Decimoctavo domingo del tiempo ordinario Ciclo C

Antífona de entrada

           Dios mío, ven en mi auxilio; Señor, date prisa en socorrerme. Que tú eres mi auxilio y mi liberación. Señor, no tardes (Sal 69,2. 6).

          Iniciamos la celebración eucarística pidiendo, con apremio e impaciencia, la ayuda y el socorro del Señor (“Señor, date prisa”; “Señor, no tardes”). No se trata tanto de que el Señor me ayude en esto o aquello o que me libere de algo que me apremia, cuanto que él se haga presente en mi vida, pues su sola presencia me libra de toda necesidad y me hace sentirme “yo mismo” y emancipado de todo lo que no sea Él (Señor, “tú eres mi auxilio y mi liberación”).

 Oración colecta

           Atiende, Señor, a tus siervos y derrama tu bondad imperecedera sobre los que te suplican, para que renueves lo que creaste y conserves lo renovado en estos que te alaban como autor y como guía. Por nuestro Señor Jesucristo.

          Como los esclavos, cuyos ojos están fijos en las manos de sus señores, pedimos al Señor que, una vez que ha iniciado en nosotros la obra de nuestra salvación y proporcionado los medios que la lleven por el camino recto, continúe derramando sobre nosotros su bondad para que, dada nuestra debilidad y nuestra inconstancia, seamos capaces de renovar y afianzar cada día nuestra decisión de seguirle.

 Lectura del libro del Eclesiastés -1,2; 2,21-23

          ¡Vanidad de vanidades!, –dice Qohélet–. ¡Vanidad de vanidades; todo es vanidad! Hay quien trabaja con sabiduría, ciencia y acierto, y tiene que dejarle su porción a uno que no ha trabajado. También esto es vanidad y grave dolencia. Entonces, ¿qué saca el hombre de todos los trabajos y preocupaciones que lo fatigan bajo el sol? De día su tarea es sufrir y penar; de noche no descansa su mente. También esto es vanidad.

          Vanidad de vanidades. Todo es vanidad”. Estas son las primeras palabras del texto que hoy nos propone la Iglesia y las primeras del libro sagrado del que están extraídas. ¿Qué se entiende en la lectura por ‘vanidad’? En este caso, no se refiere a orgullo o a engreimiento, como cuando decimos que una persona es vanidosa, sino a algo que está vacío o hueco y, por ende, algo que se nos escapa, que no podemos retener con los dedos. El autor sagrado aplica esta vaciedad a todo lo que hace el hombre, a sus pensamientos, a sus trabajos, a sus esfuerzos. Todas estas realidades -y ya es demasiado llamarlas ‘realidad’ son efímeras y pasajeras, y carecen de todo valor. El texto, y casi todo el libro, nos queda sumidos en la negatividad y en el pesimismo más absolutos. Sólo al final del mismo -al final del libro- se nos dice lo que no es vanidad, lo que realmente importa y vale la pena: ello no es otra cosa que la búsqueda de Dios. En la meditación sobre la vaciedad de las cosas el autor sagrado se inspira en la vida del rey Salomón, un hombre cuya sabiduría y los trabajos que llevó a cabo en su reino subyugaron a los poderosos de la tierra, pero que al final quedaron en nada, pues la incapacidad e insensatez de su hijo y sucesor, Roboam, echaron por tierra toda la obra de su padre: “Hay quien trabaja con sabiduría, ciencia y acierto, y tiene que dejarle su porción (su herencia) a uno que no ha trabajado”.

           Es a la luz de esta experiencia como el autor sagrado define la vida del hombre sobre sobre la tierra: Todo es vanidad. Varios salmos se centran también en esta experiencia de la vaciedad e impermanencia de las cosas de este mundo para destacar que lo que lo único que permanece para siempre es el amor del Señor a los que le buscan: “Los días del hombre son como la hierba, él hombre florece como la flor del campo; un soplo pasa sobre él, y ya no existe y nunca más se sabrá dónde estuvo. Pero el amor del Señor a los que le temen es desde siempre y para siempre” (Sal 103,15-16). Es precisamente el reconocimiento de nuestra vaciedad y de nuestra impotencia lo que nos hace grandes y fuertes, si nos dejamos llenar por Dios y defender por Dios.

