Decimoquinto domingo del tiempo ordinario

Antífona de entrada

           Yo aparezco ante ti con la justicia, y me saciaré mientras se manifestará tu gloria (cf. Sal 16,15).

El canto de entrada se centra en la misma esencia de la fe bíblica: la unión con Dios mediante la contemplación de su rostro. La mayor riqueza a la que puedo aspirar no es poseer cosas, ni fama, ni poder, ni siquiera un buen nombre. Aquello que sacia mi alma eres Tú. Tú eres mi tesoro, mi riqueza, mi bien. Tu sola presencia me basta. “Contemplad su rostro y quedaréis radiantes”, canta el salmista (Salmo 34,6)

Oración colecta

           Oh, Dios, que muestras la luz de tu verdad a los que andan extraviados para que puedan volver al camino, concede a todos los que se profesan cristianos rechazar lo que es contrario a este nombre y cumplir cuanto en él se significa. Por nuestro Señor Jesucristo.

 “Dios quiere que todos se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1Tm 2, 4). Ante esta afirmación bíblica, que interpreta de forma inequívoca la voluntad divina, pedimos al Padre que nos conceda a los que nos consideramos cristianos saber rechazar lo que no concuerda con este nombre (planteamientos contrarios a la fe, deseos de tener cosas que me apartan de Dios, actitudes que matan el amor…) y realizar cuanto en él se significa (esforzarse por vivir siempre en la presencia del Señor, deseando cumplir en todo su voluntad y sintiéndonos apoyados y sostenidos por su misericordia). De esta forma, el Señor mostrará a través de nuestra vida “la luz de su verdad a los que andan extraviados para que puedan volver al buen camino”.

Lectura del libro del Deuteronomio - 30,10-14

          Moisés habló al pueblo, diciendo: «Escucha la voz del Señor, tu Dios, observando sus preceptos y mandatos, lo que está escrito en el libro de esta ley, y vuelve al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma. Porque este precepto que yo te mando hoy no excede tus fuerzas, ni es inalcanzable. No está en el cielo, para poder decir: “¿Quién de nosotros subirá al cielo y nos lo traerá y nos lo proclamará, para que lo cumplamos?” Ni está más allá del mar, para poder decir: “¿Quién de nosotros cruzará el mar y nos lo traerá y nos lo proclamará, para que lo cumplamos?” El mandamiento está muy cerca de ti: en tu corazón y en tu boca, para que lo cumplas».

          En el acto solemne del Sinaí, Dios se compromete a proteger a Israel y el pueblo acepta gustoso cumplir la Ley de Dios por entender que ello es la mejor garantía de su salvación y de su libertad. Pero una cosa es aceptar el mandato del Señor y otra, muy distinta, cumplirlo. De hecho, el pueblo, tanto el que habita en el reino del Norte, como el que vive en el reino del Sur, ha desobedecido en muchas ocasiones al Señor, cayendo recurrentemente en el pecado de idolatría. A este pueblo van dirigidas estas palabras de Moisés con las que comienza la lectura: “Escucha la voz del Señor, tu Dios, observando sus preceptos y mandatos, lo que está escrito en el libro de esta ley”. Unos preceptos que, según la misma Escritura, “no exceden nuestras fuerzas y no son inalcanzables”: no es necesario subir al cielo ni caminar allende los mares para alcanzarlos, pues se encuentran dentro de nosotros mismos, “en nuestro corazón y en nuestra misma boca”.

          ¿Por qué, entonces, cuesta tanto cumplirlos, no sólo a los hombres del tiempo de Moisés, sino a los creyentes de todos los tiempos? Moisés lo tiene muy claro: por la torpeza y terquedad de nuestro corazón: El autor sagrado pone en boca de Moisés estas palabras: “Has de saber que no es por tu justicia por lo que Yahveh tu Dios te da en posesión esa tierra buena, ya que eres un pueblo de dura cerviz. No olvides que irritaste a Yahveh tu Dios en el desierto y que, desde el día en que saliste del país de Egipto hasta vuestra llegada a este lugar, habéis sido rebeldes al Señor” (Deut 9,6-7).

