Antífona de entrada
Cantad al Señor un cántico nuevo, cantad al Señor toda la tierra. Honor y majestad le preceden, fuerza y esplendor están en su templo (Sal 93,1. 6).
Nuestra alegría de seguidores de Cristo debe exteriorizarse, no con los cantos aburridos de nuestro pasado pecador, sino con “un canto nuevo”, un canto que brote espontáneo del corazón, acorde con las siempre sorprendentes manifestaciones, poderosas y esplendorosas, del amor de Dios: las nuevas gracias requieren nuevas expresiones de gratitud. Dios nos ha manifestado este amor dando su vida por nosotros, algo inaudito e inesperado que nos seguirá sorprendiendo en este mundo y en el otro.
Oración colecta
Dios todopoderoso y eterno, orienta nuestros actos según tu voluntad, para que merezcamos abundar en buenas obras en nombre de tu Hijo predilecto. Él, que vive y reina contigo.
“Sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15,5). Necesitamos vivir siempre unidos a Cristo para que, como ocurría en él, todo lo que hagamos tenga en Dios su fuente y esté orientado a Dios como a su fin. Mantener constantemente esta orientación de nuestras obras a Dios no depende de nosotros: es obra de la gracia que recibimos en el trato personal con el Padre: a Él, que todo lo puede y nunca nos falla -pues sus proyectos para con nosotros son eternos-, le pedimos, fijando nuestra mirada en su Hijo y en sus méritos, que actuemos siempre de acuerdo con sus planes. De esta forma abundaremos en buenas obras: “He venido para que tengan vida y la tengan en abundancia” (Jn 10,10).
Lecctura del libro de Isaías - 8,23b-9,3
En otro tiempo, humilló el Señor la tierra de Zabulón y la tierra de Neftalí, pero luego ha llenado de gloria el camino del mar, el otro lado del Jordán, Galilea de los gentiles. El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; habitaba en tierra y sombras de muerte, y una luz les brilló. Acreciste la alegría, aumentaste el gozo; se gozan en tu presencia, como gozan al segar, como se alegran al repartirse el botín. Porque la vara del opresor, el yugo de su carga, el bastón de su hombro, los quebrantaste como el día de Madián.
Este breve texto del profeta Isaías está referido a la situación calamitosa por la que pasó el reino del Norte. Sabemos que, a partir de la muerte de Salomón (932 a.C), el pueblo de Israel se partió en dos reinos: uno al norte de Palestina con capital Samaría, que recibió el nombre de Israel, y otro al Sur que, con capital en Jerusalén, fue llamado Judá, ya que en él estaba asentada la tribu de este hijo de Jacob, la tribu portadora de las promesas hechas a David. El profeta, que predica en Jerusalén, está interesado por la calamitosa situación que atraviesa el reino del Norte: las tierras ocupadas por las tribus de Zabulón y Neftalí fueron las primeras que sufrieron la anexión al Imperio asirio, pasando muy pronto al yugo de Ninive (capital del imperio asirio) todo el norte de Palestina: Galilea, la Transjordania y la fértil zona costera del Mediterráneo.
Ante esta situación, el profeta, se solidariza con los israelitas del Norte, que, como los del Sur, forman parte del pueblo de la Alianza, predicando la esperanza de que Dios no les abandonará, que muy pronto pondrá fin a la esclavitud al Imperio asirio: a la situación de tinieblas en que en este momento se encuentra sucederá una época de luz -“El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; habitaba en tierra y sombras de muerte, y una luz les brilló”-; el sufrimiento y tristeza que les embarga se volverán alegría y gozo como las que siente el labrador en el momento de la siega o la que disfrutan los soldados cuando se reparten el botín de la victoria.
Tienen razones más que poderosas para empezar a gozar, aunque sea en esperanza, pues el Señor romperá la vara del opresor, el yugo que los esclaviza, el bastón que los tiraniza. El profeta invita a sus hermanos del Norte a que recuerden las muchas ocasiones en las que el Señor ha librado al pueblo de situaciones esclavizantes. Les pone como ejemplo la victoria de Gedeón contra los madianitas: en plena noche, un puñado de hombres, armados con antorchas, con trompetas y, sobre todo, con la fe en el Dios de Israel, vencieron a este pueblo que también pretendía subyugarlos.
