Tercer domingo de Cuaresma C

 

Antífona de entrada

           Tengo los ojos puestos en el Señor, porque él saca mis pies de la red. Mírame, oh Dios, y ten piedad de mí, que estoy solo y afligido (Sal 24,15-16).

           O bien:

           Cuando, por medio de vosotros, haga ver mi santidad, os reuniré de todos los países; derramaré sobre vosotros un agua pura que os purificará de todas vuestras inmundicias, y os daré un espíritu nuevo, dice el Señor (cf. Ez 36,23-26).

 Oración colecta

           Oh, Dios, autor de toda misericordia y bondad, que aceptas el ayuno, la oración y la limosna  como remedio de nuestros pecados, mira con amor el reconocimiento de nuestra pequeñez y levanta con tu misericordia a los que nos sentimos abatidos por nuestra conciencia.  Por nuestro Señor Jesucristo.

           Para los filósofos antiguos, Dios era la máxima perfección y el Bien absoluto, pero de este Dios no brotaba preocupación alguna por los problemas de los hombres: sólo de un Dios que, saliendo de sí mismo, “ve la opresión de su pueblo en Egipto y oye las quejas contra sus opresores”, podemos decir que ama con corazón de padre a los hombres. A este Dios, de quien procede todo lo bueno que el hombre puede concebir, le pedimos que tenga en cuenta nuestras prácticas cuaresmales (ayunos, oraciones y limosnas) para que sirvan como remedio a nuestros egoísmo y a nuestra soberbia; que, movidos por su amor, nos ayude a aceptar nuestra pequeñez y que nos saque del pozo en el que nos han hundido nuestros pecados. Nos atrevemos a pedirlo, no porque tengamos derecho a ello, sino por los méritos de nuestro hermano mayor, Jesucristo.

 Lectura del libro del Éxodo - 3,1-8a. 13-15

          En aquellos días, Moisés pastoreaba el rebaño de su suegro Jetró, sacerdote de Madián. Llevó el rebaño trashumando por el desierto hasta llegar a Horeb, la montaña de Dios. El ángel del Señor se le apareció en una llamarada entre las zarzas. Moisés se fijó: la zarza ardía sin consumirse. Moisés se dijo: «Voy a acercarme a mirar este espectáculo admirable, a ver por qué no se quema la zarza». Viendo el Señor que Moisés se acercaba a mirar, lo llamó desde la zarza: «Moisés, Moisés». Respondió él: «Aquí estoy». Dijo Dios: «No te acerques; quítate las sandalias de los pies, pues el sitio que pisas es terreno sagrado». Y añadió: «Yo soy el Dios de tus padres, el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob». Moisés se tapó la cara, porque temía ver a Dios. El Señor le dijo: «He visto la opresión de mi pueblo en Egipto y he oído sus quejas contra los opresores; conozco sus sufrimientos. He bajado a librarlo de los egipcios, a sacarlo de esta tierra, para llevarlo a una tierra fértil y espaciosa, tierra que mana leche y miel». Moisés replicó a Dios: «Mira, yo iré a los hijos de Israel y les diré: El Dios de vuestros padres me ha enviado a vosotros”. Si ellos me preguntan: “¿Cuál es su nombre?”, ¿qué les respondo?» Dios dijo a Moisés: «“Yo soy el que soy”; esto dirás a los hijos de Israel: Yo soy” me envía a vosotros». Dios añadió: «Esto dirás a los hijos de Israel: El Señor, Dios de vuestros padres, el Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob, me envía a vosotros. Este es mi nombre para siempre: así me llamaréis de generación en generación”».

           El texto que hoy nos propone la Iglesia en la primera lectura es fundamental para entender la fe de Israel y también la nuestra. En él descubrimos, por primera vez en la historia, que Dios ama a la humanidad, algo a lo que ni las otras religiones ni la filosofía llegaron ni pudieron llegar. Para el pensar filosófico, Dios es la explicación necesaria de todo lo existente; el Ser que no debe su existencia a nada fuera de él; la perfección a la que, dentro de sus límites, aspiran los demás seres; el Bien absoluto que, por tenerlo todo y serlo todo, no necesita nada fuera de sí mismo; un Dios inmutable y cerrado en sí mismo, un Dios, ciertamente amable, pero no amante.

