Antífona de entrada
Si llevas cuenta de los delitos, Señor, ¿quién podrá resistir? Pero de ti procede el perdón, Dios de Israel (cf. Sal 129,3-4).
Oración colecta
Te pedimos, Señor, que tu gracia nos preceda y acompañe, y nos sostenga continuamente en las buenas obras. Por nuestro Señor Jesucristo.
Lectura del libro de la Sabiduría - 7,7-11
Supliqué y me fue dada la prudencia, invoqué y vino a mí el espíritu de sabiduría. La preferí a cetros y tronos y a su lado en nada tuve la riqueza. No la equiparé a la piedra más preciosa, porque todo el oro ante ella es un poco de arena y junto a ella la plata es como el barro. La quise más que a la salud y la belleza y la preferí a la misma luz, porque su resplandor no tiene ocaso. Con ella me vinieron todos los bienes juntos, tiene en sus manos riquezas incontables.
No era necesaria la Revelación del Dios bíblico para descubrir que las riquezas de la inteligencia y, sobre todo, las del corazón, valen inmensamente más que todo aquello con lo que el mundo pretende hacernos felices: placeres, salud, posesiones, prestigio social, poder; son consideraciones filosóficas que están al alcance de cualquier persona que se ponga a reflexionar sobre el sentido de la existencia humana y sobre el modo de encontrar lo que realmente merece la pena para sentirse libre y feliz.
Pero, si a estas convicciones puede llegarse al margen de toda fe, ¿por qué aparecen en un libro de la Biblia. ¿Qué añaden de más estas palabras para que podamos considerarlas inspiradas por Dios? Ésta podía ser la respuesta a esta pregunta: en estas palabras que acabamos de oír, no sólo encontramos una filosofía que pueda ayudarnos a encarar las adversidades de la vida, sino, sobre todo, un camino que ponga al creyente en la onda del mismo corazón de Dios, la Sabiduría misma.
A una persona familiarizada con la Sagrada Escritura le traen probablemente a la memoria aquél sueño que tuvo Salomón al comienzo de su reinado. Al prometerle Dios todo aquello que quisiera pedirle, no le imploró -como a los ojos terrenos hubiera sido lógico- riquezas, triunfo sobre sus enemigos, prestigio y supremacía ante los reyes del mundo, sino inteligencia para gobernar a su pueblo: “Dame, Señor, un corazón atento para gobernar a tu pueblo, y para distinguir entre lo bueno y lo malo” (1 Re 3, 9). Al Señor le agradó esta súplica, humilde y sensata, de Salomón, como apreciamos en la respuesta que le dio: “Porque has pedido esto y, en vez de pedir para ti larga vida, riquezas, o la muerte de tus enemigos, has pedido discernimiento para saber juzgar, cumplo tu ruego y te doy un corazón sabio e inteligente como no lo hubo antes de ti ni lo habrá después. Y también te concedo lo que no has pedido, riquezas y gloria, como no tuvo nadie entre los reyes.” (1 Re 3, 11-13).
Esta sabiduría, tan ensalzada en la lectura que acabamos de oír, no es una capacidad innata que poseen determinadas personas, dotadas de unas cualidades especiales -políticos, literatos, científicos, filósofos-, ni se consigue a través del esfuerzo personal. La Sabiduría a la que se refiere el autor sagrado es siempre un don que, como dice el apóstol Santiago, desciende de lo alto, del Padre de las luces (Sant 1,17), y, como en el caso del rey Salomón, se concede a quienes humildemente la piden en la oración: “Supliqué y me fue dada la prudencia, invoqué y vino a mí el espíritu de sabiduría”.
Salmo responsorial – 89
Sácianos de tu misericordia, Señor, y estaremos alegres.
San Pablo exhorta a sus hermanos de Filipo a vivir en permanente alegría: “Estad siempre alegres en el Señor” (Flp 4, 4). Está muy justificada esta exhortación del apóstol, ya que, por la misericordia de Dios, tienen la certeza de que “la paz de Dios, que supera todo conocimiento, custodiará sus corazones y sus pensamientos en Cristo Jesús” (Fil 4, 7).
Es ésta una alegría que brota, no del bienestar material o de los gozos y placeres sensibles, sino saberse amados por Dios. Una alegría que, como la sabiduría, procede de Dios y que se nos concede siempre que tengamos un verdadero deseo de tenerla, un deseo hecho oración: “Sácianos de tu misericordia, Señor, y estaremos alegres”.
Enséñanos a calcular nuestros años, para que adquiramos un corazón sensato. Vuélvete, Señor, ¿hasta cuándo? Ten compasión de tus siervos.