La situación de oscuridad que vivió el Reino del Norte la vivimos nosotros en nuestros días; los peligros de ser subyugados por los enemigos de Dios, y, por tanto, del hombre, acechan y siempre acecharán a los discípulos de Jesús, en la Iglesia universal, en la pequeña comunidad en la que realizan su vida de fe y, personalmente, a cada cristiano: “Seréis odiados todos por mi causa” (Mt 10,22). Pero -también nos dice Jesús- “no perecerá ni un cabello de vuestra cabeza: con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas” (Lc 21,18-19).
San Pablo nos propone un programa de vida para no ser vencidos por los enemigos de la fe y de la libertad que tenemos por ser hijos en Dios. Este programa comporta, como principales actitudes, la firme confianza en Dios, la disposición a dar a conocer la Buena Nueva del Evangelio, el contacto continuo con la Palabra de Dios y la perseverancia en la oración: “Manteneos firmes, ceñidos con el cinturón de la verdad, protegidos por la coraza de justicia, y calzados con la disposición de proclamar el evangelio de la paz. Poneos el escudo de la fe, con el cual apagaréis todas las flechas encendidas del maligno. Tomad el casco de la salvación y la espada del Espíritu, que es la palabra de Dios. Orad en el Espíritu en todo momento, con peticiones y ruegos. Manteneos alerta y perseverad oración por todos los Santos” (Ef 6,14-18).
Salmo responsorial – 26
El Señor es mi luz y mi salvación.
El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a
quién
temeré?
El Señor es la defensa de mi vida, ¿quién me hará temblar?
Una cosa pido al Señor, eso
buscaré: habitar en la casa del Señor
por los días de mi vida; gozar
de la dulzura del Señor, contemplando su templo.
Espero gozar de la dicha del Señor en el país de la vida.
Espera en el Señor, sé valiente, ten ánimo, espera en el Señor.
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El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? El Señor es la defensa de mi vida ¿quién me hará temblar?
En esta primera estrofa, el salmista exterioriza la paz y la tranquilidad que procede de su fe en el Señor, una fe que, como la de Abraham, ilumina los caminos de su vida, convierte en realidad los deseos más profundos de su corazón y le hace vivir en una seguridad inquebrantable . Esta paz y tranquilidad no la puede recibir de ninguna otra cosa que no sea Dios: “¿A quién temeré?” ... “¿Quién me hará temblar?”
Espero gozar de la dicha del Señor en el país de la vida.
En este fragmento, la fe se viste de esperanza, una esperanza realmente fiable. Como dice San Pablo a su discípulo Timoteo, “sé en quién he puesto mi confianza y estoy seguro de que él (Jesús) puede guardar hasta el último día lo que me ha encomendado” (2Tm 1,12). Al mencionar “el país de la vida”, el salmista no se está refiriendo a la vida del más allá de la muerte, pues, en el momento de la composición de este salmo, todavía no había hecho su aparición en la fe de Israel la resurrección de los muertos, pero en los labios de quien ha creído en la glorificación de Cristo resucitado, este “país de la vida” cobra todo su sentido y realidad al referirlo a la tierra de los resucitados.
“Espera en el Señor, sé valiente, te ánimo, espera en el Señor”.
Para los que hemos conocido el amor de Cristo, la esperanza en el Señor es una inyección de optimismo, capaz de curar todos los desasosiegos que salpican nuestro peregrinar por esta vida; una medicina que, aplicada a nosotros mismos y a las personas necesitadas de ayuda espiritual, proporciona la convicción firme de que la confianza en el Señor, la valentía y el ánimo, derivados de esta confianza, resultarán eficaces, pues estamos seguros de que “ni la muerte ni la vida ni los ángeles ni los principados ni lo presente ni lo futuro ni las potestades, ni la altura ni la profundidad ni otra criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro” (Rm 8,38-39).
