Cuarto domingo de Cuaresma Ciclo C
Antífona de entrada
Alégrate, Jerusalén, reuníos todos los que la amáis, regocijaos los que estuvisteis tristes para que exultéis; mamaréis a sus pechos y os saciaréis de sus consuelos (cf. Is 66,10-11).
Oración colecta
Oh, Dios, que, por tu Verbo, realizas de modo admirable la reconciliación del género humano, haz que el pueblo cristiano se apresure, con fe gozosa y entrega diligente, a celebrar las próximas fiestas pascuales. Por nuestro Señor Jesucristo.
En esta oración consideramos que la humanidad, enemistada con Dios y consigo misma por haber roto su inclinación natural al bien, ha vuelto al proyecto originario para el que fue creada a través de la misión que realizó en este mundo Jesucristo, la Palabra de Dios hecha carne. Alegres por esta recuperación, elevamos nuestras plegarias al Padre, para que los cristianos pongamos todas nuestras energías en prepararnos espiritualmente para sacar los mayores frutos de la celebración de la Pascua de Resurrección.
Lectura del libro de Josué - 5,9a. 10-12
En aquellos días, dijo el Señor a Josué: «Hoy os he quitado de encima el oprobio de Egipto». Los hijos de Israel acamparon en Guilgal y celebraron allí la Pascua al atardecer del día catorce del mes, en la estepa de Jericó. Al día siguiente a la Pascua, comieron ya de los productos de la tierra: ese día, panes ácimos y espigas tostadas. Y desde ese día en que comenzaron a comer de los productos de la tierra, cesó el maná. Los hijos de Israel ya no tuvieron maná, sino que ya aquel año comieron de la cosecha de la tierra de Canaán.
Cuando Moisés muere, junto al Monte Nebó. a las puertas de la tierra de la promesa, asume el mando y la dirección del pueblo su mano derecha, Josué. Con él entra el pueblo en el país que maná leche y miel y es a él a quien van dirigidas estas palabras del Señor, que celebran la definitiva liberación de la esclavitud a la que habían estado sometidos los israelitas durante cuatrocientos años: “Hoy os he quitado de encima el oprobio de Egipto”.
Los hijos de Israel entraron en Palestina por la orilla oriental del Jordán y, una vez que, de forma milagrosa, atravesaron el río, armaron su primer campamento en las llanuras de Jericó, lugar que Josué llamó Guilgal. Allí celebraron la primera Pascua de la nueva etapa que se iniciaba y en ella, como en todas las celebraciones pascuales, los israelitas volvieron a recordar la liberación del poder de los egipcios, el paso milagroso del Mar Rojo y las demás intervenciones durante la etapa del desierto, hechos a los que ahora se unían las últimas intervenciones de Dios: la travesía, también milagrosa, del Jordán y la entrada en la tierra prmetida. Las dos travesías, la del Mar Rojo y la del Jordán, se entrecruzan en este momento, resumiendo en un solo acto todas las hazañas de Dios en favor de Israel. Así lo expresa el salmo 114: “¿Qué te pasa, mar, que huyes, y a ti, Jordán, que te echas atrás? Todos estos recuerdos tienen la finalidad de invitar a Israel a reconocer que todo lo que es y tiene lo ha recibido de Dios y que su única razón de ser como pueblo es el haber sido elegido para, a través de él, llevar el nombre de Dios a todos los pueblos.
Al día siguiente de esta primera celebración pascual, los israelitas, dejando atrás la dieta del desierto, comenzaron a alimentarse de los productos de la nueva tierra, en un principio de panes sin fermentar -nos recuerda la noche de la salida de Egipto- y espigas tostadas.
