Decimosexto domingo del tiempo ordinario

Antífona de entrada

           Dios es mi auxilio, el Señor sostiene mi vida. Te ofreceré un sacrificio voluntario, dando gracias a tu nombre, que es bueno (Sal 53,6. 8).

 A pesar de las persecuciones de sus enemigos, David, autor del isalmo, no dudó de la bondad de Dios para con él: “el Señor sostiene mi vida”. Como respuesta a su ayuda, le ofrece un sacrificio de acción de gracias. Nosotros, sostenidos también por el amor de Dios, celebramos la acción de gracias por antonomasia, en la que nos unimos a Jesucristo en su ofrenda sacrificial al Padre.

  Oración colecta

          Muéstrate propicio con tus siervos, Señor, y multiplica compasivo los dones de tu gracia sobre ellos, para que, encendidos de fe, esperanza y caridad, perseveren siempre, con observancia atenta, en tus mandatos. Por nuestro Señor Jesucristo

          Deseamos y suplicamos a Dios que se nos muestre cercano y nos conceda, no por nuestros méritos, sino por su compasión, una fe grande, una esperanza fuerte y una caridad operativa. La posesión y vivencia de estas virtudes teologales hará que no nos cansemos en el cumplimiento de los mandatos del Señor. De las mismas surgirán espontáneamente las buenas obras para con Dios, para con nosotros y para con nuestros hermanos. En ellas radica el secreto de la santidad, a la que todos estamos llamados: los santos no son superhéroes, sino pobres vasijas de barro repletas de Dios.

Lectura del libro del Génesis - 18,1-10

          En aquellos días, el Señor se apareció a Abrahán junto a la encina de Mambré, mientras él estaba sentado a la puerta de la tienda, en lo más caluroso del día. Alzó la vista y vio tres hombres frente a él. Al verlos, corrió a su encuentro desde la puerta de la tienda, se postró en tierra y dijo: «Señor mío, si he alcanzado tu favor, no pases de largo junto a tu siervo. Haré que traigan agua para que os lavéis los pies y descanséis junto al árbol. Mientras, traeré un bocado de pan para que recobréis fuerzas antes de seguir, ya que habéis pasado junto a la casa de vuestro siervo». Contestaron: «Bien, haz lo que dices». Abrahán entró corriendo en la tienda donde estaba Sara y le dijo: «Aprisa, prepara tres cuartillos de flor de harina, amásalos y haz unas tortas». Abrahán corrió enseguida a la vacada, escogió un ternero hermoso y se lo dio a un criado para que lo guisase de inmediato. Tomó también cuajada, leche y el ternero guisado y se lo sirvió. Mientras él estaba bajo el árbol, ellos comían. Después le dijeron: «¿Dónde está Sara, tu mujer?» Contestó: «Aquí, en la tienda». Y uno añadió: «Cuando yo vuelva a verte, dentro del tiempo de costumbre, Sara habrá tenido un hijo».

          Mambré, un habitante del país de Canaán, había ofrecido en varias ocasiones hospitalidad a Abraham en el bosque de encinas que tenía en propiedad. Es allí, en el campamento que había puesto a la sombra de una de las encinas donde tiene lugar la aparición de Dios que se narra en la lectura de hoy.

          No es ésta la primera vez que Dios se aparece y habla directamente con Abraham. Unos capítulos anteriores de este mismo libro contemplamos otras apariciones en las que la promesa de una descendencia numerosa ocupa un lugar importante. En una de ellas, Dios insta a Abraham a ponerse completamente en sus manos en la esperanza de un futuro feliz para sus descendientes: “Yahveh dijo a Abram: «Vete de tu tierra, y de tu patria, y de la casa de tu padre, a la tierra que yo te mostraré. De ti haré una nación grande y te bendeciré (…) Por ti se bendecirán todos los linajes de la tierra” (Gén 12,1-3). En otra ocasión, cuando Abraham propone la solución de que le herede su criado preferido, dado que, debido a su ancianidad y a la esterilidad de Sara, las posibilidades de engendrar un hijo eran prácticamente nulas, Dios se le vuelve a aparecer para decirle: No te heredará ése, sino que te heredará uno que saldrá de tus entrañas” (Gén 15,4). Y una vez más, cuando Abraham propone a Dios que le herede Ismael, un hijo, éste sí, salido de sus entrañas, pero engendrado en el seno de una de las criadas de Sara, Dios vuelve a hablar con él: “Será Sara, tu mujer, la que te dará a luz un hijo, y le pondrás por nombre Isaac. Yo estableceré mi alianza con él, una alianza eterna, de ser el Dios suyo y el de su posteridad” (Gén 17,19).

