Segundo domingo de Pascua o de la Divina Misericordia

Segundo domingo de Pascua o de la Divina Misericordia

 Antífona de entrada

           Como niños recién nacidos, ansiad la leche espiritual, no adulterada, para que con ella vayáis progresando en la salvación. Aleluya (1 Pe 2,2).

           O bien:

           Alegraos en vuestra gloria, dando gracias a Dios, que os ha llamado al reino celestial. Aleluya (4 Esd 2,36-37).

 Oración colecta

                    Dios de misericordia infinita, que reanimas, con el retorno anual de las fiestas de Pascua, la fe del pueblo a ti consagrado, acrecienta en nosotros los dones de tu gracia, para que todos comprendan mejor qué bautismo nos ha purificado, qué Espíritu nos ha hecho renacer y qué sangre nos ha redimido. Por nuestro Señor Jesucristo.

           El tiempo litúrgico de Pascua de Resurrección, después de cuarenta días en los que nos hemos ejercitado en la conversión mediante la oración, el ayuno y la limosna, es una entrada de aire fresco que despeja nuestra mente y ablanda nuestro corazón para crecer en el conocimiento de la gracia que supone el bautismo en nuestras vidas, del Espíritu Santo que anima y fortalece nuestros hábitos y actitudes, y del Amor incondicional de Cristo al dar su vida por nosotros. Es esto lo que le pedimos al Padre en esta oración colecta, una petición que San Pablo desea para los hermanos de la comunidad de Filipo con estas palabras: “Que Cristo habite por la fe en vuestros corazones, para que, arraigados y cimentados en el amor, podáis comprender con todos los santos cuál es la anchura y la longitud, la altura y la profundidad, y conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento, para que os vayáis llenando hasta la total Plenitud de Dios” (Ef  3, 17-19)

  Lectura del libro de los Hechos de los apóstoles - 5,12-16

           Por la mano de los apóstoles se realizaban muchos signos y prodigios en medio del pueblo. Todos se reunían con un mismo espíritu en el pórtico de Salomón; los demás no se atrevían a juntárseles, aunque la gente se hacía lenguas de ellos; más aún, crecía el número de los creyentes, una multitud tanto de hombres como de mujeres, que se adherían al Señor. La gente sacaba los enfermos a las plazas, y los ponía en catres y camillas, para que, al pasar Pedro, su sombra, por lo menos, cayera sobre alguno. Acudía incluso mucha gente de las ciudades cercanas a Jerusalén, llevando a enfermos y poseídos de espíritu inmundo, y todos eran curados.

           Nada podía impedir el desarrollo de la Iglesia naciente, como cumplimiento de  la promesa de Cristo, instantes antes de ascender al cielo: “Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta en los confines de la tierra”. La lectura nos sitúa por el momento en Jerusalén y ello significa que estamos en el primer momento de expansión de la Iglesia.

           En el pórtico de Salomón, un lugar del templo que daba acceso al Atrio de los gentiles, se reunían diariamente los primeros seguidores de Jesús, llevados por un mismo Espíritu. En estos primeros momentos de cristianismo, los discípulos de Cristo seguían, como todo judío, frecuentando el templo, lo que significa que todavía no tenían conciencia de que formaban un nuevo grupo religioso; más aún, pensaban que su fe judía se había fortalecido aún más, pues, a sus ojos, las promesas del Antiguo Testamento se habían cumplido definitivamente en Jesús. El proceso de separación entre una y otra fe se llevará a cabo poco a poco. Las personas que les veían se admiraban de su comportamiento y, aunque en un principio no se atrevían a juntarse con ellos, iba creciendo el número de los creyentes, siendo muchos hombres y muchas mujeres quienes se adherían al Señor.

