Antífona de entrada
Oigo en mi corazón: «Buscad mi rostro». Tu rostro buscaré, Señor. No me escondas tu rostro (Sal 26,8-9).
Es de Dios, que habita en lo más interior de mi propia intimidad (San Agustín), del que sale esta voz, que invita a mi alma a buscar su rostro. Mi respuesta no es otra que la obediencia a esta llamada: “Tu rostro buscaré, Señor”. Y cuando, por fin, lo encuentro, mi única reacción es desear con todas mis fuerzas permanecer siempre bajo su mirada: “No me escondas tu rostro”. Nuestra vida no tiene otra razón de ser que la constante contemplación del rostro de Dios. En esto consiste la Vida Eterna: en fijar nuestra mirada en el rostro de Cristo, la manifestación perfecta del Padre. “Quien me ha visto a mí ha visto al Padre” (Jn 14,9).
O bien:
[Recuerda, Señor, que tu ternura y tu misericordia son eternas. Que no triunfen de nosotros nuestros enemigos; sálvanos, Dios de Israel, de todos nuestros peligros (cf. Sal 24,6. 2. 22).
No hay peligro alguno de que Dios olvide “su ternura y misericordia” con nosotros. Somos nosotros los que nos debemos recordar en todo momento el amor tierno y misericordioso de Dios. La conversión no consiste en poner el acento sólo en enderezar nuestro comportamiento según los planes de Dios, sino en renovar nuestra actitud de confianza en un Dios que está siempre a nuestro lado, que nos acompaña en nuestra lucha contra los enemigos de nuestra alma y que nos ayuda a esquivar los obstáculos que se interponen en nuestro camino. De unos y de otros nos hace triunfadores el Señor.]
Oración colecta
Oh, Dios, que nos has mandado escuchar a tu Hijo amado, alimenta nuestro espíritu con tu palabra; para que, con mirada limpia, contemplemos gozosos la gloria de tu rostro. Por nuestro Señor Jesucristo.
En Pedro, Santiago y Juan, que oyeron la voz del Padre en el momento de la transfiguración, estábamos todos nosotros. A nosotros, a quienes se nos ha concedido la gracia de conocer a Jesús, nos dice también el Padre que lo escuchemos. No existe otra ciencia en nuestra vida que el conocimiento de Cristo, a quien conocemos por sus palabras, por sus hechos y por sus testigos. En esta oración pedimos al Padre ser alimentados en todo momento por Cristo, la Palabra hecha carne. Sólo la voz de Cristo, grabadas en nuestro corazón como en María, creará en nosotros un corazón limpio con el que podemos contemplar el rostro radiante y glorioso de Dios.
Lectura del libro del Génesis - 15,5-12. 17-18
En aquellos días, Dios sacó afuera a Abrán y le dijo: «Mira al cielo, y cuenta las estrellas, si puedes contarlas». Y añadió: «Así será tu descendencia». Abrán creyó al Señor y se le contó como justicia. Después le dijo: «Yo soy el Señor que te saqué de Ur de los caldeos, para darte en posesión esta tierra». Él replicó: «Señor Dios, ¿cómo sabré que voy a poseerla?» Respondió el Señor: «Tráeme una novilla de tres años, una cabra de tres años, un carnero de tres años, una tórtola y un pichón». Él los trajo y los cortó por el medio, colocando cada mitad frente a la otra, pero no descuartizó las aves. Los buitres bajaban a los cadáveres y Abrán los espantaba. Cuando iba a ponérse el sol, un sueño profundo invadió a Abrán y un terror intenso y oscuro cayó sobre él. El sol se puso y vino la oscuridad; una humareda de horno y una antorcha ardiendo pasaban entre los miembros descuartizados. Aquel día, el Señor concertó alianza con Abrán en estos términos: «A tu descendencia le daré esta tierra, desde el río de Egipto al gran río Éufrates».
La lectura comienza con la gran promesa que Dios hace Abraham: una descendencia numerosa como las estrellas del cielo, a la que dará en posesión la tierra que en ese momento pisaban sus pies. Abraham, sin mirar a su propia experiencia –se encontraba prácticamente en la ancianidad y su mujer era estéril-, cree “contra toda esperanza” en la palabra de Dios y fue esta fe la que lo salvó y le hizo vivir el resto de su vida caminando en la presencia de quien saca lo que es de lo que no es. Esta promesa quedó sellada en el rito que se relata en esta lectura.