Aquella primera celebración de la Pascua de los israelitas en la tierra prometida fue un anticipo de nuestras celebraciones eucarísticas. Igual que ellos atravesaron las aguas del Mar Rojo y del Jordán, nosotros celebramos haber sido salvados por Cristo de las aguas de la muerte y del pecado y haber entrado con Él en patria a la que estábamos destinados desde el principio del mundo. E, igual que ellos cambiaron el maná por los alimentos que, con su trabajo, producía su nueva tierra, nosotros hemos atravesado con Cristo las aguas de la muerte y hemos entrado con Él en la verdadera tierra de promisión, de cuyos frutos, aunque todavía en esperanza, disfrutamos ya aquí y ahora. Nuestra celebración eucarística no es una repetición de lo que sucedió en el calvario y en el momento de la resurrección del Señor, sino una verdadera actualización de estos acontecimientos, derivada del actuar de Cristo que, como ser divino, todos sus actos están marcados por la eternidad. En ella reconocemos, como nuevo pueblo de Dios, que todo lo que somos y tenemos lo hemos recibido de Él, reconocimiento que nos lleva a vivir permanentemente en la alegría, en la oración y en la acción de gracias: “Estad siempre alegres. Orad constantemente. En todo dad gracias, pues esto es lo que Dios, en Cristo Jesús, quiere de vosotros” (1 Tes 5,16-18). A partir de ahora relativizamos nuestro sustento material, sabiendo que nuestro verdadero sustento procede
continua acción de gracias en ella hemos abandonado el sustento material
Este anticipo nos hace vivir a aquí desde el cielo, alimentándonos del sabroso conocimiento de Cristo todavía en esperanza reconocemos que hemos sido liberados por Cristo, el nuevo Moisés que, atravesando el muro de la muerte, nos ha hecho entrar en la verdadera tierra prometida, de la que Palestina era figura. Los frutos de nuestro trabajo en este mundo que, como todo lo demás, hemos recibido de Dios, serán el nuevo maná que alimentará
ÑNuestra celebración eucarística perpetúaoo a través del tiempo que hemos sido liberados de nuestras esclavitudes por el paso de Jesús de este mundo al Padre: nuestra redención en el calvario y nuestra vida de resucitados, una vida que comporta un alimento nuevo: el pan y el vino de la vida. Es ésta -la entrada en la tierra prometida- una de las novedades con las que la liturgia de la Iglesia nos invita a la celebración de este domingo en el que, pasado ya el ecuador de la Cuaresma, se pone el acento en la alegría la proximidad de la entrada en el tiempo pascual. A partir de este momento, los israelitas dejaron de alimentarse del maná caído del cielo para hacerlo de los frutos producidos con sus manos en la tierra en la que ahora se han instalado. Igual que los israelitas empezaron a disfrutar de los productos de la tierra -Dios dejó de enviarlos el maná cada mañana- nosotros disfrútalos ny nos alimentamos ya aquí y ahora de los bienes del cielo: @Buscad los bienes de arriba, no los de la tierra”.
Salmo responsorial – 33
Gustad y ved qué bueno es el Señor.
Bendigo al Señor en todo momento, su alabanza está siempre en mi boca;
mi alma se gloría en el Señor: que los humildes lo escuchen y se alegren.
Proclamad conmigo la grandeza del Señor, ensalcemos juntos su nombre.
Yo consulté al Señor, y me respondió, me libró de todas mis ansias.
Contempladlo, y quedaréis radiantes, vuestro rostro no se avergonzará.
El afligido invocó al Señor, él lo escuchó y lo salvó de sus angustias.MR/
La vida del salmista no tiene sentido si toda ella no se desarrolla en una continua bendición y alabanza a su Hacedor: “Bendigo al Señor en todo momento, su alabanza está siempre en mi boca”. Y ésta es también la razón de ser de la vida de todo creyente y de todo hombre de buena voluntad que, si es sincero consigo mismo, sabe que su existencia es un don recibido del Creador. Esta certeza, sobretodo si se trata de un creyente, le lleva a sentirse orgulloso, no de sí mismo, sino del Señor, que se ocupa de él y de todos los que lo escuchan . Hasta el rey Nabucodosor, después de haber sufrido los castigos del Señor por causa de sus maldades, reconoce al verdadero Dios y prorrumpe reconociendo su bondad: “Yo, Nabucodonosor, alabo y engrandezco y glorifico al Rey del cielo, porque todas sus obras son verdaderas, y sus caminos, justos, y él puede humillar a los que se muestran soberbios (Da 4:37).
En la segunda estrofa, invita a sus correligionarios a unirse a esta alabanza al Señor. El trato con quien, por amor, nos ha dado la vida y nos mantiene en la existencia no debe circunscribirse a una relación individual: yo con Dios y Dios conmigo.
El hombre verdaderamente religioso no entiende una relación con Dios al margen de los demás: no se trata de sentirme yo bien, sino, como nos dirá San Pablo en la segunda lectura, de agradar a Dios en todo y por parte de todos, cuantos más adoradores y agradecidos por su bondad tenga, mejor: “Proclamad conmigo la grandeza del Señor, ensalcemos juntos su nombre”.