           La segunda parte de la lectura prolonga lo dicho en el primer versículo: “Por la mano de los apóstoles se realizaban muchos signos y prodigios en medio del pueblo”. San Lucas pone en paralelo las primeras actuaciones de los apóstoles con los inicios de la predicación de Jesús en Galilea. En efecto. En la lectura de hoy leemos que “Mucha gente de las ciudades cercanas a Jerusalén, llevaban (ante los apóstoles) enfermos y poseídos de espíritu inmundo, y todos eran curados”. Algo parecido a lo que el mismo Lucas nos contaba de Jesús en el capítulo cuarto de su evangelio: “A la puesta del sol, todos cuantos tenían enfermos de diversas dolencias se los llevaban; y, poniendo él las manos sobre cada uno de ellos, los curaba” (Lc 4, 40). Parece que San Lucas pretende hacernos ver que los apóstoles han tomado el relevo de Jesús, y así era realmente. Pero el motivo principal del aumento de los creyentes no eran los milagros que se realizaban por medio de los apóstoles, sino el hecho de que los hermanos estaban unidos por un mismo espíritu -Todos se reunían con un mismo espíritu en el pórtico de Salomón, cumpliéndose desde el principio las palabras del Señor en la última cena: “En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros” (Jn 13,35). Y un poco después dentro del mismo acto: “Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado”. (Jn 17,21).

           La pregunta cae por su propio peso, pues el mandamiento de la unidad nos incumbe tanto a ellos -a los primeros cristianos- como a nosotros. ¿Damos los cristianos de hoy este testimonio de unidad para que el mundo crea que Cristo es el Enviado de Dios y, por tanto, la verdadera y única respuesta a los problemas que afligen a la humanidad?

            En la realización de esta unidad entre los discípulos de Cristo, todos y cada uno tenemos nuestra parte de responsabilidad: desde la pequeña comunidad en la que vivo mi fe en Cristo hasta el conjunto de la Iglesia universal, a la que estoy unido por el bautismo, por la oración y por mi contribución a aliviar sus necesidades, debo, con la ayuda de la gracia, esforzarme por destruir todos los elementos de desunión y potenciar lo que nos une a Cristo, la Vid verdadera. Ello requiere por parte de cada uno una gran dosis de humildad y de tomar muy en serio a los hermanos en la fe. San Pablo, como apreciamos en esta exhortación a los filipenses, lo tenía muy claro: “Colmad mi alegría, siendo todos del mismo sentir, con un mismo amor, un mismo espíritu, unos mismos sentimientos. Nada hagáis por rivalidad, ni por vanagloria, sino con humildad, considerando cada cual a los demás como superiores a uno mismo, buscando cada cual, no su propio interés, sino el de los demás”. (Fil 2, 2-4)


Salmo responsorial - 117

 

Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia.

       

(1) Diga la casa de Israel: eterna es su misericordia.

Diga la casa de Aarón: eterna es su misericordia.Digan los que temen al Señor:eterna es su misericordia.

                 

(2) «La diestra del Señor es poderosa, la diestra del Señor es excelsa».

No he de morir, viviré para contar las hazañas del Señor.

Me castigó, me castigó el Señor, pero no me entregó a la muerte.

3.                   

(3) La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular.

Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente. 

Este es el día que hizo el Señor: sea nuestra alegría y nuestro gozo.

 (4) Señor, danos la salvación; Señor, danos prosperidad. Bendito el que viene en nombre del Señor, os bendecimos desde la casa del Señor.  El Señor es Dios, él nos ilumina

      (1) El salmista invita al pueblo, reunido en asamblea, a alabar a Dios por los beneficios recibidos. “Eterna es su misericordia”, responde el pueblo una y otra vez. El salmista reclama la acción de gracias de los distintos estratos sociales, representados en la Casa de Israel -el estamento laico- y la Casa de Aarón -el estamento religioso-, y de todos aquéllos que temen al Señor, es decir, de todos los que, sean de la nación que sean -añadimos nosotros-, tienen puesta en el Señor su única esperanza. Todos ellos testifican el amor misericordioso de Dios, puesto a prueba en la creación y en la historia entera del pueblo elegido. 

