Solemnidad de todos los Santos
Antífona de entrada
Alegrémonos todos en el Señor al celebrar este día de fiesta en honor de todos los santos. Los ángeles se alegran de esta solemnidad y alaban a una al Hijo de Dios.
“Alegraos siempre en el Señor; de nuevo os digo, alegraos”, dice San Pablo a los Filipenses, preparándolos para la pronta venida del Señor. Hoy nosotros nos invitamos unos a otros a alegrarnos en la celebración de la memoria de los discípulos de Cristo que han llegado ya a la Casa del Padre. Los ángeles se solidarizan con nosotros y, uniéndose a nuestro gozo, alaban y dan gracias a Dios por la victoria de Cristo, el Cordero inmolado, sobre el pecado y sobre la muerte.
Oración colecta
Dios todopoderoso y eterno, que nos has otorgado venerar en una misma celebración los méritos de todos los santos, concédenos, por esta multitud de intercesores, la deseada abundancia de tu misericordia. Por nuestro Señor Jesucristo.
La Iglesia, nuestra madre, ha querido que veneremos hoy en una única celebración los mėritos de todos los Santos”. Al Dios, que todo lo puede y que es el mismo ayer, hoy y por los siglos, nos dirigimos pidiéndole que, ante tantos intercesores, nos colme de su amor misericordioso para que, por los méritos de Jesucristo (en su victoria sobre la muerte y sobre el pecado), alcancemos, como ellos, la santidad y la perfección a las que estamos llamados.
Lectura del libro del Apocalipsis 7,2-4. 9-14
Yo, Juan, vi a otro ángel que subía del oriente llevando el sello del Dios vivo. Gritó con voz potente a los cuatro ángeles encargados de dañar a la tierra y al mar, diciéndoles: «No dañéis a la tierra ni al mar ni a los árboles hasta que sellemos en la frente a los siervos de nuestro Dios». Oí también el número de los sellados, ciento cuarenta y cuatro mil, de todas las tribus de Israel. Después de esto vi una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de todas las naciones, razas, pueblos y lenguas, de pie delante del trono y delante del Cordero, vestidos con vestiduras blancas y con palmas en sus manos. Y gritan con voz potente: «¡La victoria es de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del Cordero!» Y todos los ángeles que estaban de pie alrededor del trono y de los ancianos y de los cuatro vivientes cayeron rostro a tierra ante el trono, y adoraron a Dios, diciendo: «Amén. La alabanza y la gloria y la sabiduría y la acción de gracias y el honor y el poder y la fuerza son de nuestro Dios, por los siglos de los siglos. Amén». Y uno de los ancianos me dijo: «Estos que están vestidos con vestiduras blancas, ¿quiénes son y de dónde han venido?» Yo le respondí: «Señor mío, tú lo sabrás». Él me respondió: «Estos son los que vienen de la gran tribulación: han lavado y blanqueado sus vestiduras en la sangre del Cordero».
Un ángel sube al cielo desde el lugar en que nace el sol. Lleva un sello en la mano y grita con fuerza a los cuatro ángeles, situados en los cuatro horizontes del mundo, que no dañen a la tierra ni al mar hasta que él no haya marcado en la frente “a los siervos de nuestro Dios”. [En la antigüedad los marcados con un sello pasan a ser propiedad del dueño del mismo]. La escena se parece a otra que nos cuenta el profeta Ezequiel, en la que mandan grabar la letra hebrea “tau” en la frente de los buenos israelitas para librarles del castigo reservado a los israelitas infieles. San Juan no ve la forma como fueron marcados, pero oye que fueron ciento cuarenta mil, un número representativo de las doce tribus de Israel, doce mil por cada tribu -así se detalla en los cuatro siguientes versículos, omitidos en esta lectura-.
Seguidamente, una multitud inmensa de personas de todos los pueblos, razas y naciones, todas vestidas de blanco, como corresponde a la santidad que transparentan, y todas con palmas en las manos, proclaman con fuertes gritos que han sido salvadas por el que está sentado en el trono y por el Cordero.