El salmista, en nombre de sus correligionarios y pensando en la caducidad de la vida humana, pide al Señor que le dé la sabiduría para no desperdiciar los pocos años que le quedan de vida, sino aprovecharlos dando frutos de buenas obras. Nos viene de nuevo a la memoria el pasaje bíblico de Salomón: “Concede a tu siervo un corazón comprensivo, para juzgar a tu pueblo, para discernir entre el bien y el mal”. Es la sabiduría a la que se refiere la primera lectura. Tener un corazón sensato tiene inmensamente más valor que cualquier ofrecimiento que el mundo pueda hacernos: “Todo el oro es ante la sabiduría un poco de arena y, comparada con la sabiduría, la plata es como el barro”. Pero esta sensatez del corazón -esta sabiduría- no es algo que podamos conseguir con nuestras fuerzas: es, como hemos comentado en la primera lectura, el gran regalo con el que Dios quiere obsequiarnos, es Dios que, como maestro de nuestra alma, quiere habitar en nuestro interior para susurrarnos el camino de su salvación. El salmista no puede acallar su impaciencia ante la ausencia de Dios en su vida: “Vuélvete, Señor, ¿hasta cuándo? Ten compasión de tus siervos.
Por la mañana sácianos de tu misericordia, y toda nuestra vida será alegría y júbilo. Danos alegría, por los días en que nos afligiste, por los años en que sufrimos desdichas.
La mañana es el momento en el que nos despertamos de la oscuridad del sueño. Que toda nuestra vida sea una permanente mañana en la que rechacemos, una y otra vez, las tinieblas de nuestros apegos terrenos, de nuestras idolatrías, de nuestras infidelidades al Dios que nos ama más que nos amamos nosotros mismos. Le suplicamos que nos colme de su amor: de esta forma, todo nuestro ser saltará de júbilo. El salmista se cree con derecho a esta alegría por haber vivido mucho tiempo en la aflicción y en la desdicha. Probablemente se está refiriendo a los cincuenta años que el pueblo estuvo desterrado en Babilonia.
Que tus siervos vean tu acción y sus hijos tu gloria. Baje a nosotros la bondad del Señor y haga prósperas las obras de nuestras manos. Sí, haga prósperas las obras de nuestras manos.
Directamente el salmista se dirige a Dios para suplicarle que abra los ojos de sus fieles y de sus hijos para que contemplen ( = se conciencien de) las maravillas que ha obrado en ellos. Nosotros, por nuestra parte, le pedimos que abra los ojos de nuestro corazón para que disfrutemos de la mejor obra Dios, la persona de Jesucristo: “De tal manera amó Dios al mundo, que envió a su Hijo unigénito, para que todo aquel que cree en El, no se pierda, sino que tenga vida eterna” (Jn 3, 16).
“Todo don perfecto desciende de lo alto, del Padre de las luces, en el cual no hay mudanza, ni sombra de variación” (Sant 1,17). Pedimos al Padre que nos envíe ese don perfecto, que es Jesucristo, pues unidos Él, realizaremos obras de vida eterna: “Baje a nosotros su bondad y haga prósperas las obras de nuestras manos”.
Lectura de la carta a los Hebreos - 4,12-13
Hermanos: La palabra de Dios es viva y eficaz, más tajante que espada de doble filo; penetra hasta el punto donde se dividen alma y espíritu, coyunturas y tuétanos; juzga los deseos e intenciones del corazón. Nada se le oculta; todo está patente y descubierto a los ojos de aquel a quien hemos de rendir cuentas.
La palabra de Dios es viva
Cuando, en el discurso del pan de vida se produjo tal escándalo, que provoca aquella desbandada, Jesús pregunta a sus discípulos si ellos quieren marcharse también. Pedro, en nombre de los doce, reacciona, probablemente sin conocer todo el alcance de sus palabras, de esta manera: “Señor, ¿dónde vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna” (Jn 6, 68).
En efecto. La Palabra de Dios es la vida de los hombres, no lo que el mundo llama vida -limitada a un espacio de tiempo y llena de sufrimientos e incertidumbres-, sino la vida de verdad, la que realmente corresponde a los hombres por haber sido destinados por Dios a participar en su mismo ser. “En la Palabra estaba la vida y la vida era la luz de los hombres” (Jn 1, 4).
La Palabra de Dios “es eficaz”; no se la lleva el viento, como sucede con nuestras palabras, sino que siempre -siempre que la escuchamos con fe y confianza- produce sus frutos. Así nos lo dice el profeta Isaías: “Como descienden la lluvia y la nieve de los cielos y no vuelven allá, sino que empapan la tierra, la fecundan y la hacen germinar, para que dé simiente al sembrador y pan para comer, así será mi palabra, la que salga de mi boca, que no tornará a mí de vacío, sin que haya realizado lo que me plugo y haya cumplido aquello a que la envié”. (Is 55,10-11).