 

Con una conciencia todavía más viva, nosotros, que hemos hemos sido agraciados con el don -que no tiene precio- de la participación de la vida divina por nuestra fe en Jesucristo, reconocemos con nuestra voz, con nuestro corazón y con nuestras obras este amor de Dios, llevado al límite en la persona de Jesús que, “habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn 13,1).

 

(2) El salmo continúa celebrando el triunfo de Dios sobre los enemigos del pueblo, ensalzando su poder indiscutible: “La diestra del Señor es poderosa, la diestra del Señor es excelsa”. Con razones más contundentes, si cabe, nosotros manifestamos nuestra inmensa alegría por el triunfo de Jesús sobre la muerte y el pecado. De ello se hacía eco la liturgia de la Noche Pascual: “Ésta es la noche en que, rotas las cadenas de la muerte, Cristo asciende victorioso del abismo”. Así lo cantamos también en la secuencia de Pascua: “¡Lucharon vida y muerte en singular batalla, y muerto el que es la Vida, triunfante se levanta!”. Esta victoria de Cristo nos da la certeza de que la muerte -la muerte que es el pecado-, no nos tocará, pues tenemos la esperanza fiable de que disfrutaremos para siempre de la vida verdadera y de la vocación de dar gloria a Dios para la que fuimos creados: “No he de morir, viviré para contar las hazañas del Señor”. 

 

          El pueblo se acuerda de las humillaciones y sufrimientos causados por sus pecados, sufrimientos que Dios permitió con el fin de ponerlo en el camino que conduce hacia la realización de sus promesas, un castigo, ciertamente, duro, pero que no le llevó a su destrucción: “Me castigó, me castigó el Señor, pero no me entregó a la muerte”. Olvidamos con frecuencia que los planes de Dios no son nuestros planes y que sus caminos no son nuestros caminos, y este olvido nos lleva a no aceptar la voluntad de Dios y, en consecuencia, a perdernos en un mundo sin rumbo. Dios permite esos momentos de crisis y sufrimiento para que, reconociendo con humildad nuestras rebeldías, nos acerquemos a su perdón con la confianza cierta de que no nos abandonará ni permitirá que nadie ni nada nos separe de Él, pues “nadie ni nada podrá apartarme del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús” (Rm 8,39).

 

          (3) Otro motivo para alabar a Dios: Israel, un minúsculo pueblo, continuamente menospreciado por los grandes imperios, se ha convertido, según los planes de Dios, en la piedra angular del edificio espiritual de todas las naciones, en el vehículo de transmisión de los designios salvadores de Dios en la historia. 

 

Jesucristo se aplicó este texto a sí mismo, al recriminar a las clases religiosas dirigentes el no haber querido reconocerlo como Mesías (Lc 20,17). También los Hechos de los Apóstoles, San Pablo y San Pedro recogen este versículo de nuestro salmo: “El es la piedra que vosotros, los constructores, habéis despreciado y que se ha convertido en piedra angular. Porque no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos” (He 4,11-12). Ha sido la Resurrección de Jesucristo la que ha operado el milagro de construir la comunidad de fieles con un solo corazón y una sola alma en la que Cristo es el punto de unión y el cimiento de la misma. Sobradas razones tenemos los cristianos para estar alegres y gozosos por vivir esta fiesta permanente: “Éste es el día que hizo el Señor: sea nuestra alegría y nuestro gozo”.

