Domingo 21 del tiempo ordinario - Ciclo A

Domingo 21 del tiempo ordinario - Ciclo A

Antífona de entrada

Inclina tu oído, Señor, escúchame. Salva a tu siervo que confía en ti. Piedad de mí, Señor, que a ti te estoy llamando todo el día (Sal 85,1-3).

En el cántico de entrada, el salmista clama al Señor para que le libre del mal momento por el que está pasando. Lo hace con humildad y confianza -“Salva a tu siervo que confía en ti”- y, al mismo tiempo con insistencia -“te estoy llamando todo el día”-, Hacemos nuestras sus actitudes de humildad y persistencia y recordamos la exhortación a la oración continua de San Pablo a los tesalonicenses: “Orad sin cesar. Dad gracias en todo, porque esta es la voluntad de Dios para con vosotros en Cristo Jesús”. (1 Tes 5, 17-18).

Oración colecta

Oh, Dios, que unes los corazones de tus fieles en un mismo deseo, concede a tu pueblo amar lo que prescribes y esperar lo que prometes, para que, en medio de las vicisitudes del mundo, nuestros ánimos se afirmen allí donde están los gozos verdaderos. Por nuestro Señor Jesucristo.

Nuestra oración parece inspirada en esta confidencia de San Pablo a los creyentes de la ciudad de Filipo: “Colmad mi gozo de suerte que sintáis una misma cosa, teniendo un mismo amor, siendo una sola alma, aspirando a una sola cosa” (Fl 2, 2). Esta actitud, propia de los discípulos de Cristo, no es un fruto de nuestro esfuerzo, sino de la acción del Espíritu Santo que constantemente obra en nuestro interior para llevarnos a la unidad con el Señor y con los hermanos. Nuestra unidad con Cristo será plena cuando nuestra voluntad y nuestro deseo coincidan con la voluntad del Padre: ‘amar lo que prescribes y desear lo que prometes’. La liturgia nos enseña a pedir a Dios lo que realmente necesitamos, que no es lo que estimamos provechoso desde nuestro ser carnal, sino lo que Él, de acuerdo con el plan eterno que tiene sobre cada uno de nosotros, considera conveniente. Orando así, empezamos a gozar ya, en medio de las dificultades y vaivenes de esta vida, de las alegrías de futuras.

Lectura del libro de Isaías 22,19-23

Esto dice el Señor a Sobná, mayordomo de palacio: «Te echaré de tu puesto, te destituirán de tu cargo. Aquel día llamaré a mi siervo, a Eliaquín, hijo de Esquías, le vestiré tu túnica, le ceñiré tu banda, le daré tus poderes; será padre para los habitantes de Jerusalén y para el pueblo de Judá. Pongo sobre sus hombros la llave del palacio de David: abrirá y nadie cerrará; cerrará y nadie abrirá. Lo clavaré como una estaca en un lugar seguro, será un trono de gloria para la estirpe de su padre».

El pasaje de Isaías que la Iglesia pone a nuestra consideración se enmarca en una serie de acontecimientos que sucedieron en la corte del Rey Ezías (Reino del Sur), cuya capital, Jerusalén, fué la única ciudad de los dos reinos que no fue invadida por Senaquerib, rey de Asiría, pero que sí sufrió las consecuencias de la invasión general.

En dicha corte ejercía de mayordomo Sobná, un hombre rico, ambicioso y corrupto que, en lugar de preocuparse por la situación de pobreza en la que se encontraba el pueblo, se dedica a mandar construir palacios y hasta su propio mausoleo. La actuación de Dios no se deja esperar: Isaías anuncia a Sobná su destitución y reemplazo por Eliaquín, a quien le dará todos los poderes de que en este momento disfrutaba. Eliaquín será un verdadero padre para los habitantes de Jerusalén; sobre sus hombros estarán las llaves del reino de David -el responsable de las llaves, como representante del rey, tenía la misión de abrir y cerrar cada día la vida administrativa del pueblo-; será un administrador de justicia para un pueblo destrozado, en el que los pobres son cada vez más pobres y los ricos, cada vez más ricos.

El versículo “Pongo sobre sus hombros la llave del palacio de David: abrirá y nadie cerrará; cerrará y nadie abrirá” ha tenido una notable resonancia en el Nuevo Testamento y en la liturgia de la Iglesia: 1) Son estas mismas palabras las que dice Jesús a Pedro cuando le promete «las llaves del Reino de los cielos», como veremos en la lectura del Evangelio; 2) el significado de estas palabras vuelve a aparecer en el Apocalipsis, ahora referidas a Cristo: “el Santo, el Veraz, el que tiene la llave de David”; 3) la oración oficial de la Iglesia las refiere igualmente a Cristo en unas vísperas previas a la Navidad: «Llave de David y cetro de la casa de Israel, Tú, que reinas sobre el mundo, ven a libertar a los que en tinieblas te esperan» (Antífona de Vísperas del 20 de diciembre).

Este texto, propuesto por la Iglesia como primera lectura, no habla directamente de cuestiones religiosas, sino de acontecimientos históricos, relacionados con intrigas políticas y palaciegas. ¿Significa ello que los relatos bíblicos de esta índole no son aprovechables para nosotros como palabra de Dios? En modo alguno. Con este tipo de relatos conocemos que Dios nos habla a nuestra propia realidad vital; que nada de lo que nos ocurre como seres humanos es insignificante para Él; que es en nuestra vida de cada día donde debemos detectar su acción con nosotros y actuar en consecuencia.

