Antífona de entrada
Que se postre ante ti, oh Dios, la tierra entera; que toquen en tu honor; que toquen para tu nombre, oh Altísimo (Sal 65,4).
Iniciamos la celebración con este versículo del salmo 65, a través del cual hacemos nuestro el deseo de que la soberanía de Dios y su poder sobre el universo, la historia y el género humano sean reconocidos y celebrados por todos los hombres.
Oración colecta
Dios todopoderoso y eterno, que gobiernas a un tiempo cielo y tierra, escucha compasivo la oración de tu pueblo, y concede tu paz a nuestros días. Por nuestro Señor Jesucristo.
Que Dios gobierna aquella realidad que, según nuestra manera de expresarnos, llamamos “cielo”, es una verdad fácil de entender. Lo que supone un misterio para nosotros es que Dios gobierne el mundo en que vivimos, un mundo en el que el bien está mezclado con incontables realidades perversas, pero que, misteriosamente para nosotros, está dirigido por la mano de Dios: "Riges el mundo con justicia, con equidad juzgas a los pueblos y gobiernas las naciones de la tierra" (Sal 67,5). A este Dios, que todo lo puede y en quien no hace mella el tiempo, pedimos, con estas palabras elegidas por la Iglesia como oración, que atienda amoroso nuestras plegarias y nos regale su paz, la paz que brota de la fraternidad traída por Cristo y que tan necesaria se hace en nuestros días.
Lectura del libro de Isaías - 49,3. 5-6
Me dijo el Señor: «Tú eres mi siervo, Israel, por medio de ti me glorificaré». Y ahora dice el Señor, el que me formó desde el vientre como siervo suyo, para que le devolviese a Jacob, para que le reuniera a Israel; he sido glorificado a los ojos de Dios. Y mi Dios era mi fuerza: «Es poco que seas mi siervo para restablecer las tribus de Jacob y traer de vuelta a los supervivientes de Israel. Te hago luz de las naciones, para que mi salvación alcance hasta el confín de la tierra».
Este pasaje bíblico forma parte de los famosos cuatro cantos de Isaías. Fueron redactados en los años más oscuros del destierro babilónico, un momento en el que el pueblo, tanto en los desterrados como en los que permanecieron en Jerusalén, se encontraba desesperanzado hasta tal punto, que muchos llegaban a pensar que el Señor les había abandonados. Sin embargo, la voz del profeta les muestra, no sólo que el Señor no les había abandonado, sino que, incluso, les tenía asignada una importante misión respecto a la salvación de Israel y del mundo entero.
Esta misión consiste en hacerlos portadores de la gloria del Señor ante el mundo: “Tú eres mi siervo, Israel, por medio de ti me glorificaré”. Estas palabras no van dirigidas a una persona individual, sino directamente al pueblo, en el que muy pronto se manifestará la gloria del Señor. Se trata de una promesa que está a punto de cumplirse: el exilio está tocando a su fin; muy pronto los deportados regresarán a Jerusalén, la ciudad de la que nunca debieron salir. Y este regreso será una fiesta a través del desierto, en la que brillará la gloria del Señor. Así nos lo describía Isaías en la lectura del tercer domingo de Adviento: “Retornan los rescatados del Señor. Llegarán a Sion con cantos de júbilo: alegría sin límite en sus rostros. Los dominan el gozo y la alegría. Quedan atrás la pena y la aflicción” (Is 35,10).
Una pregunta. Si estas palabras están dirigidas al pueblo de Israel, ¿cómo dice el profeta que Israel reunirá a Israel? En realidad, el profeta no se dirige a la totalidad del pueblo, sino al pequeño resto compuesto por aquéllos que mantienen viva la esperanza en el Dios de la Alianza, en el Dios que les liberó de los egipcios y les llevó en alas de águila a través del desierto hacia la Tierra prometida. Es en este pequeño núcleo en el que brillará la gloria del Altísimo para que el resto de Israel se congregue en torno al Dios de los Padres.
Y esta misión no queda circunscrita a la salvación de Israel, sino que debe desplegarse hasta que el mundo entero -todos los pueblos- se acerquen al único Dios, creador del cielo y de la tierra: “Te hago luz de las naciones, para que mi salvación alcance hasta el confín de la tierra”.