        Vienen a nuestra mente aquellas palabras de San Pablo que describen perfectamente la grandeza y fortaleza del hombre: “Te basta mi gracia, pues mi fuerza se realiza en mi debilidad; Por eso, con gusto presumiré de mis flaquezas para que se muestre en mí el poder de Cristo(2Cor 12, 8). Es la conciencia de que, por encima de las vicisitudes de este mundo, Dios cuida de nosotros con corazón de Padre, lo que constituye la única sabiduría: “Los justos, los sabios y sus trabajos están en las manos de Dios” (Ecl 9,1); “Dios da al hombre que sigue sus caminos sabiduría, ciencia y alegría” (Ecl 2,26). Y nosotros nos quedamos con estas palabras de Jesús sobre la verdadera riqueza a la que debe aspirar el sabio según Dios: “Todo el que haya dejado casas, hermanos, hermanas, padre, madre, hijos o propiedades por causa de mi Nombre, recibirá cien veces más y tendrá por herencia la vida eterna” (Mt 19,29).

 Salmo responsorial – 89

Señor, tú has sido nuestro refugio de generación en generación.

Tú reduces el hombre a polvo, diciendo: «Retornad, hijos de Adán». Mil años en tu presencia son un ayer que pasó; una vela nocturna:

Si tú los retiras son como un sueño, como hierba que se renueva, que florece y se renueva por la mañana, y por la tarde la siegan y se seca.

Enséñanos a calcular nuestros años, para que adquiramos un corazón sensato. Vuélvete, Señor, ¿hasta cuándo? Ten compasión de tus siervos.

Por la mañana sácianos de tu misericordia, y toda nuestra vida será alegría y júbilo. Baje a nosotros la bondad del Señor y haga prósperas las obras de nuestras manos. Sí, haga prósperas las obras de nuestras manos.

 Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Colosenses 3,1-5. 9-11

          Hermanos: Si habeis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba, donde Cristo está sentado a la derecha de Dios; aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra. Porque habéis muerto; y vuestra vida está con Cristo escondida en Dios. Cuando aparezca Cristo, vida vuestra, entonces también vosotros apareceréis gloriosos, juntamente con él. En consecuencia, dad muerte a todo lo terreno que hay en vosotros: la fornicación, la impureza, la pasión, la codicia y la avaricia, que es una idolatría. ¡No os mintáis unos a otros!: os habéis despojado del hombre viejo, con sus obras, y os habéis revestido de la nueva condición que, mediante el conocimiento, se va renovando a imagen de su Creador, donde no hay griego y judío, circunciso e incircunciso, bárbaro, escita, esclavo y libre, sino Cristo, que lo es todo, y en todos.

          La distinción que hace el apóstol entre las realidades (=bienes) de arriba y las  de la tierra no debe ser entendida en el sentido de que existen dos tipos de cosas, las que pertenecen al Reino de Dios y las que disfrutamos en el mundo. Se trata, más bien, de dos maneras de vivir, de dos clases de comportamiento: los que están inspirados por el Espíritu Santo y los que surgen de las apetencias sensibles y criterios del mundo en que vivimos. La humildad, el desprendimiento de uno mismo en favor de los demás, la paciencia, el perdón fraternal están entre los primeros; comportamientos mundanos  -señala el apóstol- son “la fornicación, la impureza, la pasión, la codicia, la avaricia, calificada esta última como idolatría, pues en ella sustituimos al verdadero Dios por el dinero y las riquezas de este mundo.

          ¿Por qué debemos esforzarnos por “buscar (sólo) los bienes de arriba”? La respuesta es evidente para San Pablo: nuestra verdadera vida se encuentra al lado de Cristo en el cielo, pues en el bautismo hemos muerto definitivamente a la vida de pecado y hemos resucitado con Él a la vida de Dios. Y si nuestra vida se encuentra escondida en el cielo, es desde el cielo desde donde tenemos que vivir ya, aquí y ahora. Estar resucitados significa haber nacido a una nueva manera de vivir, a un vivir según el Espíritu, a un vivir a la manera como vivió Cristo, que “pasó esta vida haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el diablo” (He 10,38), es decir, volcado totalmente en liberar a los demás de todas sus esclavitudes. Nuestra vida cotidiana no cambia nada, no se trata de despreciar las cosas de este mundo, sino de vivirlas desde el Espíritu de Jesús: “Todo cuanto hagáis, de palabra y de boca, hacedlo todo en el nombre del Señor Jesús, dando gracias por su medio a Dios Padre” (Col 3,17).

          Transcribo unos fragmentos de la carta a Diogneto (un escrito anónimo de finales del siglo II), que retratan el modo de vivir de los primeros cristianos: éstos “no se distinguen de los demás hombres, ni por el lugar en que viven, ni por su lenguaje, ni por sus costumbres”; “… siguen las costumbres de los habitantes del país donde viven, tanto en el vestir como en todo su estilo de vida y, sin embargo, dan muestras de un tenor de vida admirable y, a juicio de todos, increíble”; “habitan en su propia patria, pero como forasteros; toman parte en todo como ciudadanos, pero lo soportan todo como extranjeros”; “viven en la tierra, pero su ciudadanía está en el Cielo” .