          El relato de la lectura de hoy supone toda esta larga historia de relaciones de Dios con Abraham. Como dijimos al principio, el acontecimiento que hoy oímos tiene lugar en el encinar de Mambré. Son tres hombres los que, de pie, frente a la tienda de Abraham, aceptan su hospitalidad. No hay duda entre los intérpretes que los tres hombres simbolizan a Dios. Abraham, que estaba en la puerta, corre a su encuentro y, postrándose ante ellos, les dice: “Señor mío, si he alcanzado tu favor, no pases de largo junto a tu siervo”. Como vemos, aunque en el texto se habla de tres personajes, Abraham los trata como si fuesen uno solo. No podemos interpretar este juego entre uno y tres como un preanuncio de la Santísima Trinidad: en aquellos primeros momentos de la historia de la salvación era prioritario resaltar la unicidad de Dios frente al politeísmo general del que estaba rodeado nuestro padre en la fe.

          Toda la primera parte del relato está centrada en el modo como Abraham agasaja a sus ilustres huéspedes: Dios se rebaja al hombre para recibir de él hospitalidad, algo que contemplaremos también en el evangelio de este día, en el que Jesús acepta convertirse en huésped de Marta y María. En ambos casos, es Dios quien agasaja de verdad al hombre, regalándole el tesoro de su gracia: a Abraham, la reafirmación de la promesa; a Marta y María, el don de su palabra salvadora.

          Es, después de celebrado el banquete, cuándo da comienzo el breve diálogo que establece Dios con Abraham, cuya conclusión es la reafirmación de la promesa del nacimiento de Isaac, en este ocasión, determinando hasta el tiempo de su cumplimiento: “Cuando yo vuelva a verte, dentro del tiempo de costumbre, Sara habrá tenido un hijo”. Al oír esto, a Sara, que estaba escondida detrás de la puerta, se le soltó la risa. ¡Cómo un vientre anciano y estéril puede gestar un hijo, engendrado por un vejestorio! El texto continúa: “¿Hay algo difícil para Dios?” (Gén 18,14). Lo imposible a los ojos del hombre se hizo realidad: Isaac, el primero de una descendencia más numerosa que las estrellas del cielo, nació en el tiempo que señalaron los tres hombres, es decir, Dios.

          Esta lectura me lleva a la consideración de que la verdadera salvación del hombre sólo puede provenir de Dios, de sus modos de proceder, que son muy distintos a los nuestros. Así lo vemos en el caso del nacimiento de Isaac, fruto de un milagro de Dios, que da fecundidad a un seno prácticamente muerto; en el de Juan Bautista, fruto también milagroso de unos padres de avanzada edad; y, por supuesto, en la entrada en nuestra tierra del Hijo de Dios, Jesucristo, nacido de una joven virgen, sin concurso de varón. Se cumple la verdad bíblica de que los caminos de Dios y los pensamientos no son los nuestros: “Como se alza el cielo por encima de la tierra se elevan mis caminos sobre vuestros caminos y mis pensamientos sobre vuestros pensamientos” (Is 55,8-9). Una consideración que nos invita a permanecer siempre en la órbita de Dios, en la escucha de su Palabra, conscientes de que Él, que está siempre pendiente de nosotros, nos lleva, por caminos insospechados, a la felicidad que anhela nuestro corazón -“Dios dispone todas las cosas para el bien de los que le aman” (Rm 8,28)- y conscientes también de que para Él nada hay imposible.

 Salmo responsorial -  14 (15)

Señor, ¿quién puede hospedarse en tu tienda?

El que procede honradamente y practica la justicia, el que tiene intenciones leales y no calumnia con su lengua. (1)

 El que no hace mal a su prójimo ni difama al vecino. El que considera despreciable al impío y honra a los que temen al Señor. (2)

El que no presta dinero a usura ni acepta soborno contra el inocente. El que así obra nunca fallará. (3)

           El salmo 14, como otros muchos, parece ser una liturgia de entrada en el templo. Los fieles se acercarían en procesión, respondiendo al salmista que canta esta plegaria en forma de pregunta: “Señor, ¿quién puede hospedarse en tu tienda?”. Una oración similar a la del salmo 24, de similares características -“¿Quién subirá al monte del Señor?, ¿quién podrá estar en su recinto santo?- y unas respuestas parecidas -“el hombre de manos inocentes y puro corazón”. Se trata, en uno y otro caso, de entrar en la presencia de Dios, de vivir con Él, participando de su intimidad, y para ello es necesario un ejercicio de pureza interior.