           En cambio, el Dios que se revela a Moisés es un Dios que, rompiendo la propia burbuja, se preocupa de los problemas de los hombres, que oye sus quejas y decide bajar al mundo para librarles de las esclavitudes a las que están sometidos, un Dios, en definitiva, cuyo ser consiste en amar: “He visto la opresión de mi pueblo ... he oído sus quejas contra los opresores; conozco sus sufrimientos. He bajado a librarlos de los egipcios, ...”

           Para entender en su justa medida esta lectura, detengámonos brevemente en la historia sagrada y recordemos los orígenes de Moisés, un niño hebreo que, salvado de las aguas, fue adoptado por la hija del Faraón y educado en el palacio real; y que, a pesar de su alta posición humana y social, no olvidó nunca la suerte de sus hermanos de sangre.

           En el momento en que ocurre el acontecimiento que hoy se nos narra, Moisés es un hombre sin patria, perseguido por el Faraón por haber matado a un egipcio, y sospechoso de traición para sus hermanos hebreos. Acogido en la familia del madianita Jetrob, con una de cuyas hijas estaba casado, recibe el encargo de cuidar el rebaño de su suegro. Y es, precisamente, ejerciendo esta tarea de pastor, cuando  acaece el episodio de la zarza que ardía sin consumirse.

           Asombrado por aquel admirable espectáculo, Moisés decide acercarse para contemplarlo de cerca, pero es detenido por una voz que le llama por su nombre desde la zarza. “No te acerques; quítate las sandalias de los pies, pues el sitio que pisas es terreno sagrado”. Es Dios el que le habla, un Dios, distinto de los dioses que pululaban por entonces, un Dios distante -no permite ser visto cara a cara-, pero, al mismo tiempo, cercano, como apreciamos en las palabras que a continuación pronuncia: “He visto la opresión de mi pueblo ... oído sus lamentos... he bajado para liberarle”.

           Oídas estas palabras, Moisés accede a reunirse con sus hermanos hebreos para darles la noticia de que el Dios de sus padres quiere ayudarles a salir de la opresión: “Yo iré a los hijos de Israel y les diré: El Dios de vuestros padres me ha enviado a vosotros”.

           Yo soy el que soy, es el nombre con el que tiene que responder a los hebreos cuando éstos le pregunten quién le envía. Un nombre que, en modo alguno, es una definición filosófica de Dios, como si dijese “yo soy el que es por sí mismo”, sino una descripción de su ser y de su modo de actuar. Yo soy”, el que “soy” = “estoy” y “estaré siempre a vuestro lado”, acompañándoos en vuestros sufrimientos e implicándome en vuestras luchas, el Dios de vuestros padres, de Abraham, de Isaac y de Jacob, el que es fiel a lo que promete. Moisés captó y retuvo en su vida esta revelación de Dios y de ella sacó la energía que hizo de él -un hombre exiliado y rechazado por todos- el líder infatigable que todos conocemos y el liberador de su pueblo.

         Este Dios que se presenta a Abraham para ser su amigo, que se revela a Moisés como un Dios que ama, que acompañaba día y noche a los israelitas por el desierto. es el Dios que nos ha traído Jesucristo, el nuevo Moisés que, viéndole cara a cara, ha culminado la Revelación de su nombre: “Padre justo, el mundo no te ha conocido, pero yo te he conocido y éstos han conocido que tú me has enviado. Yo les he dado a conocer tu Nombre y se lo seguiré dando a conocer, para que el amor con que tú me has amado esté en ellos y yo en ellos”  (Jn 17,25-26).

           Aquí estoy”, respondió Moisés a la misteriosa voz, una respuesta que oiremos con frecuencia en personajes bíblicos a los que el Señor confía una misión especial: en el profeta Samuel, al que el Señor despierta por la noche (1 Sam 3,10); en Isaías (Is 6,8); en Jeremías (Jer 1); en el salmo 39, que el autor de la Carta a los Hebreos atribuye a Cristo cuando entra en nuestro mundo (Heb 20,7). Es esta respuesta la que han dado todos los santos con su vida entregada a Dios y a los hombres, especialmente a los más desfavorecidos; la que nos pide Cristo a cada uno de nosotros para llevar la buena noticia de que “Dios es amor” a un mundo en guerra, en el que la esperanza parece estar apagada para muchos: “Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad”.

