Domingo de Ramos - Ciclo "C"

Oración colecta

           Dios todopoderoso y eterno, que hiciste que nuestro Salvador se encarnase y soportara la cruz para que imitemos su ejemplo de humildad, concédenos, propicio,  aprender las enseñanzas de la pasión y participar de la resurrección gloriosa. Por nuestro Señor Jesucristo.

           “De tal manera amó Dios al mundo, que nos dio a su Hijo único, para que todo aquel que en Él cree, no se pierda, sino que tenga vida eterna” (Jn 3, 16). Las intervenciones de Dios con Israel fueron una progresiva preparación de la manifestación de sí mismo a través de su Hijo, Jesucristo, quien nos dijo con total claridad que quien le ve a Él, ve al Padre. Todas las actuaciones de Jesús en su vida terrena tenían como finalidad enseñarnos a ser y a comportarnos como Él: “Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón” (Mt 11, 19). Y la manifestación más patente de esta humildad la tenemos en el acontecimiento de su pasión y muerte en la cruz. Es por eso que la Iglesia nos regala hoy el relato íntegro de la pasión -este año en la versión de San Lucas- con el fin de que aprendamos la virtud de la humildad de Aquél que, siendo Dios, se hizo uno de nosotros.

           En el inicio de nuestra semana grande pedimos al Padre que nos conceda empaparnos de las verdades que nos enseña Jesús, nuestro Salvador a través de los acontecimientos dolorosos de su pasión y su muerte, siempre con la vista puesta en el triunfo de su Resurrección y en nuestra participación en el mismo: “Tened los sentimientos de Cristo Jesús, el cual, siendo de condición divina, ... se despojó de sí mismo, tomando la condición de siervo ... humillándose y obedeciendo hasta la muerte y una muerte de cruz, por lo cual Dios lo exaltó y le otorgó el Nombre, que está sobre todo nombre.” (Fil 2, 6-9).

 Lectura del libro de Isaías - 50,4-7

          El Señor Dios me ha dado una lengua de discípulo; para saber decir al abatido una palabra de aliento. Cada mañana me espabila el oído, para que escuche como los discípulos. El Señor Dios me abrió el oído; yo no resistí ni me eché atrás. Ofrecí la espalda a los que me golpeaban, las mejillas a los que mesaban mi barba; no escondí el rostro ante ultrajes y salivazos. El Señor Dios me ayuda, por eso no sentía los ultrajes; por eso endurecí el rostro como pedernal, sabiendo que no quedaría defraudado.

           El texto bíblico que ha elegido la Iglesia como primera lectura es el tercer canto del Libro de la Consolación de Isaías. Es verdad que estos textos fueron redactados seiscientos años a.C. y que, aunque el profeta no está pensando directamente en Jesús, en su mensaje retrata perfectamente la vida y la obra del Siervo de Dios por excelencia. Así lo entendieron los primeros cristianos cuando meditaban en la pasión y muerte del Señor. Este texto bíblico es muy apropiado para alimentar la espiritualidad de los discípulos de Cristo, cuyos sentimientos, de acuerdo con el himno a los filipenses de la segunda lectura, debemos imitar.

           Sobre este texto se han hecho infinidad de estudios exegéticos y se han dado multitud de interpretaciones, sobre todo a la hora de determinar el sujeto al que se atribuyen las afirmaciones del mismo: ¿Es el propio profeta el que habla en nombre propio? ¿Se trata del pueblo de Israel que, en estos momentos, se encuentra desterrado en Babilonia? Damos, ciertamente, por supuesto que el profeta escribe para que este pueblo, que atraviesa momentos muy difíciles lejos de su patria, no caiga en el desánimo ni en la desesperanza. 

           En cualquier caso, de este texto podemos sacar interesantes aplicaciones para nuestra vida espiritual. Lo haremos siguiendo los distintos puntos del mismo.

 “El Señor Dios me ha dado una lengua de discípulo; para saber decir al abatido una palabra de aliento”. 

           Me vienen a la memoria aquellas palabras de San Pablo en su segunda carta a los Corintios: “Alabado sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre misericordioso y Dios de toda consolación, quien nos consuela en todas nuestras tribulaciones, para que, con el mismo consuelo que de Dios hemos recibido, también nosotros podamos consolar a todos los que sufren” (2 Cor 1,3-4). Y ello me lleva a la conclusión de que, en mi permanente tarea de servicio a los demás, tengo, ante todo, que pensar que la ayuda que pueda prestarles no puede proceder de mí mismo, sino del Señor que, a través de mi persona, obra el bien que el prójimo necesita: “Sin él –sin el contacto permanente con el Señor- no podemos hacer nada” (Jn 15,5).