La Palabra de Dios “es más tajante que una espada de doble filo; penetra hasta el punto donde se dividen alma y espíritu, coyunturas y tuétanos”, Una fina fina espada que penetra en nuestro ser más profundo para extraer los tumores mortales que nos ahogan y para que descubramos las infidelidades a Dios, de las que, muchas veces, ni siquiera tenemos conciencia, pero que nos arrastran por el camino de la perdición: “Absuélveme, Señor, de lo que se me oculta”, reza el salmo 19. Es la Palabra de Dios la que llega hasta donde se dividen los vaivenes y apetencias mundanas del alma -que nos inclinan a una vida al margen de Dios- y los deseos del espíritu, siempre dispuestos a obedecer a los dictados divinos; es la Palabra hecha carne en Jesucristo, la que nos exhorta a velar y a orar para que estos deseos del espíritu se impongan a los movimientos carnales del alma: “Velad y orad, para que no caigáis en tentación; que el espíritu está pronto, pero la carne es débil” (Mc 14, 38); es la Palabra de Dios la que “juzga los deseos e intenciones del corazón” del hombre, no con el fin de condenarle, sino para que éste se sume al proyecto benevolente de Dios con la humanidad: “no envió Dios a su Hijo -a su Palabra- al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él”.
“Nada se le oculta -a la Palabra-: todo está patente y descubierto a los ojos de aquel a quien hemos de rendir cuentas”. A esta Palabra, es decir, a Jesucristo, a quien, como Dios que es, tendremos que dar cuenta de nuestra vida, nada se le oculta: Él conoce todo lo que se esconde en nuestro corazón: “El Señor iluminará los secretos de las tinieblas y pondrá de manifiesto los designios de los corazones” (1 Cor 4,5).
Aclamación al Evangelio
Aleluya, aleluya, aleluya. Bienaventurados los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos.
Lectura del santo evangelio según san Marcos - 10,17-30
[En aquel tiempo, cuando salía Jesús al camino, se le acercó uno corriendo, se arrodilló ante él y le preguntó: «Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?» Jesús le contestó: «¿Por qué me llamas bueno? No hay nadie bueno más que Dios. Ya sabes los mandamientos: no matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso testimonio, no estafarás, honra a tu padre y a tu madre». Él replicó: «Maestro, todo eso lo he cumplido desde mi juventud». Jesús se quedó mirándolo, lo amó y le dijo: «Una cosa te falta: anda, vende lo que tienes, dáselo a los pobres, así tendrás un tesoro en el cielo, y luego ven y sígueme». A estas palabras, él frunció el ceño y se marchó triste porque era muy rico. Jesús, mirando alrededor, dijo a sus discípulos: «¡Qué difícil les será entrar en el reino de Dios a los que tienen riquezas!» Los discípulos quedaron sorprendidos de estas palabras. Pero Jesús añadió: «Hijos, ¡qué difícil es entrar en el reino de Dios! Más fácil le es a un camello pasar por el ojo de una aguja, que a un rico entrar en el reino de Dios». Ellos se espantaron y comentaban: «Entonces, ¿quién puede salvarse?» Jesús se les quedó mirando y les dijo: «Es imposible para los hombres, no para Dios. Dios lo puede todo».] Pedro se puso a decirle: «Ya ves que nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido». Jesús dijo: «En verdad os digo que no hay nadie que haya dejado casa, o hermanos o hermanas, o madre o padre, o hijos o tierras, por mí y por el evangelio, que no reciba ahora, en este tiempo, cien veces más –casas y hermanos y hermanas y madres e hijos y tierras, con persecuciones– y en la edad futura, vida eterna».
La pregunta del joven rico no es para tender una trampa a Jesús, como sucedía con los fariseos: este hombre, que, manifiesta un gran respeto y hasta veneración por Jesús -“se arrodilló ante él-, debía tener un verdadero interés en lo que Dios tiene preparado para los que le temen: “Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?”. Jesús, al darse cuenta de que se dirige a él como a un rabino más y, por tanto, como a un hombre, le aclara que el calificativo “bueno” solamente corresponde a Dios: considerar al hombre como bueno sería darle, de alguna manera, la categoría de Dios.
Y ahora sí. Jesús le responde que para tener derecho a la vida eterna debe observar los mandamientos de la Ley: “no matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso testimonio, no estafarás, honra a tu padre y a tu madre”.