          No se trata, como digo, de despreciar este mundo, sino de vivirlo como la semilla del Reino de Dios, un Reino en el que lo que cuenta verdaderamente es la fraternidad: “Ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús” (Gál 3,28), escribía San Pablo a los cristianos de Galacia, Y casi con idénticas palabras se dirige a nuestros hermanos colosenses en la lectura de hoy. Para los cristianos ya no cuentan las distinciones ni las diferencias, pues el bautismo nos ha convertido en hermanos y eso es lo que realmente importa: “Os habéis despojado del hombre viejo, con sus obras, y os habéis revestido de la nueva condición … donde no hay griego y judío, circunciso e incircunciso, bárbaro, escita, esclavo y libre, sino Cristo, que lo es todo, y en todos”.

          Es éste un mensaje de gran actualidad para los cristianos de hoy, separados no sólo a nivel ecuménico (católicos, protestantes, anglicanos, ortodoxos…), sino también al nivel de nuestras pequeñas comunidades, en las que privan las apariencias y convencionalismos sociales de este mundo sobre lo único importante: nuestro ser y nuestra vida en Cristo; una vida que debe traducirse en el servicio efectivo de unos a otros y, principalmente, a los que más nos necesitan.  Es éste un mensaje que nos lleva a tomarnos en serio la exhortación de Jesús a sus discípulos en la noche del Jueves Santo: “Si yo, el maestro y el Señor, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros” (Jn 13,14).

Aclamación al Evangelio

           Aleluya, aleluya, aleluya. Bienaventurados los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos.

 Lectura del santo evangelio según san Lucas 12,13-21

          En aquel tiempo, dijo uno de entre la gente a Jesús: «Maestro, dile a mi hermano que reparta conmigo la herencia». Él le dijo: «Hombre, ¿quién me ha constituido juez o árbitro entre vosotros?» Y les dijo: «Mirad: guardaos de toda clase de codicia. Pues, aunque uno ande sobrado, su vida no depende de sus bienes». Y les propuso una parábola: «Las tierras de un hombre rico produjeron una gran cosecha. Y empezó a echar cálculos, diciéndose: “¿Qué haré? No tengo donde almacenar la cosecha”. Y se dijo: Haré lo siguiente: derribaré los graneros y construiré otros más grandes, y almacenaré allí todo el trigo y mis bienes. Y entonces me diré a mí mismo: alma mía, tienes bienes almacenados para muchos años; descansa, come, bebe, banquetea alegremente”. Pero Dios le dijo: Necio, esta noche te van a reclamar el alma, y ¿de quién será lo que has preparado?” Así es el que atesora para sí y no es rico ante Dios».

          La respuesta que da Jesús al que le pedía su intercesión ante su hermano por la repartición de la herencia nos parece, en principio, desconcertante y, de algún modo, hasta despreciativa, probablemente porque no tenía relación alguna con la misión para la que había sido enviado, la misión de anunciar a los hombres la presencia activa de Dios en el mundo: “¿Quién me ha constituido juez o árbitro entre vosotros?

          Jesús, no obstante, aprovecha la pregunta para ilustrarles acerca del sentido que para sus seguidores deben tener las riquezas de este mundo. Lo hace mediante la parábola del hombre cuya única obsesión es acumular bienes materiales, no sin antes amonestarnos sobre la actitud que debemos adoptar ante los mismos: “Guardaos de toda clase de codicia. Pues, aunque uno ande sobrado, su vida no depende de sus bienes”.

          Todo el empeño del hombre de la parábola es guardar a buen recaudo la inmensa cantidad de trigo proveniente de la última cosecha. Para ello se propone derribar sus antiguos graneros y construir otros más grandes en los que cupiese todo lo cosechado. Pensaba que ello le daría la máxima tranquilidad y seguridad en su vida: “Alma mía, tienes bienes almacenados para muchos años; descansa, come, bebe, banquetea alegremente”. Pobre hombre, se creía inmensamente rico, pero ha olvidado que su existencia para disfrutar de sus riquezas no depende de él: aquella misma noche la muerte llama a sus puertas y desaparece de este mundo.

          Ante esta desmedida avaricia, he aquí la alternativa que nos propone Jesús: “No andéis preocupados por vuestra vida, qué comeréis, ni por vuestro cuerpo, con qué os vestiréis: porque la vida vale más que el alimento, y el cuerpo más que el vestido” (Lc 12,22-23).