Al momento, todos los ángeles del cielo, uniéndose a la multitud, postrados en tierra alrededor del trono, de los ancianos y de los cuatro vivientes, alaban, honran, glorifican y dan gracias al Señor que, con su sabiduría, su poder y su fuerza, les ha conseguido la victoria.
Uno de los ancianos informa a Juan que todos los que visten de blanco acaban de llegar de la gran tribulación, en la que han sido purificados por la sangre del Cordero al unir sus sufrimientos a los padecimientos de Cristo. Todos han muerto con Él y ya viven con Él (Rm 6,8); todos han sufrido con Él y ya reinan con Él (2 Tm 2,12).
Sin duda, la Iglesia pone este pasaje bíblico a nuestra consideración para nuestro aprovechamiento espiritual. Los que, en la primera visión, fueron sellados podemos ser nosotros, que formamos el nuevo pueblo de Dios y que, al ser injertados a Cristo en el bautismo, hemos sido marcados con el Espíritu Santo para ser propiedad del Señor. “En él (en Cristo) también vosotros, tras haber oído la Palabra de la verdad, el Evangelio de vuestra salvación, y creído también en él, fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la Promesa" (Ef 1,13). Desde ese momento, ya no nos pertenecemos; nuestra vida no es nuestra, sino de Aquel que nos amó y murió por nosotros; a partir de ahora, mis criterios, planes y deseos son los criterios, los planes y los deseos de Dios sobre mí. “Quien ama su vida la perderá y quien aborrece su vida en este mundo la guardará para la vida eterna” (Jn 12,15) .
Como proclamaba aquella multitud enfervorizada delante del trono de Dios, también nosotros, que estamos llamados a ser santos, gritamos que nuestra salvación no viene de nuestros méritos, sino de los méritos del Señor, que sufrió y murió por nosotros. “¡La victoria es de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del Cordero!”.
Quizá tenemos asumido que la santidad plena no va con nosotros, sino con los obispos, los sacerdotes, los frailes, las monjas y los misioneros; que a nosotros nos basta y nos sobra con ser buenas personas y limitarnos a cumplir el precepto dominical y los mandamientos más básicos de la Iglesia; que eso de ser santos es para otros, no para mí. Ello es rotundamente falso. Todos estamos llamados a ser santos y a ser perfectos, cada uno desde la situación, circunstancias y lugar en que le ha tocado vivir. A todos se nos concede la gracia de tener intimidad con el Señor a través de la oración, aunque el modo de llevarlo a la práctica pueda ser distinto del de los sacerdotes o las personas de vida consagrada; a todos nos concierne la propagación del Evangelio que, en cualquier caso, debemos llevar a cabo desde nuestro compromiso y testimonio cristianos, sin tener necesariamente que marchar a tierra de misión; a todos nos apremia el mandato del amor, que debemos de practicarlo en el servicio desinteresado a los más necesitados, aunque, por distintas circunstancias, no militemos en ninguna organización caritativa; todos tenemos que dar razón de nuestra fe y de nuestra esperanza, aunque no estemos dedicados al apostolado de manera oficial. Todos estamos llamados a la perfección y a la santidad: “Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt 5,48); “Sed santos porque yo soy santo” (1 Pedro 1,16).
Salmo responsorial - Salmo 23
Esta es la generación que busca tu rostro, Señor.
Del Señor es la tierra y cuanto la llena, el orbe y todos sus habitantes: él la fundó sobre los mares, él la afianzó sobre los ríos.
El salmista proclama el señorío de Dios sobre el universo, señorío del que goza con todo derecho, pues todo ha sido creado por Él: Él ha asentado la tierra sobre los mares y sobre los ríos, es decir, sobre el agua, un hecho que, al pensar de los antiguos, demuestran la existencia de pozos subterráneos y los manantiales que brotan del interior de tierra. Lo entendían como una manifestación más de la sabiduría y el poder de Dios, que hace flotar la tierra sobre un elemento tan móvil y tan poco resistente como el agua. Ante este poder y sabiduría de Dios, al hombre no le queda más que reconocer su soberanía sobre “la tierra y todo cuanto la llena”. Mientras los demás pueblos y religiones atribuían a distintas divinidades las diversas manifestaciones de la naturaleza, el salmista proclama la soberanía total del único Dios sobre todas ellas, una señal inequívoca del monoteísmo de Israel.