Salmo responsorial – 102

El Señor es compasivo y misericordioso.

Bendice, alma mía, al Señor, y todo mi ser a su santo nombre.  Bendice, alma mía, al Señor,  y no olvides sus beneficios. (1)

           Cuando Dios bendice a los hombres, éstos son fortalecidos y hecho mejores de lo que eran. Cuando los hombres bendecimos a Dios no estamos aumentando su poder ni su fuerza, sino expresando nuestra gratitud por todo lo que nos ha concedido a nosotros y a los demás, y en ese todo incluimos el regalo principal: Él mismo que, de modo misterioso, se hace íntimamente presente en nuestras vidas. David quiere bendecir al Señor desde lo más profundo de su ser y con todo lo es y tiene. Por eso, invita a su alma a que reúna a sus pensamientos, sentimientos, emociones, palabras, y hasta el mismo cuerpo, a que, a una sola voz, canten este himno de alabanza: “bendice, alma mía, al Señor y todo mi ser a su santo nombre”.

 Él perdona todas tus culpas y cura todas tus enfermedades; él rescata tu vida de la fosa, y te colma de gracia y de ternura. (2)

           En el primer compás, el salmista alude a las innumerables veces que el Señor no ha querido tener en cuenta sus muchos pecados; al  cuidado que ha tenido de él, liberándole, con el bálsamo de su amor, de todas sus dolencias, físicas y espirituales; al empeño que ha puesto en no permitir su destrucción total, en la que, sin su ayuda, habría caído irremediablemente: “Él rescata tu vida de la fosa”.

           Pero el Señor no se conforma con liberarnos del pecado y de sus letales consecuencias. Esta liberación y purificación eran para disponernos a recibir a raudales su gracia y su amor misericordioso de Padre. Para nosotros, que hemos sido iluminados con la Luz de Cristo, esta gracia y este amor cobran un sentido mucho más grandioso, pues son la misma vida divina de la que Dios nos colma: “Yo he venido para que tengáis vida y la tengáis en abundancia” (Jn 10,10).

 El Señor hace justicia y defiende a todos los oprimidos; enseñó sus caminos a Moisés y sus hazañas a los hijos de Israel. (3)

           Dios tiene presente la realidad de los hombres que sufren -lo hemos oído en la primera lectura- y desciende de su trono para librarlos de las injusticias a que son sometidos por otros hombres. Es así como Dios establece la justicia y el derecho, un derecho que, por encima de la Ley del Talión,  pretende, no tanto castigar al ofensor, cuanto hermanar a éste con el ofendido. Un derecho que estamos llamados a practicar en su nombre: “Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos” (Mt 6,44).

           Nuestro Dios, por otra parte -lo comentamos en la primera lectura-, no es un Dios encerrado en sí mismo, sino que busca siempre la amistad con los hombres -“en quienes encuentra sus delicias” (Prv 8,31)- para hacerles conocedores de sus caminos y de los beneficios con que les agracia. Así hizo con Moisés y con el pueblo de Israel, y así hace con nosotros su Hijo amado y su más fiel imagen, Jesucristo, que ya no nos llama siervos, sino amigos, porque “todo lo que ha aprendido de su Padre nos lo ha dado a conocer” (Jn 15,15).

 El Señor es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia. Como se levanta el cielo sobre la tierra, se levanta su bondad sobre los que lo temen.

           La última estrofa del salmo es como un eco de las palabras de Dios a Moisés desde la zarza: Yo, el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, soy quien está siempre a vuestro lado, el que se solidariza con vuestras quejas, el que desciende de su divinidad para liberaros de todos vuestros padecimientos y dolores, el que “aleja de nosotros nuestras culpas tanto cuanto dista el oriente del occidente”, el que se apiada de sus amigos igual que un padre se apiada de sus hijos, Aquél cuya bondad y amor con nosotros son tan grandes cuanto se levanta el cielo sobre la tierra, es decir, una bondad y un amor sin límites: “Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”  (Jn 13,1).