           “Cada mañana me espabila el oído…” 

           El Señor requiere mi atención continuamente, ya sea en los momentos de oración, en la liturgia, en el fiel espejo de su rostro en las personas necesitadas, en cualquier circunstancia, positiva o adversa, de la vida. Mi actitud debe ser siempre la del discípulo que, dócilmente, no desea otra cosa que aprender de su maestro: “Si hoy escucháis su voz, no endurezcáis el corazón” (Sal 94,7).

 “Yo no resistí ni me eché atrás”. Y no sólo eso. El que habla está dispuesto a dejarse castigar, ofreciendo “su espalda” y “su mejilla” a los que lo golpean. Y todo ello, no por resignación o masoquismo, sino porque, con ello, está ejercitando, varios siglos antes que lo dijera Cristo, las bienaventuranzas: “Felices los mansos, porque serán consolados” y “Felices los perseguidos por causa de la justicia porque de ellos es el reino de los cielos” (Mt 5,5; 5,7).

 ¿De dónde le viene al profeta, o a aquél a quien el profeta se refiera, esta resistencia y esta fuerza? Muy claro lo dice el texto: del Señor que “me ayuda”. Es la ayuda del Señor y la certeza de que no quedaré defraudado” las que hacen que no sienta los desprecios y ultrajes que puedan hacerme: “Por eso endurecí el rostro como pedernal”. Inevitablemente. Esta sentencia de Isaías nos transporta a la carta de San Pablo a los Filipenses: «Todo lo puedo en Aquel que me conforta” (Fil 4, 13). 

           En este magnífico y sugerente texto los primeros seguidores de Cristo, muy fieles en la meditación de su pasión y muerte, veían un vivo retrato del Maestro. Jesús es ese Discípulo con mayúscula que, en contacto directo y permanente con el Padre -pensemos en las largas noches de oración en la soledad del monte-, dialogaba cara a cara con Él, diálogo que se prolongaba en una permanente conciencia de estar a su lado. Ello evitaba apartarse lo más mínimo de la voluntad de quien le encomendó la tarea de salvar y consolar a la humanidad con el verdadero consuelo, aquél que viene de Dios: “He bajado del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado. Y esta es la voluntad del que me ha enviado; que no pierda nada de lo que él me ha dado, sino que lo resucite el último día” (Jn 6,38-49).

Jesús es el manso y humilde de corazón por excelencia, el que hizo realmente suyo el “no me resistí ni me eché atrás”, aconsejando a sus seguidores la no violencia y la no resistencia -“si alguien te pega en una mejilla, ofrécele también la otra; y si alguien te quita la capa, déjale que se lleve también tu camisa”- y recibiendo pacientemente los insultos y los ultrajes de la multitud, aleccionada por los sacerdotes del templo, y de los soldados encargados de su ejecución que, en un ejercicio de burla, “le golpeaban la cabeza con una caña, lo escupían y, doblando las rodillas, se postraban ante él”.

 Salmo responsorial - 21

Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?

Al verme, se burlan de mí, hacen visajes, menean la cabeza:

«Acudió al Señor, que lo ponga a salvo; que lo libre si tanto lo quiere».

 Me acorrala una jauría de mastines, me cerca una banda de malhechores;

me taladran las manos y los pies, puedo contar mis huesos.

Se reparten mi ropa, echan a suerte mi túnica.

Pero tú, Señor, no te quedes lejos;  fuerza mía, ven corriendo a ayudarme.

Contaré tu fama a mis hermanos, en medio de la asamblea te alabaré.

«Los que teméis al Señor, alabadlo; linaje de Jacob, glorificadlo;

temedlo, linaje de Israel».

           La primera frase del salmo que la Iglesia nos propone en respuesta a la primera lectura ha dado lugar a incontables comentarios y a hermosas piezas musicales. Esta frase, tomada aisladamente -y al encontrarse al principio da lugar a ello- puede desviarnos del verdadero sentido del salmo en su conjunto. El que grita al comienzo del salmo “Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado” da gracias y alaba a Dios por su salvación unas estrofas más abajo: Contaré tu fama a mis hermanos, en medio de la asamblea te alabaré. Los que teméis al Señor, alabadlo”. Ello quiere decir que el Señor le ha librado de la situación angustiosa en la que se encontraba.

           A primera vista podríamos creer que el salmo habría sido compuesto para Jesucristo, al retratar perfectamente la situación de un crucificado -“me taladran las manos y los pies” ... “se reparten mi ropa y echan a suerte mi túnica”-. Pero hay que decir que la crucifixión era ya, en tiempos del salmista, una condena a muerte muy extendida. En realidad, el salmo fue concebido como una oración de acción de gracias por el retorno del destierro de Babilonia, un retorno que el salmista compara a la liberación de un condenado a muerte. Ésta es la razón de que lo haya elegido la Iglesia como ejemplo de las torturas propias de una crucifixión, las mismas que infligieron al Señor y que oiremos en el relato de la pasión en la lectura evangélica, un crucificado que, al final, escapa de la muerte o, en la mente del salmista, un pueblo que celebra la vuelta del exilio.