Nos centramos en segundo lugar en la tarea del profeta que, como portador de la palabra de Dios, denuncia, y hasta toma decisiones, inspiradas en esta palabra, a propósito de las injusticias cometidas por los responsables más directos de la comunidad -es el caso de Sobná-. De esta tarea profética participamos, por voluntad de Cristo, todos los cristianos y ello conlleva la necesidad y el deber de ejercer, desde la humildad y el amor, una sana crítica a las actuaciones de nuestros hermanos, cuándo éstas se apartan del verdadero sentir evangélico, una crítica, por supuesto, positiva en cuanto que debe ser dirigida a la construcción de la Iglesia: “Os ruego, hermanos, que vigiléis a los que causan disensiones y tropiezos contra las enseñanzas que vosotros aprendisteis (Rm 16,17). De alguna manera, esta crítica tiene las características de lo que siempre hemos llamado ‘corrección fraterna’, en cuya realización debemos seguir las exhortaciones que sobre la misma nos dio el propio Jesús (Mt 18,15-17).

Por último, las palabras de Isaías, destituyendo a Sobná, por corrupto, y poniendo en su lugar a Eliaquín, resaltan el principio de que la razón de ser de toda autoridad en la Iglesia es el servicio a los hermanos, imitando, de esta forma, al Señor “que no vino a ser servido, sino a servir y a dar la vida en rescate por muchos” (Mt 20,28).

Salmo respondorial 137

Señor, tu misericordia es eterna, no abandones la obra de tus manos.

 Te doy gracias, Señor, de todo corazón, porque escuchaste las palabras de mi boca; delante de los ángeles tañeré para ti; me postraré hacia tu santuario. 1

 Profunda e intensamente, el salmista se muestra agradecido a Dios porque ha escuchado su súplica en un momento de peligro. La experiencia de que Dios oye siempre las oraciones de sus fieles y se hace cargo de sus sufrimientos es una característica del orante israelita. En su experiencia como miembro del pueblo elegido, alberga en su mente aquellas palabras del Señor a Moisés en la zarza ardiente: “Bien vista tengo la aflicción de mi pueblo en Egipto, y he escuchado su clamor en presencia de sus opresores; pues ya conozco sus sufrimientos” (Éx 3,7). Esta certeza de la cercanía de Dios a quienes acuden a Él recorre toda la historia del pueblo elegido: lo vemos en los escritos de los profetas, en los salmos, en los fieles a la Alianza de Israel, y, sobre todo, en la oración del orante por excelencia, Jesucristo, que mantenía una continua intimidad con el Padre en la conciencia de que en todo momento atendía a sus plegarias. Recordamos sus palabras dirigidas al Padre ante la tumba de su amigo Lázaro: “Yo sé que tú siempre me escuchas; pero lo he dicho por estos que me rodean, para que crean que tú me has enviado” (Jn 11,42).

Además de darle gracias, el salmista promete cantar y tañer la cítara delante de los ángeles.  ¿A qué ángeles se refiere? Hay dos interpretaciones posibles, la de la Biblia hebrea habla de ‘dioses’, mientras que la Biblia griega (de los Setenta) habla de ‘ángeles’. Según la primera, cabe interpretar ‘dioses’ por ‘ídolos” y, este caso, el salmista, al alabar con la cítara al Señor, se estaría burlando delante de los dioses de los pueblos vecinos, que, como reza otro salmo, “tienen ojos y no ven, boca y no hablan, orejas y no oyen” (Sal 115). Nuestro texto, tomado de la Biblia griega, habla de ‘ángeles’, con lo que había que interpretar que el salmista se ve a sí mismo alabando a Dios, rodeado de toda su Corte celestial (ángeles, arcángeles, serafines…), al modo de la visión de Isaías cuando fue llamado por Dios al ejercicio del profetismo. Ambas interpretaciones tienen sentido, pudiéndose utilizar una u otra (o las dos) en nuestra oración.

Daré gracias a tu nombre: por tu misericordia y tu lealtad, porque tu promesa supera tu fama. Cuando te invoqué, me escuchaste, acreciste el valor en mi alma.2

Se continúa la acción de gracias al Señor -al nombre del Señor- por haberse mostrado misericordioso y leal, y porque lo que promete siempre lo cumple. Es una convicción que se muestra en todas las vivencias históricas del pueblo elegido: “Reconoce que el Señor tu Dios es el Dios verdadero, el Dios fiel, que cumple su pacto generación tras generación, y muestra su fiel amor a quienes lo aman y obedecen sus mandamientos” (Deut 7,9). Estas promesas se han cumplido completamente en Cristo, en quien, de forma inaudita, se ha hecho presente el amor del Padre, yendo en busca de la oveja perdida -la humanidad- y llevándola al redil montada sobre sus hombres, abrazando al hijo que vuelve a Él arrepentido y –lo que nos resulta escandaloso- entregando su vida por nosotros en la  cruz: “Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo -los suyos somos todos nosotros- los amó hasta el extremo”  (Jn 13,1).