¿Quién puede subir al monte del Señor? ¿Quién puede estar en el recinto sacro? El hombre de manos inocentes y puro corazón, que no confía en los ídolos.
La santidad del templo exige una pureza moral, en consonancia con la santidad del Señor que lo habita. Tres condiciones deben darse, según el salmista, para acercarse al santuario y permanecer en él: a) tener las manos limpias y libres de toda acción violenta y atropello, b) vivir con un corazón exento de turbias intenciones y c) rechazar todo contacto con los ídolos, un rechazo de la complicidad con las vanidades de este mundo, las cuales, como los ídolos, prometen y no dan, tienen un aspecto agradable por fuera y están vacías en su interior.
Ese recibirá la bendición del Señor, le hará justicia el Dios de salvación. Esta es la generación que busca al Señor, que busca tu rostro, Dios de Jacob.
El que se acerque al Señor en estas condiciones conseguirá su bendición y su salvación (justicia), será colmado con todas las riquezas que el Señor promete a los que le buscan con sincero corazón y formará parte de esa muchedumbre ingente que, vestidos con la blancura de la santidad y portando en sus manos la palma de la victoria, contemplan el rostro radiante de Dios y gritan con voz atronadora: «¡La victoria es de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del Cordero!». Los fieles que se acerquen al Señor en estas condiciones forman parte de la generación de los que verdaderamente le buscan y aspiran a ver su rostro que es la manifestación radiante de su benevolencia.
Lectura de la primera carta del apóstol sanJuan 3,1-3
Queridos hermanos: Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos! El mundo no nos conoce porque no lo conoció a él. Queridos, ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es. Todo el que tiene esta esperanza en él se purifica a sí mismo, como él es puro.
Fuertemente impresionado, San Juan manifiesta su asombro ante la gran verdad de que Dios, no sólo nos ha salvado, sino que nos hecho de su misma familia. Ha tenido ciertamente un rasgo de deferencia con nosotros, llamándonos sus hijos, pero la realidad supera todo lo demás: nos ha hecho realmente sus hijos. Es verdad que el mundo no nos ve como tales, pero ya nos advirtió Jesús: “Si fuerais del mundo, el mundo amaría lo suyo; pero, como no sois del mundo, porque yo, al elegiros, os he sacado del mundo, por eso os odia el mundo" (Jn 15,19).
Es Dios mismo, en su trinidad de personas, quien nos confirma nuestra filiación divina:
El Padre: “Yo seré para vosotros Padre, y vosotros me seréis hijos e hijas, dice el Señor Todopoderoso” (2 Cor 6,18);
el Hijo: “Por eso no se avergüenza de llamarles hermanos cuando dice ‘Anunciaré tu nombre a mis hermanos’” (Heb 2,11-12);
el Espíritu Santo: “El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu, de que somos hijos De Dios” (Rm 8,16).
San Juan sigue sorprendiéndonos: somos realmente hijos de Dios y, aunque no conocemos con exactitud las últimas consecuencias de esta grandiosa verdad, nos descubre algo muy importante sobre nuestro futuro, en el que seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es, es decir -digámoslo sin rodeos-, seremos Dios como Él, pues, al contemplar cara a cara su rostro, que es la Luz, quedaremos iluminados de tal manera, que nos convertiremos, como Él, en luz. “Contemplad su rostro y quedaréis radiantes” (Salmo 34). Esta semejanza con Dios pertenece al plan providencial que, desde siempre, Dios tiene sobre nosotros: “Porque a los que antes conoció, también los predestinó para que fuesen hechos conforme a la imagen de su Hijo, para que ‘El sea el primogénito entre muchos hermanos” (Rm 8,29).