           El tema del justo sufriente no es, por tanto, el asunto central del salmo, sino la acción de gracias de Israel que acaba de escapar de los sufrimientos por los que ha pasado. En el fondo de su angustia, el pueblo desterrado no ha cesado de implorar el auxilio del Señor, sin dudar, por un instante, de que el Señor le escuchaba. El gran grito “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? es, ciertamente, un grito de angustia ante el incomprensible silencio de Dios, que parece no escuchar, pero no es un grito de desesperación y, menos aún, de duda o sospecha de que el Señor lo ha abandonado. Todo lo contrario: es la oración de alguien que sufre y que se atreve a gritar su sufrimiento, una oración que ilumina el sentido de nuestras oraciones en momentos de angustia e incertidumbre.

           En estos momentos tenemos el derecho de gritar, derecho al que la Sagrada Escritura nos invita una y otra vez a través de este salmo y de otros muchos, un grito hecho oración que demuestra que al orante no le ha faltado la esperanza en el Dios que le ha sido fiel y que le ha prometido estar siempre a su lado.

 [En el comentario del salmo he seguido el planteamiento que del mismo hace la biblista y teóloga francesa Marie Noëlle Thabut]

              Dejemos que concluya este comentario el Papa Benedicto XVI: 

          “Este Salmo nos ha llevado al Gólgota, a los pies de la cruz de Jesús, para revivir su pasión y compartir la alegría fecunda de la resurrección. Dejémonos, por tanto, invadir por la luz del misterio pascual incluso en la aparente ausencia de Dios, también en el silencio de Dios, y, como los discípulos de Emaús, aprendamos a discernir la realidad verdadera más allá de las apariencias, reconociendo el camino de la exaltación precisamente en la humillación, y la manifestación plena de la vida en la muerte, en la cruz. De este modo, volviendo a poner toda nuestra confianza y nuestra esperanza en Dios Padre, en el momento de la angustia también nosotros le podremos rezar con fe, y nuestro grito de ayuda se transformará en canto de alabanza (Benedicto XVI, Audiencia General, 11/09/2013)

 Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Filipenses - 2,6-11

           Cristo Jesús, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios; al contrario, se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo, hecho semejante a los hombres. Y así, reconocido como hombre por su presencia, se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz. Por eso Dios lo exaltó sobre todo y le concedió el Nombre-sobre-todo-nombre; de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra, en el abismo, y toda lengua proclame: Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre.

          En los versículos inmediatamente anteriores al fragmento que la Iglesia nos propone como segunda lectura, San Pablo, quizá por la existencia de disensiones en la comunidad, pide a sus queridos filipenses que se mantengan unidos, como corresponde a los discípulos de Cristo. Para ello cada uno debe considerar superiores a los demás, se debe desterrar todo tipo de rivalidad entre ellos, potenciando la humildad y no buscando el propio interés, sino el de los demás (Fil 2,3-4). Para hacerles más fácil el cumplimiento de estas exhortaciones, apela al fundamento de su ser cristianos, a la unión con Jesucristo, al que deben imitar en todo. “Tened entre vosotros los mismos sentimientos de Cristo Jesús” (Fil 2,5).

           De esta forma introduce el conocido Himno de Filipenses, una reflexión que, con toda probabilidad, se utilizaba ya en la liturgia de algunas de las primeras comunidades cristianas y que sintetiza maravillosamente el ser y el obrar de Cristo. “Tened entre vosotros los mismos sentimientos de Cristo Jesús”, el cual -y aquí comienza el himno-, “siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios; al contrario, se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo, hecho semejante a los hombres…”. En efecto. Jesús, que podía haber exigido en su existencia terrestre los honores que, como a Dios, le correspondían, no sólo renunció a ellos, despojándose de su categoría divina, sino que, tomando nuestra condición humana, se hizo uno de nosotros, asumiendo todas nuestras debilidades y, rebajándose en todo menos en el pecado, se convirtió en esclavo y servidor de todos, un servicio que le llevó a dejarse clavar en una cruz, la forma como solían morir los malhechores.

           Acostumbrados desde niños a ver pinturas de Cristo lavando los pies de sus apóstoles, recibiendo la mofa de los soldados que tenían la misión de ejecutar su sentencia de muerte, cargado con el madero en el que sería clavado, y agonizando y muriendo entre dos bandidos, no nos percatamos del todo de las barbaridades que se cometieron con el Hijo del Dios, algo que impactó con fuerza a los primeros cristianos  -como apreciamos  en los relatos pormenorizados de la pasión de los cuatro evangelistas- y siguió y sigue impactando a todas las personas que, a lo largo de la historia y también en nuestros días, han entregado su vida a la causa por la que sufrió y murió Cristo, “sufriendo y muriendo con Él” y, como Él, amando “hasta el extremo”.

