Solemnidad de todos los Santo

Solemnidad de todos los Santos

Antífona de entrada

Alegrémonos todos en el Señor al celebrar este día de fiesta en honor de todos los santos. Los ángeles se alegran de esta solemnidad y alaban a una al Hijo de Dios.

          “Alegraos siempre en el Señor; de nuevo os digo, alegraos”, dice San Pablo a los Filipenses, preparándolos para la pronta venida del Señor. Hoy nosotros nos invitamos unos a otros a alegrarnos en la celebración de la memoria de los discípulos de Cristo que han llegado ya a la Casa del Padre. Los ángeles se solidarizan con nosotros y, uniéndose a nuestro gozo, alaban y dan gracias a Dios por la victoria de Cristo, el Cordero inmolado, sobre el pecado y sobre la muerte.

 Oración colecta

 Dios todopoderoso y eterno, que nos has otorgado venerar en una misma celebración los méritos de todos los santos, concédenos, por esta multitud de intercesores, la deseada abundancia de tu misericordia. Por nuestro Señor Jesucristo.

 La Iglesia, nuestra madre, ha querido que veneremos hoy en una única celebración los mėritos de todos los Santos”. Al Dios, que todo lo puede y que es el mismo ayer, hoy y por los siglos, nos dirigimos pidiéndole que, ante tantos intercesores, nos colme de su amor misericordioso para que, por los méritos de Jesucristo (en su victoria sobre la muerte y sobre el pecado), alcancemos, como ellos, la santidad y la perfección a las que estamos llamados.

 Lectura del libro del Apocalipsis 7,2-4. 9-14

 Yo, Juan, vi a otro ángel que subía del oriente llevando el sello del Dios vivo. Gritó con voz potente a los cuatro ángeles encargados de dañar a la tierra y al mar, diciéndoles: «No dañéis a la tierra ni al mar ni a los árboles hasta que sellemos en la frente a los siervos de nuestro Dios». Oí también el número de los sellados, ciento cuarenta y cuatro mil, de todas las tribus de Israel. Después de esto vi una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de todas las naciones, razas, pueblos y lenguas, de pie delante del trono y delante del Cordero, vestidos con vestiduras blancas y con palmas en sus manos. Y gritan con voz potente: «¡La victoria es de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del Cordero!» Y todos los ángeles que estaban de pie alrededor del trono y de los ancianos y de los cuatro vivientes cayeron rostro a tierra ante el trono, y adoraron a Dios, diciendo: «Amén. La alabanza y la gloria y la sabiduría y la acción de gracias y el honor y el poder y la fuerza son de nuestro Dios, por los siglos de los siglos. Amén». Y uno de los ancianos me dijo: «Estos que están vestidos con vestiduras blancas, ¿quiénes son y de dónde han venido?» Yo le respondí: «Señor mío, tú lo sabrás». Él me respondió: «Estos son los que vienen de la gran tribulación: han lavado y blanqueado sus vestiduras en la sangre del Cordero».

Un ángel sube al cielo desde el lugar en que nace el sol. Lleva un sello en la mano y grita con fuerza a los cuatro ángeles, situados en los cuatro horizontes del mundo, que no dañen a la tierra ni al mar hasta que él no haya marcado en la frente “a los siervos de nuestro Dios”. [En la antigüedad los marcados con un sello pasan a ser propiedad del dueño del mismo]. La escena se parece a otra que nos cuenta el profeta Ezequiel, en la que mandan grabar la letra hebrea “tau” en la frente de los buenos israelitas para librarles del castigo reservado a los israelitas infieles. San Juan no ve la forma como fueron marcados, pero oye que fueron ciento cuarenta mil, un número representativo de las doce tribus de Israel, doce mil por cada tribu -así se detalla en los cuatro siguientes versículos, omitidos en esta lectura-.

