Antífona de entrada
Apenas se bautizó el Señor, se abrieron los cielos y el Espíritu se posó sobre él como una paloma, y se oyó la voz del Padre que decía: «Este es mi Hijo amado, en quien me complazco» (cf. Mt 3,16-17).
Con estas líneas del evangelio de San Mateo iniciamos la Misa de este domingo, con el que concluye el tiempo litúrgico de Navidad. Jesús, al emerger de las aguas del Jordán, escucha la voz amorosa del Padre, una voz para presentar al mundo a su Hijo amado, en quien tiene puestas todas sus complacencias; una voz que es un presagio de la su resurrección.
Oración colecta
Oh, Dios, cuyo Unigénito se manifestó en la realidad de nuestra carne, haz que merezcamos ser transformados interiormente por aquel que hemos conocido semejante a nosotros en su humanidad. Por nuestro Señor Jesucristo.
En esta oración colecta contemplamos al Hijo único de Dios, hecho hombre como nosotros. Desde este conocimiento del ser y actuar de Dios, pedimos al Padre del cielo que nos haga desear vivamente ser transformados en aquél y por aquél que, no codiciando su categoría divina, se humilló y humanizó hasta hacerse servidor de todos y darlo todo para salvarnos.
Lectura del libro de Isaías - 42,1-4. 6-7
Esto dice el Señor: «Mirad a mi siervo, a quien sostengo; mi elegido, en quien me complazco. He puesto mi espíritu sobre él, manifestará la justicia a las naciones. No gritará, no clamará, no voceará por las calles. La caña cascada no la quebrará, la mecha vacilante no la apagará. Manifestará la justicia con verdad. No vacilará ni se quebrará, hasta implantar la justicia en el país. En su ley esperan las islas. Yo, el Señor, te he llamado en mi justicia, te cogí de la mano, te formé e hice de ti alianza de un pueblo y luz de las naciones, para que abras los ojos de los ciegos, saques a los cautivos de la cárcel, de la prisión a los que habitan en tinieblas».
En este fragmento del profeta Isaías se hace la presentación oficial del Siervo de Yahvé. Este título no se identifica con el pueblo de Israel, como ocurre en otros pasajes bíblicos del profeta: se trata de una figura determinada, que hace de intermediario entre Dios y el pueblo.
“Mirad a mi siervo, a quien sostengo; mi elegido, en quien me complazco”. A este siervo lo ha elegido personalmente Yahvé y es Yahvé quien lo defiende y mantiene en pie; en él, como más tarde en Jesús de Nazaret, ha puesto todos sus deleites. Le ha regalado su mismo espíritu para que pueda llevar a cabo la misión de implantar el derecho y la justicia en todos los pueblos de la tierra.
En la realización de su tarea no utilizará la imposición ni la fuerza ni las manifestaciones estruendosas, sino la persuasión, la dulzura y la mansedumbre. Respetará los gérmenes de espiritualidad y bondad que se encuentren en sus oyentes: “La caña cascada no la quebrará, la mecha vacilante no la apagará”. Será como el médico, que cura y restaña las heridas y flaquezas humanas. En lugar de condenar, reanimará y levantará a todos.
No se cansará hasta que la salvación de Dios llegue a todos los rincones del mundo: él sabe que su actuación es esperada con impaciencia por los pueblos, incluso los más apartados, pues su mensaje calará en lo más profundo del ser humano. A través de él Yahvé establecerá una alianza definitiva con los hombres y mediante él Dios iluminará al mundo.
Un vivo retrato de Jesucristo, que aparecerá todavía más vivo y exacto en los pasajes bíblicos siguientes de Isaías. En efecto. Jesús es la nueva y definitiva alianza de Dios con los hombres. Así lo expresó Él mismo, cuando instituyó la Eucaristía, la víspera de su pasión: “Esta copa es la nueva alianza sellada con mi sangre, que se derrama por vosotros” (Lc 22,20).
Jesús, por otra parte -de acuerdo con la profecía de Simeón-, se proclama a sí mismo “Luz del mundo”: “Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida”(Jn 8,12) Jesucristo, en efecto, será la luz que saque a los hombres de la oscuridad de la muerte y del pecado: “Los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y se anuncia a los pobres la Buena Nueva” (Mt 11,5).
Salmo responsorial – 28
El Señor bendice a su pueblo con la paz.