El Señor es sublime, se fija en el humilde, y de lejos conoce al soberbio. Señor, tu misericordia es eterna, no abandones la obra de tus manos 3

El salmista se complace contemplando al Señor “que se fija en el humilde y de lejos conoce al soberbio”. Se alegra, y nosotros con Él, de que el Señor se acerque al hombre que pone toda su esperanza en Él, al humilde, al pobre y al desamparado, a aquél que nadie considera, y, respetando su libertad, mantenga a distancia al prepotente y orgulloso, no porque no quiera acercarlo a Él para salvarlo, sino porque, cerrándose en banda a recibir su ayuda, prefiere alejarse de su amor. Consciente de que la misericordia del Señor es para siempre, pide a Dios que no abandone el plan que ha decidido realizar con su pueblo. Nosotros, que hemos conocido y creído el amor que Dios nos tiene, le pedimos que no permita que retrocedamos en nuestro caminar hacia nuestra completa realización en Cristo. Señor, tu misericordia es eterna, no abandones la obra de tus manos”.

Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Romanos 11,33-36

¡Qué abismo de riqueza, de sabiduría y de conocimiento el de Dios! ¡Qué insondables sus decisiones y qué irrastreables sus caminos! En efecto, ¿quién conoció la mente del Señor? O ¿quién fue su consejero? O ¿quién le ha dado primero para tener derecho a la recompensa? Porque de él, por él y para él existe todo. A él la gloria por los siglos. Amén.

 “Dios nos encerró a todos en desobediencia, para tener misericordia de todos” -así terminaba la segunda lectura del pasado domingo-. Esta visión del plan providencial de Dios, que aprovecha la desobediencia y la consiguiente incapacidad del hombre para escapar de la esclavitud del pecado y de la muerte, termina con este himno en el que San Pablo, entusiasmado, se deslumbra ante la riqueza, la sabiduría y el conocimiento de Dios, realidades que superan absolutamente lo que cualquier mente creada pueda pensar o imaginar.

Las riquezas de Dios son los tesoros de su bondad, escondidos desde toda la eternidad y ahora hechos visibles y presentes en la obra de salvación realizada por Jesucristo.

La sabiduría y la ciencia se refieren al conocimiento y al plan divinos sobre cada uno de los hombres, sobre el mundo y sobre la historia, a la que dirige, de forma misteriosa y respetando la libertad humana, al término por Él señalado. Las vicisitudes de los acontecimientos pueden desconcertarnos, pero Dios los domina y conduce a la humanidad al proyecto que sobre ella tiene determinado desde toda la eternidad.

Con frases de la Escritura, concretamente del Libro de Job, Pablo se pregunta:

1)  “Quién conoció el pensamiento del Señor?, es decir, ¿quién puede anticiparse a lo que Dios va a hacer? Nos equivocamos cuando creemos adivinar el plan de Dios sobre nosotros, pues la sabiduría de Dios sobrepasa infinitamente todo lo que nosotros podemos pensar o imaginar: “Sus caminos no son nuestros caminos y sus pensamientos no son los nuestros” (Is 55,8)

2) ¿Quién fue su consejero?, es decir, ¿quién ha podido adelantarse con su pensamiento a una posible actuación de Dios en nuestra vida? En la resolución de nuestros problemas debemos emplear todas nuestras capacidades racionales, pero siempre con la confianza de que es Dios el que, de manera misteriosa y contando con nuestra libertad, dirige los hilos de mi historia y de la historia en general hacia lo que Él considera lo mejor para nosotros: “Sabemos que todas las cosas suceden para el bien de los que le aman” (Rm 8, 28).

3) ¿Quién le ha dado primero para tener derecho a la recompensa? , es decir, ¿Quién puede dar a Dios algo que Dios no tuviera, si todo lo que somos y tenemos nos viene de Él, riqueza infinita?

Ante este misterio, que nos subyuga, no podemos hacer otra cosa que reconocer, con total confianza, nuestra dependencia de Dios, de quien han recibido su ser todas las cosas, por quien todas las cosas subsisten y a quien todas las cosas tienden. Por lo tanto, “a Él la gloria por los siglos. Amén”.

Aclamación al Evangelio

Aleluya, aleluya, aleluya. Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará.

Es ésta una introducción pertinente al Evangelio que se va a proclamar. Son las mismas palabras de Cristo a Pedro, encargándole la primera responsabilidad en su futura Iglesia.

Lectura del santo evangelio según san Mateo16,13-20

En aquel tiempo, al llegar a la región de Cesarea de Filipo, Jesús preguntó a sus discípulos: «¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?» Ellos contestaron: «Unos que Juan el Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías o uno de los profetas». Él les preguntó: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» Simón Pedro tomó la palabra y dijo: «Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo». Jesús le respondió: «¡Bienaventurado tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Ahora yo te digo: tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará. Te daré las llaves del reino de los cielos; lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos». Y les mandó a los discípulos que no dijesen a nadie que él era el Mesías.

……………….

 “¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?”

Las respuestas son variadas. Unos dicen que Jesús es Juan el Bautista (que se supone que ha resucitado); otros, que Elías; para otros, Jeremías o uno de los antiguos profetas; en ningún caso -probablemente porque lo que Jesús decía y hacía no respondía a las expectativas que por entonces circulaban- se pensaba que Jesús era el Mesías esperado.