 Lectura de la primera carta del apóstol san Pablo a los Corintios - 10,1-6. 10-12

           No quiero que ignoréis, hermanos, que nuestros padres estuvieron todos bajo la nube y todos atravesaron el mar y todos fueron bautizados en Moisés por la nube y por el mar; y todos comieron el mismo alimento espiritual; y todos bebieron la misma bebida espiritual, pues bebían de la roca espiritual que los seguía; y la roca era Cristo. Pero la mayoría de ellos no agradaron a Dios, pues sus cuerpos quedaron tendidos en el desierto. Estas cosas sucedieron en figura para nosotros, para que no codiciemos el mal como lo codiciaron ellos. Y para que no murmuréis, como murmuraron algunos de ellos, y perecieron a manos del Exterminador. Todo esto les sucedía alegóricamente y fue escrito para escarmiento nuestro, a quienes nos ha tocado vivir en la última de las edades. Por lo tanto, el que se crea seguro, cuídese de no caer.

           El final de la lectura, “el que se crea seguro, cuídese de no caer”, nos da la clave para entender este fragmento paulino que la Iglesia propone hoy a nuestra consideración. Para corroborar esta exhortación, San Pablo alude a algunos acontecimientos importantes que tuvieron lugar en la salida de los israelitas de Egipto y durante su peregrinación por el desierto. En todo momento fueron agraciados por el Señor que, desde el principio, se hizo cargo de las operaciones que se debían llevar a cabo. En efecto. Una vez abandonado Egipto, la presencia de Dios se manifestaba en una nube que, durante el día, marchaba delante de ellos, marcándoles la ruta que habían de seguir; por la noche era un fuego el que les guiaba. El paso del Mar Rojo fue igualmente dirigido por el Señor que, interponiendo la nube entre los israelitas y el ejército del Faraón, hizo que, mediante un fuerte viento se separasen las aguas: los israelitas, que marchaban delante, pudieron atravesarlo, mientras que los egipcios, que iban detrás, quedaron sepultados en el mar, al volverse a cerrar las aguas a causa por otro fuerte viento. San Pablo alude también a dos hechos que tuvieron lugar en el desierto: ante el hambre que comenzaron a pasar los hebreos, una vez terminadas las provisiones que traían de Egipto, el Señor les envió el maná, y ante la intensa sed que sufrían en aquel árido lugar, Dios mandó a Moisés que golpeara con su vara una roca, de la que brotó agua en abundancia. Todo ello, a pesar de las continuas protestas ante  Moisés y ante el Señor, a pesar de la desconfianza en el Dios que les había librado de los egipcios y demostrado con hechos que

           En cualquier caso, estos acontecimientos son puestos por San Pablo en relación con las nuevas realidades cristianas, concretamente con el bautismo y con la Eucaristía. “Todos fueron bautizados en Moisés por la nube y por el mar; y todos comieron el mismo alimento espiritual; y todos bebieron la misma bebida espiritual, pues bebían de la roca espiritual que los seguía; y la roca era Cristo”. Igual que a través de la nube, el fuego y el mar los israelitas quedaron vinculados a Moisés,  elegido por Dios para ser el mediador de la Alianza con Israel, mediante el bautismo los cristianos quedamos vinculados a Cristo, el Mediador de la Nueva y definitiva Alianza. El maná y el agua surgida de la Roca los llama alimento y bebida espiritual, no tanto porque procedan de Dios, sino porque los considera ‘figura’ del pan y el vino eucarísticos.

           Fueron muchos los favores que el Señor hizo a los israelitas durante sus largos años en el desierto, pero una buena parte de ellos no agradó a Dios y por eso -nos dice el apóstol- sus cuerpos quedaron sepultados en el desierto. ¿Qué pecados cometieron los israelitas por los que disgustaron al Señor? Los propios de quienes, en lugar de confiar en el Señor, buscaron su salvación en las propias fuerzas y en la búsqueda de otros dioses: un continuo juguetear con la idolatría, una entrega a la lujuria, un constante poner a prueba al Señor.

