Domingo tercero de Pacua

Antífona de entrada

           Aclamad al Señor, tierra entera; tocad en honor en su nombre, cantad himnos a su gloria. Aleluya (Sal 65,1-2).

Oración colecta

           Que tu pueblo, oh, Dios, exulte siempre al verse renovado y rejuvenecido en el espíritu, para que todo el que se alegra ahora de haber recobrado la gloria de la adopción filial, ansíe el día de la resurrección con la esperanza cierta de la felicidad eterna. Por nuestro Señor Jesucristo.

           El Reino de Dios no es comida ni bebida, sino justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo (Rm 14, 17). La alegría que debe caracterizar al cristiano no es la alegría que proviene de poseer cosas que nos intentan hacernos disfrutar y olvidar los problemas, no es la alegría que compramos como un bien de consumo. La alegría cristiana es la que brota de lo más profundo de nosotros mismos, donde habita el Espíritu Santo, renovándonos nuestro e inspirándonos constantemente lo que debemos desear y de lo que debemos huir, la alegría de ser y sentirnos hijos de Dios. Es esta alegría la que pedimos al Padre ya para esta vida y, así, habiéndola experimentado, ansiemos poseerla de forma definitiva en la Vida sin fin a la que estamos llamados. “Volveré a vosotros y se alegrará vuestro corazón y vuestra alegría nadie os la podrá quitar” (Jn 16,22)

 Lectura del libro de los Hechos de los apóstoles - 5,27b-32. 40b-41

           En aquellos días, el sumo sacerdote interrogó a los apóstoles, diciendo: «¿No os habíamos ordenado formalmente no enseñar en ese Nombre? En cambio, habéis llenado Jerusalén con vuestra enseñanza y queréis hacernos responsables de la sangre de ese hombre». Pedro y los apóstoles replicaron: «Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres. El Dios de nuestros padres resucitó a Jesús, a quien vosotros matasteis, colgándolo de un madero. Dios lo ha exaltado con su diestra, haciéndolo jefe y salvador, para otorgar a Israel la conversión y el perdón de los pecados. Testigos de esto somos nosotros y el Espíritu Santo, que Dios da a los que lo obedecen». Prohibieron a los apóstoles hablar en nombre de Jesús, y los soltaron. Ellos, pues, salieron del Sanedrín contentos de haber merecido aquel ultraje por el Nombre.

           Llovía sobre mojado: era la segunda vez que el Sanedrín interrogaba formalmente a los apóstoles. Habían sido liberados milagrosamente de la cárcel la noche anterior y, sin temor alguno, continuaron predicando libremente a Jesús, probablemente en el mismo lugar del templo, es decir, en el pórtico de Salomón. Ello debió sacarles de quicio hasta tal punto que volvieron a interrogarles aquella misma mañana. Ante la acusación de desobediencia a las órdenes que les habían dado de no volver a hablar públicamente del nombre de Jesús, ellos, con Pedro a la cabeza, les dieron la magnífica respuesta que todos conocemos: “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres”. Y, acusándoles de haber matado a Jesús como un impostor que atentaba contra los fundamentos de la religión, Pedro les expone en síntesis lo que predicaban al pueblo: “El Dios de vuestros padres ha exaltado a Jesús, haciéndolo jefe y salvador, para otorgar a Israel la conversión y el perdón de los pecados”. Con ello Pedro estaba afirmando que las promesas de los profetas se habían cumplido definitivamente en Jesús, lo que significaba que la Antigua Alianza había llegado a su fin “Ellos, al oír esto -continúa el texto en uno de los versículos omitidos-, se consumían de rabia y trataban de matarlos” (He 5, 33). Es entonces cuando tiene lugar la intervención del famoso rabino Gamaliel, maestro que fue de San Pablo antes de su conversión. Éste, viendo la intención del tribunal de terminar con los apóstoles, insta al Sanedrín a no precipitase: “Desentendeos de estos hombres y dejadlos, porque si este movimiento es de los hombres, se destruirá; pero si es de Dios, no conseguiréis destruirles. No sea que os encontréis luchando contra Dios” (He 5, 38-39). Aceptando esta sensata opinión, les dejaron marchar, no sin antes, propinarles el castigo del azote.