Aunque todavía en esperanza, ya contemplamos en esta vida el rostro de Dios y, por tanto, ya participamos del ser de Dios en calidad de hijos suyos: somos hijos en el Hijo, en Cristo, y, como Cristo, somos puros, limpios de corazón y santos como Él. Esta realidad cambia de raíz nuestra vida, puesto que el pecado ya no cabe en nosotros: “Todo el que ha nacido de Dios no comete pecado, porque su germen permanece en él; y no puede pecar porque ha nacido de Dios” (1 Jn 3,9).
Aclamación al Evangelio
Aleluya, aleluya, aleluya. Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados –dice el Señor–, y yo os aliviaré.
En los momentos de desánimo, oscuridad o desasosiego, acudimos a los amigos y con ello estamos obedeciendo al Señor que quiere que nos ayudemos unos a otros: “Confortaos mutuamente y edificaos los unos a otros, como ya lo hacéis” (1Tes 5,11). Pero no olvidemos que es el Señor el que realmente nos ayuda, ya sea directamente, ya sea a través de nuestros hermanos. Es Dios el que nos reconforta en los momentos de debilidad y el que nos anima cuando nos hundimos en la tristeza o el pesimismo. “Cuando ya nadie me escucha, Dios todavía me escucha. Cuando ya no puedo hablar con nadie ni invocar a nadie, siempre puedo hablar con Dios. Si ya no hay nadie que pueda ayudarme, Él puede ayudarme. Si me veo relegado a la extrema soledad...; el que reza nunca está totalmente solo.” (Benedicto XVI, Spe salvi, 32).
Lectura del santo evangelio según san Mateo - (Mt 5,1-12a)
En aquel tiempo, al ver Jesús el gentío, subió al monte, se sentó y se acercaron sus discípulos; y, abriendo su boca, les enseñaba diciendo: «Bienaventurados los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos. Bienaventurados los mansos, porque ellos heredarán la tierra. Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos quedarán saciados. Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia. Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios. Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos. Bienaventurados vosotros cuando os insulten y os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo».
Estos primeros versículos del capítulo 5 del Evangelio de San Mateo -las bienaventuranzas- constituyen el exordio o la introducción del Sermón de la Montaña, recogido también, aunque con ligeras variantes, en el Evangelio de San Lucas. Se trata de la Carta Magna del Reino mesiánico y la culminación de la Ley antigua, dada por Dios a Moisés en el Monte Sinaí. Si en ésta, escrita en tablas de piedra, Dios se sirvió de intermediarios -de Moisés-, ahora es el mismo Hijo de Dios el que, como supremo legislador, se comunica directamente con los hombres para hablarles de un Dios amoroso y cercano, de un Dios que se desvive por todos sus hijos, especialmente por los pobres, los humildes y los atribulados.
La profunda enseñanza que encierran las bienaventuranzas no es sólo para los discípulos más próximos a Jesús, sino para todos los hombres que quieran formar parte de su Reino. Este es el motivo por el que la Iglesia las ha puesto en la lectura evangélica de la Festividad de Todos los Santos: para indicarnos que éste es el camino que han seguido todos ellos -los canonizados y los no canonizados- a lo largo de los siglos, y éste es el camino que debemos seguir todos los cristianos, que, como ellos hemos sido llamados a la santidad.