Si algo aparece claro en este pequeño fragmento, es que Dios tiene la iniciativa en nuestra vida. Es Dios el que, desde siempre, ha pensado en cada uno de nosotros para que su luz brille en nuestra existencia, una existencia que no queda restringida a nuestro minúsculo ‘yo’, sino que se abre a la grandeza del ‘nosotros’, en el que, sin pérdida alguna de nuestra individualidad, experimentamos la verdadera libertad y en el que encontramos a nuestro ser más profundo.
“El que me formó desde el vientre como siervo suyo”. Estas palabras dirigidas por Dios a Israel nos las dirige también a cada uno de nosotros. En efecto. Dios nos pensó desde antes de nuestra existencia -desde toda la eternidad- para manifestar su gloria ante todas sus criaturas; Dios cuenta con nuestra colaboración para realizar su plan y su actividad divina, que tiene como fin el que “todos los hombres conozcan su bondad y todos los pueblos (conozcan) tu obra salvadora” (Sal 66).
Esta tarea de de trasparentar la bondad y la gloria de Dios será una realidad en nosotros, si nos dejamos moldear por el Espíritu Santo, que habita en nuestro interior, hasta que lleguemos a ser Luz del mundo y Sal de la tierra, Luz que conduzca a los hombres a la Verdad y Sal que convierta nuestro insípido mundo en el reino de la fraternidad y del amor.
Salmo responsorial - 39
Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad.
Yo esperaba con ansia al Señor; él se inclinó y escuchó mi grito; me puso en la boca un cántico nuevo, un himno a nuestro Dios.
Dios es alguien en el que se puede confiar, es como un padre que se acerca a su hijo con cariño, inclinándose hacia él y escuchándole con ternura. El amor de Dios a Israel queda vivamente reflejado en estas palabras del profeta Oseas: “Con cuerdas humanas y con lazos de amor los atraía, y era para ellos como los que alzan a un niño contra su mejilla, me inclinaba hacia él y le daba de comer” (Os 11,4). Cuando volvemos a una bonanza espiritual después de haber pasado por momentos de hundimiento, nos sale espontáneamente la alegría, a veces en forma de canción. En este salmo es Dios mismo quien pone en nuestros labios un canto, el único canto que Dios sabe cantar, el canto del amor: “Voy a cantar a mi amigo la canción de su amor por su viña” (Is 5,1).
Tú no quieres sacrificios ni ofrendas, y, en cambio, me abriste el oído; no pides holocaustos ni sacrificios expiatorios; entonces yo digo: «Aquí estoy».
“Como está escrito en mi libro– para hacer tu voluntad. Dios mío, lo quiero, y llevo tu ley en las entrañas».
“Tú no quieres ni ofrendas”. Es curioso que un salmo, que está redactado para cantarlo en el templo en el momento en que se realizaban los sacrificios de animales u ofrendas de la tierra, afirme de entrada que a Dios no le agradan ni una ni otra cosa. Y es que lo que en realidad se quiere decir es que lo que realmente cuenta para el Señor no son tanto estos sacrificios y ofrecimientos, sino la actitud del corazón que representan: la entrega de la propia voluntad a la voluntad del Señor. Es lo que rezamos cada día: “Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo”. Es el culto el lugar apropiado para el canto, un culto que no se queda en alabanzas, ofrecimientos y sacrificios externos. El culto verdadero es aquél que, surgiendo del corazón, nos pone enteramente ante la presencia del Señor: “Aquí estoy”. Y estoy para hacer tu voluntad, un deseo entrañable escrito en el libro del corazón.
He proclamado tu justicia ante la gran asamblea; no he cerrado los labios, Señor, tú lo sabes.
El salmista no puede no dar rienda suelta a la alegría por haber sido favorecido por el Señor de manera tan exuberante: “no he cerrado los labios”. No puede callársela delante de sus hermanos y amigos en la gran asamblea. Sin necesidad de exagerar para que le crean, es incapaz de quedarse para sí mismo el gran gozo que le embarga. A San Pablo le pasaba algo parecido: “Ay de mí si no proclamo el Evangelio” (1 Cor 9,26).
Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad.