          La dura cerviz nos hace pensar en el buey que es reacio a acoplar su cuello a esa pieza de madera que llamamos yugo. La alianza entre Dios y su pueblo es comparada a un yugo en el que debemos encajar nuestra voluntad para adquirir la sabiduría que nos facilite el cumplimiento de la Ley. Así se expresa el autor del libro del Eclesiástico: “Inclinad vuestro cuello a su yugo, y vuestra alma recibirá instrucción” (Eclo 51, 26). Y así habla Jeremías de los que, ignorando el precepto del Señor, siguen un camino errado: “Juntos han quebrado el yugo y roto las correas” (Jer 5,5).

          Pero a nuestra mente vienen las consoladoras palabras de Jesús, exhortándonos a seguir sus pasos: “Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso. Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera” (Mt 11,28-30). Una exhortación que tiene probablemente sus raíces en el texto bíblico que hoy escuchamos: “Este precepto que yo te mando hoy no excede tus fuerzas, ni es inalcanzable”.

          “Para Dios todo es posible” (Mt 19,26), responde Jesús a sus discípulos, asustados ante la enorme dificultad de los ricos para entrar en el Reino de los cielos. En efecto. Todo es posible para Dios, incluida la transformación de nuestra terquedad y cabezonería en humilde sometimiento a su voluntad.

          En este sentido se había expresado Moisés para dejar atrás la infidelidad de Israel: “El Señor, tu Dios circuncidará tu corazón y el corazón de tu descendencia, a fin de que ames a tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma; es decir, para que vivas” (Deut 30,6). “Circuncisión del corazón”, es decir, adhesión de todo nuestro ser a la voluntad de Dios, actitud que Israel se prometía constantemente a sí mismo desde que inició su relación de amor con Dios y que manifestaba cada día en su oración principal: “Escucha, Israel: Yahveh nuestro Dios es el único Señor. Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas” (Deut 6,4-5). Y “al prójimo como a ti mismo”, añadirá el libro del Levítico (19,18).

          Jesús une estos dos preceptos en uno solo (Mt 26,37-39), haciendo que ambos amores estén fundidos de tal forma, que sean ininteligibles el uno sin el otro: “Si alguno dice: «Amo a Dios», y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve” (1 Jn 4, 20). Es poder llevar a cabo este amor a Dios y este amor al prójimo el que anunciaban los profetas: “Pondré mi Ley en su interior y sobre sus corazones la escribiré, y yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo” (Jer 31,33);  “Les daré un solo corazón y pondré en ellos un espíritu nuevo: quitaré de su carne el corazón de piedra y les daré un corazón de carne, para que caminen según mis preceptos, observen mis normas y las pongan en práctica, y así sean mi pueblo y yo sea su Dios” (Ez 11, 19-20).

          Esta cumplimiento del precepto del amor se ha hecho efectivo en nuestra unión a Jesucristo, cuyo Espíritu de amor, morando en nuestro interior, cambia nuestros corazones de piedra en corazones de carne, en corazones que amen y disfruten de los frutos de ese amor: “El fruto del Espíritu es amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí; contra tales cosas no hay ley” (Gál 5,22-23).

Salmo responsorial 18 (19)

Los mandatos del Señor son rectos y alegran el corazón.

 La ley del Señor es perfecta y es descanso del alma; el precepto del Señor es fiel e instruye a los ignorantes. (1)

Los mandatos del Señor son rectos y alegran el corazón;
la norma del Señor es límpida y da luz a los ojos. (2)

El temor del Señor es puro y eternamente estable;
los mandamientos del Señor son verdaderos y enteramente justos.(3)

Más preciosos que el oro, más que el oro fino;
más dulces que la miel de un panal que destila. (4)

          Con el salmista cantamos las excelencias de la Ley del Señor, una ley que no es como las leyes de este mundo. Éstas nos hablan de normas, reglas y prohibiciones que, por lo general, cumplimos para no ser penalizados y, aunque entendamos que son necesarias para garantizar la convivencia, en muchas ocasiones las consideramos como un intento de poner freno al ejercicio de la libertad; son leyes que cambian de acuerdo con las circunstancias, opiniones o intereses de los legisladores.

           “La Ley del Señor, en cambio, es perfecta” e inalterable, pues procede de la lógica inmutable del pensamiento divino. Igual que el sol ilumina y da vida a todo con su beneficiosa presencia, la Ley del Señor ilumina nuestros caminos -“da luz a los ojos”- y nos proporciona inteligencia para entender los innumerables porqués de nuestra vida -“instruye a los ignorantes”-.