 “Tú eres el Cristo, tú eres el Hijo del Dios vivo”, responde Pedro a la misma pregunta, dirigida ahora a los discípulos.

Esta respuesta ha dado mucho que hablar a lo largo de la historia, siendo interpretada de manera distinta por el protestantismo y por la Iglesia católica.

Para el protestantismo, el “Tú eres el Hijo del Dios vivo”, que añade Mateo al “Tú eres el Cristo”, recogido en los evangelios de Marcos y Lucas, es solo una manifestación de la mesianidad de Jesús. Sin embargo, los Santos Padres en general y casi todos los exégetas católicos, antiguos y actuales, afirman que la segunda parte de la respuesta de Pedro es una manifestación de la divinidad de Jesús. Ello explicaría la reacción de Jesús, al señalar que dicha respuesta no podía haber salir de la mente de Pedro, sino de una revelación del Padre -no necesariamente en aquel preciso momento, sino a lo largo del tiempo que llevaba con Jesús, escuchando sus palabras y siendo testigo de sus obras y milagros-. Entender las palabras de Pedro como manifestación de la divinidad de Jesús concuerda, por otra parte, con lo que pensaban sus enemigos, para los que de su modo de hablar y manifestarse se deducía que Jesús se consideraba a sí mismo Hijo de Dios -“porque tú, siendo hombre, te haces Dios”-, y con el asentimiento de Jesús a la pregunta del sumo sacerdote y que fue determinante para su condena a muerte: “Te conjuro por el Dios viviente, que nos digas si eres tú el Cristo, el Hijo de Dios”. “Tú lo has dicho”, le respondió Jesús.

 “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará”.

En lugar de llamarlo por su nombre de pila, Simón, lo llama Pedro, que significa piedra o roca, la roca sobre la que Jesús va a edificar su Iglesia. Con la palabra ‘roca’ se designa en muchos salmos a Dios, fundamento sobre el que uno puede apoyarse incondicionalmente: “Solo Él es mi roca y mi salvación” (Sal 62, 3). En el Nuevo Testamento, este fundamento seguro es Jesús: “piedra viva, desechada por los hombres, mas  para Dios escogida y preciosa” (1 Pe 2,4). Jesús, por su parte, hace partícipe de esta seguridad a su Iglesia que, edificada sobre la persona de Pedro y firmemente apoyada en él, será una roca firme a la que no podrá hacer mella el poder del del mal (“el poder del infierno”).

 “Te daré las llaves del reino de los cielos; lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos”.

Eliaquín sobre cuyos hombros pondría el Señor las llaves para abrir y cerrar el palacio de David (1 lectura) es figura de Jesús que tiene las llaves de David” (Ap 3, 7) para abrir y cerrar las puertas de la Vida eterna.

Este poder de las llaves es entregado a la Iglesia en la persona de Pedro: “Lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos” y, unidos a Pedro, a los demás apóstoles: “Recibid el Espíritu Santo, a quienes perdonéis los pecados les serán perdonados” (Jn 20,22-23).

“¡Qué insondables las decisiones de Dios y qué irrastreables sus caminos” (2ª lectura). ¡Quién podría haber imaginado que Jesús iba a asentar la roca de su Iglesia en elementos tan débiles y limitados como Pedro y los apóstoles, a los que comunicaría su poder de atar y desatar!

La petición que en la celebración eucarística hacemos por el Papa, por nuestro obispo y por todos los obispos del mundo debe traducirse en una actitud de comunión vital con nuestros pastores, aceptando su magisterio y valorando positivamente su papel en la Iglesia. Esta actitud no es un asentimiento ciego, sino una aceptación, desde la fe y el amor, de las directrices de unos hombres en los que, a pesar de sus debilidades, ha puesto Cristo al frente de su rebaño.

“Y les mandó a los discípulos que no dijesen a nadie que él era el Mesías”.

¿Qué razones podían mover a Jesús a ordenar que no se diese publicidad a su misión? Quizá no quería que lo considerasen un mesías político, como demuestra el hecho de que huye solo al monte cuando quieren proclamarlo rey (Jn 6, 15), ni aprobaba que se hiciese publicidad de los milagros y curaciones ya que, con ello, se podría obstaculizar su misión y desviar la atención de su mensaje. Probablemente a Jesús le interesaba preparar a los discípulos para que entendiesen el sentido de su mesianidad: un Mesías que, lejos la riqueza y el poder humanos, venía a dar la vida por los demás, un Mesías del que “estaba escrito que tenía que padecer y resucitar al tercer día” (Lc 24, 46): “Mirad: subimos a Jerusalem, y el Hijo del hombre será entregado a los príncipes de los sacerdotes y a los escribas, y le condenarán a muerte, lo entregarán a los Gentiles para que le escarnezcan, azoten y crucifiquen; mas al tercer día resucitará” (Mt 20, 18-20).

Es en la cruz donde Jesús se muestra, con total claridad, como el Mesías y como el Hijo de Dios: “Verdaderamente este hombre era el Hijo de Dios”, exclamó el centurión al verlo morir (Mc 15, 39).

Oración sobre las ofrendas

Señor, que adquiriste para ti un pueblo de adopción con el sacrificio de una vez para siempre, concédenos propicio los dones de la unidad y de la paz en tu Iglesia. Por Jesucristo, nuestro Señor.