Muchos son los motivos que tenemos para alabar al Señor y reconocer su bondad.. El salmista se fija en los siguientes: El Señor escucha todas nuestras súplicas -“yo consulté al Señor y me respondió”-, nos libra de todas nuestras intranquilidades e inquietudes -“me libró de todas mis ansias”-, nos contagia de la luminosidad de su rostro y nos convierte en luz para que, a su vez, nosotros iluminemos a nuestros hermanos, los hombres -“contempladlo y quedaréis radiantes”-, el Señor no permite que vivamos hundidos en la tristeza -“al afligido lo escuchó y lo salvó de sus angustias” y, como a Elías, nos acompaña en nuestro caminar por la vida protegiéndonos y alimentándonos para que no desfallezcamos en nuestro caminar -“acampa en torno a los que le temen y los protege”. Por todo ello podemos y debemos proclamar para nosotros mismos y para los demás la gran suerte de tener que tenemos al Señor a nuestro lado.
La lectura evangélica de hoy nos sumerge de lleno en discurso del Pan de Vida. El salmista no podía vislumbrar ni de lejos hasta qué punto Dios es bueno con nosotros. Es el discípulo amado, que, haciéndose portavoz de los que convivieron con Cristo en su vida mortal, testifica que vieron con sus propios ojos y palparon con sus mano al Verbo de la Vida, el que nos nos transmite en su evangelio esta bondad del Señor: “De tal manera amó Dios al mundo, que le dio su Hijo unigénito para que todo aquél que. Rea en Él no se pierda, sino que tenga la Vida eterna” (Jn 3,16). Los motivos que tienen los discípulos de Cristo para reconocer y dar gracias por esta bondad nos los suministra Él mismo. El Señor escucha y responde a nuestras oraciones -“Todo lo que pidiereis al Padre en mi nombre, lo haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo” (Jn 14,13)-; el Señor nos libra de todas nuestras inquietudes -“Os he dicho estas cosas para que en mí tengáis paz. En el mundo tendréis aflicción; pero confiad, yo he vencido al mundo” (Jn 16,33)-; nos contagia de la luminosidad de su rostro -“Yo soy la luz del mundo; el que me sigue, no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida” (Jn 8,12)-; el Señor no permite que vivamos en la tristeza -“No se turbe vuestro corazón. Creéis en Dios: creed también en mí” (Jn 14,1)-; nos acompaña en nuestro caminar y nos alimenta para que no desfallezcamos -“Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso” (Mt 11,28).
“Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá eternamente; y el pan que yo daré es mi carne por la vida del mundo”, así termina el evangelio de este domingo. Acerquémonos a la Eucaristía a comer de este pan celeste: comprobaremos la verdad de esta nueva vida, una vida que nos los lanzará sin esfuerzo por nuestra parte al servicio de nuestros hermanos y gustaremos lo bueno que es el Señor. “Gustad y ved que bueno es el Señor, dichoso el que se acoge a Él”.
Lectura de la segunda carta del apóstol san Pablo a los Corintios - 5,17-2
Hermanos: Si alguno está en Cristo es una criatura nueva. Lo viejo ha pasado, ha comenzado lo nuevo. Todo procede de Dios, que nos reconcilió consigo por medio de Cristo y nos encargó el ministerio de la reconciliación. Porque Dios mismo estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo, sin pedirles cuenta de sus pecados, y ha puesto en nosotros el mensaje de la reconciliación. Por eso, nosotros actuamos como enviados de Cristo, y es como si Dios mismo exhortara por medio de nosotros. En nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios. Al que no conocía el pecado, lo hizo pecado en favor nuestro, para que nosotros llegáramos a ser justicia de Dios en él.
Con la expresión “estar en Cristo”, sacada a colación por San Pablo en bastantes pasajes de sus cartas, se declara el modo de nuestra relación con Dios.
La fe cristiana no es tanto la adhesión a un ‘credo’, cuanto una adhesión a Cristo, que se traduce en un vivir desde Cristo, con Cristo y para Cristo, una adhesión que no hemos determinado ni decidido nosotros, sino Dios, que “que, antes de la fundación del mundo, nos bendijo con toda clase de bendiciones espirituales en Cristo y nos eligió en él para ser santos e inmaculados en su presencia” (Ef 1, 3-5).