           En las puertas o fachadas de los templos egipcios y babilónicos se podían leer las condiciones que debían cumplir los fieles antes de entrar en el recinto sagrado, condiciones casi siempre referidas a la pureza exterior (abluciones, determinados gestos o movimiento del cuerpo, utilización de una vestimenta especial...). En el salmo 14, en cambio, se exige la purificación interior de la conciencia. Sus versículos recuerdan el espíritu de denuncia de los grandes profetas sobre de la separación que se daba entre el culto y la vida, entre la oración litúrgica y el compromiso social: “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí”. La verdadera adoración a Dios está necesariamente unida a la integridad moral, a la práctica de la justicia y a la sinceridad del corazón: sólo le está permitido vivir junto al Señor a “quien procede honradamente, práctica la justicia y tiene intenciones leales”.

           Esta integridad moral debe traducirse en actitudes concretas de cercanía a los demás, huyendo de todo lo que les pueda hacer daño, “no calumniando, ni difamando, ni sobornando al vecino”. Nos vienen a la mente aquellas palabras de San Juan: “Si alguno dice: «Amo a Dios», y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve” (1Jn 4,20).

           “La condición para llegar a Dios -afirma Benedicto XVI sobre el salmo 14- es simplemente el contenido esencial del Decálogo, poniendo el acento en la búsqueda interior de Dios, en el caminar hacia Él (primera tabla) y en el amor al prójimo, en la justicia para con el individuo y para con la comunidad (segunda tabla)” (Jesús de Nazaret, Las bienaventuranzas)

 Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Colosenses -  1,24-28

           Hermanos: Ahora me alegro de mis sufrimientos por vosotros: así completo en mi carne lo que falta a los padecimientos de Cristo, en favor de su cuerpo que es la Iglesia, de la cual Dios me ha nombrado servidor, conforme al encargo que me ha sido encomendado en orden a vosotros: llevar a plenitud la palabra de Dios, el misterio escondido desde siglos y generaciones y revelado ahora a sus santos, a quienes Dios ha querido dar a conocer cuál es la riqueza de la gloria de este misterio entre los gentiles, que es Cristo en vosotros, la esperanza de la gloria. Nosotros anunciamos a ese Cristo; amonestamos a todos, enseñamos a todos, con todos los recursos de la sabiduría, para presentarlos a todos perfectos en Cristo.

           “El Hijo del hombre debe sufrir mucho, y ser reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser matado y resucitar al tercer día” (Lc 9,22) -anunciaba Jesús a sus discípulos poco antes de su pasión-. Estos sufrimientos formaban parte del plan de Dios para revelar a los hombres su amor infinito: “Nadie tiene amor más grande que el que da su vida por sus amigos” (Jn 15, 13). Y lo que fue la suerte del maestro será también la de sus discípulos. Así lo advirtió Jesús en varias ocasiones: “Si esto hacen en el leño verde, ¿qué no se hará en el seco?” (Lc 23,31). Y de modo más explícito: “Os entregarán a los tribunales, seréis azotados en las sinagogas y compareceréis ante gobernadores y reyes por mi causa, para que deis testimonio ante ellos” (Mc 13,9).

           Hace unos domingos San Pablo se gloriaba “en sus tribulaciones (sufrimientos), sabiendo que la tribulación engendra la paciencia; la paciencia, virtud probada; la virtud probada, esperanza, una esperanza que no falla, pues el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado” (Rm 5,3-5).

           En la lectura de hoy, San Pablo se alegra en sus sufrimientos, alegando esta vez que “en ellos completa en su carne lo que falta a los padecimientos de Cristo”. Ello no significa que Cristo, para salvar al hombre, sufriese sólo parcial e insuficientemente, dejando a sus seguidores continuar su obra salvadora a lo largo de los siglos. No. Los sufrimientos de Pablo y los de todos los que, como él, ejercen la tarea de anunciar a Cristo, completan los de Cristo, no añadiendo nada a su valor, que es infinito, sino prolongándolos, por así decirlo, para que, a través de los nuestros, los hombres de todos los tiempos accedan a la salvación traída por Él. San Pablo ve en sus propios sufrimientos la íntima comunión que existe entre Jesucristo y el cristiano, el cual participa del ser de Cristo, tanto en su padecer y morir, como en su vivir y reinar: “Si morimos con Cristo, viviremos con Él; si sufrimos con Cristo, reinaremos con Él” (2Tm 2,11-12).