En muchas ocasiones la liturgia hace que trascendamos nuestro ámbito individual con el fin de vivir nuestro ser comunitario en la Iglesia, pueblo de Dios, adquirido por Cristo en su ofrenda sacrificial al Padre. Para este pueblo pedimos los dones de la unidad y de La Paz, la unidad que pidió Jesús al Padre para los que iban a creer: “que sean uno; como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros” (Jn 26, 20-21) y la paz que procede del Padre y que nos da Cristo, no la que construimos nosotros con nuestros pensamientos y actitudes carnales: “La paz os dejo, mi paz os doy; yo no os la doy como el mundo la da” (Jn 14, 27).

Antífona de comunión

La Tierra se sacia de tu acción fecunda, Señor, para sacar pan de los campos y vino que alegre el corazón del hombre (cf. Sal 103,13. 14-15).

El labrador siembra y trabaja la tierra, pero es el Señor el que la hace fecundar, sacando de ella el pan que nos alimenta y el vino que alegra nuestros corazones. Estos mismos bienes de la tierra se convierten para nosotros en el verdadero alimento y bebida, en el cuerpo y en la sangre del Señor. Al nutrirnos de este sacramento, nuestra vida se convierte en su vida y nuestra existencia pasa a ser, como en Cristo, una pro-existencia, esto es, una vida para los demás.

Oración después dela comunión

Te pedimos, Señor, que realices plenamente en nosotros el auxilio de tu misericordia, y haz que seamos tales y actuemos de tal modo, que en todo podamos agradarte. Por Jesucristo, nuestro Señor.

“Señor, ten piedad de nosotros”, así nos hemos dirigido al Señor en el acto penitencial de la Misa. Esta petición implica que nos reconocemos realmente pecadores, que somos conscientes del olvido y alejamiento de Dios que tienen nuestras actitudes personales y colectivas. Es este reconocimiento de nuestra imperfección -fruto, como todo lo bueno que nos sucede, de la gracia- el que da sentido a la primera petición de esta oración: “Realiza plenamente en nosotros el auxilio de tu misericordia”, es decir, de tu perdón. Confortados y gozosos con este perdón divino, actualizamos nuestro deseo ardiente de amar a Dios con todas las fuerzas y sobre todas las cosas, esperando con absoluta confianza que nos conceda el poder agradarle en todo lo que hagamos.

 

 

 

 

 

 

 

 

Domingo 20 del tiempo ordinario Ciclo A

 

Domingo 20 del tiempo ordinario Ciclo A

Antífona de entrada

Fíjate, oh, Dios, escudo nuestro; mira el rostro de tu Ungido, porque vale más un día en tus atrios que mil en mi casa (Sal 83,10-11).

 Al comenzar la celebración nos ponemos en la presencia del Señor, nuestro defensor -“escudo nuestro”-, que está siempre dispuesto a protegernos en cualquier situación que pueda poner en peligro nuestra unión con Él. A este Dios que, en otras ocasiones lo llama roca, fortaleza o fuerza, implora el salmista para que auxilie a su Ungido, el rey de Israel. En este rey vemos nosotros al Ungido definitivo y Rey del mundo, a Cristo.

En Dios encuentra el salmista la seguridad y la paz. Ello hace que suspire por estar cerca de él: “Vale más un día en tus atrios que mil en mi casa”. A este deseo nos unimos también nosotros: que el Señor ilumine nuestra inteligencia y reafirme nuestros sentimientos para poder valorar y sentir la sublime maravilla de estar en su presencia.  

Oración colecta

Oh, Dios, que has preparado bienes invisibles para los que te aman, infunde la ternura de tu amor en nuestros corazones, para que, amándote en todo y sobre todas las cosas, consigamos alcanzar tus promesas, que superan todo deseo. Por nuestro Señor Jesucristo.

 Reconocemos la infinita generosidad de Dios con los que ponen en Él su confianza y amor, y le pedimos que nos haga partícipes de la ternura de este amor o, mejor, que deseemos vivamente amarle como Él nos ama, y no sólo en los momentos de oración, sino en todo lo que hagamos y por encima de cualquier otra cosa. De esta forma empezaremos, ya en esta vida, a gozar de la verdadera felicidad, aquella que, a pesar de los contratiempos y momentos bajos de la vida, nos mantiene en la esperanza cierta de disfrutar un día de los bienes prometidos, los cuales superan en grandeza y excelencia a todo lo que nosotros podemos desear desde nosotros mismos.

 

Lectura del libro de Isaías 56,1. 6-7

Esto dice el Señor: «Observad el derecho, practicad la justicia, porque mi salvación está por llegar, y mi justicia se va a manifestar. A los extranjeros que se han unido al Señor para servirlo, para amar el nombre del Señor y ser sus servidores, que observan el sábado sin profanarlo y mantienen mi alianza, los traeré a mi monte santo, los llenaré de júbilo en mi casa de oración; sus holocaustos y sacrificios serán aceptables sobre mi altar; porque mi casa es casa de oración, y así la llamarán todos los pueblos».