En los tiempos de Abraham y en aquellos lugares, cuando dos jefes de ganado hacían un pacto para garantizar la seguridad y la ayuda mutua, mataban animales adultos y los partían en dos mitades que se colocaban frente a frente; entre las mismas paseaban cada uno de los contrayentes para significar que se prestaban a correr la misma suerte que los animales descuartizados, sino no cumplían las normas que habían sido consensuadas. En el caso que nos ocupa es Dios quien quiere sellar con este rito, no un pacto, sino una promesa. Para ello, le ordena traer una novilla, una cabra y un carnero, cada uno de tres años, partirlos en dos mitades y colocar cada una de las mitades frente a frente. Abraham, después de cumplir lo ordenado por el Señor, tuvo que espantar a pájaros de mal agüero, que bajaban a comer las carnes de los animales muertos, un hecho que, según algunos exégetas, anunciaba, por una parte, los sufrimientos que habían de soportar sus descendientes en los cuatrocientos años de esclavitud en Egipto y en su paso por el desierto, camino de la tierra prometida, y, por otra, la continua actuación de Dios, liberándoles de todos los peligros.
Cuando el sol se estaba poniendo -sigue diciendo el texto-, se apoderaron de Abraham un sueño profundo y un miedo intenso, y, cuando se hizo de noche. Abraham pudo contemplar una antorcha ardiendo, rodeada de una humarada de horno, paseándose entre los miembros descuartizados de los animales. Era el paso del Señor, que con este acontecimiento sellaba la promesa a Abraham de darle en posesión la tierra situada “desde el río de Egipto al gran río Éufrates”.
Varias consideraciones sobre este relato.
1) En esta alianza o, mejor, promesa a Abraham Dios tiene siempre la iniciativa: en el principio, en su desarrollo y al final. Es por eso por lo que, mientras Dios realiza la confirmación de la promesa, Abraham está sumido en un profundo sueño, algo que constatamos con frecuencia en los libros sagrados -pensemos, por ejemplo, en que, cuando Dios saca a Eva de la costilla de Adán, hace que éste entre también en un sueño profundo-. Dios es siempre el artífice de nuestra salvación: a nosotros, como a Abraham o como al sembrador de la semilla que crece por sí sola (Mc 4,26-29), sólo nos queda esperar y confiar en su palabra, con la certeza de que Él nos va haciendo progresar espiritualmente, aunque, en muchas ocasiones, no nos demos cuenta de ello: “Como no sabemos el modo como entra el espíritu humano en el cuerpo del niño que se encuentra en el seno de una mujer encinta, así tampoco conocemos la obra misteriosa que Dios hace en todas las cosas” (Ecl 11,5).
2) La presencia de Dios queda aquí simbolizada en el fuego, como tantas veces hemos visto en la Biblia: en la zarza ardiente, en el humo que envolvía el monte Sinaí, en la columna de fuego que, de noche, acompañaba a los israelitas en el desierto, o en las lenguas de fuego que se posaron sobre las cabezas de los apóstoles el día de Pentecostés. Este fuego es para nosotros el Espíritu Santo, que Dios ha infundido en nuestro interior para purificarnos de nuestras actitudes pecaminosas y para encender nuestro corazón en el amor a Él y a nuestros hermanos.
3) Este pasar de Dios, en forma de fuego a través de los miembros de animales descuartizados, es por otra parte, un anuncio del sufrimiento y la muerte que Cristo iba a padecer por las continuas violaciones de la Alianza y las infidelidades de Israel y de todos nosotros. Él, Cristo, cargó con nuestros pecados y recibió el castigo que nosotros merecíamos: “eran nuestras faltas por las que era destruido, nuestros pecados, por los que era aplastado. Él soportó el castigo que nos trae la paz y por sus llagas hemos sido sanados” (Is 53). La promesa de Dios a Abraham se ha cumplido definitivamente en Cristo, el Hijo de Dios, que nos amó hasta el extremo de dar su vida por nosotros para que nosotros vivamos por El en una Tierra -el Cielo- en la que reinan el amor y la justicia: “Dios, rico en misericordia, por el grande amor con que nos amó, estando muertos a causa de nuestros delitos, nos vivificó juntamente con Cristo y con él nos resucitó y nos hizo sentar en los cielos en Cristo Jesús” (Ef 2,6).