           “Ellos salieron del Sanedrín contentos de haber merecido aquel ultraje por el Nombre”. Debieron quizá acordarse de aquellas palabras que les había dicho Jesús en su vida mortal: “Bienaventurados seréis cuando los hombres os odien, cuando os expulsen, os injurien y proscriban vuestro nombre como malo, por causa del Hijo del hombre. Alegraos ese día y saltad de gozo, que vuestra recompensa será grande en el cielo” (Lc 6, 22-23).

           Son estas palabras las que debemos traer a nuestra mente y a nuestro corazón cuando nos sintamos perseguidos por llevar la Buena Nueva a nuestros ambientes descristianizados, cuando nos toque defender los valores evangélicos en un mundo que se ha olvidado de Dios, cuando nos llamen ilusos por seguir esperando la implantación definitiva del Reino de Dios. Ya nos lo anunció el mismo Cristo: “Seréis odiados de todos por causa de mi nombre; pero el que persevere hasta el fin, ése se salvará” (Mt 10, 22). Además, no estamos solos, pues “Él estará con nosotros todos los días hasta el final de los tiempos” (Mt 28, 20).

 Salmo responsorial - 29

Te ensalzaré, Señor, porque me has librado.

           Este salmo de acción de gracias de un justo que, después de haber salido del lecho del dolor por intervención divina. Después de invitar a los fieles del Señor a alegrarse con él por el favor conseguido, ensalzando la bondad de Yahvé, relata cómo, a causa de un acto de presunción, el Señor apartó su rostro de él, privándole de su protección y dejándolo en un estado de postración física y de peligro de muerte. Angustiado, clamó a Él, quien le salvó de aquella situación comprometida. Por ello, su duelo se cambió en alegría, pues se veía ya a las puertas del sepulcro. Agradecido, cantará eternamente las alabanzas de su Dios.

 Te ensalzaré, Señor, porque me has librado y no has dejado que mis enemigos se rían de mí.  Señor, sacaste mi vida del abismo, me hiciste revivir cuando bajaba a la fosa (1)

          El salmista prorrumpe en un himno de acción de gracias al sentirse libre de una gravísima enfermedad en la que veía acercarse a una muerte segura. En este estado de postración veía las risas y las burlas de sus enemigos sus enemigos, alegrándose de su desgracia y de su muerte. Al haber contemplado tan próximo su final, ahora se siente como un resucitado de entre los que bajan al sepulcro, como alguien que ha pasado de la muerte a la vida. Se daba ya por muerto, pero la intervención divina le devolvió la vida.

          También nosotros, y con más razón que el salmista, podemos proclamar muy alto hemos pasado de la muerte a la vida, no de la muerte física, que sólo destruye nuestro cuerpo, sino de la muerte real del pecado, que nos traslada a los abismo infernales del no ser. Y Hemos vuelto entrado en la vida verdadera, la misma que le ha sido otorgada a Cristo, al resucitar de entre los muertos: “Si hemos resucitado con Él, también viviremos con Él”. Viviremos con Él y viviremos como Él vivió en esta tierra: desde el amor y para el amor que, ya desde ahora, llevamos a  la práctica con nuestros hermanos necesitados.

 Tañed para el Señor, fieles suyos, celebrad el recuerdo de su nombre santo; su cólera dura un instante; su bondad, de por vida;  al atardecer nos visita el llanto; por la mañana, el júbilo. (2)

           Radiante de alegría por la recuperación de la salud, el salmista invita a sus correligionarios a unirse a él en su gozo, cantando con él un himno de acción de gracias en honor del nombre del Señor. Proclama ante ellos su proceder habitual, un proceder que procede de su Justicia y de su Misericordia. Es verdad que el Señor castiga nuestras ofensas, pero este castigo dura un abrir y cerrar de ojos, mientras que su misericordia y su bondad son para siempre. Si cuando nos apartamos de él, cayendo en la oscuridad de nuestras faltas, experimentamos el sufrimiento, cuando nos sacudimos el sopor de la noche del pecado, y nos abrimos al alba de su misericordia, se establece el estado permanente del gozo y la alegría: “Al atardecer nos visita el llanto; por la mañana el júbilo”.