 

El texto está redactado unos años después de la finalización del destierro babilónico. Como comentábamos en la lectura del pasado domingo, existían bastantes creyentes, tanto de los retornados de Babilonia como de los que no probaron el destierro, cuya fidelidad al Dios de la Alianza dejaba bastante que desear. A éstos se dirige el profeta para anunciarles que la salvación prometida está a las puertas y que, por tanto, merece la pena estar preparados y empezar a guardar el derecho y practicar la justicia.

En un mundo como el nuestro, en el que cunde el pesimismo y la pérdida de valores religiosos y morales, nos asalta la tentación de dejarnos arrastrar por un ambiente contrario a Dios y caer en la tentación de vivir como si Dios no existiese. Necesitamos, por ello, tomar conciencia de que Dios no nos abandonará. Al contrario: el Señor siempre viene y continuará viniendo; y que, aunque no lo veamos con claridad e, incluso, los signos de los tiempos parezcan contradecirlo, es Él el que, sin anular nuestra libertad, mueve los hilos de la historia. Y es que Dios no se arrepiente de sus promesas, pues “sus dones y su llamada son irrevocables”, como nos recordará la segunda lectura de esta misa.

Estos dones y esta llamada son para todos los pueblos, no solo para Israel, y así entramos en el segundo y fundamental aspecto de nuestra lectura. Nos situamos, como hemos dicho, en los primeros años de estancia en Jerusalén, una vez tocada a su fin la cincuentena del destierro. En estos momentos, muchas personas, no pertenecientes al pueblo judío, se han incorporado a la sinagoga y han apostado por participar en la religión de Abraham. Ante este hecho, los judíos de raza se dividen en sus opiniones: unos, tomando la bandera de la fidelidad al Dios, se oponen a admitir a los extranjeros en la fe judía; otros, en cambio, no ven ningún problema en que la religión se abra a los demás pueblos del mundo, tal como proclamaban algunos salmos, en concreto, el salmo de hoy: “Que toda la tierra conozca tus caminos y todos los pueblos tu salvación, que todos los pueblos te alaben”.

 Si en otras ocasiones Dios prohibió y hasta castigó la relación con los pueblos vecinos -siempre por el peligro de contaminarse por la idolatría-, en el momento en que habla el profeta, Dios, en sus inescrutables caminos, manifiesta al pueblo que su salvación es para todos los hombres; que los extranjeros que se unan al Señor, siendo fieles a la alianza y cumpliendo sus mandatos y prescripciones, participarán también en las promesas hechas a Abraham. A los extranjeros que así se comporten -dice el Señor-  “los traeré a mi monte santo, los llenaré de júbilo en mi casa de oración y aceptaré sus holocaustos sobre mi altar”.

Los cristianos debemos saber que no nos salvamos solos, pues es bien sabido que “Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de los verdad” (1 Tm 2, 4). No cabe, por tanto, en nosotros una actitud que excluya del disfrute de las promesas del Señor a los que no piensan como nosotros.

La lectura concluye aclarando aún más esta voluntad universal de la salvación: “Mi casa es casa de oración, y así la llamarán todos los pueblos».

La Iglesia de nuestro tiempo, fiel a esta misión universal, “desea ardientemente que todos los hombres, que hoy están más íntimamente unidos por múltiples vínculos sociales, técnicos y culturales, consigan también la plena unidad en Cristo” (Concilio Vaticano II, Lumen gentium, 1)

 

Salmo responsorial - Salmo 66

 Oh, Dios, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben.

Que Dios tenga piedad y nos bendiga, ilumine su rostro sobre nosotros; conozca la tierra tus caminos, todos los pueblos tu salvación.

Que canten de alegría las naciones, porque riges el mundo con justicia y gobiernas las naciones de la tierra.

Oh, Dios, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben. Que Dios nos bendiga; que le teman todos los confines de la tierra.

 Como hijos de Dios proclamamos nuestro deseo de que se unan a nuestra alabanza todos los hombres, pues todos ellos son también sus hijos y, por tanto, nuestros hermanos.

Pedimos al Señor que tenga piedad de nosotros, que nos bendiga y nos ilumine. Pero ¿podía el Señor hacer otra cosa que no sea perdonarnos,  bendecirnos e iluminarnos, siendo así que su ser consiste en tener piedad de sus criaturas, querer para ellas todo su bien y abrillantarlas con su luz? Es lo que apreciamos en los fragmentos bíblicos que transcribo a continuación:

“Yo, el Señor, soy un Dios misericordioso y clemente, lento a la cólera y rico en amor y fidelidad, un Dios que mantiene su amor eternamente, que perdona la iniquidad, la rebeldía y el pecado”, le dice Dios a Moisés en el monte (Éx 34,6-7); la bendición de Dios a los hombres se concreta en el plan de salvación diseñado por Él desde toda la eternidad: “Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda clase de bendiciones espirituales, en los cielos, en Cristo; por cuanto nos ha elegido en él antes de la fundación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor” (Ef 1,3-4); San Juan, en el prólogo de su evangelio, se remonta a la eternidad para contemplar la Palabra divina, vida y luz de los hombres, como origen y fundamento de todo: “Todo se hizo por la Palabra y sin ella no se  hizo nada de cuanto lo existe. En ella estaba la vida y la vida era la luz de los hombres” (Jn 1,3-4). Esta Palabra es Cristo, que nos trae la Luz del Padre: “Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida“ ().

