Vigesimonoveno domingo del tiempo ordinario

 

Antífona de entrada

          Yo te invoco porque tú me respondes, Dios mío; inclina el oído y escucha mis palabras. Guárdame como a las niñas de tus ojos, a la sombra de tus alas escóndeme (Sal 16,6. 8).

Oración colecta

          Dios todopoderoso y eterno, haz que te presentemos una voluntad solícita y estable, y sirvamos a tu grandeza con sincero corazón. Por nuestro Señor Jesucristo.

Lectura del libro de Isaías -53,10-11

          El Señor quiso triturarlo con el sufrimiento, y entregar su vida como expiación: verá su descendencia, prolongará sus años, lo que el Señor quiere prosperará por su mano. Por los trabajos de su alma verá la luz, el justo se saciará de conocimiento. Mi siervo justificará a muchos, porque cargó con los crímenes de ellos.

          Estos dos versículos de Isaías se encuadran dentro de los famosos “Cantos del Siervo de Yahvé”. Se escribieron durante los años en los que Israel se encontraba desterrado en Babilonia -seis siglos antes de Cristo- en un contexto evidente de persecución.  No existen indicios literarios dentro del texto para concluir que este siervo sufriente se identifique con una persona concreta. Más bien, el conjunto del texto -y así lo infieren la mayoría de los exégetas- apunta al propio Israel que, en estos momentos, está siendo objeto de una cruel y prolongada persecución: atormentado por un pueblo extraño, convertido en el ´hazmerreír´ de los habitantes de un país extranjero, y, lo que es más grave, acuciado por la sospecha de que Dios lo ha abandonado.  

          “El Señor quiso triturarlo con el sufrimiento, y entregar su vida como expiación”.

          De esta afirmación se podía concluir, no sin algo de lógica, que el Dios bíblico se complace en el sufrimiento de los hombres, permitiendo la muerte de algunos para expiar los pecados de otros. Esta conclusión está absolutamente fuera de lugar en sí misma y porque contradice infinidad de pasajes bíblicos, que nos hablan de un Dios de amor y misericordioso, que se revela a Israel con el único afán de salvar a su pueblo y, a través de él, a toda la humanidad. Así lo vemos, por poner algunos ejemplos, en estas palabras del profeta Ezequiel: “¿Acaso me complazco yo en la muerte del malvado, oráculo del Señor Yahveh, y no más bien en que se convierta de su conducta y viva”;  o en estas otras de Jeremías: “Con amor eterno te he amado; por tanto, te he prolongado mi misericordia” (Jr 31:3); o en este fragmento de Isaías, en el que brilla el amor de Dios por toda la humanidad: El Señor todopoderoso preparará en este monte para todos los pueblos un festín de manjares suculentos, un festín de vinos excelentes, de exquisitos manjares, de vinos refinados” (Is 25,6).

          Volviendo a nuestra lectura, el autor sagrado intenta dar a su pueblo,  oprimido en Babilonia, razones para vivir y para esperar en el Dios de la Alianza, en el Dios que “mantiene su fidelidad perpetuamente” (Sal 145, 6). Es como si les  dijese: vuestro sufrimiento no es inútil: al contrario, tiene un sentido salvador, pues es Dios mismo el que en estos momentos angustiosos está a vuestro lado, no para castigaros sin remedio, sino para dar sentido, luz y conocimiento a vuestra vida: “Por los trabajos de su alma verá la luz, el justo se saciará de conocimiento”, y para que comprobéis la fidelidad del Señor a las promesas que, un día, hiciera a Abraham: “Verá su descendencia, prolongará sus años”, pues “lo que el Señor quiere prosperará por su mano”.

          Y cuando se trata de un sufrimiento provocado por otros -como ahora es el caso-  la solución no es el ojo por ojo o el diente por diente, sino el responder a los ultrajes con amor, como Cristo que, desde lo alto de la cruz, disculpaba a sus verdugos: ¨Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc 23, 34). Sólo el amor y el perdón pueden curar las heridas que los hombres nos hacemos unos a otros. Frente al odio y la violencia, Jesús nos exhorta a amar a nuestros enemigos, a bendecid a los que nos maldicen, a hacer bien a los que nos aborrecen, a orar por los que nos ultrajan y persiguen (Mt 5, 43-44).

          “Mi siervo justificará a muchos, porque cargó con los crímenes de ellos.