 Lectura del libro del Apocalipsis 1,9-11a. 12-13. 17-19

        Yo, Juan, vuestro hermano y compañero en la tribulación, en el reino y en la perseverencia en Jesús, estaba desterrado en la isla llamada Patmos a causa de la palabra de Dios y del testimonio de Jesús. El día del Señor fui arrebatado en espíritu y escuché detrás de mí una voz potente como de trompeta que decía: «Lo que estás viendo, escríbelo en un libro, y envíalo a las siete Iglesias». Me volví para ver la voz que hablaba conmigo, y, vuelto, vi siete candelabros de oro, y en medio de los candelabros como un Hijo del hombre, vestido de una túnica talar, y ceñido el pecho con un cinturón de oro. Cuando lo vi, caí a sus pies como muerto. Pero él puso su mano derecha sobre mí, diciéndome: «No temas; yo soy el Primero y el Último, el Viviente; estuve muerto, pero ya ves: vivo por los siglos de los siglos, y tengo las llaves de la muerte y del abismo. Escribe, pues, lo que estás viendo: lo que es y lo que ha de suceder después de esto».

           La segunda lectura está tomada del libro del Apocalipsis, un término griego que ha adquirido para nosotros una acepción negativa, al entenderlo como el final del mundo, con todos los desastres que, en ese momento, caerán sobre la tierra. Hablamos de ‘un escenario apocalíptico’ y espontáneamente vienen a nuestra mente catástrofes, devastación, ruina, adversidades, caos. Pero el verdadero significado de “Apocalipsis” es ‘Revelación’. Fue un género religioso-literario frecuente entre los siglos II a. de Cristo y II después de Cristo. El mensaje que transmiten es siempre el mensaje del amor de Dios y la victoria de Dios sobre todas las formas del mal; es un lenguaje encriptado, comprensible para los destinatarios inmediatos, pero difícil para nosotros que no vivimos en las circunstancias que se vivían en aquellos momentos. Los libros apocalípticos están escritos en tiempo de persecución, como queda de manifiesto en las primeras palabras de esta lectura: “Yo, Juan, vuestro hermano y compañero en la tribulación, en el reino y en la perseverencia en Jesús, estaba desterrado en la isla llamada Patmos”. 

           Por esta razón el lenguaje no puede ser demasiado explícito: está de por medio el temor al perseguidor, que no cesa de acechar. En el capítulo 18 de este libro menciona quién es este perseguidor: Gritó con potente voz diciendo: «¡Cayó, cayó la Gran Babilonia! Se ha convertido en morada de demonios, en guarida de toda clase de espíritus inmundos, y detestables”. En realidad -los destinatarios del libro lo sabían bien- se está refiriendo al Imperio Romano, que ha empezado su proceso de persecución a la comunidad cristiana.

           En esta situación de acosamiento por los poderes imperiales tiene lugar la visión que hoy relata la lectura: “Fui arrebatado en espíritu y escuché detrás de mí una voz potente como de trompeta que decía: Lo que estás viendo, escríbelo en un libro, y envíalo a las siete Iglesias”. Era evidente para el autor sagrado que está voz era la voz de Jesucristo, que se le aparece como “un hijo de hombre, título con el que los destinatarios, y también nosotros, sabemos que se refería al Señor. San Juan, aturdido como cualquiera que se encuentra de repente ante la presencia del Señor, “cae a sus pies como muerto”. De la boca del Señor escucha estas palabras que pretenden tranquilizarlo: No temas”. Seguidamente la voz le recuerda a) el señorío absoluto de Cristo sobre todos los poderes de este mundo -“Yo soy el primero y el último”, o, en otras palabras, todo lo que existe comienza y termina en mi, y fuera de mí no hay otro dios-, b) su victoria sobre la muerte y el pecado -“yo soy el que estuvo muerto, pero que vivo por los siglos”-, c) su autoridad sobre la vida y la muerte -“tengo las llaves de la muerte y el abismo”, una autoridad, no para destruir, sino para salvar, como ya lo manifestó Jesús en su vida mortal: “Yo soy la Resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto vivirá” (Jn 11,25). Ésta es la manera como el Señor infunde ánimos y esperanza en la victoria final en los momentos de persecución, de crisis de fe y debilitamiento ante las dificultades.