           El Dios que nos revela Jesucristo no casa con los valores de nuestro mundo, centrados en el poder, en la riqueza, en el placer y en la egolatría; un Dios que sí resultó novedoso para sus primeros seguidores que, cuando esperaban un Mesías que se impondría en todo el mundo con la fuerza de su sabiduría y su poder, resultó un escándalo para los judíos y una necedad para los gentiles (1Cor 1,23), un Dios -lo decimos una vez  más- radicalmente contrario al modo de pensar de este mundo: el que de vosotros quiera ser el primero, que sea el servidor de todos; de la misma manera que el hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en rescate por muchos” (Mt 20, 27-28). En Jesús vemos el rostro de Dios manso y humilde de corazón, que se fija en el indigente, que levanta del polvo al desvalido y alza de la basura al pobre, haciéndose Él pobre. Tener los sentimientos de Cristo Jesús es imitar su humildad, una humildad que es la humildad de Dios, que no se define sólo por acoger al pobre y al inferior, sino por hacerme yo pobre e inferior. Es este comportamiento de Cristo el que nos salva de nuestra soberbia y de la mentira de creernos autosuficientes. La humildad es la verdad -decía nuestra Teresa de Ávila-, pero la Verdad es Dios y no nosotros, que todo lo que somos y tenemos se lo debemos a Dios; nosotros somos también verdad, ciertamente, pero sólo cuando aceptamos con agrado nuestra total dependencia de Dios. Entonces de verdad somos humildes.

 “El que se humilla será enaltecido” (Lc 14,11). Cristo, el máximo humillado, es, por ello, el máximo enaltecido: “Por eso Dios lo exaltó sobre todo y le concedió el Nombre-sobre-todo-nombre; de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra, en el abismo, y toda lengua proclame: Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre”. 

 Aclamación a la lectura evangélica

Gloria y alabanza a tu, Cristo. Cristo se ha hecho por nosotros obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz. Por eso Dios lo exaltó sobre todo y le concedió el Nombre-sobre-todo-nombre.

 Comentario a la lectura de la pasión del Señor

           [El relato de la pasión del Señor – Lucas, 22,1423,56- aparece al final del comentario de esta misa]

          El domingo de Ramos escuchamos el relato de la pasión que nos presentan los tres evangelistas sinópticos -este año (Ciclo C), la Iglesia nos propone el del evangelio de San Lucas-. Afirmamos de entrada que, en las grandes líneas, los tres sinópticos y el evangelio de San Juan mantienen una esencial coincidencia, pero, leyendo atentamente cada uno de ellos por separado, observamos detalles y acentos distintos, algo que no debe extrañarnos, ya que por experiencia sabemos que distintas personas que presencian un mismo acontecimiento lo transmiten cada una a su manera. Es lo que pasa con el acontecimiento de la pasión y muerte del Señor: cuatro maneras diferentes que, coincidiendo en lo esencial, se complementan y, por ello, nos muestran en su conjunto un relato más rico en detalles y más aprovechable para nuestro crecimiento espiritual.

           Como hace la biblista Marie Noëlle Thabut, cuyo comentario a esta lectura de la pasión me ha servido de inspiración, yo también me voy a fijar en algunas frases y en algunos episodios transmitidos solamente por el evangelista responsable de la versión de la pasión que escuchamos en la liturgia de este domingo.

           Después del relato de la institución de la Eucaristía y antes de anunciar a Pedro que aquella misma noche le negaría por tres veces antes de que, en la madrugada, cantara el gallo, Jesús se dirige a él con estas cariñosas y animosas palabras para concederle su perdón y animarle en el mantenimiento y en la fuerza de su fe: Yo he pedido por ti, para que tu fe no se apague. Y tú, cuando te hayas convertido, confirma a tus hermanos. Hasta ese punto llega el perdón de Dios: hasta borrar el pecado que todavía no se ha cometido. Dios conoce todas nuestras debilidades, nuestras inclinaciones y nuestra inconstancia y, ya antes de caer, nos promete que siempre estará a nuestro lado para no permitir que el desánimo y la desesperanza se apoderen de nosotros. Jesús hace suyas estas palabras de la primera lectura que, recibidas del Padre, las utiliza para confortar a Pedro ante el anuncio de que le negará por tres veces y el riesgo de caer en el desaliento: “El Señor Dios me ha dado una lengua de discípulo; para saber decir al abatido una palabra de aliento”.