   San Pablo nos dice que estos acontecimientos sucedieron para que nos sirvieran de ejemplo a los que vivimos en la última de las edades -la que ha comenzado con Cristo-: para que no caigamos en las mismas faltas. El apóstol nos advierte que a nosotros nos acechan de algún modo todos los peligros que acecharon a ellos. Los problemas ciertamente no son los mismos, pero hoy tenemos otros Egiptos y otras esclavitudes a los que quizá no nos importaría volver. Los ídolos de nuestros días no son, ciertamente, estatuillas de madera o de piedra, sino algo, sin duda, más dañino, como el excesivo bienestar, el prestigio social, el afán de poseer, etc. E, igual que a aquéllos, cabe aplicar la descripción que de los mismos hace el salmo: “Tienen boca y no hablan; tienen orejas y no oyen; tienen ojos y no ven”. (Sal 125, 5-6). Estos ídolos modernos, que, igual que aquéllos, requieren nuestro servicio y adoración, nos ofrecen el oro y el moro, una vida sin problemas, pero en realidad no nos dan nada de lo que prometen y, al final, caemos en un vacío profundo, imposible de llenar. Nos convertimos en lo que ellos son, en nada: “Como ellos serán los que los hacen y cuantos en ellos ponen su confianza” (Sal 115,8).

           Convencido de que permanecer en Cristo es algo que no depende de nosotros, pues todo lo que somos y tenemos lo hemos recibido de Dios, San Pablo exhorta a los corintios, y también a nosotros, a renunciar a nuestras seguridades humanas y a poner toda nuestra confianza en el Señor, el Buen Pastor que “me guía por las sendas de justicia”. Es a los que, en lugar de dejar su vida en las manos del Señor, confían en sus propias fuerzas, van dirigidas más directamente las últimas palabras de la lectura: “el que se crea seguro, cuídese de no caer. A ellos y todos los demás nos conviene tener muy presente las palabras del Señor: “El que permanece en mí, y yo en él, éste lleva mucho fruto; porque separados de mí nada podéis hacer” (Jn 15,5)

 Aclamación al Evangelio

           Gloria y alabanza a ti, Cristo. Convertíos –dice el Señor–, porque está cerca el reino de los cielos.

 Lectura del santo evangelio según san Lucas - 13,1-9

           En aquel momento se presentaron algunos a contar a Jesús lo de los galileos, cuya sangre había mezclado Pilato con la de los sacrificios que ofrecían. Jesús respondió: «¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que los demás galileos porque han padecido todo esto? Os digo que no; y, si no os convertís, todos pereceréis lo mismo. O aquellos dieciocho sobre los que cayó la torre en Siloé y los mató, ¿pensáis que eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén? Os digo que no; y, si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera». Y les dijo esta parábola: «Uno tenía una higuera plantada en su viña, y fue a buscar fruto en ella, y no lo encontró. Dijo entonces al viñador: Ya ves, tres años llevo viniendo a buscar fruto en esta higuera, y no lo encuentro. Córtala. ¿Para qué va a perjudicar el terreno?” Pero el viñador respondió: Señor, déjala todavía este año y mientras tanto yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto en adelante. Si no, la puedes cortar”».

           En el evangelio de este domingo se hace alusión a dos hechos históricos: la muerte de unos galileos que habían venido a Jerusalén a ofrecer sacrificios en el templo y que, quizá por haberse enfrentado a la ocupación romana, habían sido masacrados por Pilato, y los dieciocho judíos que habían perecido al desplomarse la torre de Siloé, un suceso que estaba en la memoria reciente de los contemporáneos de Jesús.

           Los que contaban estos hechos a Jesús pensaban, sin duda, que estos castigos eran debidos a los pecados cometidos por estas personas, una actitud que, a pesar del pensamiento de Cristo, sigue siendo actual en personas que se llaman cristianas: ‘¿Qué le he hecho yo al Señor para que me ocurra esta desgracia?’ Estamos ante el problema del origen del sufrimiento, un problema jamás resuelto y que, en la vida presente, quedará sin resolver. La Biblia profundiza en él en el libro de Job. La explicación más frecuente, esgrimida por los amigos de Job, en el que -lo sabemos desde niños- caen todas las desgracias, es la misma de siempre: la causa del sufrimiento es el pecado. Al final del libro, Dios declara falsas las opiniones de estos amigos, pero no nos da ninguna explicación satisfactoria. Dios quiere que Job sepa y acepte que el dominio de los acontecimientos está en sus manos y que lo único que tiene que hacer es confiar en Él.