Esta adhesión se ha hecho realidad en nosotros en nuestro bautismo, el sacramento de la iniciación cristiana que, realizado en un momento de nuestra existencia, debe ser constantemente renovado con la ayuda del Espíritu Santo para que nuestro estar con Cristo sea una realidad permanente a lo largo de nuestra vida. El “seréis bautizados con el Espíritu Santo y con el fuego” de San Juan Bautista (Mt 3,11) significa que este Espíritu, limpiándonos de nuestras actitudes pecaminosas con su fuego purificador, obra continuamente en nuestro interior el querer según Cristo y el hacer según Cristo (Fil 2,13): “el Espíritu consolador os enseñará todas las cosas y os recordará todo lo que os he dicho” (Jn 14,26).
Este estar en Cristo nos convierte en hombres nuevos, en “una nueva criatura”, una novedad que cambia nuestra valoración de las cosas -“ya no conocemos a nadie según la carne” - y nuestro modo de actuar que, en adelante, será un actuar desde lo que somos ya en esperanza, es decir, desde el cielo, “donde está Cristo sentado a la derecha de Dios” (Col 3,1). Es en el cielo donde nuestra unión con Dios es una realidad efectiva -“Dios nos reconcilió consigo por medio de Cristo” -, querida y determinada por el Padre desde toda la eternidad -“Dios estaba con Cristo reconciliando al mundo consigo sin haberle nunca pedido cuentas de sus pecados”- y es también en el cielo donde hemos recibido el encargo de llevar esta conciliación con Dios a todos los hombres: “Dios ha puesto en nosotros el mensaje de la reconciliación, para que como “enviados de Cristo”, exhortemos a los demás “como si Dios mismo exhortara a los demás por medio de nosotros”.
El apóstol hace suya esta palabra del Padre, exhortándonos a nosotros a que nos reconciliemos con Dios, reconciliación para la que no tenemos que hacer nada especial: simplemente acoger con confianza el perdón abundante que nos ha concedido a través de Cristo, el Justo, a quien el Padre identificó con el pecado para que nosotros participásemos de su justicia y santidad: “al que no conocía el pecado Dios lo hizo pecado en favor nuestro”.
Sólo de Dios procede esta reconciliación. Él previendo nuestras caídas no las tuvo en cuenta
Aclamación al Evangelio
Gloria y alabanza a ti, Cristo. Me levantaré, me pondré en camino adonde está mi padre y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti.
Lectura del santo evangelio según san Lucas - 15,1-3. 11-32
En aquel tiempo, solían acercarse a Jesús todos los publicanos y pecadores a escucharlo. Y los fariseos y los escribas murmuraban diciendo: «Ese acoge a los pecadores y come con ellos». Jesús les dijo esta parábola: «Un hombre tenía dos hijos; el menor de ellos dijo a su padre: “Padre, dame la parte que me toca de la fortuna”. El padre les repartió los bienes. No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, se marchó a un país lejano, y allí derrochó su fortuna viviendo perdidamente. Cuando lo había gastado todo, vino por aquella tierra un hambre terrible, y empezó él a pasar necesidad. Fue entonces y se contrató con uno de los ciudadanos de aquel país que lo mandó a sus campos a apacentar cerdos. Deseaba saciarjse de las algarrobas que comían los cerdos, pero nadie le daba nada. Recapacitando entonces, se dijo: “Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre. Me levantaré, me pondré en camino adonde está mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros”. Se levantó y vino adonde estaba su padre; cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se le conmovieron las entrañas; y, echando a correr, se le echó al cuello y lo cubrió de besos. Su hijo le dijo: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo”. Pero el padre dijo a sus criados: “Sacad enseguida la mejor túnica y vestídsela; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y sacrificadlo; comamos y celebremos un banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado”. Y empezaron a celebrar el banquete. Su hijo mayor estaba en el campo. Cuando al volver se acercaba a la casa, oyó la música y la danza, y llamando a uno de los criados, le preguntó qué era aquello. Este le contestó: “Ha vuelto tu hermano; y tu padre ha sacrificado el ternero cebado, porque lo ha recobrado con salud”. Él se indignó y no quería entrar, pero su padre salió e intentaba persuadirlo. Entonces él respondió a su padre: “Mira: en tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya, a mí nunca me has dado un cabrito para tener un banquete con mis amigos; en cambio, cuando ha venido ese hijo tuyo que se ha comido tus bienes con malas mujeres, le matas el ternero cebado”. El padre le dijo: “Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo; pero era preciso celebrar un banquete y alegrarse, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado”».