           Esta unión con Cristo se lleva a cabo en el seno de su Cuerpo, que es la Iglesia. De la misma San Pablo ha sido constituido, por encomienda de Dios, servidor de la Palabra del Evangelio, “el gran misterio escondido durante siglos” a los gentiles, los cuales, con la aceptación de esta Palabra, quedan incorporados de pleno derecho al Cuerpo de Cristo y experimentan la esperanza de la gloria a la que Cristo se ha hecho acreedor a partir de su Resurrección.

           Pero la tarea de San Pablo, como la de todo misionero, no se limita a anunciar a Cristo: evangelizar conlleva seguir luchando para que los nuevos cristianos sean debidamente instruidos en el conocimiento de Cristo, “en quien están ocultos todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia” (Col 2,3), procurando que no se desvíen del camino correcto, hasta que Cristo esté perfectamente formado en ellos.

 Aclamación al Evangelio

          Aleluya, aleluya, aleluya. Bienaventurados los que escuchan la palabra de Dios con un corazón noble y generoso, la guardan y dan fruto con perseverancia.

 Lectura del  santo evangelio según san Lucas - 10,38-42

          En aquel tiempo, entró Jesús en una aldea, y una mujer llamada Marta lo recibió en su casa. Esta tenía una hermana llamada María, que, sentada junto a los pies del Señor, escuchaba su palabra. Marta, en cambio, andaba muy afanada con los muchos servicios; hasta que, acercándose, dijo: «Señor, ¿no te importa que mi hermana me haya dejado sola para servir?». Respondiendo, le dijo el Señor: «Marta, Marta, andas inquieta y preocupada con muchas cosas; solo una es necesaria. María, pues, ha escogido la parte mejor, y no le será quitada».

          El relato evangélico que pone hoy la Iglesia a nuestra consideración sigue directamente a la parábola del Buen Samaritano, que escuchábamos el pasado domingo. Jesús que, unos versículos anteriores, aleccionaba a sus discípulos a aceptar la hospitalidad (Lc 9,4; 10,5-9), acepta la invitación de una mujer, llamada Marta, a hospedarse con sus discípulos en su casa, en la que también vivía su hermana María. Las dos hermanas adoptan una postura diferente ante el Señor: Marta se afana en la preparación de lo necesario para servir a los huéspedes; María, en cambio, se sienta a los pies del Señor para no perderse nada de sus palabras.

          Lo que nos interesa de este pasaje evangélico son las palabras que Jesús dirige a Marta, cuando ésta protesta por la conducta, nada cooperativa, de su hermana y solicita la intervención del maestro para que le ayude: “Dile que me eche una mano”. Jesús le responde con estas palabras cuya interpretación ha hecho correr ríos de tinta a lo largo de la historia cristiana: “Marta, Marta, andas inquieta y preocupada con muchas cosas; solo una es necesaria. María, pues, ha escogido la parte mejor, y no le será quitada.

          Una de estas interpretaciones ha sido la de pensar que Jesús dignificaba la vida de unión con Dios (vida contemplativa), minusvalorando la vida dedicada a ocuparse de las necesidades materiales de los demás (vida activa). Una interpretación no correcta, pues Jesús no pretende en modo alguno quitarle valor a nuestra dedicación a los demás: ello iría en contra de las palabras que dirigió a los discípulos (y también a nosotros) después de lavarles los pies: “Si yo, el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros”(Jn 13,14).

          La interpretación correcta hay que buscarla en las mismas palabras de Jesús “María, ha escogido la parte mejor”. No se trata de juzgar el comportamiento de las dos hermanas de acuerdo con los criterios habituales de buena o mala conducta: Jesús pretende en sus oyentes -en este caso sus discípulos de las dos hermanas- una llamada al descendimiento de lo que es lo mejor, es decir, potenciar la actitud más esencial que deben adoptar sus seguidores. Las dos mujeres acogen al Señor, una, proporcionándole todos sus servicios, la otra, escuchándole atentamente. Jesús aprovecha esta circunstancia observación para dar una recomendación a sus discípulos, y también a nosotros. A saber: que en nuestro vivir nuestra vida de fe no debemos olvidar lo esencial, y lo esencial es que “busquemos primero el Reino y su justicia” (Mt 6,33). En nuestra vida desempeñaremos, según nuestra personalidad y la vocación personal a la que Dios nos llame, el papel de Marta o el de María o, unas veces uno y otras otros, según las circunstancias, pero sin olvidar poner el acento en lo que es prioritario.