         Los cristianos llevamos al mundo ,con nuestras voces y con nuestras obras de amor, la alegría de la Resurrección de Cristo, mediante la cual hemos escapado de todo lo que nos impide ser nosotros mismos, e invitamos a todos los hombres a unirse a nuestro gozo, que también es de ellos, pues Cristo ha resucitado para llevar a toda la humanidad a la alegría de los hijos de Dios, a una verdadera fraternidad universal,

 

Escucha, Señor, y ten piedad de mí; Señor, socórreme. Cambiaste mi luto en danzas. Señor, Dios mío, te daré gracias por siempre. (3)

          Acordándose de su presunción y autosuficiencia en los momentos de prosperidad -“No vacilaré jamás”, manifiesta en un versículo omitido de este salmo-, de cómo por esta razón el Señor apartó su rostro de él y le dejó postrado en la desgracia el salmista , cayendo en la cuenta de su debilidad, pide al Señor que siga atendiendo a sus dúplicas y le arrope y socorra siempre con su amor misericordioso.

           Al final vuelve a proclamar el reconocimiento de los favores con los que el Señor le ha agraciado. Ha pasado la hora del duelo y ha sido el propio Señor el que le ha cambiado el vestido de la tristeza por el traje de la alegría: “Cambiaste mi luto en danzas”. Y ya, con la seguridad de su apoyo, entona un canto de acción de gracias que durará por toda la eternidad. Unámonos al salmista en nuestra oración y proclamemos fuerte los favores del Señor con las palabras de este otro salmo: “Me has dado a conocer la senda de la vida; me llenarás de alegría en tu presencia, y de dicha eterna a tu derecha” (Sal 16, 11).

Lectura del libro del Apocalipsis - 5,11-14

          Yo, Juan, miré, y escuché la voz de muchos ángeles alrededor del trono, de los vivientes y de los ancianos, y eran miles de miles, miríadas de miríadas, y decían con voz potente: «Digno es el Cordero degollado de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría, la fuerza, el honor, la gloria y la alabanza». Y escuché a todas las criaturas que hay en el cielo, en la tierra, bajo la tierra, en el mar –todo cuanto hay en ellos–, que decían: «Al que está sentado en el trono y al Cordero la alabanza, el honor, la gloria y el poder por los siglos de los siglos». Y los cuatro vivientes respondían: «Amén». Y los ancianos se postraron y adoraron.

          Estamos ante otra visión del libro del Apocalipsis en la que, como en la lectura del pasado domingo, se encumbra la victoria de Cristo sobre la muerte. Comenzando por el Cielo, es decir, por el mundo de Dios, el autor sagrado contempla miríadas y miles de ángeles, de ancianos y de vivientes que, rodeando el trono del Altísimo, proclaman con voz potente el poder, la riqueza, la sabiduría, la fuerza, el honor, la gloria y la alabanza a propósito de la Victoria de su Hijo que, hecho hombre, se inmoló en la cruz por nuestra salvación. A esta aclamación se une el canto de todas las criaturas que viven en cada una de las partes de nuestro mundo: todas ellas rinden igualmente pleitesía al Padre, que está sentado en el trono, y a su Hijo Jesucristo.

          A los ojos del mundo, la misión de Cristo ha sido un rotundo fracaso, pero para los cristianos ha sido precisamente este fracaso el que le ha constituido en el gran Vencedor sobre el mal y sobre todos los enemigos de Dios y del hombre. Una vez más comprobamos que la lógica de Dios es radicalmente contraria a nuestra manera de pensar; que, como tantas veces hemos dicho en estos comentarios, los planes y caminos de Dios no son los nuestros. El dueño del Universo se ha achicado hasta ponerse en el último lugar, el Juez de vivos y muertos ha sido juzgado como un malhechor, Dios ha sido tratado como un blasfemo. Ésta es la gran paradoja del Nuevo Testamento. Cuando San Juan escribe el Apocalipsis, los judíos y los cristianos se encuentran en el fulgor de la polémica sobre este asunto. Para los judíos, la muerte de Jesús en la cruz constituye la gran prueba de que no podía ser el Mesías esperado. Y, en cierto sentido, tenían razón, pues así lo dicen las mismas Escrituras: “Si un hombre, reo de delito capital, ha sido ejecutado y lo has colgado de un árbol, no dejarás que su cadáver pase la noche en el árbol; lo enterrarás el mismo día, porque un colgado es una maldición de Dios. De esta forma no contaminarás la tierra que el Señor te va a dar por herencia” (Deut 21, 22-23). Fue exactamente esto lo que le pasó a Jesús.