          Esta es la única forma de salvar a la humanidad: hacer nuestras las culpas de los demás, como hizo Cristo, que, al morir por todos los hombres, proclamó la única verdad que salva: el amor de Dios sin medida, un amor hasta el extremo de dar la vida por los demás: “habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo -y los suyos somos todos- los amó hasta el final” (Jn 13, 1).

Salmo responsorial – 32

 Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros, como lo esperamos de ti.

 La palabra del Señor es sincera, y sus acciones son leales; él ama la justicia y el derecho, y su misericordia llena la tierra.

           La misericordia del Señor llena la tierra. Toda una profesión de fe, como anticipo de lo que va ser la completa revelación de Dios como amor. El creyente puede atravesar la vida entre alegrías, sufrimientos y pruebas, pero siempre con la certeza de que está sostenido por una gran verdad: la tierra, en la que realiza su existencia, aunque envuelta ésta (su existencia) en incertidumbres y ambigüedades, está llena del amor de Dios, un Dios que se desvive por nosotros y que establece el derecho y la justicia -“Él ama la justicia y el derecho”-. Ello, junto con la conciencia tranquilizadora de que “La palabra del Señor es sincera y todas sus acciones son leales”, le lleva al gozo que nace de la certeza de que el bien se impondrá sobre el mal. El cristiano sabe que ese triunfo del bien y de la verdad ha llegado con Cristo, en quien Dios se ha revelado como amor infinito a su creación y a la humanidad, un amor de Padre, de Hermano -Cristo- y de Amigo -Espíritu Santo-. El amor de Dios a la humanidad es tan viejo como el mundo, un amor que se refleja en la creación de la naturaleza y de todo el universo.

 Los ojos del Señor están puestos en quien lo teme, en los que esperan en su misericordia, para librar sus vidas de la muerte y reanimarlos en tiempo de hambre.

           No estamos solos en el Universo: estamos bajo la mirada de un Dios que nos ama más que nosotros a nosotros mismos. Eso sí. A condición de que, como pobres seres necesitados, lo esperemos todo de Él. Este ponernos en sus brazos misericordiosos es lo que hace de nosotros verdaderos temerosos de Dios, temor en el que no tiene cabida el miedo ni, mucho menos, la sospecha de la propensión por parte de Dios al castigo. Lo expresa magníficamente María en el canto del Magníficat: “El Poderoso ha hecho grandes obras en mí. Su misericordia llega de generación en generación a los que lo temen” (Lc 1:49-50). Los que lo temen son los humildes y los que tienen verdadera hambre de Dios, como Ana, como Simeón y como todos los descendientes de Abraham, que esperaban el consuelo de Israel. Todos ellos “se verán libres de la muerte y serán reanimados en tiempos de hambre”.   

 Nosotros aguardamos al Señor: él es nuestro auxilio y escudo. Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros, como lo esperamos de ti.

         Y aquí viene nuestra respuesta a este amor de Dios: sólo en Él ponemos nuestra esperanza, pues sólo Él nos salva en los momentos de peligro, sólo Él es el escudo bajo el cual nos refugiarnos en nuestras horas bajas. Nuestro deseo es que el Señor esté a nuestro lado: “Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros, como lo esperamos de ti”. Este deseo se realiza de un modo que nosotros no podíamos imaginar. Dios no sólo está a nuestro lado, está dentro de nosotros mismos: “Si alguien me ama, guardará mi palabra; y mi Padre lo amará, y vendremos a él, y haremos morada en él” (Jn 14,23). No sólo es el don del amor de Dios el que sentimos en nuestro interior: es el mismo Dios como Padre, como Hijo y como Espíritu Santo, el que quiere establecer con nosotros una íntima relación de amistad. ¿Somos conscientes de la riqueza que habita en nuestro interior o valoramos más las riquezas caducas que nos ofrece nuestro mundo?

 Lectura de la carta a los Hebreos - 4,14-16

           Hermanos: Ya que tenemos un sumo sacerdote grande que ha atravesado el cielo, Jesús, Hijo de Dios, mantengamos firme la confesión de fe. No tenemos un sumo sacerdote incapaz de compadecerse de nuestras debilidades, sino que ha sido probado en todo, como nosotros, menos en el pecado. Por eso, comparezcamos confiados ante el trono de la gracia, para alcanzar misericordia y encontrar gracia para un auxilio oportuno.