          Otro acontecimiento de la pasión que sólo cuenta San Lucas es la comparecencia de Jesús ante Herodes, comparecencia ordenada por Pilato, dado que, como Jesús era galileo y Herodes reinaba en esa región de Palestina, podía él encargarse del juicio. (Este Herodes era hijo de Herodes el grande, el que, según nos cuenta San Mateo, reinaba en toda Judea, siendo el responsable de la matanza de los inocentes). En este pasaje contemplamos la serenidad de Jesús ante el desprecio y la mofa que le hacían tanto el rey y los soldados, como los escribas y fariseos que iban en la comitiva. Es de notar igualmente la dignidad de la que dio muestras Jesús, al no responder a las preguntas de Herodes por no provenir de una búsqueda sincera de la verdad, sino de una curiosidad malsana. Y es que Jesús -lo hemos visto en distintos pasajes evangélicos- conoce lo que hay en el interior del hombre: ¿Por qué pensáis así en vuestros corazones?” (Mt 9,4), increpó Jesús a los escribas que le acusaban de perdonar los pecados.

           Nos fijamos ahora en otro pasaje al que sólo Lucas hace referencia. Se trata de las conocidísimas palabras de Jesús, una vez clavado en la cruz: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”. En efecto. No sabían que habían expulsado de la Ciudad al Santo por excelencia; no sabían que estaban dando muerte al dueño de la vida; no sabían  -nos referimos ahora a los miembros del Sanedrín, es decir, al tribunal de Jerusalén- que habían condenado a Dios. ¿Y cómo responde Jesús a estas iniquidades? Llevando a la práctica la exhortación que en otra ocasión hizo a sus discípulos: “Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, orad por los que os ultrajan y persiguen” (Mt 5,44). En Cristo, perdonando a los que lo crucifican, encontramos el verdadero rostro de Dios, “que sale en busca de la oveja perdida” (Mt 15, 3-7), que espera con los brazos abiertos al hijo que se ha marchado de su lado (Lc 15, 11-33) y que cura nuestras heridas cuando somos asaltados por el mal en los caminos de la vida (Lc 10, 30-37). “Quien me ha visto a mí, Felipe, ha visto al Padre” (Jn 14,9).

           Me detengo, por último, en el diálogo que mantiene Jesús con su compañero de tormento. Ante las palabras soeces que le propinaban los soldados que estaban junto a la cruz y ante los insultos de uno de los bandidos que había sido crucificados con Él, el otro bandido, al que tradicionalmente conocemos como el “buen ladrón”, reprende a su compañero con estas palabras: “¿Ni siquiera temes tú a Dios, estando en la misma condena? Nosotros, en verdad, lo estamos justamente, porque recibimos el justo pago de lo que hicimos; en cambio, este no ha hecho nada malo.

           Todo un ejemplo de sinceridad en el reconocimiento de la propia culpa en unos momentos en que la situación anímica y física deberían inclinarle más bien a la rabia y a la desesperación. Todo un ejemplo para nosotros que, por nuestra autosuficiencia,  podemos caer a veces en la tentación de creernos del grupo de los buenos, cuando en realidad “todos estamos bajo el pecado” (Rm 3,9). Ha entrado en escena para este hombre la gracia de Dios, que le mueve a dirigirse a Jesús en una plegaria válida para todos los hombres y todos los tiempos: Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino: se ha producido, por obra de la gracia, la conversión de este hijo de Dios en el momento último de su vida.

           Está claro que “los caminos de Dios no son nuestros caminos” (Is 55, 8) y que Él nos espera en todo momento con los brazos abiertos. La respuesta de Jesús, es decir, la respuesta de Dios, es instantánea; Dios no es un contable que nos exige pasar por una determinada etapa, como prueba, para concedernos su perdón; Dios nos perdona ya, aquí y ahora, porque, sencillamente, “Dios es amor”. “En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso”.

 Oración sobre las ofrendas

           Señor, que por la pasión de tu Unigénito se extienda sobre nosotros tu misericordia y, aunque no la merecen nuestras obras, que con la ayuda de tu compasión podamos recibirla en este sacrificio único. Por Jesucristo, nuestro Señor.

           La pasión del Señor no se queda en el recuerdo de unos acontecimientos que sucedieron hace veinte siglos: es una realidad que, como todo lo que aconteció en Jesucristo, posee la característica de la eternidad, ya que nuestro Salvador, por ser al mismo tiempo hombre y Dios, está, por ser Dios, por encima de todo tiempo y lugar. Por eso podemos aprovecharnos de sus beneficios saludables como si hubiéramos estado físicamente presentes en aquel momento. Es, por tanto, completamente lógico pedir al Padre que, por la pasión y muerte de Jesucristo, que se va a actualizar en el momento litúrgico de la Consagración, nos haga partícipes de su amor misericordioso, puesto de manifiesto en Cristo muriendo en la cruz.

           Somos conscientes de que nosotros no merecemos este inmenso regalo, ya que sin la ayuda del Señor “no podemos hacer nada”, pero contamos con la misericordia de Dios, que nunca nos fallará. Dios quiere, por encima de todo, nuestra felicidad y nuestro bien, y ello antes de que viniésemos a la existencia: “Dios nos ha elegido en Cristo antes de la fundación del mundo para que seamos santos e inmaculados en su presencia y para ser sus hijos adoptivos” (Ef 1, 4-5).