          Para los cristianos, en cambio, testigos de la Resurrección de Cristo, es justamente lo contrario, pues precisamente la Cruz es el momento y el lugar de la exaltación del Amor incondicional de Dios a los hombres. Como dice San Juan la noche en que iban a apresar a Jesús: “Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”. Y ya conocemos este extremo: es la entrega voluntaria del Dios-Hombre a la muerte por nosotros.

           Como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es necesario que el Hijo del Hombre sea levantado, para que todo aquel que crea en él, no se pierda, sino que tenga vida eterna” (Jn 3, 14-15). Y también, haciendo alusión al “Yo soy”, dirigido a Moisés en la zarza ardiendo, por tanto, a su divinidad: “Cuando hayáis levantado al Hijo del hombre, entonces sabréis que Yo Soy(Jn 8, 28).

          Hay que aprender a leer en los rasgos desfigurados de este condenado la gloria misma de Dios: en la visión que se relata en la lectura, San Juan atribuye al Cordero inmolado, es decir, a Cristo, ejecutado en la Cruz, los mismos honores y aclamaciones que se atribuyen al que está sentado en su trono, es decir, a Dios.

          En la Cruz descubrimos a un Dios perdonador. Mientras lo crucifican y oye los insultos que le propinan los que observan su ejecución, a Jesús se le parte el corazón y pide para ellos el perdón del Padre: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. Perdonando a los que le están asesinando, Jesús triunfa sobre el odio, la ira y el rencor, y nos enseña a triunfar también nosotros cuando perdonamos a quienes nos han ofendido “Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial”  (Mt 5, 44-45).

          En la Cruz contemplamos a un Dios que triunfa sobre la venganza al acoger con amor al que se arrepiente de sus pecados, sin contabilizar sus ofensas anteriores ni importarle el momento de la vida en que solicita el perdón: “Te lo aseguro: hoy estarás conmigo en el paraíso”.

          En la Cruz triunfa la delicadeza, ternura y humanidad de un Dios que, habiéndose hecho en todo como uno de nosotros y en medio de aquel sufrimiento atroz, no deja abandonados a los de su propia sangre:  “Mujer, ahí tienes a tu hijo; (Juan) ahí tienes a tu madre”. El apóstol Juan somos todos nosotros. Desde ese momento, todos los creyentes en Jesús podemos llamar y dirigirnos a la Madre de Dios como nuestra Madre. El rostro materno del Padre se hace humano en María, co-triunfadora con su Hijo por su participación en su sufrimiento: “Una espada atravesará tu alma” (Lc 2, 35).

           Todo está cumplido”. Estas últimas palabras de Cristo en la Cruz no son las de un hombre cansado que suspiraba por llegar al final de su vida, sino el grito triunfante del vencedor que ha cumplido hasta el final la misión para la que vino al mundo: dar la vida para proclamar la gran noticia que cambiará el mundo: Dios es amor.

Aclamación al Evangelilo

           Aleluya, aleluya, aleluya. Ha resucitado Cristo, que creó todas las cosas, y se ha compadecido del género humano.