            En el mundo tendréis aflicción; pero confiad, yo he vencido al mundo”, dijo Jesús a sus discípulos, y también a nosotros, antes de ascender al cielo. Y si Jesús ha vencido al mundo, también nosotros venceremos con Él: “Si hemos muerto con él, también viviremos con él, y si nos mantenemos firmes, también reinaremos con él”  (2 Tm 2, 11-12). Y su promesa no fallará, ya que Él estará con nosotros todos los días hasta el fin del mundo (Mt 28,20).

           En un mundo en el que apenas vemos señales de este triunfo de Cristo -guerras, olvido de Dios, desigualdades sociales y económicas sangrantes, políticas que sólo miran hacia el triunfo de los poderosos-, siguen siendo actuales y completamente válidas estas palabras del libro del Apocalipsis, que señalan a Cristo como el verdadero referente de la historia, como el camino que conduce al auténtico progreso de la humanidad, como la verdad que nos hace libres, como la fuente de vida que da plenamente sentido a la existencia humana. Las palabras de Cristo en esta visión del apóstol San Juan nos invitan a fiarnos de Él, a pesar de que con los ojos de la carne nos parezca que el mundo camina en la dirección contraria; a tener esperanza en que el Reino de Dios llegará a su cumplimiento: “Los caminos de Dios no son nuestros caminos y sus planes no son nuestros planes”.

 Aclamación al Evangelio

           Aleluya, aleluya, aleluya. Porque me has visto, Tomás, has creído dice el Señor–; bienaventurados los que crean sin haber visto.

 Lectura delsanto evangelio según san Juan - 20,19-31

           Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: «Paz a vosotros». Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: «Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo». Y, dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos». Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Y los otros discípulos le decían: «Hemos visto al Señor». Pero él les contestó: «Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo». A los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos. Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo: «Paz a vosotros». Luego dijo a Tomás: «Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente». Contestó Tomás: «¡Señor mío y Dios mío!» Jesús le dijo: «¿Porque me has visto has creído? Bienaventurados los que crean sin haber visto». Muchos otros signos, que no están escritos en este libro, hizo Jesús a la vista de los discípulos. Estos se han escrito para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre.

Esta aparición tuvo lugar en la tarde noche del Domingo de Resurrección, muy probablemente en la casa en la que tuvo lugar la última cena. Allí se habrían refugiado los once por miedo a los judíos -se había corrido la voz de que habían robado el cadáver de Cristo y, obviamente, podían pensar que sospecharían de ellos-. Con los diez apóstoles -no estaba Tomás entre ellos- se encontraban otros discípulos, entre ellos, según nos cuenta San Lucas en su Evangelio, los dos de Emaús, que habrían vuelto a Jerusalén a informar a los demás de que habían visto al Señor.

El que Jesús apareciese en medio de ellos, estando las puertas cerradas, manifiesta por parte del evangelista una intención de afirmar el poder y la gloria del Señor, que ya no estaba sometido a las leyes del mundo físico. Las primeras palabras de Jesús son el saludo de la paz, algo habitual en el mundo oriental, pero que en Él adquiere un significado, como veremos, absolutamente distinto. A continuación, les muestra las manos y el costado, un gesto con el que el Maestro pretende disipar la desconfianza de que no estaban viendo un espíritu. La primera reacción de los discípulos es la alegría: “... se llenaron de alegría al ver al Señor”. Con ello se empezaba a cumplir la promesa que les hizo Jesús en el cenáculo la víspera de su pasión: “Volveré a veros y se alegrará vuestro corazón, y vuestra alegría nadie os la podrá quitar” (Jn 16,22).

La repetición por segunda vez del saludo “paz a vosotros” demuestra -lo acabamos de decir- que éste no era algo convencional, sino el ofrecimiento real de La Paz, La Paz que les prometió en la última Cena, la víspera de su muerte: “La paz os dejo, mi paz os doy; yo no os la doy como el mundo la da. No se turbe vuestro corazón, ni se acobarde” (Jn 14,27). 