          En estos tres versículos de la carta a los Hebreos el escritor sagrado anima a sus hermanos, cristianos procedentes del judaísmo, a mantenerse firmes en la confesión de la fe”, pues tenemos un Sumo Sacerdote que, siendo uno de nosotros, intercede por nosotros delante de Dios. Probablemente estos cristianos, a los que va dirigida la carta, sufrían una agria persecución por parte de sus hermanos de raza, achacándoles que despreciaban la majestuosa grandeza de la institución sacerdotal mosaica. El escritor sagrado quiere reforzarles en su fe, arguyendo que el verdadero Sumo Sacerdote, el verdadero y único puente entre Dios y los hombres, es Cristo que, en su calidad de Dios y, al mismo tiempo, de hombre, ha penetrado y atravesado los cielos y, con Él, nos ha llevado a nosotros al trono del Altísimo.

           En la Antigua Alianza, el Sumo Sacerdote era el puente a través del cual el pueblo, perteneciente al mundo profano e impuro, podía implorar a un Dios totalmente inaccesible. Cierto es que este Dios podía acercarse a los hombres, pero sólo a través de un mediador, un mediador que debía ser sacado del mundo profano a través del rito de la consagración. Este Sumo Sacerdote tenía que ser -así lo dictaminó Moisés- de la tribu de Leví y, además, de la familia de Aarón. Jesús no cumplía estas condiciones: ni era de la tribu de Leví ni, mucho menos, de la casa de Aarón y, para colmo, había sido condenado a morir en una cruz como un blasfemo, un acto, de alguna manera, religioso pues se quitaba del medio a un enemigo del pueblo.

           De la forma más insospechada -nos dice el autor de esta carta- Dios ha venido a la humanidad, identificándose con ella, es decir, haciéndose hombre; la humanidad, por su parte, se ha hecho familiar de la divinidad en el hombre Jesús. Para el cristiano se trata de un camino de venida y vuelta: Dios ha venido a nosotros, al encarnarse en Jesús de Nazaret, y Jesús de Nazaret, un hermano nuestro, ha atravesado los cielos al resucitar de entre los muertos. Nosotros, por nuestra parte, unidos en un solo cuerpo con Él, nos hemos acercado, a través de Él, al trono de la gracia. Con Cristo, la inaccesibilidad de Dios ha desaparecido completamente.

           Este Sumo Sacerdote, Cristo, nos entiende perfectamente, pues ha experimentado todas las flaquezas y debilidades humanas, la tentación, el sufrimiento y la muerte, con la excepción del pecado (Cristo no podía pecar ni como hombre -pues quien pecaría en realidad sería la persona divina-, ni como Dios, el Santo por esencia). Pero, precisamente porque en Él no tenía cabida el pecado, no podía no solidarizarse nuestras debilidades.

           Por ello -continúa el autor sagrado- tenemos todos los motivos y todas las razones para caminar con plena confianza y seguridad hacia Dios -de quien proceden todos los bienes- con el fin de alcanzar su perdón y su amor misericordioso, y tener siempre a nuestra disposición la gracia que nos ayudará siempre, pero, de modo particular, en los momentos de decaimiento y persecución: Por eso, comparezcamos confiados ante el trono de la gracia, para alcanzar misericordia y encontrar gracia para un auxilio oportuno”.

 Aclamación al Evangelio

           Aleluya, aleluya, aleluya. El Hijo del hombre ha venido a servir y dar su vida en rescate por muchos.

 Lectura del santo evangelio según san Marcos - 10,35-45

           En aquel tiempo, se acercaron a Jesús los hijos de Zebedeo, Santiago y Juan, y le dijeron: «Maestro, queremos que nos hagas lo que te vamos a pedir». Les preguntó: «¿Qué queréis que haga por vosotros?» Contestaron: «Concédenos sentarnos en tu gloria uno a tu derecha y otro a tu izquierda». Jesús replicó: «No sabéis lo que pedís, ¿podéis beber el cáliz que yo he de beber, o bautizaros con el bautismo con que yo me voy a bautizar?» Contestaron: «Podemos». Jesús les dijo: «El cáliz que yo voy a beber lo beberéis, y seréis bautizados con el bautismo con que yo me voy a bautizar, pero el sentarse a mi derecha o a mi izquierda no me toca a mí concederlo, sino que es para quienes está reservado». Los otros diez, al oír aquello, se indignaron contra Santiago y Juan. [Jesús, llamándolos, les dijo: «Sabéis que los que son reconocidos como jefes de los pueblos los tiranizan, y que los grandes los oprimen. No será así entre vosotros: el que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor; y el que quiera ser primero, sea esclavo de todos. Porque el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en rescate por muchos».]