Las primeras líneas de la lectura son la clave para entender la parábola, mal llamada, del hijo pródigo. Como el protagonista no es ni el hijo menor ni el hijo mayor, sino el amor misericordioso y perdonador del padre, habría que llamarla “parábola del padre bueno”. La idea que provoca la parábola es la crítica que los escribas y fariseos hacen a Jesús: “Ese -Jesús- acoge a los fariseos y come con ellos”. No se trata sólo en este caso de un clasismo por parte de los fariseos: había en el fondo una buena razón teológica: los escribas y los fariseos veían una radical incompatibilidad entre la santidad de Dios y el pecado. Por tanto, si Jesús coquetea con los considerados públicamente pecadores públicos, no puede ser Dios. Es con el fin de hacerles ver que la santidad de Dios no consiste en excluir a nadie -ése es nuestro modo humano de entender la divinidad-, sino en acogernos a todos y, de modo especial, a los pecadores. Es verdad que el sentido bíblico de la palabra ‘santidad’ tiene que ver con separar, apartar y, en este sentido, Dios es el Santo por excelencia, el totalmente distinto de nosotros -“Mis pensamientos no son vuestros pensamientos, mis caminos no son vuestros caminos”-, y es precisamente en el amor, en el amor pasional de Dios en el que apreciamos la gran diferencia entre Dios y nosotros: “¿Cómo voy a dejarte, Efraím, cómo entregarte, Israel? Mi corazón está en mí trastornado, y a la vez se estremecen mis entrañas. No daré curso al ardor de mi cólera, no volveré a destruir a Efraím, porque soy Dios, no hombre; en medio de ti yo soy el Santo, y no vendré con ira” (Oseas 11,8-9). Y es para descubrirles el verdadero rostro de Dios para lo que les cuenta la incorrectamente llamada parábola “del hijo pródigo”, una de las parábolas más bellas que salieron de su boca. En esta alegoría, el protagonista no es el hijo que abandona la casa paterna y vuelve a la misma porque le aprieta la necesidad, ni el hijo mayor, considerado como el bueno por no haberse apartado nunca de las órdenes del padre. Tanto el uno como el otro entienden su relación con el padre de modo parecido, es decir, en términos de servicio y de méritos: “Ya no merezco llamarme hijo tuyo”, dice a su padre el hijo que vuelve a casa; y el mayor, molesto por la acogida de su hermano: “En tantos años como te sirvo, ... nunca me has dado un cabrito para tener un banquete con mis amigos”. El padre no quiere hablar de méritos ni de arrepentimientos, no quiere hablar de nada, él ama a sus hijos y basta: lo que le interesa es hacer una fiesta en la que dar rienda suelta a la alegría por la vuelta a casa de su hijo menor. Espontáneamente nos viene a la memoria aquel dicho de Jesús de que “en el cielo hay más gozo por un pecador que se arrepiente que por noventa y nueve justos que no necesitan arrepentimiento” (Lc 15,7).
Ésta es la lección de la parábola: con Dios no es cuestión de cálculos ni de méritos ni de aritmética. Toda la Biblia, Antiguo y Nuevo Testamento, es la historia de la lenta y paciente pedagogía de Dios por hacerse conocer tal como es, no tal como lo imaginamos. Con Dios sólo es cuestión de amor, de amor gratuito y desinteresado, de amor de padre, que se desvive por sus hijos.
Oración sobre las ofrendas
Señor, al ofrecerte alegres los dones de la eterna salvación, te rogamos nos ayudes a celebrarlos con fe verdadera y a saber ofrecértelos de modo adecuado por la salvación del mundo. Por Jesucristo, nuestro Señor
Les llamamos al pan y al vino los dones de eterna salvación porque, a las palabras del sacerdote, se van a convertir en el Cuerpo y la Sangre del Señor
Antífona de comunión
(Cuando se lee el evangelio del hijo pródigo):
Deberías alegrarte, hijo, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado (cf. Lc 15,32).
(Cuando se lee el evangelio del ciego de nacimiento):
El Señor untó mis ojos: fui, me lavé, vi y creí en Dios.
Oración después de la comunión
Oh, Dios, luz que alumbras a todo hombre que viene a este mundo, ilumina nuestros corazones con la claridad de tu gracia, para que seamos capaces de pensar siempre, y de amar con sinceridad, lo que es digno y grato a tu grandeza. Por Jesucristo, nuestro Señor.