Seguidamente, una multitud inmensa de personas de todos los pueblos, razas y naciones, todas vestidas de blanco, como corresponde a la santidad que transparentan, y todas con palmas en las manos, proclaman con fuertes gritos que han sido salvadas por el que está sentado en el trono y por el Cordero.

Al momento, todos los ángeles del cielo, uniéndose a la multitud, postrados en tierra alrededor del trono, de los ancianos y de los cuatro vivientes, alaban, honran, glorifican y dan gracias al Señor que, con su sabiduría, su poder y su fuerza, les ha conseguido la victoria.

Uno de los ancianos informa a Juan que todos los que visten de blanco acaban de llegar de la gran tribulación, en la que han sido purificados por la sangre del Cordero al unir sus sufrimientos a los padecimientos de Cristo. Todos han muerto con Él y ya viven con Él (Rm 6,8); todos han sufrido con Él y ya reinan con Él (2 Tm 2,12).

Sin duda, la Iglesia pone este pasaje bíblico a nuestra consideración para nuestro aprovechamiento espiritual. Los que, en la primera visión, fueron sellados podemos ser nosotros, que formamos el nuevo pueblo de Dios y que, al ser injertados a Cristo en el bautismo, hemos sido marcados con el Espíritu Santo para ser propiedad del Señor.En él (en Cristo) también vosotros, tras haber oído la Palabra de la verdad, el Evangelio de vuestra salvación, y creído también en él, fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la Promesa" (Ef 1,13). Desde ese momento, ya no nos pertenecemos; nuestra vida no es nuestra, sino de Aquel que nos amó y murió por nosotros; a partir de ahora, mis criterios, planes y deseos son los criterios, los planes y los deseos de Dios sobre mí. “Quien ama su vida la perderá y quien aborrece su vida en este mundo la guardará para la vida eterna” (Jn 12,15) .

Como proclamaba aquella multitud enfervorizada delante del trono de Dios, también nosotros, que estamos llamados a ser santos, gritamos que nuestra salvación no viene de nuestros méritos, sino de los méritos del Señor, que sufrió y murió por nosotros. “¡La victoria es de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del Cordero!”.

Quizá tenemos asumido que la santidad plena no va con nosotros, sino con los obispos, los sacerdotes, los frailes, las monjas y los misioneros; que a nosotros nos basta y nos sobra con ser buenas personas y limitarnos a cumplir el precepto dominical y los mandamientos más básicos de la Iglesia; que eso de ser santos es para otros, no para mí. Ello es rotundamente falso. Todos estamos llamados a ser santos y a ser perfectos, cada uno desde la situación, circunstancias y lugar en que le ha tocado vivir. A todos se nos concede la gracia de tener intimidad con el Señor a través de la oración, aunque el modo de llevarlo a la práctica pueda ser distinto del de los sacerdotes o las personas de vida consagrada; a todos nos concierne la propagación del Evangelio que, en cualquier caso, debemos llevar a cabo desde nuestro compromiso y testimonio cristianos, sin tener necesariamente que marchar a tierra de misión; a todos nos apremia el mandato del amor, que debemos de practicarlo en el servicio desinteresado a los más necesitados, aunque, por distintas circunstancias, no militemos en ninguna organización caritativa; todos tenemos que dar razón de nuestra fe y de nuestra esperanza, aunque no estemos dedicados al apostolado de manera oficial. Todos estamos llamados a la perfección y a la santidad: “Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto”  (Mt 5,48); “Sed santos porque yo soy santo” (1 Pedro 1,16).

 Salmo responsorial - Salmo 23

Esta es la generación que busca tu rostro, Señor.

Del Señor es la tierra y cuanto la llena, el orbe y todos sus habitantes: él la fundó sobre los mares, él la afianzó sobre los ríos.