           La Ley del Señor es la manifestación de su voluntad, una voluntad que busca nuestra felicidad por encima de todo: “Yo sé bien los proyectos que tengo sobre vosotros -dice el Señor-, proyectos de prosperidad y no de desgracia, de daros un porvenir lleno de esperanza” (Jer 29,11). La ley del Señor es, en definitiva, su misma Palabra, una palabra que es vida y alimento de nuestras almas: “No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios”  (Mt 4,4).

           La Biblia compara a veces la Ley de Dios a un camino del que no debemos apartarnos, pues es el único que nos conduce a la felicidad y a ser de verdad nosotros mismos: “Ten ánimo y cumple fielmente toda la Ley que te dio mi servidor Moisés; no te apartes de ella ni a la derecha ni a la izquierda y tendrás éxito donde quiera que vayas. Leerás continuamente el libro de esta Ley y lo meditarás para actuar en todo según lo que en él está escrito: así se cumplirán tus planes y tendrás éxito en todo” (Jos 1,7-8).

           En el cumplimiento de la Ley del Señor encontraremos la paz y el reposo que necesita nuestra alma. “La Ley del Señor es descanso del alma”. Nos lo dirá el propio Jesús, la Palabra encarnada, en cuyo seguimiento experimentaremos la dulzura, el descanso y la fidelidad del Señor: “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados y yo os aliviaré” (Mt 11,28).

           La ley del Señor nos instruye internamente, siempre que no nos tengamos por sabios y doctores y nos dejemos moldear por Dios. Nos proporciona aquella sabiduría, centrada en lo que de verdad importa, en aquello que nuestro clásico, con palabras muy próximas al Evangelio, expresaba en estos versos:

 “La ciencia más acabada / es que el hombre en gracia acabe, / pues al fin de la jornada, / aquél que se salva, sabe, / y el que no, no sabe nada”.

           “El principio de esta ciencia y sabiduría es el temor del Señor” (Prov 9,10), un temor que no tiene que ver con el miedo y el desasosiego, sino con el cumplimiento de la voluntad de Dios y con el seguimiento de Cristo que, como buen Pastor, nos lleva por el camino recto a las verdes praderas de su Reino: “El temor del Señor es puro y eternamente estable”.

Lectura de la carta de san Pablo a los Colosenses - 1,15-20

          Cristo Jesús es imagen del Dios invisible, primogénito de toda criatura; porque en él fueron creadas todas las cosas: celestes y terrestres, visibles e invisibles. Tronos y dominaciones, principados y potestades; todo fue creado por él y para él.

          Él es anterior a todo, y todo se mantiene en él. Él es también la cabeza del cuerpo: de la Iglesia. Él es el principio, el primogénito de entre los muertos, y así es el primero en todo. Porque en él quiso Dios que residiera toda la plenitud. Y por él y para él quiso reconciliar todas las cosas, las del cielo y las de la tierra, haciendo la paz por la sangre de su cruz.

          Estos cinco versículos del capítulo primero de la carta a los Colosenses constituyen  uno de los hermosos himnos cristológicos esparcidos en las cartas de San Pablo. En éste se ensalza la dignidad de Cristo frente a ciertas ideas del momento, que hablaban del Hijo de Dios como un ser importante, pero inferior a los ángeles, ideas que perturbaban la vida cristiana de los hermanos de la comunidad de Colosas.

En la primera parte (tres primeros versículos), se ensalza el señorío de Cristo con relación al Padre -“Cristo es la imagen del Dios invisible”- y con relación al universo creado -“Cristo es el primogénito de toda criatura-.

           Cristo, imagen del Dios invisible”

           La semejanza del hombre con Dios se basa en la voluntad del Creador que, al ponerlo en la existencia, imprime en él sus rasgos divinos -“Dios creó al hombre a su imagen y semejanza” (Gén 1,27). La semejanza de Cristo con Dios, en cambio, se fundamenta en su filiación divina: el Hijo es igual al Padre y, al mismo tiempo, distinto del Padre: de ninguna manera, nadie puede ser imagen de sí mismo.

           “Al Padre nadie lo ha visto jamás, pero el Hijo, que está en el seno del Padre es quien nos lo ha dado a conocer” (Jn 1,18). “Felipe, quien me ve a mí, ve al Padre”, pues “yo estoy en el Padre y el Padre está en mí” (Jn 14, 9.11). La misión de Cristo en la tierra no consistió en otra cosa que en mostrarnos al Padre, misión que culminó en la Cruz, en la que, de tal manera se muestra el rostro verdadero de Dios, que hasta los mismos que lo crucifican se percatan de ello: “Verdaderamente este hombre es el Hijo de Dios” (Mc 15,39), fueron las palabras del centurión romano, -testigo directo de su pasión y su muerte-, al verlo morir.