Comienzo de la primera carta de San Pablo a los Corintios - 1,10-13. 17
Os ruego, hermanos, en nombre de nuestro Señor Jesucristo, que digáis todos lo mismo y que no haya divisiones entre vosotros. Estad bien unidos con un mismo pensar y un mismo sentir. Pues, hermanos, me he enterado por los de Cloe de que hay discordias entre vosotros. Y os digo esto porque cada cual anda diciendo: «Yo soy de Pablo, yo soy de Apolo, yo soy de Cefas, yo soy de Cristo». ¿Está dividido Cristo? ¿Fue crucificado Pablo por vosotros? ¿Fuisteis bautizados en nombre de Pablo? Pues no me envió Cristo a bautizar, sino a anunciar el evangelio, y no con sabiduría de palabras, para no hacer ineficaz la cruz de Cristo.
El domingo pasado oíamos el saludo de San Pablo a los Corintios, a los que, después de resaltarles la dignidad de su ser cristiano, les deseaba la gracia y la paz de parte de Dios y del Señor Jesucristo. La lectura de hoy retoma esta carta seis versículos más adelante con una exhortación a la unidad: “Os ruego, hermanos, en nombre de nuestro Señor Jesucristo, que digáis todos lo mismo y que no haya divisiones entre vosotros”. Esta exhortación a la unidad fue provocada por una información que le dieron unos conocidos llegados de Corinto a Éfeso -lugar desde donde escribe la carta- de que entre ellos existían distintos bandos, agrupados en torno a los distintos predicadores que habían puesto en marcha y desarrollado la comunidad. Según le dijeron, unos son seguidores de Apolo, otros de Pablo, otros de Cefas (Pedro), otros, quizá los más sensatos, de Cristo. San Pablo se revuelve contra estas divisiones por considerarlas contrarias a la misma fe: “¿Está dividido Cristo?”. Y, tirando piedras contra su propio tejado, critica a los que son partidarios de su persona y, como en su día hiciera el Bautista, anulándose a sí mismo para poner en su justo lugar al verdadero artífice de su fe, a Cristo: “¿Fue crucificado Pablo por vosotros? ¿Fuisteis bautizados en nombre de Pablo?”. Lo único que él confiesa haber hecho fue cumplir, con la ayuda del Señor, la tarea de anunciar el Evangelio y, por cierto, no sirviéndose de sabiduría humana, de expresiones y argumentos bien construidos o de bellas palabras -su capacidad oratoria debería quedar muy por debajo de la que tenían otros predicadores, como Apolo-. Y todo ello para hacer ver que el éxito de la predicación -la conversión a Cristo- no procedía de métodos y técnicas humanas, sino de la gracia de Dios: “No me envió Cristo a bautizar, sino a anunciar el evangelio, y no con sabiduría de palabras, para no hacer ineficaz la cruz de Cristo”. De esta forma se ve claro que el milagro de la evangelización se debe exclusivamente a la gracia de Dios.
La crítica que el apóstol hace a los Corintios no es, en modo alguno, una recriminación moral, sino un poner al descubierto una forma falsa de entender nuestro bautismo: nadie puede decir que ha sido bautizado en nombre de Apolo, de Pedro o de Pablo, sino en nombre de Cristo. “Cuando el sacerdote bautiza es Cristo quien bautiza”, sentencia el Vaticano II. Y Cristo nos bautiza injertándonos en Él, uniéndonos a Él de tal manera, que ya no nos pertenecemos a nosotros mismos, sino a Cristo. No tiene, por tanto, sentido afirmar que soy de tal o cual predicador, director o padre espiritual, porque todos somos de Cristo, que nos ha “comprado con su sangre” (1Cor 6,22) y nos ha engendrado a su misma vida. Por eso, desde el momento en el que fuimos bautizados, podemos decir con San Pablo: “Ya no soy yo, es Cristo quien vive en mí” (Gál 2,20). Y, si es Cristo quien vive en mí, mi existencia se convierte en su existencia: pienso desde Cristo, amo desde Cristo, espero desde Cristo, miro a los hombres con la mirada de Cristo. Y todo esto lo debemos decir también en plural: pensamos desde Cristo, amamos desde Cristo… Entonces se hará realidad en nosotros la exhortación de San Pablo con la que comenzaba la lectura: “Os ruego, hermanos, en nombre de nuestro Señor Jesucristo, que digáis todos lo mismo y que no haya divisiones entre vosotros”.