          El salmista proclama el señorío de Dios sobre el universo, señorío del que goza con todo derecho, pues todo ha sido creado por Él: Él ha asentado la tierra sobre los mares y sobre los ríos, es decir, sobre el agua, un hecho que, al pensar de los antiguos, demuestran la existencia de pozos subterráneos y los manantiales que brotan del interior de tierra. Lo entendían como una manifestación más de la sabiduría y el poder de Dios, que hace flotar la tierra sobre un elemento tan móvil y tan poco resistente como el agua. Ante este poder y sabiduría de Dios, al hombre no le queda más que reconocer su soberanía sobre “la tierra y todo cuanto la llena”. Mientras los demás pueblos y religiones atribuían a distintas divinidades las diversas manifestaciones de la naturaleza, el salmista proclama la soberanía total del único Dios sobre todas ellas, una señal inequívoca del monoteísmo de Israel.

¿Quién puede subir al monte del Señor? ¿Quién puede estar en el recinto sacro? El hombre de manos inocentes y puro corazón, que no confía en los ídolos.

          La santidad del templo exige una pureza moral, en consonancia con la santidad del Señor que lo habita. Tres condiciones deben darse, según el salmista, para acercarse al santuario y permanecer en él: a) tener las manos limpias y libres de toda acción violenta y atropello, b) vivir con un corazón exento de turbias intenciones y c) rechazar todo contacto con los ídolos, un rechazo de la complicidad con las vanidades de este mundo, las cuales, como los ídolos, prometen y no dan, tienen un aspecto agradable por fuera y están vacías en su interior.

Ese recibirá la bendición del Señor, le hará justicia el Dios de salvación. Esta es la generación que busca al Señor, que busca tu rostro, Dios de Jacob.

          El que se acerque al Señor en estas condiciones conseguirá su bendición y su salvación (justicia), será colmado con todas las riquezas que el Señor promete a los que le buscan con sincero corazón y formará parte de esa muchedumbre ingente que, vestidos con la blancura de la santidad y portando en sus manos la palma de la victoria, contemplan el rostro radiante de Dios y gritan con voz atronadora: «¡La victoria es de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del Cordero!». Los fieles que se acerquen al Señor en estas condiciones forman parte de la generación de los que verdaderamente le buscan y aspiran a ver su rostro que es la manifestación radiante de su benevolencia.

 

 Lectura de la primera carta del apóstol sanJuan 3,1-3

Queridos hermanos: Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos! El mundo no nos conoce porque no lo conoció a él. Queridos, ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es. Todo el que tiene esta esperanza en él se purifica a sí mismo, como él es puro.

Fuertemente impresionado, San Juan manifiesta su asombro ante la gran verdad de que Dios, no sólo nos ha salvado, sino que nos hecho de su misma familia. Ha tenido ciertamente un rasgo de deferencia con nosotros, llamándonos sus hijos, pero la realidad supera todo lo demás: nos ha hecho realmente sus hijos. Es verdad que el mundo no nos ve como tales, pero ya nos advirtió Jesús: “Si fuerais del mundo, el mundo amaría lo suyo; pero, como no sois del mundo, porque yo, al elegiros, os he sacado del mundo, por eso os odia el mundo" (Jn 15,19).

Es Dios mismo, en su trinidad de personas, quien nos confirma nuestra filiación divina: 

El Padre: “Yo seré para vosotros Padre, y vosotros me seréis hijos e hijas, dice el Señor Todopoderoso” (2 Cor 6,18);

el Hijo: “Por eso no se avergüenza de llamarles hermanos cuando dice ‘Anunciaré tu nombre a mis hermanos’” (Heb 2,11-12);

el Espíritu Santo: “El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu, de que somos hijos De Dios” (Rm 8,16).

          San Juan sigue sorprendiéndonos: somos realmente hijos de Dios y, aunque no conocemos con exactitud las últimas consecuencias de esta grandiosa verdad, nos descubre algo muy importante sobre nuestro futuro, en el que seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es, es decir -digámoslo sin rodeos-, seremos Dios como Él, pues, al contemplar cara a cara su rostro, que es la Luz, quedaremos iluminados de tal manera, que nos convertiremos, como Él, en luz. “Contemplad su rostro y quedaréis radiantes” (Salmo 34). Esta semejanza con Dios pertenece al plan providencial que, desde siempre, Dios tiene sobre nosotros: “Porque a los que antes conoció, también los predestinó para que fuesen hechos conforme a la imagen de su Hijo, para que ‘El sea el primogénito entre muchos hermanos” (Rm 8,29).