 Lectura del santo evangelio según san Juan - 21,1-19

          En aquel tiempo, Jesús se apareció otra vez a los discípulos junto al lago de Tiberíades. Y se apareció de esta manera: estaban juntos Simón Pedro, Tomás, apodado el Mellizo; Natanael, el de Caná de Galilea; los Zebedeos y otros dos discípulos suyos. Simón Pedro les dice: «Me voy a pescar». Ellos contestan: «Vamos también nosotros contigo». Salieron y se embarcaron; y aquella noche no cogieron nada. Estaba ya amaneciendo, cuando Jesús se presentó en la orilla; pero los discípulos no sabían que era Jesús. Jesús les dice: «Muchachos, ¿tenéis pescado?» Ellos contestaron: «No». Él les dice: «Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis». La echaron, y no podían sacarla, por la multitud de peces. Y aquel discípulo a quien Jesús amaba le dice a Pedro: «Es el Señor». Al oír que era el Señor, Simón Pedro, que estaba desnudo, se ató la túnica y se echó al agua. Los demás discípulos se acercaron en la barca, porque no distaban de tierra más que unos doscientos codos, remolcando la red con los peces. Al saltar a tierra, ven unas brasas con un pescado puesto encima y pan. Jesús les dice: «Traed de los peces que acabáis de coger». Simón Pedro subió a la barca y arrastró hasta la orilla la red repleta de peces grandes: ciento cincuenta y tres. Y aunque eran tantos, no se rompió la red. Jesús les dice: «Vamos, almorzad». Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle quién era, porque sabían bien que era el Señor. Jesús se acerca, toma el pan y se lo da, y lo mismo el pescado. Esta fue la tercera vez que Jesús se apareció a los discípulos después de resucitar de entre los muertos.]Después de comer, dice Jesús a Simón Pedro: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos?» Él le contestó: «Sí, Señor, tú sabes que te quiero». Jesús le dice: «Apacienta mis corderos». Por segunda vez le pregunta: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas?» Él le contesta: «Sí, Señor, tú sabes que te quiero». Él le dice: «Pastorea mis ovejas». Por tercera vez le pregunta: «Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?» Se entristeció Pedro de que le preguntara por tercera vez: «¿Me quieres?» y le contestó: «Señor, tú conoces todo, tú sabes que te quiero». Jesús le dice: «Apacienta mis ovejas. En verdad, en verdad te digo: cuando eras joven, tú mismo te ceñías e ibas adonde querías; pero, cuando seas viejo, extenderás las manos, otro te ceñirá y te llevará adonde no quieras». Esto dijo aludiendo a la muerte con que iba a dar gloria a Dios. Dicho esto, añadió: «gueme».

          Las escenas que se relatan en la lectura se desarrollan en Galilea, una en el mar de Tiberíades y la segunda en la orilla de este mar. Al parecer, los apóstoles, desconcertados por su separación de Jesús, debieron volver, por el momento, a sus antiguas ocupaciones a la espera de recibir nuevas instrucciones del Maestro.

          Estaban juntos Simón Pedro, Tomás el dídimo, Natanael, los hijos de Zebedeo, Juan y Santiago y otros dos discípulos que, muy probablemente, pertenecían también al grupo de los doce. Todos ellos marcharon con Pedro cuando éste decide ir a pescar. Debía ser el atardecer cuando, montados en la barca, se adentraron en el mar.

          Fue al amanecer cuando Jesús, desde la orilla, les ordena echar Ellos, debido a la neblina, propia del amanecer, o a la distancia, no lo reconocieron. se hace presente en la orilla no reconocieron, les ordena desde la orilla echar la red a la derecha de la barca, una vez que supo por ellos que no habían pescado nada durante la noche. Se realizó el milagro: fue tan grande la cantidad de peces que cogieron -ciento cincuenta nos precisa el evangelista-, que no podían arrastrar la red. “Es el Señor, dijo Juan a Pedro, el cual, por la emoción, se pone impulsivamente la túnica, se arroja al agua y nada hasta la orilla para encontrarse lo más pronto con el Señor.

          Cuando llegaron los demás a la playa, vieron un pez sobre unas brasas encendidas y un pan al lado. A este pez añadieron, por invitación de Jesús, otros de los que acababan de pescar. Es Jesús el que, como anfitrión, les invita a matar el hambre de  aquella noche, dándoles con sus propias manos el pan y el pescado. Probablemente, se acordaron de lo sucedido unos días antes en el cenáculo, cuando, partiendo el pan, se lo dio como su propio cuerpo para que lo comieran.