Al repetirlo después de cada estrofa nos hemos identificado con el “Hágase según tu palabra” de María. Carlos de Foucault expresó este ‘aquí estoy’ de esta manera:
Padre, me pongo en tus manos,
haz de mí lo que quieras,
sea lo que sea, te doy las gracias.
Estoy dispuesto a todo,
lo acepto todo,
con tal que tu voluntad se cumpla en mí,
y en todas tus criaturas.
No deseo nada más, Padre.
Te confío mi alma,
te la doy con todo el amor
de que soy capaz,
porque te amo.
Y necesito darme,
ponerme en tus manos sin medida,
con una infinita confianza,
porque Tú eres mi Padre.
Comienzo de la primera carta del apóstol san Pablo a los Corintios - 1,1-3
Pablo, llamado a ser apóstol de Jesucristo por voluntad de Dios, y Sóstenes, nuestro hermano, a la Iglesia de Dios que está en Corinto, a los santificados por Jesucristo, llamados santos con todos los que en cualquier lugar invocan el nombre de nuestro Señor Jesucristo, Señor de ellos y nuestro: a vosotros, gracia y paz de parte de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo.
Es éste un texto magnífico en el que San Pablo nos descubre la dignidad que nos corresponde como cristianos. Se trata del saludo inicial de la primera carta que San Pablo escribe a la comunidad cristiana de Corinto, comunidad que San Pablo conocía muy bien por los 18 meses seguidos que en ella realizó su misión apostólica.
San Pablo, exhibiendo su misión de apóstol de Jesucristo, no por su voluntad, sino por voluntad de Dios, junto con Sóstenes, su hermano en la fe y en el apostolado, se dirige la comunidad, “a la Iglesia de Dios que está en Corinto”, a cuyos miembros denomina “santificados por Jesucristo, llamados santos” -casi todas las versiones traducen “llamados a ser santos”.
La santidad es un atributo específico de Dios y los cristianos, al ser incorporados a Cristo en el bautismo, participamos de su mismo ser, incluido su ser divino: “Dios se hizo hombre para que el hombre se hiciera Dios” (San Agustín). Esta santidad del hombre, adquirida en el bautismo, no se identifica con ‘perfección moral’: decir que los cristianos han sido santificados es afirmar que nuestro ser pertenece sólo a Dios y, en consecuencia, nuestra existencia terrena debe consistir en realizar en nuestro vivir concreto, con la ayuda de la gracia, esta pertenencia a Dios hasta estar identificados con Él en Cristo: “con Cristo estoy crucificado: y no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí” (Gál 2,21-22).
Entre los santificados, es decir, entre los hombres que son propiedad de Dios, se encuentran “todos los que en cualquier lugar invocan el nombre de nuestro Señor Jesucristo”. Ello significa que nuestro ser cristiano no se circunscribe a nuestro ser individual -no puedo tener una relación con Dios al margen de sus hijos-, ni tampoco a la comunidad cristiana de la que formamos parte, si bien es ella el lugar desde el que entablamos nuestra relación con Dios, desde la que rezamos, desde la que realizamos nuestra actividad apostólica y nuestro testimonio evangélico: nuestro ser cristiano se realiza incluyendo en nuestra vida a todos los que “en todo lugar invocan el nombre de Jesucristo”. No rezamos ‘Padre mío, que estás en el cielo’, sino “Padre nuestro” y en este “nuestro” incluimos a todos sus hijos en la fe, a los que debemos considerar como nuestros auténticos hermanos, y -se desprende de la universalidad del Evangelio- a todos los hombres, pues todos han sido llamados a formar parte de la gran familia de los hijos de Dios. Lo decimos muchas veces: “Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1Tim 2,4). Ello tiene unas consecuencias prácticas insospechadas: cada hombre está unido a mí por un lazo imposible de romper, cada hombre -lo aprendemos en la parábola del Buen Samaritano- es mi prójimo: sus problemas y sus necesidades son también mis problemas y mis necesidades. ¿Debe quedarse esto en mera teoría?
A los corintios, a nosotros, cristianos del siglo XXI, a todos los hombres de todos los tiempos, el apóstol San Pablo y su hermano Sóstenes nos desean de todo corazón la gracia y la paz de parte de Dios y de su Hijo Jesucristo. ¿Qué significan para San Pablo estas dos realidades -gracia y paz- que aparecen en el saludo inicial de las trece cartas del apóstol y que, de una manera o de otra, salpican toda su predicación?