           Iban de camino hacia Jerusalén. Jesús acababa de anunciarles por tercera vez su trágico final: su pasión, su muerte y, también, su Resurrección. Juan y Santiago, los hijos de Zebedeo, a quienes Jesús les puso el apodo de “hijos del trueno”, le piden a Jesús, imbuidos todavía por la mentalidad triunfalista del reino que Jesús iba a establecer, que, cuando haya resucitado, les conceda el puesto principal a su lado, uno a su derecha y otro a su izquierda. Es ésta, de alguna forma, una repetición de aquella otra discusión de los discípulos sobre cuál de ellos iba a ser el más importante en el Reino de los cielos, sólo que ahora protagonizada por Juan y Santiago. Los diez discípulos restantes se irritan ante esta pretensión de los dos hermanos, lo que significa que tanto unos como otros siguen sin entender la verdadera naturaleza del reinado que Jesús viene a instaurar.

           La respuesta de Jesús tiene como objetivo descubrir a estos dos discípulos su mentalidad puramente humana y terrestre. En efecto, siguen sin comprender que el seguimiento de Jesús no es un camino de rosas, sino de incomprensiones, de sufrimientos y de muerte, como paso para alcanzar la participación en su gloria: “¿Podéis beber el cáliz que yo he de beber o bautizaros con el bautismo con que yo me voy a bautizar?”. La respuesta afirmativa y de confianza en sí mismos manifiesta que están muy lejos de comprender el camino que conlleva el ser discípulos de Cristo. Ciertamente les anuncia que beberán este cáliz y que serán bautizados con el bautismo de sufrimiento y muerte con el que Él será bautizado, pero, aunque así sea, ello no les da pie a ningún tipo de pretensión a los puestos de honor de su reino. Lo que el evangelista quiere comunicar a la comunidad es que es Dios quien dispone del camino concreto que debe llevar el hombre: a éste sólo le queda la tarea de someterse a las disposiciones divinas. El lugar que cada uno ocupará en la otra vida no es cosa nuestra, sino de Dios, de acuerdo con el proyecto divino sobre la humanidad y sobre cada hombre: “el sentarse a mi derecha o a mi izquierda no me toca a mí concederlo, sino que es para quienes está reservado”. Sabemos  que Dios nos tiene preparado un lugar y esta certeza basta para espolearnos a la realización del amor y a descubrir mediante nuestro compromiso con el Reino las obras que el Padre ha dispuesto que realicemos.

           A estos dos discípulos, que aspiran a la soberanía, y a todos cuantos quieran seguirlo, les exhorta Jesús a que, dejando a un lado el ansia de poder, dediquen su vida a los demás desde una actitud de servicio, un servicio llevado a cabo desde la plena humildad, es decir, desde el último lugar:  el que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor; y el que quiera ser primero, sea esclavo de todos”. De esta forma, nuestra vida tendrá un sentido grandioso, pues realizaremos la vocación para la que Dios nos puso en la existencia: ser como Él, aunque en calidad de hijos, de Cristo, que “no vino al mundo para ser servido, sino para servir y dar la vida en rescate por muchos”. A ello estamos llamados, a servir a los demás hasta dar la vida por ellos y siempre desde el último lugar, el del esclavo.

           Se me ocurre terminar con estos versos, grabados en la entrada de la cripta de la Basílica de San Vicente de Ávila. En ella se venera una imagen de la Virgen bajo la advocación de “la Soterraña”. Quizá nos estimulen a ejercitar la humildad de ponernos en el último puesto en el servicio a los hombres, nuestros hermanos.

 Si a la Soterraña vas, Ve, que la Virgen te espera;

que, por aquesta escalera, quien más baja sube más.

Pon del silencio el compás a lo que vayas pensando.

Baja y subirás volando al cielo de tu consuelo;

que para subir al cielo se sube siempre bajando.


Oración sobre las ofrendas

           Concédenos, Señor, estar al servicio de tus dones con un corazón libre, para que, con la purificación de tu gracia, nos sintamos limpios por los mismos misterios que celebramos. Por Jesucristo, nuestro Señor.

 Antífona de comunión

           Los ojos del Señor están puestos en quien lo teme, en los que esperan su misericordia, para librar sus vidas de la muerte y reanimarlos en tiempo de hambre (Sal 32,18-19)

           O bien:

          El Hijo del hombre ha venido para dar su vida en rescate por muchos (Mc 10,45).

 Oración después de la comunión

           Señor, haz que nos sea provechosa la celebración de las realidades del cielo, para que nos auxilien los bienes temporales y seamos instruidos por los eternos. Por Jesucristo, nuestro Señor.