San Gregorio de Nisa compara las bienaventuranzas a una escalera que sube hasta el cielo. Las tres primeras, que llaman felices a los pobres, a los mansos y a los humildes, son los tres primeros escalones. El mundo pone la felicidad en las riquezas, en los honores y en los placeres; Cristo nos dice que estas cosas pueden ser un obstáculo para la verdadera felicidad: a las riquezas opone la pobreza y la confianza en un Dios Padre, que cuida de nosotros, como cuida de los lirios del campo y alimenta a las aves del cielo (Mt 6,26-27); a los honores que nos ofrece el mundo opone la humildad y la mansedumbre; a los placeres mundanos, “las lágrimas del sufrimiento y la penitencia”. Las tres siguientes son tres principios para nuestra relación con Dios, con los demás y con nosotros mismos: tienen hambre de justicia y, por ello, serán saciados, quienes se esfuerzan con todo su ser para que se cumpla en todo la voluntad de Dios; son acogidos en el regazo amoroso de Dios los que se ejercitan en amar a los demás como a sí mismos; contemplan el rostro de Dios quienes no entretienen su corazón en cosas vacías, sino en Dios y en su mensaje, viendo el mundo y los hombres desde la óptica del Evangelio. La cima de la escalera son las dos últimas. Serán llamados hijos de Dios quienes se esfuercen por el establecimiento de la paz en nuestras relaciones con Él, mediante la recepción de su perdón y la vida de la gracia, y en nuestras relaciones con los demás, a través del ejercicio de la caridad y de la fraternidad en Cristo; disfrutarán, por último, de una alegría indescriptible quienes, por defender la causa de Cristo, son perseguidos, insultados y calumniados en este mundo.
[Estas ideas, referidas al pensamiento de San Gregorio de Nisa, han sido extraídas de forma libre del Comentario a la Sagrada Escritura de los profesores de la Compañía de Jesús, BAC, Tomo 1 del Nuevo Testamento, págs. 53-54).
“Quien las lee atentamente descubre que las Bienaventuranzas son como una velada biografía interior de Jesús, como un retrato de su figura. Él, que no tiene donde reclinar la cabeza (cf. Mt 8, 20), es el auténtico pobre; Él, que puede decir de sí mismo: Venid a mí, porque soy sencillo y humilde de corazón (cf. Mt 11, 29), es el realmente humilde; Él es verdaderamente puro de corazón y por eso contempla a Dios sin cesar. Es constructor de paz, es aquél que sufre por amor de Dios: en las Bienaventuranzas se manifiesta el misterio de Cristo mismo, y nos llaman a entrar en comunión con El” (Benedicto XVI, Jesús de Nazaret I, cap. IV, Ap. 1)
Oración sobre las ofrendas
Sean agradables a tus ojos, Señor, los dones que te ofrecemos en honor de todos los santos, y haz que sintamos interceder por nuestra salvación a los que creemos ya seguros en la vida eterna. Por Jesucristo, nuestro Señor.
En la oración del ofertorio manifestamos nuestro deseo de que nuestras ofrendas -nuestras preocupaciones, ilusiones, deseos y sufrimientos-, unidas al pan y al vino, preparados para convertirse en el cuerpo y la sangre de Cristo, sean del agrado del Señor. Con estas ofrendas honramos hoy la memoria de todos los que, habiendo vivido esta vida en la fe y en la esperanza del Reino, se encuentran ya en la Casa del Padre, ejercitando por toda la eternidad la virtud que siempre permanece: el amor. De todos ellos pedimos al Señor su intercesión para que también nosotros lleguemos al lugar en el que ellos se encuentran, en el que, como ellos, estaremos al resguardo de todo peligro que pueda apartarnos de Dios.
Antífona de comunión
Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios. Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos.
Oración después de la comunión
Te adoramos y admiramos, oh, Dios, el solo Santo entre todos los santos, e imploramos tu gracia para que, realizando nuestra santidad en la plenitud de tu amor, pasemos de esta mesa de los que peregrinamos, al banquete de la patria celestial. Por Jesucristo, nuestro Señor.
Nos hemos alimentado de Cristo, el verdadero maná que nos fortalece en nuestro camino hacia la verdadera tierra prometida. Asombrados por las maravillas que ha realizado y sigue realizando con los hombres, pedimos devotamente al Señor que la fuerza de su gracia nos santifique plenamente en el amor: así, esta Eucaristía en la que, como peregrinos, hemos convivido fraternalmente, será realmente un anticipo del banquete que disfrutaremos en nuestra patria definitiva.