Aclamación al Evangelio
Aleluya, aleluya, aleluya. Jesús proclamaba el evangelio del reino, y curaba toda dolencia del pueblo.
Lectura del santo evangelio según san Mateo 4,12-23
Al enterarse Jesús de que habían arrestado a Juan se retiró a Galilea. Dejando Nazaret se estableció en Cafarnaún, junto al mar, en el territorio de Zabulón y Neftalí, para que se cumpliera lo dicho por medio del profeta Isaías: «Tierra de Zabulón y tierra de Neftalí, camino del mar, al otro lado del Jordán, Galilea de los gentiles. El pueblo que habitaba en tinieblas vio una luz grande; a los que habitaban en tierra y sombras de muerte, una luz les brilló». Desde entonces comenzó Jesús a predicar diciendo: «Convertíos, porque está cerca el reino de los cielos». Paseando junto al mar de Galilea vio a dos hermanos, a Simón, llamado Pedro, y a Andrés, que estaban echando la red en el mar, pues eran pescadores. Les dijo: «Venid en pos de mí y os haré pescadores de hombres». Inmediatamente dejaron las redes y lo siguieron. Y pasando adelante vio a otros dos hermanos, a Santiago, hijo de Zebedeo, y a Juan, su hermano, que estaban en la barca repasando las redes con Zebedeo, su padre, y los llamó. Inmediatamente dejaron la barca y a su padre y lo siguieron. Jesús recorría toda Galilea enseñando en sus sinagogas, proclamando el evangelio del reino y curando toda enfermedad y toda dolencia en el pueblo.
La Iglesia nos regala hoy con un fragmento del capítulo cuarto del Evangelio de San Mateo. Los tres capítulos anteriores estaban salpicados de citas del Antiguo Testamento para mostrarnos que, por fin, se habían cumplido las promesas, que el Mesías, tan esperado durante siglos, ha pisado nuestra tierra y se ha hecho ver a los ojos de los hombres. Igualmente, el evangelio de hoy nos muestra el inicio de su predicación en Galilea, como el cumplimiento de la promesa de Isaías, que leíamos en la primera lectura: “Tierra de Zabulón y tierra de Neftalí, camino del mar, al otro lado del Jordán, Galilea de los gentiles. El pueblo que habitaba en tinieblas vio una luz grande; a los que habitaban en tierra y sombras de muerte, una luz les brilló”.
“Desde entonces comenzó Jesús a predicar diciendo: «Convertíos, porque está cerca el reino de los cielos”. La conversión que demanda Cristo no consiste en dejar atrás nuestra vida de pecado para recibir como recompensa la salvación. Más bien, ocurre lo contrario. Primero recibimos la noticia de la salvación, que Dios nos ofrece gratuita y generosamente, y, al conocerla, respondemos acogiéndola con un corazón limpio, acogida que cambia nuestra vida para que caminemos según la voluntad y los planes de Dios. Es lo que distingue al cristianismo de las otras religiones: que, en lugar de comenzar predicando el deber, empieza predicando el don y la gracia. Convertirse para Cristo es dar un salto adelante para aferrarse a la salvación que Dios nos regala.
En sus primeros recorridos junto al mar de Galilea, Jesús encuentra a Pedro y a su hermano Andrés, y, poco después, a los hijos de Zebedeo, Juan y Santiago. A los cuatro invita a que vayan con Él: «Venid en pos de mí y os haré pescadores de hombres». Los dos primeros abandonan las faenas de la pesca e inmediatamente se fueron con Jesús y otro tanto hicieron Santiago y Juan, dejando que su padre continuara en la barca realizando la tarea de ese día.