A continuación sopló sobre ellos, un gesto que nos lleva al momento de la creación en el que Dios insufló su aliento para dar vida a todas las cosas creadas. Con el soplo de su aliento sobre sus discípulos Jesús les regala la nueva vida, conseguida para ellos a través de su Muerte y Resurrección, y el poder de perdonar los pecados, es decir, La Paz que es Ėl mismo. ¿Quién puede perdonar pecados, sino solo Dios?, dijeron en una ocasión los fariseos a Jesús (Lc 5,21? Pues ahora, no sólo Jesús, que era Dios, sino también sus discípulos que, desde este momento, participaban de la misma vida y misión de Cristo: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos» 

La segunda parte de la lectura es el conocido episodio de Tomás que, al no estar presente en la primera aparición, se negaba a creer.  “Hemos visto al Señor” -le repetían una y otra vez los compañeros-. Su respuesta era siempre la misma: “Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo”. Esta vez se encontraba Tomás en el grupo. Cuando Jesús aparece, se dirige directamente a él: “Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente”. Tomás reacciona: “Señor mío y Dios mío”. “¿Porque me has visto, Tomás, has creído? Bienaventurados los que crean sin haber visto”. 

Probablemente San Juan, al introducir el episodio de Tomás en su evangelio, tiene la intención de animar a la fe a todos aquéllos que no vieron al Señor en vida. “Bienaventurados los que crean sin haber visto”. Son ellos, es decir, nosotros, los destinatarios directos, no sólo de esta narración, sino de todo el cuarto evangelio. Así lo escribe varias veces a lo largo del mismo, y así queda corroborado con las palabras finales de esta lectura: Estos (signos) han sido escritos para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre.

Oración sobre las ofrendas

          Recibe, Señor, las ofrendas de tu pueblo [y de los recién bautizados], para que, renovados por la confesión de tu nombre y por el bautismo, consigamos la eterna bienaventuranza. Por Jesucristo, nuestro Señor.

          El pueblo creyente y los nuevos cristianos, incorporados a Cristo la noche de la Pascua, ofrecen por mediación del sacerdote los dones del pan y el vino que, convertidos en el Cuerpo y la Sangre del Señor, serán el alimento que fortalecerá nuestra vida junto a Dios. Unidos al deseo de la Iglesia, queremos, al ofrecer estos dones, ser renovados por la fe en el Señor resucitado y por la gracia del bautismo, para ser dignos de recibir la vida que no tiene fin y que consiste en un conocimiento del Padre y de Jesucristo. “En esto consiste la vida eterna: en que te conozcan a Ti, el Único Dios verdadero, y a tu Enviado Jesucristo” (Jn 17,3).

 Antífona de comunión

           Trae tu mano y métela en el agujero de los clavos: y no seas incrédulo, sino creyente. Aleluya (cf. Jn 20,27).

Oración después de la comunión

          Concédenos, Dios todopoderoso, que el sacramento pascual recibido permanezca siempre en nuestros corazones. Por Jesucristo, nuestro Señor.

          El sacramento que hemos recibido en la comunión tiene, de por sí, una eficacia permanente que llega hasta la eternidad. Pero en la práctica, debido a las influencias externas que van en su contra, a nuestra natural inconstancia y a nuestra inclinación a las cosas de la tierra, vivimos en la práctica como si Cristo no permaneciese en nuestro corazón, arrojándonos, si no a los vicios del mundo, sí a una vida espiritualmente tibia. La Iglesia pretende con esta oración que no cesemos de implorar la gracia de Dios para que vivamos permanentemente en Cristo. “Orad sin cesar. Dad gracias en todo, porque esta es la voluntad de Dios para con vosotros en Cristo Jesús. No apaguéis el Espíritu” (1 Tes 5 17-19)