 Antífona de comunión

           Padre mío, si este cáliz no puede pasar sin que yo lo beba, hágase tu voluntad (Mt 26,42).

 Oración después de la comunión

           Saciados con los dones santos, te pedimos, Señor, que, así como nos has hecho esperar lo que creemos por la muerte de tu Hijo, podamos alcanzar, por su resurrección, la plena posesión de lo que anhelamos. Por Jesucristo, nuestro Señor.

          Nos hemos alimentado del Cuerpo de Cristo y, al contrario de lo que ocurre con la alimentación natural en la que asimilamos el alimento a nuestro cuerpo, cuando comulgamos, es Cristo quien nos asimila a Él, convirtiéndonos en Él. Ya es Cristo el que piensa en nosotros, el que siente en nosotros y el que actúa en nosotros. Desde esta nueva vida que, todavía en esperanza, se nos ha regalado, pedimos al Padre que, habiendo resucitado sacramentalmente con Cristo, lleguemos a poseer los bienes cuyo deseo ha puesto en nuestros corazones.

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Pasión de nuestro Señor Jesucristo según san Lucas - 22,1423,56

X: Jesús, C: Cronista, S: Sinagoga.

C9Cuando llegó la hora, se sentó a la mesa y los apóstoles con él y les dijo:

X9«Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros, antes de padecer, porque os digo que ya no la volveré a comer hasta que se cumpla en el reino de Dios».

C9Y, tomando un cáliz, después de pronunciar la acción de gracias, dijo:

X9«Tomad esto, repartidlo entre vosotros; porque os digo que no beberé desde ahora del fruto de la vid hasta que venga el reino de Dios».

C9Y, tomando pan, después de pronunciar la acción de gracias, lo partió y se lo dio diciendo:

X9«Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros; haced esto en memoria mía».

C9Después de cenar, hizo lo mismo con el cáliz diciendo:

X9«Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre, que es derramada por vosotros».

o9«Pero mirad: la mano del que me entrega está conmigo, en la mesa. Porque el Hijo del hombre se va, según lo establecido; pero ¡ay de aquel hombre por quien es entregado!»

C9Ellos empezaron a preguntarse unos a otros sobre quién de ellos podía ser el que iba a hacer eso.

o9Se produjo también un altercado a propósito de quién de ellos debía ser tenido como el mayor. Pero él les dijo:

X9«Los reyes de las naciones las dominan, y los que ejercen la autoridad se hacen llamar bienhechores. Vosotros no hagáis así, sino que el mayor entre vosotros se ha de hacer como el menor, y el que gobierna, como el que sirve.

o9Porque ¿quién es más, el que está a la mesa o el que sirve? ¿Verdad que el que está a la mesa? Pues yo estoy en medio de vosotros como el que sirve.

o9Vosotros sois los que habéis perseverado conmigo en mis pruebas, y yo preparo para vosotros el reino como me lo preparó mi Padre a mí, de forma que comáis y bebáis a mi mesa en mi reino, y os sentéis en tronos para juzgar a las doce tribus de Israel».

X9«Simón, Simón, mira que Satanás os ha reclamado para cribaros como trigo. Pero yo he pedido por ti, para que tu fe no se apague. Y tú, cuando te hayas convertido, confirma a tus hermanos».

C9Él le dijo:

S9«Señor, contigo estoy dispuesto a ir incluso a la cárcel y a la muerte».

C9Pero él le dijo:

X9«Te digo, Pedro, que no cantará hoy el gallo antes de que tres veces hayas negado conocerme».

C9Y les dijo:

X9«Cuando os envié sin bolsa, ni alforja, ni sandalias, ¿os faltó algo?»

C9Dijeron:

S9«Nada».

C9Jesús añadió:

X9«Pero ahora, el que tenga bolsa, que la lleve consigo, y lo mismo la alforja; y el que no tenga espada, que venda su manto y compre una. Porque os digo que es necesario que se cumpla en mí lo que está escrito: Fue contado entre los pecadores”, pues lo que se refiere a mí toca a su fin».

C9Ellos dijeron:

S9«Señor, aquí hay dos espadas».

C9Él les dijo:

X9«Basta».

C9Salió y se encaminó, como de costumbre, al monte de los Olivos, y lo siguieron los discípulos. Al llegar al sitio, les dijo:

X9«Orad, para no caer en tentación».

C9Y se apartó de ellos como a un tiro de piedra y, arrodillado, oraba diciendo:

X9«Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz; pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya».

C9Y se le apareció un ángel del cielo, que lo confortaba. En medio de su angustia, oraba con más intensidad. Y le entró un sudor que caía hasta el suelo como si fueran gotas espesas de sangre. Y, levantándose de la oración, fue hacia sus discípulos, los encontró dormidos por la tristeza, y les dijo:

X9«¿Por qué dormís? Levantaos y orad, para no caer en tentación».