Estas estrofas pertenecen a uno de los salmos más antiguos del Salterio. El salmista se pone en contacto con Dios a través de la fuerza y velocidad de una tempestad que se origina en el mar, se desplaza hacia los montes del Líbano y del Sarión y termina disipándose en el desierto.
Hijos de Dios, aclamad al Señor, aclamad la gloria del nombre del Señor, postraos ante el Señor en el atrio sagrado.
Comienza invitando a los hijos de Dios -se refiere a todas las criaturas, incluidas las criaturas celestiales- a aplaudir a Dios por su grandeza, su gloria y su inmenso poder, y a postrarse humildemente ante Él en el pórtico de su santa morada. En Israel, un pueblo circundado por naciones politeístas, era pan de cada día la tentación de adorar a otros dioses, aparentemente más poderosos y cercanos a los intereses inmediatos de las personas. En el caso del salmista este Dios poderoso debía ser Baal, el dios que aseguraba el éxito en las cosechas y prometía abundancia de hijos. El salmista quiere liberar a sus compatriotas de este falso Dios, presentándoles al único y verdadero Dios, el Dios de Israel, el único que favorece nuestros verdaderos intereses.
Esta tentación idolátrica sigue vigente, y con más fuerza, en nuestros días: el bienestar, el placer inmediato, la tecnología llevada al extremo, el consumo desenfrenado son, entre otros, los nuevos dioses en los que ponemos nuestra confianza y a los que adoramos y servimos, pensando que, bajo su protección, estamos seguros y somos libres, cuando en realidad no nos permiten ser nosotros mismos.
La voz del Señor sobre las aguas, el Señor sobre las aguas torrenciales. La voz del Señor es potente, la voz del Señor es magnífica.
Al Dios Baal, y a otros simulacros de Dios, contrapone el salmista al verdadero Dios, cuya voz, fuerte y grandiosa, enmudece las tenues voces de quienes ofertan sus servicios divinos con engaños y patrañas. En el momento de la verdad, estos dioses paganos muestran su cara sin expresión, sus oídos sordos y sus ojos ciegos: “Tienen boca y no hablan, ojos y no ven, oídos y no oyen” (Sal 115,5-8). El Dios de Israel, en cambio, hace oír su potente voz sobre los elementos más espectaculares de la naturaleza, como son los truenos, las tormentas y las aguas torrenciales que, de cuando en cuando, sobrecogen al hombre. Todo un símbolo del poder salvador divino que revoluciona todo nuestro ser y nuestro actuar, convirtiéndonos en hombres y mujeres que, sin complejos, se lanzan al mundo a sembrar la Buena Noticia del Amor de Dios en todos los corazones.
El Dios de la gloria ha tronado. En su templo un grito unánime: «¡Gloria!» El Señor se sienta sobre las aguas del diluvio, el Señor se sienta como rey eterno.
Un grito, en medio de las voces de los verdaderos adoradores, se hace oír en la casa de Dios, en el momento en que su Palabra desciende poderosa de los cielos, un poder que, al mismo tiempo, es una brisa suave. La grandeza no es como la que nos ofrece el mundo, es la grandeza de lo pequeño: Dios, que no cabe en la inmensidad del universo, es contenido por lo más pequeño, y lo más pequeño, y, al mismo tiempo, lo más grande, es Cristo que, rebajándose de su rango divino, se hace uno de nosotros, poniéndose en el último lugar.
Lectura del libro de los Hechos de los apóstoles - 10,34-38
En aquellos días, Pedro tomó la palabra y dijo: «Ahora comprendo con toda verdad que Dios no hace acepción de personas, sino que acepta al que lo teme y practica la justicia, sea de la nación que sea. Envió su palabra a los hijos de Israel, anunciando la Buena Nueva de la paz que traería Jesucristo, el Señor de todos. Vosotros conocéis lo que sucedió en toda Judea, comenzando por Galilea, después del bautismo que predicó Juan. Me refiero a Jesús de Nazaret, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, que pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él».
San Pedro, que un día anterior ha tenido una visión en la que se le ordenaba comer toda clase de animales -algunos impuros para los judíos- se encuentra en casa del centurión romano Cornelio, a donde ha sido llamado para anunciar la buena nueva de Jesucristo. Ante unos visitantes, todos ellos paganos, pronuncia el discurso del que forma parte esta lectura.