Cuando pedimos a Dios que nos bendiga, nos perdone o nos ilumine, lo que realmente pedimos es que no permita que rechacemos su bendición, su perdón y su luz, pues, como hemos dicho antes, Dios no puede hacer otra cosa que velar por nuestro bien. Hagamos, por tanto, todo lo que esté de nuestra parte por vivir siempre acogidos a su continua benevolencia, al saludable convencimiento de que Dios nos ama -me ama-, a la tranquilidad de sabernos cuidados por Él infinitamente más y mejor que como nos cuidamos nosotros a nosotros mismos.

Perdonados, bendecidos e iluminados por Dios, se nos invita a ser antorchas que destruyan las tinieblas de nuestro mundo para que los hombres encuentren los senderos que les conduzcan a la Verdad y a la salvación. Ése es el deseo del salmista y también nuestro deseo: “Conozca la tierra tus caminos y todos los pueblos tu salvación”. Que este deseo nuestro se traduzca en obras de amor, en una vida entregada al servicio de quienes nos necesitan, pues sólo el amor cura, dando luz y sentido, a quienes lo reciben: “Brille así vuestra luz delante de los hombres para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos” (Mt 5,16).

 De esta forma, arropados enteramente por el amor de Dios, le responderemos con ese amor que nos ha regalado, amándolo a Él con todas nuestras fuerzas y luchando porque esa experiencia de su amor llegue a todos los hombres, con el fin de que, junto con nosotros, lo alaben y lo reconozcan como el único Dios que, de modo misterioso, conduce el universo y la historia hacia el destino marcado por Él desde la eternidad: Que canten de alegría las naciones, porque riges el mundo con justicia y gobiernas las naciones de la tierra”.

Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Romanos 11,13-15. 29-32

Hermanos: A vosotros, gentiles, os digo: siendo como soy apóstol de los gentiles, haré honor a mi ministerio, por ver si doy celos a los de mi raza y salvo a algunos de ellos. Pues si su rechazo es reconciliación del mundo, ¿qué no será su reintegración sino volver desde la muerte a la vida? Pues los dones y la llamada de Dios son irrevocables. En efecto, así como vosotros, en otro tiempo, desobedecisteis a Dios, pero ahora habéis obtenido misericordia por la desobediencia de ellos, así también estos han desobedecido ahora con ocasión de la misericordia que se os ha otorgado a vosotros, para que también ellos alcancen ahora misericordia. Pues Dios nos encerró a todos en desobediencia, para tener misericordia de todos.

 San Pablo dirige estas palabras a los romanos, cristianos procedentes del paganismo, a los cuales ha sido enviado como apóstol, un servicio que cumple con orgullo por habérselo encomendado el propio Cristo. Ello no implica el abandono de sus hermanos de raza. Al contrario: aprovecha la labor que realiza con los gentiles para provocar la envidia -“el celo”- de los judíos, pero siempre con el fin de acercarlos a Cristo.

Destaca la importancia del pueblo judío en el plan universal de la salvación, traída por Cristo, y se muestra esperanzado en que un día se conviertan, pues si su rechazo a Cristo ha supuesto la reconciliación del mundo con Dios, su admisión en la Iglesia tendrá un alcance muy particular y provechoso para este mundo.

La esperanza de San Pablo en la conversión de sus hermanos judíos la fundamenta en Dios, que es fiel a sus promesas: “los dones y la llamada de Dios son irrevocables”. Dios no puede volverse atrás en lo que promete. El camino utilizado por Dios ha sido el encerrar a todos los hombres en la desobediencia para salvarlos a todos. Si la desobediencia de los judíos fue la causa de la misericordia de Dios con nosotros, los gentiles, esta misericordia de Dios con nosotros será la causa de que Dios tenga misericordia de ellos y vuelvan a ser agraciados con los frutos de la promesa, cumplida definitivamente en Cristo.

La preocupación de San Pablo por la salvación de sus hermanos en el judaísmo debe ser para nosotros un acicate para luchar por la salvación -el acercamiento a Cristo- de las personas que todavía no han oído hablar de Él o tienen muchas confusiones respecto a su persona y a su mensaje. En muchas ocasiones concebimos nuestra actuación caritativa como ayuda a las personas con necesidades materiales, actuación sin duda alguna importantísima y querida por Dios. Pero por lo mismo no debemos descuidar la ayuda espiritual a nuestros hermanos no creyentes, dándoles razón de aquello en lo que esperamos y anunciando a Cristo desde el ambiente que nos ha tocado vivir. De esta manera cumplimos el mandato del Maestro a los discípulos, y también a nosotros: “Id por todo el mundo y haced discípulos míos a todas las gentes” (Mt 28,19).

 

Aclamación al Evangelio

Aleluya, aleluya, aleluya. Jesús proclamaba el evangelio del reino,

y curaba toda dolencia en el pueblo.

 Nos preparamos a escuchar el Evangelio contemplando a Jesús anunciando la llegada del Reino de Dios y preocupándose por los problemas y sufrimientos de la gente.