           Cristo, primogénito de toda criatura”

           Pablo, conocedor de la dignidad del primogénito entre los judíos -el cual tiene todos los derechos sobre los demás hermanos-, establece la superioridad de Cristo sobre las criaturas hasta tal punto, que llega, incluso, a considerarlo la razón y la causa de su existencia y de su subsistencia. En efecto: “En él fueron creadas todas las cosas: celestes y terrestres, visibles e invisibles; … todo fue creado por él (por medio de Él) y para Él” (Cristo es el fin último de todo); y, por otra parte, todas las cosas desaparecerían si Él dejará de insuflarles su amoroso aliento: “Todo se mantiene en Él”.

           Él es también la cabeza del cuerpo: de la Iglesia”

           San Pablo quiere con este versículo completar la dignidad y grandeza de Cristo. Si, en lo dicho hasta ahora, ha fundamentado esta grandeza en la íntima relación de Cristo con Dios y en su primacía sobre el mundo creado, ahora, “para que sea el primero en todo”, lo pone como el primero y el cimiento de la nueva creación, de la Iglesia, su Cuerpo, del cual es la cabeza y el primogénito de entre los muertos, es decir, el primero en resucitar y recibir como hombre la nueva vida a la que todos estamos destinados.

           La grandeza de Cristo ya no puede llegar más alto, ya que “en él quiso Dios que residiera toda la plenitud. Y por él y para él quiso reconciliar todas las cosas, las del cielo y las de la tierra, haciendo la paz por la sangre de su cruz”.

           San Pablo compara la muerte de Cristo con los sacrificios habituales que se realizaban en el templo de Jerusalén, concretamente a los llamados “sacrificios de paz”. Es verdad que los que condenaron a muerte a Jesús no tenían intención ni conciencia alguna de estar ofreciendo a Dios un sacrificio -en el templo no se realizaban sacrificios humanos y, además, a Jesús se le condena como malhechor y enemigo del pueblo-, pero en la cruz de Jesús, Dios ha transformado el odio de los que lo condenaron en una obra de paz y de reconciliación. En efecto, en ella contemplamos a Dios tal como es, como puro amor y perdón, un Dios muy alejado del Dios justiciero y castigador que, en ocasiones, viene a nuestra mente por causa de una interpretación y una cultura bíblicas mal entendidas.

           Este descubrimiento de un Dios que nos ama hasta dar por nosotros la última gota de su sangre puede transformar nuestros corazones de piedra en corazones de carne, en corazones llenos de vida que amen con el amor con que Dios nos ama. Es este amor el que nos pacifica y concilia con nosotros mismos y con los demás.

           Nos lo dice el mismo Jesús: “En esto consiste la vida eterna: en que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a tu enviado Jesucristo” (Jn 17,3). En la Cruz hemos conocido al Padre y a su Enviado tal como ellos son, como puro Amor, y al conocerlos de esta manera y por influencia y ayuda del Espíritu, nos hemos contagiado de este amor, entrando de lleno en la vida de los hijos de Dios.

 Lectura del santo evangelio según san Lucas - 10,25-37

          En aquel tiempo, se levantó un maestro de la ley y preguntó a Jesús para ponerlo a prueba: «Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?» Él le dijo: «¿Qué está escrito en la ley? ¿Qué lees en ella?» Él respondió: «“Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu fuerza” y con toda tu mente. Y a tu prójimo como a ti mismo”». Él le dijo: «Has respondido correctamente. Haz esto y tendrás la vida». Pero el maestro de la ley, queriendo justificarse, dijo a Jesús: «¿Y quién es mi prójimo?» Respondió Jesús diciendo: «Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó, cayó en manos de unos bandidos, que lo desnudaron, lo molieron a palos y se marcharon, dejándolo medio muerto. Por casualidad, un sacerdote bajaba por aquel camino y, al verlo, dio un rodeo y pasó de largo. Y lo mismo hizo un levita que llegó a aquel sitio: al verlo dio un rodeo y pasó de largo. Pero un samaritano que iba de viaje llegó adonde estaba él y, al verlo, se compadeció, y acercándose, le vendó las heridas, echándoles aceite y vino, y, montándolo en su propia cabalgadura, lo llevó a una posada y lo cuidó. Al día siguiente, sacando dos denarios, se los dio al posadero y le dijo: Cuida de él, y lo que gastes de más yo te lo pagaré cuando vuelva”. ¿Cuál de estos tres te parece que ha sido prójimo del que cayó en manos de los bandidos?» Él dijo: «El que practicó la misericordia con él». Jesús le dijo: «Anda y haz tú lo mismo».

