerdocio que realiza la verdadera salvación de la humanidad.

           En la Antigua Alianza se hacía necesaria la existencia de muchos sacerdotes, que, afectados por la realidad de la muerte, se iban sucediendo. Nuestro Sumo Sacerdote, en cambio, permanece para siempre, de acuerdo con el juramento que recibió del Padre: “Tú eres sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec (Sal 110,4). Jesús murió una vez en la cruz, pero “al resucitar de entre los muertos, ya no muere más, pues la muerte no tiene ya dominio sobre Él” (Rm 6,9). Ello hace que su sacerdocio permanezca para siempre, pues a raíz de su Resurrección está sentado a la derecha del Padre, intercediendo por nosotros y lográndonos de esta forma una salvación definitiva.

           Como los sacerdotes del Antiguo Testamento eran pecadores, tenían que ofrecer continuos sacrificios de animales por sus propios pecados y por los pecados del pueblo. Pero todos estos sacrificios no conseguían erradicar el pecado: los hombres permanecían alejados de Dios y de su salvación. Esto no sucede con Jesucristo que, si bien estuvo sujeto -por ser hombre- a todas las debilidades humanas, no experimentó ni podía experimentar el pecado, lo cual le confería el poder de salvarnos mediante la participación en su santidad: tal convenía que fuese nuestro sumo sacerdote: santo, inocente, sin mancha, separado de los pecadores y encumbrado sobre el cielo”.

           Si los sacrificios de animales en la Antigua Alianza debían repetirse continuamente a causa de la continua recaída en el pecado, a Jesucristo le bastó con un único sacrificio, el sacrificio de sí mismo en la Cruz, un sacrificio que permanece para siempre, pues, al ser Dios, participa de su eternidad y, por ello, puede actualizarse continuamente para nosotros en la Eucaristía: ésta es mi sangre de la Alianza, que es derramada por muchos para perdón de los pecados” (Mt 26,28).

           En la Antigua Alianza la ley no era capaz de vencer al pecado, por lo que se hacía imposible la unión perfecta de los hombres con Dios. Era, por tanto, absolutamente necesario que viniera un Mesías sacerdotal, exento de pecado y capaz de quitar el pecado del mundo, un verdadero sacerdote que llevara a cabo el verdadero culto a la divinidad: la glorificación de Dios y la santificación del hombre. Este sacerdote era Cristo, como lo presenta Juan Bautista a sus discípulos: “He ahí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Jn 1,29). Era necesario un auténtico mediador entre Dios y los hombres, un mediador que participara de la divinidad y de la humanidad, alguien como Cristo: perfecto en su divinidad y perfecto en su humanidad.

           A modo de resumen.

         El sacerdocio de Jesús ya no necesita ofrecer sacrificios de animales en el templo -algo que los sacerdotes anteriores debían ofrecer cada día por sus propios pecados y por los del pueblo-, sino que se ofrece a sí mismo como víctima sin mancha en una autoinmolación necesaria para nuestra verdadera expiación. Y como “Jesús permanece para siempre”, su ofrenda sacerdotal en la Cruz no es un hecho del pasado; Jesús “tiene el sacerdocio que no pasa”, su sacrificio es siempre y en todo momento algo actual “porque vive siempre para interceder en nuestro favor”. Por eso su Eucaristía, a partir de su existencia eterna, puede hacer presente aquí y ahora su sacrificio único en virtud de su “sacerdocio que no pasa” (Hans Urs von Balthasar, Luz de la Palabra, Trigésimo primer domingo del tiempo ordinario, ciclo B).

 Aclamación al Evangelio

           Aleluya, aleluya, aleluya. El que me ama guardará mi palabra –dice el Señor–, y mi Padre lo amará, y vendremos a él.

 Lectura del santo evangelio según san Marcos - 12,28b-34

          En aquel tiempo, un escriba se acercó a Jesús y le preguntó: «¿Qué mandamiento es el primero de todos?» Respondió Jesús: «El primero es: Escucha, Israel, el Señor, nuestro Dios, es el único Señor: amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser”. El segundo es este: Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. No hay mandamiento mayor que estos». El escriba replicó: «Muy bien, Maestro, sin duda tienes razón cuando dices que el Señor es uno solo y no hay otro fuera de él; y que amarlo con todo el corazón, con todo el entendimiento y con todo el ser, y amar al prójimo como a uno mismo vale más que todos los holocaustos y sacrificios». Jesús, viendo que había respondido sensatamente, le dijo: «No estás lejos del reino de Dios». Y nadie se atrevió a hacerle más preguntas.

           Un escriba, es decir, un maestro de la ley, se acerca a Jesús para pedirle su opinión sobre cuál de los preceptos mosaicos era el más importante. Entre los mandamientos propiamente dichos, sus interpretaciones y las normas para facilitar su cumplimiento, se llegaba a la espectacular cifra de 613 preceptos, 248 positivos (hacer esto) y 365 negativos (no hacer esto o aquello). Ello hacía que fuese un tema corriente de conversación el discutir sobre cuáles entre ellos eran los más importantes. En este caso se rompe la dinámica del enfrentamiento que mantenían en su conversación con Jesús los representantes religiosos del pueblo: este letrado se dirige a Jesús, no para tenderle una trampa, como solía ocurrir en otras ocasiones, sino para conocer de su boca cuál era, según él, la quinta esencia de la voluntad de Dios, que, para los judíos, se manifestaba en la Ley. Jesús, citando textualmente el pasaje de Deuteronomio 9, 4-5, le dice cuál es el primer precepto: “Escucha, Israel, el Señor, nuestro Dios, es el único Señor: amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser, para añadir a continuación el que le sigue en importancia: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo, que aparece en el capítulo 19 del Libro del Levítico.