Lectura del santo evangelio según San Mateo 15,21-28

En aquel tiempo, Jesús salió y se retiró a la región de Tiro y Sidón. Entonces una mujer cananea, saliendo de uno de aquellos lugares, se puso a gritarle: «Ten compasión de mí, Señor Hijo de David. Mi hija tiene un demonio muy malo». Él no le respondió nada. Entonces los discípulos se le acercaron a decirle: «Atiéndela, que viene detrás gritando».  Él les contestó: «Solo he sido enviado a las ovejas descarriadas de Israel». Ella se acercó y se postró ante él diciendo: «Señor, ayúdame». Él le contestó: «No está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perritos». Pero ella repuso: «Tienes razón, Señor; pero también los perritos se comen las migajas que caen de la mesa de los amos». Jesús le respondió: «Mujer, qué grande es tu fe: que se cumpla lo que deseas». En aquel momento quedó curada su hija.

 En una región fuera de Palestina una mujer extranjera -quizá porque ha oído hablar de sus milagros y curaciones- pide a Jesús que tenga compasión de ella y expulse el demonio que tiene atrapada a su hija. Jesús, bien para probar su fe, bien para disponerla a recibir la gracia que pensaba concederle, parece no prestar atención a sus persistentes ruegos. Su insistencia provoca la reacción de los discípulos que aconsejan al Señor que le atienda. La mujer se adelanta y se arrodilla ante Jesús. Se establece un diálogo entre los dos, que culmina en una maravillosa actitud de humildad y de fe por parte de la mujer: ante el inconveniente que pone Jesús de que no está bien echar la comida de los hijos a los perros, ella responde que también los perros se comen la comida que cae de la mesa de sus amos. La escena se cierra mostrando a Jesús impactado por esta gran manifestación de fe y curando a su hija.

Varias enseñanzas podríamos sacar de este evangelio. Respecto a la actitud de la mujer es destacable, en primer lugar, su fe que, según apreciamos en esta y otras curaciones, pone Jesús como exigencia principal para que se produzca la acción milagrosa. En segundo lugar, su insistencia y perseverancia, actitud que debemos copiar en nuestra relación personal con Dios, siguiendo la recomendación del Señor: “Pedid y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá; porque quien pide, recibe; quien busca, halla, y al que llama, se le abre." (Lc  11, 9-10). En tercer lugar, su humildad, cuando, al asentir a las palabras de Jesús, reconoce la superioridad del pueblo judío en lo que hace referencia a la religión. Por último, cabe reseñar otro aspecto de gran interés en el ejercicio de la caridad y solidaridad con los necesitados: la mujer no pide a Jesús que tenga piedad de su hija, sino de ella, es decir, el problema de su hija era su problema. Hacer nuestros los sufrimientos de los demás: esto es la solidaridad humana que brota directamente del modo de actuar de Cristo, quien, “a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios, sino que se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos” (Fl 2, 6-8). Hagámonos pobres con los pobres y suframos con los que sufren: “Alegraos con los que se alegran y llorad con los que lloran”, dice San Pablo a los Romanos” (Rm 12, 15).

Y, para concluir y relacionándolo con la primera lectura, debemos reseñar que Jesús, cuya misión directa se circunscribía al pueblo de Israel, nos hace ver con esta actuación milagrosa que su salvación es para todos los hombres de todos los lugares y de todos los tiempos, como lo comunicará a los apóstoles antes de ascender al cielo. Terminamos el comentario con la misma cita con la que concluíamos el de la segunda lectura: "Id y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo" (Mt 28,19).

 

Oración sobre las ofrendas

Acepta, Señor, nuestras ofrendas en las que vas a realizar un admirable intercambio, para que, al ofrecerte lo que tú nos diste, merezcamos recibirte a ti mismo. Por Jesucristo, nuestro Señor.

 En esta oración de ofertorio nos centramos brevemente en lo que se va a realizar en el altar en el momento de la consagración: Las ofrendas que hemos recibido de Dios, representadas en el pan y el vino, se van a convertir en el Cuerpo y la Sangre de Señor. Pedimos al Padre que disponga nuestro corazón para recibirle con el máximo fervor en la comunión, que también purifique nuestro entendimiento y que cree eb nuestro corazón un sincero y fuerte deseo de estar con él para siempre.

Antífona de comunión

Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo, dice el Señor; el que coma de este pan vivirá para siempre (cf. Jn 6,51).

 Estas palabras forman parte discurso del Pan de Vida del evangelio de San Juan, pronunciado por Jesús al día siguiente de la primera multiplicación de los panes y los peces. Jesús se presenta a sí mismo como el alimento que mata para siempre el hambre del hombre y sacia su sed de eternidad: “mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida“, continúa diciendo Jesús. En la comunión que, en unos instantes, vamos a participar gustamos anticipadamente en fe y esperanza de los bienes y gozos que tendremos en el cielo.  

Oración después de la comunión

Después de haber participado de Cristo por estos sacramentos, imploramos humildemente tu misericordia, Señor, para que, configurados en la tierra a su imagen, merezcamos participar de su gloria en el cielo. Él, que vive y reina por los siglos de los siglos.

 Por el alimento de este sacramento hemos participado del ser de Cristo, haciéndonos una sola cosa con él. Pedimos al Señor, con la humildad de la que, como seres totalmente necesitados, debemos revestirnos, que los que nos hemos hecho semejantes a Él en esta vida terrena merezcamos participar plenamente en el cielo de su gloria de resucitado.