C9Todavía estaba hablando, cuando apareció una turba; iba a la cabeza el llamado Judas, uno de los Doce. Y se acercó a besar a Jesús.

o9Jesús le dijo:

X9«Judas, ¿con un beso entregas al Hijo del hombre?»

C9Viendo los que estaban con él lo que iba a pasar, dijeron:

S9«Señor, ¿herimos con la espada?»

C9Y uno de ellos hirió al criado del sumo sacerdote y le cortó la oreja derecha.

o9Jesús intervino diciendo:

X9«Dejadlo, basta».

C9Y, tocándole la oreja, lo curó. Jesús dijo a los sumos sacerdotes y a los oficiales del templo, y a los ancianos que habían venido contra él:

X9«¿Habéis salido con espadas y palos como en busca de un bandido? Estando a diario en el templo con vosotros, no me prendisteis. Pero esta es vuestra hora y la del poder de las tinieblas».

C9Después de prenderlo, se lo llevaron y lo hicieron entrar en casa del sumo sacerdote. Pedro lo seguía desde lejos. Ellos encendieron fuego en medio del patio, se sentaron alrededor, y Pedro estaba sentado entre ellos.

o9Al verlo una criada sentado junto a la lumbre, se lo quedó mirando y dijo:

S9«También este estaba con él».

C9Pero él lo negó diciendo:

S9«No lo conozco, mujer».

C9Poco después, lo vio otro y le dijo:

S9«Tú también eres uno de ellos».

C9Pero Pedro replicó:

S9«Hombre, no lo soy».

C9Y pasada cosa de una hora, otro insistía diciendo:

S9«Sin duda, este también estaba con él, porque es galileo».

C9Pedro dijo:

S9«Hombre, no sé de qué me hablas».

C9Y enseguida, estando todavía él hablando, cantó un gallo. El Señor, volviéndose, le echó una mirada a Pedro, y Pedro se acordó de la palabra que el Señor le había dicho: «Antes de que cante hoy el gallo, me negarás tres veces».

o9Y, saliendo afuera, lloró amargamente.

o9Y los hombres que tenían preso a Jesús se burlaban de él, dándole golpes.

o9Y, tapándole la cara, le preguntaban diciendo:

S9«Haz de profeta: ¿quién te ha pegado?»

C9E, insultándolo, proferían contra él otras muchas cosas.

o9Cuando se hizo de día, se reunieron los ancianos del pueblo, con los jefes de los sacerdotes y los escribas; lo condujeron ante su Sanedrín, y le dijeron:

S9«Si tú eres el Mesías, dínoslo».

C9Él les dijo:

X9«Si os lo digo, no lo vais a creer; y si os pregunto, no me vais a responder.

o9Pero, desde ahora, el Hijo del hombre estará sentado a la derecha del poder de Dios».

C9Dijeron todos:

S9«Entonces, ¿tú eres el Hijo de Dios?»

C9Él les dijo:

X9«Vosotros lo decís, yo lo soy».

C9Ellos dijeron:

S9«¿Qué necesidad tenemos ya de testimonios? Nosotros mismos lo hemos oído de su boca».

Aquí empieza la forma breve del evangelio.

C9Y levantándose toda la asamblea, lo llevaron a presencia de Pilato.

o9Y se pusieron a acusarlo diciendo:

S9«Hemos encontrado que este anda amotinando a nuestra nación, y oponiéndose a que se paguen tributos al César, y diciendo que él es el Mesías rey».

C9Pilato le preguntó:

S9«¿Eres tú el rey de los judíos?»

C9Él le responde:

X9«lo dices».

C9Pilato dijo a los sumos sacerdotes y a la gente:

S9«No encuentro ninguna culpa en este hombre».

C9Pero ellos insistían con más fuerza, diciendo:

S9«Solivianta al pueblo enseñando por toda Judea, desde que comenzó en Galilea hasta llegar aquí».

C9Pilato, al oírlo, preguntó si el hombre era galileo; y, al enterarse de que era de la jurisdicción de Herodes, que estaba precisamente en Jerusalén por aquellos días, se lo remitió.

o9Herodes, al ver a Jesús, se puso muy contento, pues hacía bastante tiempo que deseaba verlo, porque oía hablar de él y esperaba verle hacer algún milagro. Le hacía muchas preguntas con abundante verborrea; pero él no le contestó nada.

o9Estaban allí los sumos sacerdotes y los escribas acusándolo con ahínco.

o9Herodes, con sus soldados, lo trató con desprecio y, después de burlarse de él, poniéndole una vestidura blanca, se lo remitió a Pilato. Aquel mismo día se hicieron amigos entre sí Herodes y Pilato, porque antes estaban enemistados entre sí.

o9Pilato, después de convocar a los sumos sacerdotes, a los magistrados y al pueblo, les dijo:

S9«Me habéis traído a este hombre como agitador del pueblo; y resulta que yo lo he interrogado delante de vosotros y no he encontrado en este hombre ninguna de las culpas de que lo acusáis; pero tampoco Herodes, porque nos lo ha devuelto: ya veis que no ha hecho nada digno de muerte. Así que le daré un escarmiento y lo soltaré».