          La historia del buen samaritano, una de las más hermosas y edificantes parábolas de Jesús, fue la forma que tuvo el Maestro de responder a la pregunta fundamental del hombre, formulada esta vez por un doctor de la Ley -para “para ponerle a prueba”-: Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?”  El Señor le remite a la Escritura: “¿Qué está escrito en la Ley?”, y el doctor, que conoce perfectamente los libros sagrados, responde con una combinación de Deuteronomio 6,5 y Levítico 19,18: “Amarás al tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con todas tus fuerzas y con todo tu ser. Y al prójimo como a ti mismo”. Dos preceptos de todo punto claros e indiscutibles para los creyentes judíos, pero que planteaban algunas dudas en cuanto a la determinación de la identidad del prójimo. Por eso, el doctor, como para justificar que conocía de sobra los problemas que se discutían en las escuelas bíblicas en torno a este asunto, apostilla: “¿Y quién es mi prójimo?”.

          Jesús no entra en la discusión intelectual sobre qué se entendía por prójimo, que es, con toda probabilidad, lo que pretendía el doctor de la Ley. En su lugar, inventa una historia con la que persigue, no sólo hacerle ver en la práctica cómo debe comportarse con el necesitado, sino, sobretodo, llevarle a lo más íntimo del corazón de Dios.

          Un hombre que camina de Jerusalén a Jericó es asaltado por unos ladrones que, no sólo le despojan de todo lo que lleva consigo, sino que lo dejan abandonado y medio muerto en la cuneta. Una historia totalmente realista, pues en ese camino se producían con regularidad este tipo de asaltos, una historia realmente verosímil para sus oyentes, dadas las circunstancias sociales, religiosas y, como digo, geográficas en las que Jesús la enmarca. Un sacerdote primero, y un levita después -ambos conocedores de la Ley y profesionalmente dedicados al asunto de la salvación y relación con Dios- bajaban por ese camino, pero “uno y otro dieron un rodeo y pasaron de largo”. Pasa después un samaritano, una persona que, por no pertenecer a la comunidad de Israel, no estaba obligado a ver en la persona asaltada a su prójimo. ¿Qué es lo que hace este forastero? No se pregunta hasta dónde llega su obligación de solidaridad ni tampoco cuáles son los méritos necesarios para alcanzar la vida eterna. Ocurre algo muy diferente: “se compadeció” -en la lengua original se resalta la cruda vivacidad de la expresión: “se le rompió el corazón” o “se le conmovieron las entrañas”- y en virtud de esta compasión, él mismo se convierte en prójimo, en alguien cercano, y hasta familiar, de la persona tirada en el suelo. El resto de la historia ya lo conocemos: el samaritano, poniéndose en el lugar del hombre caído, hace todo lo que está en su mano para sacarlo de aquella penosa situación, exactamente igual a como lo haría consigo mismo. Nuestro protagonista cumple de este modo la regla de oro contenida en la Biblia: “Todo cuanto queráis que os hagan los hombres, hacédselo también vosotros a ellos” (Mt 7,12).

          La pregunta del doctor a Jesús no sería entonces ¿quién es mi prójimo?, sino ¿cómo me convierto yo en prójimo de los demás, de tal manera que los demás sean para mí tan importantes como yo lo soy para mí mismo?

          El correcto entendimiento de la parábola me compromete en la tarea fundamental de mi vida, a saber: yo debo aprender a ser prójimo de cualquiera; tengo que luchar con todas mis fuerzas para convertirme en una persona que ama, que se conmueve ante las necesidades y problemas de los demás, en una persona cuyo bien e interés sea el bien e interés del otro (Fil 2,4); en un hombre o mujer cuyas alegrías y tristezas sean las alegrías y tristezas de mis hermanos, los hombres: “Alegraos con los que se alegran y llorad con los que lloran” (Rm 12,15).