4) Ante la promesa hecha a un anciano sin hijos -y sin visos de tenerlos- de una numerosa descendencia resulta sorprendente la fe de Abraham. En él se cumple perfectamente la definición que de la misma nos da el autor de la Carta a los Hebreos: “La fe es la sustancia (la realidad) de los bienes que se esperan y la prueba de lo que no se ve”. En efecto. Abraham cree a Dios, que le promete una descendencia numerosa, a la que dará en posesión una tierra. A partir de ese momento, su vida se alimentó de esta promesa -que empezó a hacerse realidad con el nacimiento de su hijo Isaac-. La promesa era ya para él una realidad que, aunque futura e invisible, influía positivamente en su caminar bajo la mirada de Dios en la vida presente, siendo esta influencia una prueba cierta y fiable de que lo que vivía en esperanza se cumplirá.
Refuerzo este claro pensamiento sobre la fe con estas citas de la encíclica Spe salvi, de Benedicto XVI:
“La fe (mediante la cual se poseen en esperanza los bienes futuros) otorga a la vida una base nueva, un nuevo fundamento sobre el que el hombre puede apoyarse”.
“La conciencia de este nuevo fundamento que se nos ha dado, se ha puesto de manifiesto no sólo en el martirio, en el cual las personas se han opuesto a la prepotencia de la ideología y de sus órganos políticos, renovando el mundo con su muerte. También se ha manifestado sobre todo en las grandes renuncias, desde los monjes de la antigüedad hasta Francisco de Asís, y a las personas de nuestro tiempo que, en los Institutos y Movimientos religiosos modernos, han dejado todo por amor de Cristo, para llevar a los hombres la fe y el amor de Cristo, para ayudar a las personas que sufren en el cuerpo y en el alma” (Benedicto XVI, Spe salvi (Salvados en la esperanza), 8).
Salmo responsorial – 26
El Señor es mi luz y mi salvación.
El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? El Señor es la defensa de mi vida ¿quién me hará temblar? (1)
En esta primera estrofa, el salmista manifiesta la paz y la tranquilidad que procede de su fe en el Señor, una fe que, como la de Abraham, ilumina los caminos de su vida, le sacia los deseos más profundos de su corazón y le hace vivir en una seguridad inquebrantable . Esta paz y tranquilidad no la puede recibir de ninguna otra cosa que en su prepotencia pretenda ser Dios: “¿A quién temeré?” ... “¿Quién me hará temblar?”
Escúchame, Señor, que te llamo; ten piedad, respóndeme. Oigo en mi corazón: «Buscad mi rostro». Tu rostro buscaré, Señor. (2)
En la primera estrofa, el salmista vive su relación con el Señor en un momento en el que parece que todo ocurre según sus apetencias: son los momentos de fervor que, de cuando en cuando, nos regala el Señor para que gustemos de su bondad y, de esta forma, no desfallezcamos en nuestra marcha hacia la unión definitiva con Él. En esta segunda estrofa, la fe se manifiesta añorando los momentos en los que disfrutaba de la certeza de que el Señor estaba al lado del creyente y, por eso, tiene forma de petición: en momentos de decaimiento e incertidumbre, propios de nuestra naturaleza, inclinada al pecado y al cansancio, el salmista implora insistentemente al Señor que escuche los gritos de quien sólo en Él encuentra el sosiego que necesita para vivir. Como hemos comentado en la antífona de entrada, es Dios mismo, que habita en lo más profundo de nosotros mismos, el que implora “con sonidos inenarrables” -nos dirá San Pablo- lo que realmente nos conviene, que no es otra cosa que la presencia de Dios en nuestra contemplando su rostro.
No me escondas tu rostro. No rechaces con ira a tu siervo, que tú eres mi auxilio; no me deseches. (3)
Y, una vez que ha encontrado el rostro de Dios, le acecha el miedo de que desaparezca de su vida. Porque es consciente de que es él, nunca el Señor, el responsable de apartar su mirada de Dios, lo pone todo en sus manos para que no permita que, en su debilidad, dirija los ojos de su corazón hacia otros dioses: “No me escondas tu rostro”. La inseguridad en sí mismo y su conciencia de pecador y de merecedor del castigo le lleva a pedirle con insistencia que no lo rechace con ira ni lo aparte de su lado. No puede esgrimir ningún mérito por su parte: sólo la confesión de que Dios es su auxilio.