C9Ellos vociferaron en masa:

S9«¡Quita de en medio a ese! Suéltanos a Barrabás».

C9Este había sido metido en la cárcel por una revuelta acaecida en la ciudad y un homicidio.

o9Pilato volvió a dirigirles la palabra queriendo soltar a Jesús, pero ellos seguían gritando:

S9«¡Crucifícalo, crucifícalo!»

C9Por tercera vez les dijo:

S9«Pues ¿qué mal ha hecho este? No he encontrado en él ninguna culpa que merezca la muerte. Así que le daré un escarmiento y lo soltaré».

C9Pero ellos se le echaban encima, pidiendo a gritos que lo crucificara; e iba creciendo su griterío.

o9Pilato entonces sentenció que se realizara lo que pedían: soltó al que le reclamaban (al que había metido en la cárcel por revuelta y homicidio), y a Jesús se lo entregó a su voluntad.

o9Mientras lo conducían, echaron mano de un cierto Simón de Cirene, que volvía del campo, y le cargaron la cruz, para que la llevase detrás de Jesús.

o9Lo seguía un gran gentío del pueblo, y de mujeres que se golpeaban el pecho y lanzaban lamentos por él.

o9Jesús se volvió hacia ellas y les dijo:

X9«Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí, llorad por vosotras y por vuestros hijos, porque mirad que vienen días en los que dirán: Bienaventuradas las estériles y los vientres que no han dado a luz y los pechos que no han criado”. Entonces empezarán a decirles a los montes: Caed sobre nosotros”, y a las colinas: Cubridnos”; porque, si esto hacen con el leño verde, ¿qué harán con el seco?»

C9Conducían también a otros dos malhechores para ajusticiarlos con él.

o9Y cuando llegaron al lugar llamado «La Calavera», lo crucificaron allí, a él y a los malhechores, uno a la derecha y otro a la izquierda.

o9Jesús decía:

X9«Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen».

C9Hicieron lotes con sus ropas y los echaron a suerte.

o9El pueblo estaba mirando, pero los magistrados le hacían muecas diciendo:

S9«A otros ha salvado; que se salve a sí mismo, si él es el Mesías de Dios, el Elegido».

C9Se burlaban de él también los soldados, que se acercaban y le ofrecían vinagre, diciendo:

S9«Si eres tú el rey de los judíos, sálvate a ti mismo».

C9Había también por encima de él un letrero: «Este es el rey de los judíos».

o9Uno de los malhechores crucificados lo insultaba diciendo:

S9«¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros».

C9Pero el otro, respondiéndole e increpándolo, le decía:

S9«¿Ni siquiera temes tú a Dios, estando en la misma condena? Nosotros, en verdad, lo estamos justamente, porque recibimos el justo pago de lo que hicimos; en cambio, este no ha hecho nada malo».

C9Y decía:

S9«Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino».

C9Jesús le dijo:

X9«En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso».

C9Era ya como la hora sexta, y vinieron las tinieblas sobre toda la tierra, hasta la hora nona, porque se oscureció el sol. El velo del templo se rasgó por medio. Y Jesús, clamando con voz potente, dijo:

X9«Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu».

C9Y, dicho esto, expiró.

Todos se arrodillan, y se hace una pausa.

o9El centurión, al ver lo ocurrido, daba gloria a Dios diciendo:

S9«Realmente, este hombre era justo».

C9Toda la muchedumbre que había concurrido a este espectáculo, al ver las cosas que habían ocurrido, se volvía dándose golpes de pecho.

o9Todos sus conocidos y las mujeres que lo habían seguido desde Galilea se mantenían a distancia, viendo todo esto.

Fin de la forma breve del evangelio.

o9Había un hombre, llamado José, que era miembro del Sanedrín, hombre bueno y justo (este no había dado su asentimiento ni a la decisión ni a la actuación de ellos); era natural de Arimatea, ciudad de los judíos, y aguardaba el reino de Dios. Este acudió a Pilato y le pidió el cuerpo de Jesús. Y, bajándolo, lo envolvió en una sábana y lo colocó en un sepulcro excavado en la roca, donde nadie había sido puesto todavía.

o9Era el día de la Preparación y estaba para empezar el sábado. Las mujeres que lo habían acompañado desde Galilea lo siguieron, y vieron el sepulcro y cómo había sido colocado su cuerpo. Al regresar, prepararon aromas y mirra. Y el sábado descansaron de acuerdo con el precepto.