La gracia hace referencia a la salvación que Dios nos ha dado en Jesucristo, una salvación en la que Dios se acerca a nosotros, se hace uno de nosotros, nos regala su amistad y nos hace partícipes de su vida divina. La paz es la consecuencia práctica de la gracia; es el gran beneficio de la salvación traída por Jesucristo; es la reconciliación con Dios, con nuestros hermanos, los hombres, y con nosotros mismos; es la alegría de sabernos importantes a los ojos de Dios por haber estado en su mente desde toda la eternidad. En todo esto está pensando San Pablo cuando desea estas realidades para quienes han sido engendrados en la fe: “a vosotros, gracia y paz de parte de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo”.
Con este deseo de gracia y de paz, Dios quiere avivar las conciencias de los que han acogido el don de la fe hasta el punto de que sean ellas -la gracia y la paz - las que estructuren nuestra existencia para vivir ya, aquí y ahora, de las realidades del cielo. Ellas son el perfecto regalo con el que Dios nos complace y, para nosotros, el gran deseo y la mejor felicitación que podemos transmitir a nuestros hermanos.
Aclamación al Evangelio
Aleluya, aleluya , aleluya. El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros; a cuantos lo recibieron, les dio poder de ser hijos de Dios.
Lectura del santo evangelio según san Juan - 1,29-34
En aquel tiempo, al ver Juan a Jesús que venía hacia él, exclamó: «Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. Este es aquel de quien yo dije: “Tras de mí viene un hombre que está por delante de mí, porque existía antes que yo”. Yo no lo conocía, pero he salido a bautizar con agua, para que sea manifestado a Israel». Y Juan dio testimonio diciendo: «He contemplado al Espíritu que bajaba del cielo como una paloma, y se posó sobre él. Yo no lo conocía, pero el que me envió a bautizar con agua me dijo: “Aquel sobre quien veas bajar el Espíritu y posarse sobre él, ese es el que bautiza con Espíritu Santo”. Y yo lo he visto y he dado testimonio de que este es el Hijo de Dios».
El evangelista San Juan nos cuenta esta escena evangélica en la que el Bautista resalta la importancia y excelencia de Jesús y de su misión, al mismo tiempo que rebaja la suya como precursor.
Al ver que Jesús se acerca hacia él -por el mismo evangelio sabemos que se han encontrado en otras ocasiones-, no tiene ningún reparo en presentarlo como el que viene a salvar al mundo, es decir, como el Mesías esperado: “Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”. La mayoría del pueblo de Israel esperaba un mesías rey, que liberase al pueblo del dominio de las potencias extranjeras -en este momento, del poder del Imperio romano al que en la actual circunstancia está sometido-. Pero casi nadie reparaba en la profecía de Isaías que, en un contexto de depresión política, moral y religiosa, nos presentaba un Mesías que salvaría al pueblo por el camino de la entrega, de la humildad y del sufrimiento. El Cordero de Dios nos retrotrae a los cantos del Siervo de Yahvé, el cual vendría a borrar los pecados de los hombres, echándolos sobre sus espaldas. Dios salva a la humanidad, no a través del éxito, de la fuerza y de la prepotencia, sino mediante la humildad y su amor misericordioso.
Ante esta misión salvadora del Mesías, el Bautista reconoce su pequeñez y la relativización de su tarea: “Este es aquel de quien yo dije: “Tras de mí viene un hombre que está por delante de mí, porque existía antes que yo”. La humildad del Bautista queda sobradamente reflejada en los pasajes evangélicos que relatan la misión que vino a cumplir: afirma rotundamente que él no era el Mesías (Jn 1,20); declara públicamente que “Es preciso que Él (Jesús) crezca y que él disminuya” (Jn 3,30); proclama la grandeza de Cristo al sentirse indigno de “desatar la correa de su sandalia” (Jn 1,27); anuncia que su bautismo en el agua es una preparación al verdadero bautismo, aquél que realizará Jesús en el Espíritu Santo.