Espero gozar de la dicha del Señor en el país de la vida. Espera en el Señor, sé valiente, ten ánimo, espera en el Señor. (4)
En esta última estrofa la fe se viste de esperanza, una esperanza realmente fiable. Como dice San Pablo a su discípulo Timoteo, “sé en quién he puesto mi confianza y estoy seguro de que él (Jesús) puede guardar hasta el último día lo que me ha encomendado” (2Tm 1,12). El salmista, al mencionar “el país de la vida”, no se está refiriendo a la vida más allá de la muerte, pues, en el momento de la redacción de este salmo, todavía no había hecho su aparición la fe en la Resurrección -ello tendrá lugar más tarde, en el siglo segundo a.C.-, pero, en los labios de un cristiano, una vez que Cristo ha resucitado, debemos interpretar este “país de la vida” como la tierra de los resucitados. “Espera en el Señor, sé valiente, te ánimo ...”. Este último versículo, rezado por quienes hemos conocido el amor de Cristo, nos da la verdadera medicina, una inyección de optimismo, para curar todos nuestros desasosiegos, inherentes a nuestro peregrinar en este mundo, medicina que podemos aplicarnos a nosotros mismos y a las personas que necesiten de nuestra ayuda espiritual, con la seguridad de que esta esperanza, esta valentía y este ánimo resultarán eficaces, pues estamos seguros de que “ni la muerte ni la vida ni los ángeles ni los principados ni lo presente ni lo futuro ni las potestades, ni la altura ni la profundidad ni otra criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro” (Rm 8,38-39).
Lectura de san Pablo a los Filipenses 3,17—4,1
Hermanos, sed imitadores míos y fijaos en los que andan según el modelo que tenéis en nosotros. Porque –como os decía muchas veces, y ahora lo repito con lágrimas en los ojos– hay muchos que andan como enemigos de la cruz de Cristo: su paradero es la perdición; su Dios, el vientre; su gloria, sus vergüenzas; solo aspiran a cosas terrenas. Nosotros, en cambio, somos ciudadanos del cielo, de donde aguardamos un Salvador: el Señor Jesucristo. Él transformará nuestro cuerpo humilde, según el modelo de su cuerpo glorioso, con esa energía que posee para sometérselo todo. Así, pues, hermanos míos queridos y añorados, mi alegría y mi corona, manteneos así, en el Señor, queridos.
En este fragmento de la carta a los filipenses, San Pablo pone en guardia a los cristianos de esta comunidad de los peligros que pueden destruir su fe en Cristo, exhortándoles a que sigan su ejemplo y el de sus más cercanos colaboradores: “sed imitadores míos y fijaos en los que andan según el modelo que tenéis en nosotros”. La situación es grave: le preocupa “la perdición” y la influencia negativa de “muchos” que, en la práctica, se portan como “enemigos de la Cruz de Cristo”.
¿A quiénes se refiere San Pablo? Por el contexto en el que está inserto este fragmento podríamos pensar que estos “muchos” son los cristianos procedentes del judaísmo, los cuales, al exigir a la circuncisión a los que no eran judíos, estarían anulando la eficacia del bautismo y de la Cruz de Cristo. Pero, por las acusaciones que les hace, parece más coherente pensar que está hablando de cristianos sin más, cristianos cuya conducta dista mucho de lo que se espera de un discípulo de Cristo: “Su Dios es el vientre y sólo aspiran a cosas terrenas”. Cabe pensar también que, por hablar de “muchos”, no se refiere sólo a los cristianos de la pequeña comunidad de Filipo, sino a los cristianos en general. La gravedad del problema genera en San Pablo un profundo dolor, manifestado en sus propias palabras: “Os lo he dicho muchas veces y ahora os lo repito con lágrimas en los ojos”. Se trata de que estos mal llamados cristianos han cambiado el seguimiento de Cristo por dar rienda suelta a sus apetencias sensuales y a la búsqueda de cosas terrenas, que les convierten en esclavos y de las cuales se deberían avergonzar. No es solamente en esta ocasión denuncia San Pablo el comportamiento indigno de estos cristianos. En la primera carta a los Corintios lo hace con estas duras palabras: “Sólo se oye hablar de inmoralidad entre vosotros, y una inmoralidad tal, que no se da ni entre los gentiles, hasta el punto de que uno de vosotros vive con la mujer de su padre” (1 Cor 5,1).