En estos primeros discípulos que siguen a Jesús se hace realidad el final del tiempo de espera de Israel: ellos son los primeros en aceptar la salvación y creer en la Buena Nueva, en acoger a Jesús, el Mesías esperado. Al abandonar su trabajo, y hasta la propia familia, se unieron a Cristo y, desde ese momento, centraron toda su vida en Él. El señor se encargará después de equiparles para realizar su vocación de “pescadores de hombres”.
Dios nos llama también a nosotros para formar parte del nuevo pueblo de Dios y para extenderlo en el mundo que nos ha tocado vivir. A algunos, como a los discípulos, les invitará a dejarlo todo -incluida su actividad mundana- para dedicarse por entero al establecimiento del reinado de Dios; otros, permaneciendo en sus profesiones, son igualmente llamados a la realización de esta tarea. A todos, pero de forma más visible, a estos últimos, conviene la consigna de San Pablo: “los que tienen mujer, vivan como si no la tuviesen. Los que lloran, como si no llorasen. Los que están alegres, como si no lo estuviesen. Los que compran, como si no poseyesen. Los que disfrutan del mundo, como si no disfrutasen. Porque la apariencia de este mundo pasa” (1 Cor 7,29-31).
Al igual que los hijos de los hijos de Zebedeo dejan a su padre con los jornaleros para seguir a Jesús, así también el cristiano que permanece en el mundo debe dejar mucho de lo que le parece irrenunciable. “El que echa la mano al arado y sigue mirando atrás, no vale para el reino de Dios”(Lucas 9,62).
La lectura termina mostrándonos la actividad que Jesús realizaba en estos primeros meses de su vida pública: “Jesús recorría toda Galilea enseñando en sus sinagogas, proclamando el evangelio del reino y curando toda enfermedad y toda dolencia en el pueblo”. Enseñar, proclamar el reino y curar las enfermedades y dolencias de los hombres: Jesús proclama que el señorío o reinado de Dios está llegando, enseña a vivir de acuerdos con los valores de este reino y reparte de parte del Padre la medicina que cura los cuerpos y las almas.
Oración sobre las ofrendas
Señor, recibe con bondad nuestros dones y, al santificarlos, haz que sean para nosotros dones de salvación. Por Jesucristo, nuestro Señor
Las ofrendas que presenta el sacerdote en el altar quedarán, sin duda, santificadas y convertidas en el Cuerpo y la Sangre de Cristo por obra del Padre y por la promesa de Cristo, su Hijo. Al pedirle “que sean para nosotros dones de salvación”, unimos nuestra fe -cada cual en el grado de perfección que Dios le haya concedido- a la fe de la Iglesia. De esta forma, el fruto del sacramento eucarístico repercutirá de modo más amplio en el conjunto de la comunidad de creyentes y en cada uno de nosotros en particular por ser miembros activos de la misma.
Antífona de comunión
Contemplad al Señor y quedaréis radiantes, vuestro rostro no se avergonzará (cf. Sal 33,6).
Teniendo fija la mirada del alma en el Señor, luz del mundo, nos contagiaremos de su luminosidad y seremos también luz con la que clarificaremos las incertidumbres de nuestro mundo, perdido en el sinsentido y en la falta de valores que inviten a la alegría del Evangelio.
Oración después de la comunión
Concédenos, Dios todopoderoso, que cuantos hemos recibido tu gracia vivificadora nos gloriemos siempre del don que nos haces. Por Jesucristo, nuestro Señor.
Nos sentimos orgullosos de nuestros éxitos, de nuestros hijos, de nuestros amigos, y eso está bien, pues son dones que recibimos del Señor para nuestro desarrollo como personas y como cristianos. Pero nuestro gran orgullo reside en ser portadores del gran regalo que se nos ha concedido, Jesucristo, que permanece continuamente a nuestro lado en los acontecimientos que siembran nuestra vida, en las relaciones con nuestros hermanos y, principalmente, en nuestro encuentro con Él en la oración y en la Eucaristía. Es lo que pedimos en esta oración final: que cuantos nos hemos alimentado de Cristo, “la gracia vivificadora” del Padre, “nos gloriemos siempre del don” que del Padre hemos recibido.