          Benedicto XVI hace suya la interpretación que de la parábola hace un prestigioso teólogo, el cual señala que, si el amor del amigo se fundamenta en la igualdad, en la reciprocidad del “do ut des”  (doy para que des), la parábola destaca, en cambio, la desigualdad: “El samaritano, un forastero en Israel, se encuentra ante un individuo desvalido al que presta ayuda, sin recibir nada a cambio. Ello nos da a entender que el amor cristiano traspasa todo tipo de orden político y social, transformándolo en sentido inverso, ya que, en este caso, los últimos serán los primeros (cf. Mt 19, 30). En la parábola se muestra una nueva universalidad, basada en el hecho de que, en mi interior, ya soy hermano de todo hombre que encuentro en mi camino, y que necesita mi ayuda. (Benedicto XVI, Jesús de Nazaret I).

          En este hombre -ésta es la rabiosa actualidad de la parábola- encuentro a todos los hombres que, golpeados por las escandalosas desigualdades económicas y sociales, viven en una situación de extremada pobreza; en él veo a los pueblos explotados y saqueados del llamado Tercer Mundo; en él están representados "todas las personas destrozadas interiormente, las víctimas de la droga, del tráfico de personas, del turismo sexual…" (Benedicto XVI, Jesús de Nazaret I).

          Para terminar, y siguiendo la interpretación que de la parábola hicieron algunos Padres de la Iglesia, podemos decir que el hombre abandonado representa a la humanidad: somos todos nosotros los que, tendidos en el camino de la vida, despojados del esplendor de la gracia y esclavos de nuestros egoísmos, necesitamos de un samaritano que nos monte en su cabalgadura y nos lleve a la posada más próxima. “Este samaritano es Dios mismo, que, en Jesucristo, se ha puesto en camino para venir a hacerse cargo de su criatura maltratada; … Él cura con aceite y vino nuestras heridas y nos lleva a la posada, a la Iglesia, en la que dispone que nos cuiden, anticipando lo necesario para costear esos cuidados” (Benedicto XVI). Por fin descubrimos que, para que también nosotros podamos amar, necesitamos recibir el amor salvador que Dios nos regala. Necesitamos siempre a Dios, que se convierte en nuestro prójimo para que nosotros podamos, a su vez, ser prójimos de los demás.

          Anda y haz tú lo mismo”, le dice Jesús al doctor de la Ley y en este doctor estamos todos nosotros y todos los hombres. Un sublime programa de humanidad.

          [En el comentario de la parábola me ha sido de máxima utilidad -para ser más exacto: he hecho mía hasta, en ocasiones, casi con sus mismas palabras- la interpretación que de ella hace Benedicto XVI en su grandioso libro Jesús de Nazaret, Tomo I].

Oración de las ofrendas

Mira, Señor, los dones de tu Iglesia suplicante y concede que sean recibidos para crecimiento en santidad de los creyentes.

En el pan y el vino que el sacerdote, en nombre de la Iglesia, ofrece al Padre para convertirse en el Cuerpo y en la Sangre de Cristo, ponemos nuestra  vida, es decir, todo lo que somos y lo que de Él hemos recibido. También nosotros nos convertiremos  en el mismo Cristo, en hombres y mujeres que harán presente su persona y su salvación en la época histórica que nos ha tocado vivir, una salvación que será efectiva en nuestra entrega desinteresada a nuestros hermanos, especialmente a los más necesitados, aquéllos de los que con Jesús me he hecho su prójimo. Ése será nuestro crecimiento en santidad”, del que habla la oración: “Quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí, la encontrará” (Lc 9,24).

Oración después de la comunión

Después de recibir estos dones, te pedimos, Señor, que aumente el fruto de nuestra salvación con la participación frecuente en este sacramento. Por Jesucristo, nuestro Señor.

 Contentos por haber recibido en nuestro corazón al Hijo de Dios, en quien se concentran todos los dones espirituales, pedimos al Padre que continúe agrandando nuestra relación con Él mediante la participación frecuente en este sacramento; que aumente nuestro deseo de alimentarnos del pan eucarístico, ya que siempre que comulgamos participamos del mismo ser de Cristo; que, como San Pablo, podamos  gritar cada vez con más fuerza: “Ya no vivo yo, es Cristo que vive en mí' (Gál 2, 20). Estas gracias que pedimos al Padre, y no tanto otras cosas, constituyen “el fruto de nuestra salvación”.