En contraste con estos hombres, que, aunque sigan llamándose cristianos, ponen su corazón en las cosas de aquí abajo, están los verdaderos seguidores de Cristo, aquéllos que, como San Pablo, sólo se enorgullecen de la Cruz de Cristo (Gál 6,14), los que miran al cielo como la patria de la que esperan la venida de Jesucristo para transformar sus cuerpos mortales en cuerpos gloriosos (v.20-21), los que toman al pie de la letra la exhortación de San Pablo de buscar los bienes de arriba, los que, al considerarse ciudadanos del cielo, viven ya aquí los valores futuros. En fin, los que no tienen otro ideal que vivir con Cristo por toda la eternidad: “Yo, hermanos, olvido lo que dejé atrás y me lanzo a lo que está por delante, corriendo hacia la meta, para alcanzar el premio al que Dios me llama desde lo alto en Cristo Jesús”. (Fil 3,13-14).
La lectura termina con el primer versículo del siguiente capítulo. Halagando entrañablemente a los hermanos de Filipo, les propone el único medio para hacer valer su dignidad de cristianos, a saber, la confianza en el Señor, pase lo que pase: “Así que, hermanos míos amadísimos y muy deseados, mi alegría y mi Corona, perseverad firmes en el Señor, carísimos”.
Aclamación al Evangelio
Gloria y alabanza a ti, Cristo. En el esplendor de la nube se oyó la voz del Padre: «Este es mi Hijo amado, escuchadlo».
Lectura del santo evangelio según san Lucas - 9,28b-36
En aquel tiempo, tomó Jesús a Pedro, a Juan y a Santiago y subió a lo alto del monte para orar. Y, mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió y sus vestidos brillaban de resplandor. De repente, dos hombres conversaban con él: eran Moisés y Elías, que, apareciendo con gloria, hablaban de su éxodo, que él iba a consumar en Jerusalén. Pedro y sus compañeros se caían de sueño, pero se espabilaron y vieron su gloria y a los dos hombres que estaban con él. Mientras estos se alejaban de él, dijo Pedro a Jesús: «Maestro, ¡qué bueno es que estemos aquí! Haremos tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías». No sabía lo que decía. Todavía estaba diciendo esto, cuando llegó una nube que los cubrió con su sombra. Se llenaron de temor al entrar en la nube. Y una voz desde la nube decía: «Este es mi Hijo, el Elegido, escuchadlo». Después de oírse la voz, se encontró Jesús solo. Ellos guardaron silencio y, por aquellos días, no contaron a nadie nada de lo que habían visto.
Ocho días antes del acontecimiento de la transfiguración del Señor, narrado en esta lectura, tiene lugar el conocido diálogo de Jesús con sus discípulos en el que les pregunta acerca de lo pensaba la gente, y ellos mismos, acerca de Él. Para la gente, Jesús era o Juan el Bautista, que había resucitado, o Elías, o uno de los antiguos profetas. La opinión de los discípulos, en cambio, es, en un sentido, más cercana a la realidad: “Tú eres el Cristo de Dios”, respondió Pedro en nombre de los demás. Efectivamente. Jesús es el Cristo, el Mesías, pero no un Mesías triunfador a la manera humana, sino un Mesías cuyo triunfo está íntimamente ligado a la pasión y muerte que había que soportar en Jerusalén: “El Hijo del hombre debe sufrir mucho, y ser reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser matado y resucitar al tercer día” (Lc 9,22). Esta relación entre padecimientos y gloria queda reafirmada en el relato de la transfiguración que hoy pone la Iglesia a nuestra consideración. Jesús elige a Pedro, a Santiago y a Juan para que lo acompañen a orar en el monte. (No es ésta la única ocasión en la que Jesús hace a estos apóstoles testigos de su intimidad: son a ellos a los que permitió presenciar la resurrección de la hija de Jairo y los únicos que pudieron dar fe de su última gran oración en el huerto de Getsemaní).
En esta ocasión, son ellos los que descubren anticipadamente el misterio glorioso de Cristo, una gloria que se manifiesta de modo especial en el encuentro íntimo con el Padre -“Mientras oraba, el aspecto y el rostro de Jesús cambiaron y sus vestidos brillaban de resplandor”- y que, como el mismo Jesús dijo ocho días antes a sus discípulos y ahora deducimos del tema de la conversación con Moisés y Elías -“... hablaban de su éxodo (salida de este mundo- que él iba a consumar en Jerusalén”- está íntimamente ligada a sus sufrimientos y a su muerte.