          La relación de la primera lectura con el evangelio de hoy no puede ser más estrecha: tanto en una como en otra las fatigas por encontrar una seguridad para esta vida se quedan en esfuerzos inútiles por atrapar realidades que se nos escapan de las manos, realidades absolutamente efímeras que nos dejan tan vacíos como lo están ellas. Recordemos estas palabras del salmo 135: “Los ídolos de los gentiles son plata y oro, hechura de las manos humanas; tienen boca y no hablan, tienen ojos y no ven, tienen oídos y no oyen, no hay aliento en su boca. Que sean como ellos los que los hicieron y los que confían en ellos” (Sal 135,16-18). “¿Qué saca el hombre de todos los trabajos y preocupaciones que lo fatigan bajo el sol?”, clama el autor sagrado en la primera lectura. Cuatro capítulos después responde: “Hay un grave mal que yo he visto bajo el sol: riqueza guardada para su dueño, y que sólo sirve para su mal, pues las riquezas perecen en un mal negocio” y, aunque las conserve durante toda su vida, “nada podrá sacar de sus fatigas que pueda llevar en la mano cuando muera” (Ecl 5, 12-14); “Desnudo salí del seno de mi madre, desnudo allá retornaré (Job 1,21).

          Es, por otra parte, insensato disfrutar a tope de las riquezas, dado que la vida es corta: el “Comamos y bebamos, que mañana moriremos”, citado por San Pablo en 1Cor 15,32, ciega los ojos del corazón, haciéndonos ver una realidad hueca y sin sentido alguno. Precisamente porque la vida es corta, debemos dedicarla a amasar las verdaderas riquezas, aquellas que no parecen y nos hace felices de verdad ya aquí en la tierra. Nos lo dice San Pablo al comienzo de la segunda lectura de hoy: “Buscad los bienes de allá arriba, donde Cristo está sentado a la derecha de Dios; aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra”.

          Sobre las riquezas de este mundo no debemos olvidar, en primer lugar, que nunca somos dueños de ellas: pertenecen a Dios, el cual nos ha confiado su gestión para que sirvan de provecho a todos sus hijos. No somos dueños, sino administradores. Si la vida -la vida en este mundo- es, como digo, corta, es urgente aprovecharla para nuestra verdadera felicidad. Cobra ahora más sentido la respuesta de Jesús con la que comenzaba nuestra lectura: la verdadera riqueza, aquella por la que debemos luchar, no es la riqueza material, sino la riqueza de nuestra fe.

Oración sobre las ofrendas

           Te pedimos, Señor, que, en tu bondad, santifiques estos dones, aceptes la ofrenda de este sacrificio espiritual y nos transformes en oblación perenne. Por Jesucristo, nuestro Señor.

          Al pedir que el pan y el vino sean santificados -de hecho ya lo son por haber salido de las manos de Dios-, expresamos nuestro deseo de que sean aceptados como ofrenda sacrificial para que se conviertan en el cuerpo y en la sangre del Señor, nuestro verdadero alimento. Al ser nutridos por ellos, nos uniremos a él y nos transformaremos como él en una ofrenda permanente al Padre, una vida entregada  a su voluntad y a la tarea que él nos encomiende.

Antífona de comunión

           Yo soy el pan de vida. El que viene a mí no tendrá hambre y el que cree en mí no tendrá sed jamás, dice el Señor (cf. Jn 6,35).

          Por mucho que nuestra experiencia nos diga machaconamente que nada de este mundo sacia nuestra hambre de sentido y de felicidad, no nos decidimos de una vez por todas a poner toda nuestra confianza en Cristo, que ha venido para que participemos abundantemente de su vida. “Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia (Jn 10, 10b). “El que bebiere del agua que yo le daré, no tendrá sed jamás; sino que el agua que yo le daré será en él una fuente de agua que salte para vida eterna”, dice Jesús a la mujer samaritana. (Jn 4, 14)

Oración después de la comunión

          A quienes has renovado con el don del cielo, acompáñalos siempre con tu auxilio, Señor, y, ya que no cesas de reconfortarlos, haz que sean dignos de la redención eterna. Por Jesucristo, nuestro Señor.

          El Señor renueva constantemente su don de salvación y nos alienta continuamente, pero esta constancia suya se torna ineficaz sin nuestro deseo y actitud receptiva. Esta es la razón de ser de la oración de petición: que a través de ella crezcamos en hambre y sed de Dios, hoy en concreto en el deseo de que nos siga auxiliando y nos haga dignos de la redención eterna.