Sin conocerlo personalmente e ignorante en un principio de la misión de Cristo, el Bautista, movido por su fe de israelita que espera la venida del Mesías, fomenta el arrepentimiento del corazón, sellándolo con un bautismo de agua para que, esta forma, los que realmente lo esperan puedan reconocerlo cuando llegue: “Yo no lo conocía, pero he salido a bautizar con agua, para que sea manifestado a Israel».
Este testimonio del Bautista queda confirmado cuando, en el momento del bautismo de Jesús, contempla al mismo Espíritu de Dios posarse sobre él en forma de paloma, según: “Aquel sobre quien veas bajar el Espíritu y posarse sobre él, ese es el que bautiza con Espíritu Santo”.
Todos estos testimonios del Bautista tienen la finalidad de descubrirnos que Jesús es “el Hijo de Dios”, aunque todavía no en el sentido teológico de la segunda persona de la Trinidad, tal como se revela en otros muchos pasajes evangélicos y como trasfondo, en todo el Nuevo Testamento, sino como el Mesías esperado, al que también, como a los reyes en su coronación, se le daba el título de Hijo de Dios. La revelación de Jesús como Hijo de Dios -como Dios-, aunque prefigurada por el Bautista, la hará Él mismo a través de sus hechos (intimidad con el Padre en las largas noches de oración); en sus mismas palabras (“Quien me ve a mí ve al Padre”; “El Padre y yo somos uno” (Jn 14, 9; Jn 10,30); en sus milagros (“Para que veáis que el hijo del hombre -yo- tiene el poder de perdonar los pecados -un poder reservado sólo a Dios-, dijo al paralítico -: "A ti te digo, levántate, toma tu camilla y vete a tu casa" (Lc 5,24); en su propia vida, entendida como una ofrenda permanente a los demás hasta morir por todos los hombres, una entrega de tal calibre, que sólo un Dios podría hacerla.
Para terminar, y volviendo a nuestro segundo protagonista de la lectura, “El Bautista está tan centrado en su misión de dar testimonio del que es mayor que él, que su tarea principal ni siquiera es digna de mención: ‘A él le toca crecer, a mí menguar’. Todo su ser y su obrar remite al ser y obrar de Aquél que es más grande que él. Él -el Bautista- sólo es comprensible como una función al servicio de ese Otro”.- (H.U. von Balthasar, Luz de la Palabra).
Oración sobre las ofrendas
Concédenos, Señor, participar dignamente en estos sacramentos, pues cada vez que se celebra el memorial del sacrificio de Cristo, se realiza la obra de nuestra redención. Por Jesucristo, nuestro Señor.
Pensamos que vivir con devoción e intensidad la Misa es algo que depende sólo de nosotros. No. Todo nuestro ser y actuar viene del Señor, no de nuestro esfuerzo personal autónomo. Por eso, desde la humildad, que es el cimiento de todas las virtudes, pedimos al Padre que nos conceda participar dignamente en la celebración eucarística. Es triste que, por nuestra falta de disposición, de preparación y de atención no nos aprovechemos de los frutos de la redención que se derraman en este sacramento.
Antífona de comunión
Nosotros hemos conocido y hemos creído en el amor que Dios nos tiene (1 Jn 4,16).
Es lo que nos caracteriza y define como cristianos. Este amor de Dios lo vamos a saborear al recibir el pan que nos asimila a Cristo y nos transforma en amor: “Gustad y ved qué bueno es el Señor” (Sal 34). Acerquémonos al sacramento, conscientes de que, al comulgar, nos unimos realmente a Cristo y, en Cristo, a nuestros hermanos.
Oración después de la comunión
Derrama, Señor, en nosotros tu Espíritu de caridad, para que hagas vivir concordes en el amor a quienes has saciado con el mismo Pan del cielo. Por Jesucristo, nuestro Señor.
El amor a los demás ya no es solo un mandamiento, sino la respuesta al amor con el que Dios nos ha amado primero (1Jn 4,10). Sólo en la medida en que somos conscientes de que Dios nos ama, seremos expertos en el amor. Pedimos al Padre que los que nos hemos alimentado del cuerpo de Cristo vivamos unidos en el amor: de este modo el mundo verá en nosotros al Amor con mayúscula.