Comienza proclamando, de manera contundente, la absoluta igualdad de todos los hombres ante Dios: por encima de la pertenencia a un pueblo o a otro -se está refiriendo a ser judío o gentil-, Dios acepta “al que le teme y practica la justicia”, esto es: al que, considerándose su criatura, se somete voluntariamente a su voluntad y camina por sus caminos. Esta idea era esencial a la fe bíblica, como queda atestiguado por muchos pasajes del Antiguo Testamento -pensemos en la misión universalista del Siervo de Yahvé de la primera lectura-, pero para San Pedro quedó intensamente reforzada a partir de la visión a la que acabamos de referirnos. Desde esta convicción alude a la Palabra de Dios anunciando “la buena nueva de la paz ” que traería Jesucristo, el Señor de todos, de judíos y gentiles.
Muy probablemente los oyentes de este discurso doméstico habían oído hablar de los hechos ocurridos en el país de los judíos, de la labor espiritual realizada por Juan y de las obras y milagros llevados a cabo por Jesús de Nazaret. Por ello, va al grano y les habla directamente de quién era Jesús, qué hacía y cuál era la razón de su actuar: un hombre “ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, que pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él”. La Luz, de la que sería portador el Siervo de Yahvé, era la Luz del amor que derramó Jesucristo, el cual, por estar lleno de Dios, pasó su vida haciendo el bien a todos los necesitados y sanando a todos los subyugados por el poder del mal y del diablo.
Éste fue el ejemplo que nos dejó -cantamos en la misa vespertina del Jueves Santo-, el ejemplo de una vida entregada a la práctica del bien “porque Dios estaba con Él”. Son las dos dimensiones de la vida cristiana: la correcta relación con Dios -el palo vertical de la Cruz, que nos hace mirar hacia el cielo- y la relación con los demás -el madero horizontal desde el que, con Jesús, extendemos nuestros brazos al mundo-. Nuestra entrega al servicio del Evangelio y a la práctica del amor con los necesitados brotan de nuestra vida de oración y, a la inversa, la práctica de la caridad te lleva necesariamente al trato con el Señor. No es auténtica una actividad apostólica que prescinda o minusvalore el trato con Dios en la oración ni tampoco un espiritualismo que no se traduzca en amor práctico y efectivo a los demás.
“Quien quiere dar amor, debe a su vez recibirlo como don. Es cierto —como nos dice el Señor— que el hombre puede convertirse en fuente de la que manan ríos de agua viva (cf. Jn 7, 37-38). No obstante, para llegar a ser una fuente así, él mismo ha de beber siempre de nuevo de la primera y originaria fuente que es Jesucristo, de cuyo corazón traspasado brota el amor de Dios (cf. Jn 19, 34)” (Benedicto XVI, Deus caritas est, 7)
Aclamación al Evangelio
Aleluya, aleluya, aleluya. Vio Juan a Jesús que venía hacia él, y exclamó: «Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo».
La sangre del cordero con la que rociaron sus puertas fue para los hebreos la señal que liberó de la muerte a sus primogénitos. Este cordero era una anticipación de Cristo, el verdadero cordero pascual, cuya sangre, vertida en la Cruz, nos limpia de nuestras rebeldías y desprecios hacia Dios y hacia los demás.
O bién
Aleluya, aleluya, aleluya. Se abrieron los cielos, y se oyó la voz del Padre: «Este es mi Hijo, el amado; escuchadlo».
“Oh, si rompieses los cielos y descendieras”, clamaba el profeta Isaías. Los cielos se han roto y han abierto sus puertas de para en par. Desde ellos ha descendido la Palabra que sana el corazón de los hombres: Jesucristo en quien el Padre lo ha dicho todo.
Lectura del santo evangelio según san Mateo 3,13-17
En aquel tiempo, vino Jesús desde Galilea al Jordán y se presentó a Juan para que lo bautizara. Pero Juan intentaba disuadirlo diciéndole: «Soy yo el que necesito que tú me bautices, ¿y tú acudes a mí?» Jesús le contestó: «Déjalo ahora. Conviene que así cumplamos toda justicia». Entonces Juan se lo permitió. Apenas se bautizó Jesús, salió del agua; se abrieron los cielos y vio que el Espíritu de Dios bajaba como una paloma y se posaba sobre él. Y vino una voz de los cielos que decía: «Este es mi Hijo amado, en quien me complazco».