           En el caso de los dos hechos que se describen en el Evangelio, la posición de Jesús es la misma: ni los galileos ni estos dieciocho judíos eran peores que sus paisanos. Todos estamos bajo el pecado, como nos dirá San Pablo en Romanos 9,3 y para librarnos de sus consecuencias que, en ningún caso, son la muerte física de unos y otros, sino la muerte eterna o, mejor, la privación de la Vida eterna que Cristo nos ha traído, tenemos que convertirnos.

           Esta rudeza con la que Jesús nos expone la actitud de Dios frente al pecado es atemperada con la parábola de la higuera estéril, que representa a cada uno de nosotros y a la humanidad: Dios sigue dándonos oportunidades para nuestra conversión y para la conversión de todos los hombres. Es verdad que Dios castiga al que no se arrepiente de sus pecados, pero es igualmente verdad que “Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se aparte de sus caminos y que viva” (Ez 18,23). La conversión, después de escuchar la parábola de la higuera estéril, hay que entenderla, no tanto como un cambio en nuestro comportamiento -aunque también como consecuencia-, cuanto un cambio en nuestro modo de entender Dios, un Dios que no es castigador, sino, al contrario -como rezábamos en el salmo-, un Dios paciente, que está lleno de ternura, piedad y misericordia, un Dios que, como vimos en la primera lectura, sale de sí mismo para escuchar nuestros gritos contra nuestros opresores y para liberarnos de todas nuestras esclavitudes. Jesús toma al pie de la letra las conclusiones del libro de Job: no busquemos la explicación del sufrimiento ni el pecado ni en cualquier otra cosa; dejemos que Dios sea Dios, confiemos que Él tiene bajo su dominio todos los acontecimientos y convirtámonos, es decir, confiemos siempre en Él, pues “en todas las cosas interviene Dios para el bien de los que le aman” (Rm 8,28).

 Oración sobre las ofrendas

           Señor, por la celebración de este sacrificio, concédenos, en tu bondad,  que, al pedirte el perdón de nuestras ofensas, nos esforcemos en perdonar las de nuestros hermanos. Por Jesucristo, nuestro Señor.

           Mientras el sacerdote presenta ante el Padre el pan y el vino, la Iglesia quiere que, junto a estos dones, presentemos al Señor nuestro ser de pecadores para que, al pedirle perdón por nuestras ofensas, nos dé la fuerza para perdonar de corazón a todos los que nos han ofendido y nos ofenden.

 Antífona de comunión

           Hasta el gorrión ha encontrado una casa; la golondrina, un nido donde colocar sus polluelos: tus altares, Señor del universo, Rey mío y Dios mío. Dichosos los que viven en tu casa, alabándote siempre (Sal 83,4-5).

 Oración después de la comunión

           Alimentados ya en la tierra con el Pan del cielo, prenda de eterna salvación, te suplicamos, Señor, que se haga realidad en nuestra vida lo que hemos recibido en este sacramento. Por Jesucristo, nuestro Señor.

           De pequeño aprendimos a prepararnos espiritualmente para comulgar y a dar gracias por haber recibido a Cristo en nuestro corazón; y considerábamos un desdén el no hacerlo. Hoy día, parece que no están de moda estas prácticas de piedad. Con el “Podéis ir en paz” nos despedimos hasta la próxima Eucaristía, dejando que la gracia actúe por sí sola. ¿Será ésta la causa de que no nos aprovechemos al fondo de los frutos del sacramento eucarístico y que, debido a ello, no crezcamos en las virtudes cristianas?  Yo -aunque ´doctores tiene la Iglesia´- así lo creo. Habrá que volver, por tanto, a estas ¿antiguas? prácticas de piedad. Conscientes de que el alimento que hemos recibido es un anticipo de la Vida eterna, pedimos al Padre que nos haga captar la inmensa importancia que tiene alimentarse de Cristo para, de esta forma, convertirnos realmente en Él, puesto que hemos sido “asimilado” a Él en la comunión.