          Después de este almuerzo tuvo lugar el conocido diálogo de Jesús con Pedro, que comienza con estas palabras: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos?”. Ante esta inesperada pregunta, Pedro contesta que sí: “Sí, Señor, tú sabes que te quiero”. “Apacienta mis corderos”, apostilla Jesús. Al instante se repite la misma secuencia una y otra vez. Es entonces cuando el apóstol relaciona las tres preguntas con su triple negación. Sobre este pasaje, Marie Noëlle Thabut, citando una catequesis de Benedicto XVI, comenta que en este diálogo se utilizan dos verbos griegos para expresar el amor: el verbo agapao, que significa amar sin reservas, incondicionalmente, y el verbo fileo, que se utiliza para expresar el amor de amistad, el amor al modo humano, el cual, como todo lo humano, está sujeto a nuestras limitaciones e imperfecciones. Es verdad que en la traducción española de este fragmento se emplean ‘amar’ y ‘querer’, quizá como intento de expresar la diferencia entre una y otra clase de amor, pero esta solución se queda sólo en el intento: es en el original griego en el que se aprecia esta significativa diferencia. Pero dejemos que sea el Papa Benedicto el que nos comente este diálogo entre Jesús y Pedro: “La primera vez, Jesús pregunta a Pedro: "Simón..., ¿me amas" (agapâs-me) con este amor total e incondicional? Antes de la experiencia de la traición, el Apóstol ciertamente habría dicho: "Te amo (agapô-se) incondicionalmente". Ahora que ha experimentado la amarga tristeza de la infidelidad, el drama de su propia debilidad, dice con humildad: "Señor, te quiero, es decir, "te amo con mi pobre amor humano". Cristo insiste: "Simón, ¿me amas con este amor total que yo quiero?". Y Pedro repite la respuesta de su humilde amor humano: “Señor, te quiero como sé querer". La tercera vez, Jesús sólo dice a Simón: "Fileîs-me?", "¿me quieres?". Simón comprende que a Jesús le basta su amor pobre, el único del que es capaz, y sin embargo se entristece porque el Señor se lo ha tenido que decir de ese modo. Por eso le responde: "Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te quiero (filô-se)”. Parecería que Jesús se ha adaptado a Pedro, en vez de que Pedro se adaptara a Jesús. Precisamente esta adaptación divina da esperanza al apóstol, que ha experimentado el sufrimiento de la infidelidad. De aquí nace la confianza, que lo hará capaz de seguirlo hasta el final” (Audiencia general, 24 de mayo de 2006).

          Jesús relaciona, también por tres veces, el amor de Pedro con el pastoreo de sus ovejas. Sobre esta relación habría que decir dos cosas: a) el “me amas más que éstos” no es en modo alguno una especie de certificado de buena conducta, queriendo decir que por amarme más que éstos te confío el cuidado de los demás, sino, al contrario, puesto que “te confío el cuidado de mi rebaño, debes sobresalir en tu amor”. Una condición que deben exigirse a sí mismos los que detentan la autoridad en la Iglesia; y b) por otra parte, con la orden “apacienta mis ovejas”, Jesús no hace a Pedro el propietario de la comunidad, sino que le invita simplemente a compartir con Él el cuidado de sus discípulos. Y es que el Pastor por excelencia de la Iglesia será en todo momento Cristo, el cual estará constantemente con nosotros hasta el fin de los tiempos.

Oración sobre las ofrendas

           Recibe, Señor, las ofrendas de tu Iglesia exultante, y a quien diste motivo de tanto gozo concédele disfrutar de la alegría eterna. Por Jesucristo, nuestro Señor.

           El cristiano no debe jamás perder de vista el futuro que le aguarda después de la muerte. San Pablo se queda extrañado cuando se entera de que algunos dicen que los muertos no resucitan: “Si los muertos no resucitan, tampoco Cristo resucitó, y si Cristo no resucitó, vacía es nuestra predicación y vacía es nuestra fe”  (1 Cor 15, 13-14). En la presentación del pan y el vino, suplicamos al Padre que la Iglesia, que, en medio de las incertidumbres de este mundo, participa ya ahora del gozo de la Resurrección de Cristo, su Esposo, permanezca en esta alegría por toda la eternidad.

 Antífona de comunión

           Jesús dijo a sus discípulos: «Vamos, almorzad». Y tomó el pan y se lo dio. Aleluya (cf. Jn 21,12-13).

 Oración después de la comunión

           Mira, Señor, con bondad a tu pueblo y, ya que has querido renovarlo con estos sacramentos de vida eterna, concédele llegar a la incorruptible resurrección de la carne que habrá de ser glorificada. Por Jesucristo, nuestro Señor.

           Al alimentarnos del Cuerpo y la Sangre de Cristo, hemos sido asimilados a Él, nos hemos convertido, como El, en hombres nuevos, participando ya aquí y ahora en su vida eterna e inmortal. Sintiéndonos ya resucitados en nuestro espíritu, nos dirigimos al Padre para pedirle que glorifique también nuestros cuerpos cuando Cristo vuelva en su última venida. “Cuando este ser corruptible se revista de incorruptibilidad y este ser mortal se revista de inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra que está escrita: La muerte ha sido devorada en la victoria” (1 Cor 15, 54).

.