Los cuatro evangelistas testifican la humildad del Bautista ante Jesús, al no considerarse digno de postrarse ante Él para desatar la correa de su sandalia -una función reservada exclusivamente a los esclavos-; los cuatro registran igualmente la diferencia, manifestada expresamente por él, entre su bautismo y el de Cristo: “Yo os he bautizado con agua, pero él os bautizará con Espíritu Santo”. Mientras que el bautismo que él administraba con agua era un rito con el que los que lo recibían manifestaban sus pecados y prometían un cambio de vida según Dios, el bautismo de Jesús sería con Espíritu Santo -con fuego dicen los otros tres evangelistas-, lo cual implicaba una transformación en hombres completamente nuevos; el de Juan, siendo muy importante e igualmente necesario, es un lavado todavía superficial, mientras que el Bautismo de Jesús afecta a lo más profundo de nosotros mismos.
Los tres evangelios sinópticos atestiguan que Jesús, a pesar de la oposición de Juan (Mt 3,14) se hizo bautizar, como otros muchos. Con ello manifestaba su solidaridad con todos los hombres: el que no tenía pecado se hizo uno de nosotros, que estamos siempre necesitados del perdón. Esta actitud, mantenida a lo largo de su vida, culminó en la Cruz, asumiendo como suya la culpa de todos los hombres: “... hecho semejante a los hombres se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por lo cual Dios también le exaltó hasta lo sumo, y le dio un nombre que es sobre todo nombre” (Fl 2,7-9).
Son también los tres sinópticos los que relatan la Voz del Padre, ratificando a Jesús como su Hijo amado y manifestando en Él sus complacencias, voz que volveremos a oír en la transfiguración en el Monte Tabor. Esta manifestación de Dios -Teofanía- tiene lugar al “salir del agua”, lo que nos anuncia el ascenso de Cristo del sepulcro, es decir, su resurrección. “Este es mi Hijo amado, en quien me complazco”
Todos estos pasajes, referidos a la relación entre Cristo y el precursor, nos invitan a ejercitar la virtud de la humildad, a reconocer con el Bautista nuestra pequeñez y nuestra “nada” respecto al Señor: “«Soy yo el que necesito que tú me bautices, ¿y tú acudes a mí?”. Como el Bautista, no nos anunciarnos a nosotros mismo, sino a Cristo, ante el que no somos dignos de “desatar la correa de su sandalia”. “No nos predicamos a nosotros mismos, sino a Cristo Jesús como Señor, y a nosotros como siervos vuestros por Jesús” (2 Cor 4,5). Que en nuestra tarea de extender el Reino de Dios busquemos solamente que Cristo sea cada vez más conocido. De la boca del Precursor salieron estas palabras, que deben constituir un lema para nuestra vida: “Es necesario que Él -Cristo- crezca y que yo disminuya” (Jn 3,30).
Cristo prolonga su bautismo en el Jordán durante el resto de su vida, culminándolo en su muerte en la cruz y en su resurrección, en el descenso a las profundidades del ser humano -“y descendió a los infiernos”- y en su glorificación por el Padre. Nuestra vida es, desde nuestra incorporación a Cristo en el bautismo, una vida en Cristo: “Ya no vivo yo; es Cristo quien vive en mí” (Gal 2,20). Al ocultarnos con Él en las aguas del bautismo, actualizamos en nosotros su muerte; al salir con Él de las aguas hacemos nuestra su glorificación gloriosa: “Si morimos con Él, viviremos con Ėl, si sufrimos con Él, reinaremos con Él (2 Tm 2,11-12). La vida espiritual del cristiano brota de este morir con Cristo y de este vivir con Él, esto es, de nuestra permanente renuncia a nuestro ser de pecadores para hacer que Cristo crezca en nosotros. Nuestra existencia deja de ser una existencia para mí y se convierte en una pro-existencia, en un vivir para Cristo y para los demás.
Oración sobre las ofrendas
Recibe, Señor, los dones en este día en que manifestaste a tu Hijo predilecto, y haz que esta ofrenda de tu pueblo se convierta en el sacrificio de aquel que quiso borrar los pecados del mundo. Por Jesucristo, nuestro Señor.
Antífona de comunión
Este es de quien decía Juan: «Yo lo he visto y he dado testimonio de que este es el Hijo de Dios» (cf. Jn 1,32. 34).
Juan reconoció en Jesús al Hijo de Dios. Desde la fe reconocemos nosotros que el pan desde el que nos vamos a alimentar es realmente el Cuerpo de Jesús, el Hijo de Dios, hecho hombre para convertirnos a nosotros en Dios.
Oración después de la comunión
Señor, alimentados con estos dones sagrados, imploramos de tu bondad, que, escuchando fielmente a tu Unigénito, de verdad nos llamemos y seamos hijos tuyos. Por Jesucristo, nuestro Señor.