           Comentemos esta respuesta de Jesús antes de seguir con el relato evangélico. Jesús une el amor a Dios y el amor al prójimo en un único precepto, resumiendo en él todos los demás: mentimos, dirá más tarde San Juan, cuando decimos que amamos a Dios y pasamos del prójimo, pues “quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve” (1 Jn 4,20). Por otra parte, es el propio Jesús el que explícitamente nos dice en su discurso sobre el juicio final que quien ama con verdad a su prójimo ama también a Dios: “cuanto hicisteis (el bien que hicisteis) a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis”.  Y es que desde que Cristo se ha hecho uno de nosotros ya no se puede establecer relación con Dios ignorando la relación que él ha establecido con el hombre a través del hombre Jesús.

           Pero ello no significa que lo único que importa es el amor al prójimo, no siendo necesario el amor a Dios, sino que -así lo comenta Benedicto XVI- “el amor al prójimo es un camino para encontrar también a Dios, y que cerrar los ojos ante el prójimo nos convierte también en ciegos ante Dios” (Benedicto XVI, Deus caritas est, 16).

           Esta inseparabilidad del amor a Dios y el amor al prójimo queda sobradamente desarrollada en la primera carta de San Juan -que se recomienda leer en su totalidad-. Como muestra de ello vaya esta otra perícopa: “Todo el que cree que Jesús es el Cristo ha nacido de Dios; y todo el que ama a Aquél que da el ser ama también al que ha nacido de él. En esto conocemos que amamos a los hijos de Dios: si amamos a Dios y cumplimos sus mandamientos” (1 Jn 5, 1-2).

           El escriba elogió la respuesta de Jesús e hizo sobre la misma un breve comentario en el que concluye que el amor a Dios y el amor al prójimo como a uno mismo están por encima de todo culto y “tienen mucho más valor que todos los holocaustos y todos los sacrificios”. Probablemente, como buen conocedor de los profetas, vinieron a su mente aquellas palabras de Oseas, referidas al verdadero culto a Dios: “yo quiero amor, no sacrificios; conocimiento de Dios, y no holocaustos” (Os 6,6). Y nosotros, discípulos de Cristo, recordamos aquellas otras del apóstol Santiago: “La religión pura e intachable ante Dios Padre es ésta: visitar a los huérfanos y a las viudas en sus tribulaciones” (Sant 1,21).

           La contrarréplica de Jesús es como una felicitación, como una bienaventuranza, dirigida al escriba: “No estás lejos del reino de Dios. Una persona, no perteneciente al círculo de Jesús, se manifiesta cercana al Evangelio. Se lo dijo Jesús a Nicodemo: “El Espíritu sopla donde quiere” (Jn 3,8). Y lo oíamos también hace algunos domingos en la respuesta que dio a sus discípulos, molestos porque alguien, que no era del grupo de los doce, expulsaba demonios en su nombre: “No se lo impidáis, porque quien hace un milagro en mi nombre no puede luego hablar mal de mí. El que no está contra nosotros está a favor nuestro” (Mc 9,39).

           Se podía pensar a raíz de este relato evangélico que no existe diferencia alguna entre la concepción judía de la ley y la cristiana en lo que se refiere al amor a Dios y al prójimo. Pero la distancia en cuanto a su cumplimiento es tan grande como la que existe entre el Sacerdocio judío y el Sacerdocio de Cristo. Cuando el escriba dice que el amor a Dios y el amor al prójimo tienen más valor que todos los holocaustos y sacrificios, se está refiriendo al culto de la Antigua Alianza que, como hemos visto en la segunda lectura, se mostraba ineficaz en cuanto a la completa salvación del hombre. Esto no puede decirse del sacerdocio de Cristo, cuya ofrenda en la cruz y su actualización en la Eucaristía no son otra cosa que el perfecto cumplimiento del mandato del amor a Dios y del amor al prójimo, un amor que llegó hasta el extremo; hasta el extremo de dar la propia vida por los demás.

 Oración sobre las ofrendas

           Que este sacrificio, Señor, sea para ti una ofrenda pura y, para nosotros, una efusión santa de tu misericordia.  Por Jesucristo, nuestro Señor.

 Antífona de comunión

           Me enseñarás el sendero de la vida, me saciarás de gozo en tu presencia, Señor (cf. Sal 15,11).

           O bien:

           El Padre que vive me ha enviado, y yo vivo por el Padre; del mismo modo, el que me come vivirá por mí, dice el Señor (cf. Jn 6,58).

 Oración después de la comunión

           Te pedimos, Señor, que aumente en nosotros la acción de tu poder,  para que, alimentados con estos sacramentos del cielo,  nos preparemos, por tu gracia, a recibir tus promesas. Por Jesucristo, nuestro Señor.