La intervención de Pedro, dirigiéndose a Jesús, es interesada: Pedro, cegado por tanta gloria, debe pensar que ha llegado definitivamente el reino de Dios y que hay que actuar en consecuencia: “Maestro, ¡qué bueno es que estemos aquí! Haremos tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías”. “. No sabía lo que decía”, comenta el evangelista. En efecto. Con Jesús se ha manifestado la gloria de Dios, pero, como se ha dicho antes, esto sólo es un anticipo: antes hay que andar el camino a Jerusalén para entregar su vida por amor a los hombres. Sólo en la Cruz aparece radiante el verdadero rostro de Cristo: “Verdaderamente este hombre era el Hijo de Dios”, testificó el centurión romano en el momento mismo de su muerte. Jesús salvó su vida entregándola por amor; nosotros, sus seguidores, hemos de ir por el mismo camino: “Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su confianza cruz cada día y me siga. Pues el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mi causa la salvará” (Lc 9,23-24).
“Este es mi Hijo, el Elegido, escuchadlo”. Son las “palabras del Padre que, desde la nube -lugar donde tantas veces se mostró la presencia de Dios en el Antiguo Testamento- señala a Jesús como el que había de venir y lo confirma como el verdadero y definitivo templo donde adorar a Dios y donde escuchar a Dios. Escuchando a Cristo escuchamos directamente a Dios y lo conocemos en su auténtica manifestación, Cristo, el único que puede iluminarnos, pues “El que me siga no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida” (Jn 8,12). Sea, por tanto, toda nuestra preocupación y estudio -leemos en la “Imitación de Cristo”- el meditar en la vida de Cristo, el único saber que, excediendo en profundidad y en importancia a todos los demás saberes, nos salva y nos hace ser nosotros mismos. “Sólo Cristo puede satisfacer plenamente los anhelos profundos del corazón humano y responder a los interrogantes más inquietantes de la existencia humana”, nos dice Benedicto XVI en una homilía en Verona el año 2006.
Al acabar de oírse la voz del Padre, los discípulos encontraron sólo a Jesús, en su condición humana, como aquél que “no hizo alarde de ser igual a Dios, sino que, tomando la condición de siervo, se hizo semejante en todo a los hombres” (Fil 2,6). Bajaron del monte y guardaron silencio sobre lo ocurrido, obedeciendo la orden de Jesús, que nos transmite el evangelio de San Mateo: “No contéis a nadie esta visión hasta que el Hijo del hombre haya resucitado de entre los muertos” (Mt 17,9).
Oración sobre las ofrendas
Te pedimos, Señor, que esta oblación borre nuestros pecados y santifique los cuerpos y las almas de tus fieles, para que celebren dignamente las fiestas pascuales. Por Jesucristo, nuestro Señor.
Con la mirada puesta en la celebración de la Pascua de Resurrección, en la que adquiere todo su sentido la liturgia cuaresmal, pedimos al Padre que el ofrecimiento del pan y el vino, que se convertirán en el Cuerpo y en la Sangre del Señor, sirva para arrancar de nuestro corazón las actitudes contrarias al plan de Dios y nos predisponga espiritualmente a nosotros y a todos los seguidores de Cristo para que en las próximas fiestas pascuales crezcamos de forma importante en nuestra unión a Cristo muerto y resucitado.
Antífona de comunión
Este es mi Hijo, el amado, en quien me complazco. Escuchadlo (Mt 17,5).
Oración después de la comunión
Te damos gracias, Señor, porque, al participar en estos gloriosos misterios, nos haces recibir, ya en este mundo, los bienes eternos del cielo. Por Jesucristo, nuestro Señor.
Damos gracias a Dios porque nos van bien las cosas, por la salud, por el bienestar material, por... Pero lo que realmente debe importarnos es nuestra salud espiritual, nuestra unión con Cristo, en función de lo cual están todas las demás cosas de nuestra vida. Es esto lo que, de modo principal, debemos agradecer a Dios. Lo hacemos al final de esta Eucaristía en la que, al habernos alimentado de Cristo, hemos sido asimilados a Él, participando de la inmensa riqueza de la que le ha colmado el Padre: “En Cristo están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia” (Col 2,3).