Este hombre, como buen judío, lleva observando estos mandamientos desde su juventud, y así se lo dice a Jesús. Pero Jesús, en lugar de felicitarle por su buena conducta, le hace ver que los mandamientos son sólo una etapa del camino hacia la perfección a la que Dios nos llama: “Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt 5,48). “Una cosa te falta: anda, vende lo que tienes, dáselo a los pobres, así tendrás un tesoro en el cielo, y luego ven y sígueme”. Es decir, libérate de todo aquello que te tiene aprisionado, en este caso, de las riquezas, y vente conmigo. Jesús le ha puesto el dedo en la llaga: este hombre no cumple, o cumple imperfectamente, el primer mandamiento de todos: amar a Dios sobre todas las cosas; su apego a las riquezas, además, bloquea el camino hacia la verdadera riqueza: “tendrás un tesoro en el cielo”. Esta respuesta de Jesús le hizo, probablemente, tomar conciencia del muro que le impedía acceder a los verdaderos caminos del Señor, muro que, por el momento no se decide a derribar. El joven, lleno de tristeza, se marchó cabizbajo.
Jesús aprovecha este episodio, del que todos los que lo acompañaban fueron testigos, para advertir de la peligrosidad de las riquezas: “¡Qué difícil les será entrar en el reino de Dios a los que tienen riquezas!”. Y, sin dar tiempo a que asimilen estas palabras, las exagera a un nivel prácticamente imposible: “Más fácil le es a un camello pasar por el ojo de una aguja, que a un rico entrar en el reino de Dios”. El asombro de los discípulos se transforma en espanto y en desánimo: “¿Quien puede, entonces, salvarse?”.
Y nosotros nos preguntamos: ¿qué poder tienen sobre nosotros las riquezas para que Jesús las anatematice de esta manera? Probablemente, al hablar así, Jesús esté pensando que, casi siempre, en lugar de dominarlas y poseerlas, son ellas las que nos poseen a nosotros, o que el mal uso que normalmente hacemos de ellas nos puede enclaustra en el egoísmo, olvidándonos de las personas que nos necesitan, o que el vivir apoyados en ellas nos instala en la autosuficiencia, lo más contrario a la buena noticia del Evangelio, que sólo la reciben los pobres y humildes de corazón.
Contra este poder de las riquezas se alza el dominio de Dios sobre todas las cosas: la salvación del hombre está garantizada para todo aquél que la desee, puesto que lo que “es imposible para los hombres, no lo es para Dios, que todo lo puede”. En nuestra mente resuenan innumerable expresiones bíblicas, en las que se pone de manifiesto el poder absoluto de Dios y de la fe en Dios, un poder que convierte lo imposible en real: “todo es posible para el que cree” (Mc 9,23); “creyó -se refiere a Abraham, nuestro Padre en la fe- a aquél que da la vida a los muertos y llama a las cosas que no son para que sean” (Rm 4,17); “si tuvierais fe como un grano de mostaza, diréis a este monte: "Desplázate de aquí allá", y se desplazará, y nada os será imposible” (Mt 17,20), “Hija, tu fe te ha salvado; vete en paz y queda curada de tu enfermedad” (Mc 5,34).
Pedro, en nombre de sus compañeros, alardea ante Jesús de haberlo dejado todo para seguirle. Indirectamente quiere saber de labios de Jesús el destino que les espera a él y a sus compañeros. Con estas palabras, Pedro y los demás discípulos se sitúan todavía en la lógica del mérito y, por tanto, de la recompensa, no en la lógica de la gratuidad. Jesús, sin referirse concretamente a ellos, sentencia de esta forma: todo aquél que se desprenda de casa, hermanos, padres e hijos recibirá ya en esta vida cien veces más, aunque con persecuciones, y en el mundo futuro la vida eterna. Este desprendimiento no es por menosprecio de los bienes sensibles y materiales, sino porque con esta renuncia escoge la verdadera riqueza, aquélla que nada ni nadie nos puede quitar: “Vended vuestros bienes y dad limosna. Haceos bolsas que no se deterioran, un tesoro inagotable en los cielos, donde no llega el ladrón, ni la polilla” (Lc 12,33). Una riqueza que no es la recompensa por nuestros méritos, sino el puro don de Dios.
Oración sobre las ofrendas
Acepta las súplicas de tus fieles, Señor, juntamente con estas ofrendas, para que lleguemos a la gloria del cielo mediante esta piadosa celebración. Por Jesucristo, nuestro Señor.
Antífona de comunión
Los ricos empobrecen y pasan hambre, los que buscan al Señor no carecen de nada (Sal 33,11)
O bien:
Cuando se manifieste el Señor, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es (cf. 1 Jn 3,2).
Oración después de la comunión
Señor, pedimos humildemente a tu majestad que, así como nos fortaleces con alimento del santísimo Cuerpo y Sangre de tu Hijo, nos hagas participar de su naturaleza divina. or Jesucristo, nuestro Señor.