          Pero, dejemos que sea el mismo Señor el que nos explique las palabras dichas a Marta. Lo hacemos transcribiendo este largo texto del Evangelio de San Lucas, el discurso de Jesús sobre la confianza en la providencia: “No andéis preocupados por vuestra vida, qué comeréis, ni por vuestro cuerpo, con qué os vestiréis porque la vida vale más que el alimento, y el cuerpo más que el vestido; fijaos en los cuervos: ni siembran, ni cosechan; no tienen bodega ni granero, y Dios los alimenta. ¡Cuánto más valéis vosotros que las aves! Por lo demás, ¿quién de vosotros puede, por más que se preocupe, añadir un codo a la medida de su vida. Si, pues, no sois capaces ni de lo más pequeño, ¿por qué preocuparos de lo demás. Fijaos en los lirios, cómo ni hilan ni tejen. Pero yo os digo que ni Salomón en toda su gloria se vistió como uno de ellos. Pues si a la hierba que hoy está en el campo y mañana se echa al horno, Dios así la viste ¡cuánto más a vosotros, hombres de poca fe! Así pues, vosotros no andéis buscando qué comer ni qué beber, y no estéis inquietos. Que por todas esas cosas se afanan los gentiles del mundo; y ya sabe vuestro Padre que tenéis necesidad de eso. Buscad más bien su Reino, y esas cosas se os darán por añadidura. No temas, pequeño rebaño, porque a vuestro Padre le ha parecido bien daros a vosotros el Reino” (Lc 12,22-32).

          Con estas palabras Jesús nos pone en guardia para que las cosas de este mundo no nos impidan ocuparnos de lo esencial, de la escucha de su Palabra. Así nos lo dice el mismo Jesús, como conclusión de la parábola del sembrador, y así nos pone en el camino correcto: Lo que cayó entre los abrojos, son los que han oído (la Palabra), pero a lo largo de su caminar son ahogados por las preocupaciones, las riquezas y los placeres de la vida, y no llegan a madurez. Lo que (cae) en buena tierra, son los que, después de haber oído (la Palabra), la conservan con corazón bueno y recto, y dan fruto con perseverancia” (Lc 8,14-15).

          Las palabras de Jesús a Marta podían traducirse de esta otra forma: “Marta, no estés tan preocupada por servirme, tú limítate a acogerme y a escuchar: soy yo el que hará todo por ti”.

          [En el comentario a esta lectura he seguido la explicación que de la misma hace la biblista y teóloga francesa Marie Noël Thabut].

Oración sobre las ofrendas

          Oh, Dios, que has llevado a la perfección del sacrificio único los diferentes sacrificios de la ley antigua, recibe la ofrenda de tus fieles siervos y santifica estos dones como bendijiste los de Abel, para que la oblación que ofrece cada uno de nosotros en alabanza de tu gloria, beneficie a la salvación de todos. Por Jesucristo, nuestro Señor.

           En el sacrificio la cruz Cristo lleva a la perfección todos los sacrificios de la Antigua Alianza y todas las ofrendas que nosotros podamos hacer a Dios. Las dones principales que en este momento de la misa ofrecemos al Padre son el pan y el vino, que van a ser consagrados y convertidos en el cuerpo y en la sangre de Cristo. Juntamente con ellos, ofrecemos a Dios nuestra propia vida, representada en nuestras aportaciones particulares, espirituales y materiales. Deseamos que nuestras ofrendas sean bendecidas y santificadas por Dios para nuestra santificación y la santificación de los demás.

Antífona de comunión

                    Mira, estoy a la puerta y llamo, dice el Señor. Si alguien escucha mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo (Ap 3,20).

          ¿Abrimos al Señor la puerta de nuestro corazón o dejamos que pasen los días y las noches solo, en el umbral de nuestra casa, sin querer saber nada de él?

“¡Oh, cuánto fueron mis entrañas duras,

pues no te abrí! ¡Qué extraño desvarío,

si de mi ingratitud el hielo frío

secó las llagas de tus plantas puras!”

(Lope de Vega)

 Oración después de la comunión

          Asiste, Señor, a tu pueblo y haz que pasemos del antiguo pecado a la vida ueva los que hemos sido alimentados con los sacramentos del cielo. Por Jesucristo, nuestro Señor.

 “.., despojaos del viejo hombre… … y vestíos del nuevo hombre, creado según Dios en la justicia y santidad verdadera” (Efesios 4, 22-24). El paso de nuestra vida de pecado a la vida de hijos de Dios es la continua tarea del cristiano que debe estar siempre en proceso de conversión. Es para la realización de esta tarea por lo que pedimos que Dios ayude a los que acaban de recibir el sacramento eucarístico.