          Aunque todavía en esperanza, ya contemplamos en esta vida el rostro de Dios y, por tanto, ya participamos del ser de Dios en calidad de hijos suyos: somos hijos en el Hijo, en Cristo, y, como Cristo, somos puros, limpios de corazón y santos como Él. Esta realidad cambia de raíz nuestra vida, puesto que el pecado ya no cabe en nosotros: “Todo el que ha nacido de Dios no comete pecado, porque su germen permanece en él; y no puede pecar porque ha nacido de Dios” (1 Jn 3,9).

 Aclamación al Evangelio

          Aleluya, aleluya, aleluya. Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados –dice el Señor–, y yo os aliviaré.

En los momentos de desánimo, oscuridad o desasosiego, acudimos a los amigos y con ello estamos obedeciendo al Señor que quiere que nos ayudemos unos a otros: “Confortaos mutuamente y edificaos los unos a otros, como ya lo hacéis” (1Tes 5,11). Pero no olvidemos que es el Señor el que realmente nos ayuda, ya sea directamente, ya sea a través de nuestros hermanos. Es Dios el que nos reconforta en los momentos de debilidad y el que nos anima cuando nos hundimos en la tristeza o el pesimismo. “Cuando ya nadie me escucha, Dios todavía me escucha. Cuando ya no puedo hablar con nadie ni invocar a nadie, siempre puedo hablar con Dios. Si ya no hay nadie que pueda ayudarme, Él puede ayudarme. Si me veo relegado a la extrema soledad...; el que reza nunca está totalmente solo.” (Benedicto XVI, Spe salvi, 32).

 Lectura del santo evangelio según san Mateo - (Mt 5,1-12a)

En aquel tiempo, al ver Jesús el gentío, subió al monte, se sentó y se acercaron sus discípulos; y, abriendo su boca, les enseñaba diciendo: «Bienaventurados los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos. Bienaventurados los mansos, porque ellos heredarán la tierra. Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos quedarán saciados. Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia. Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios. Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos. Bienaventurados vosotros cuando os insulten y os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo».

Estos primeros versículos del capítulo 5 del Evangelio de San Mateo -las bienaventuranzas- constituyen el exordio o la introducción del Sermón de la Montaña, recogido también, aunque con ligeras variantes, en el Evangelio de San Lucas. Se trata de la Carta Magna del Reino mesiánico y la culminación de la Ley antigua, dada por Dios a Moisés en el Monte Sinaí. Si en ésta, escrita en tablas de piedra, Dios se sirvió de intermediarios -de Moisés-, ahora es el mismo Hijo de Dios el que, como supremo legislador, se comunica directamente con los hombres para hablarles de un Dios amoroso y cercano, de un Dios que se desvive por todos sus hijos, especialmente por los pobres, los humildes y los atribulados.

La profunda enseñanza que encierran las bienaventuranzas no es sólo para los discípulos más próximos a Jesús, sino para todos los hombres que quieran formar parte de su Reino. Este es el motivo por el que la Iglesia las ha puesto en la lectura evangélica de la Festividad de Todos los Santos: para indicarnos que éste es el camino que han seguido todos ellos -los canonizados y los no canonizados- a lo largo de los siglos, y éste es el camino que debemos seguir todos los cristianos, que, como ellos hemos sido llamados a la santidad.

San Gregorio de Nisa compara las bienaventuranzas a una escalera que sube hasta el cielo. Las tres primeras, que llaman felices a los pobres, a los mansos y a los humildes, son los tres primeros escalones. El mundo pone la felicidad en las riquezas, en los honores y en los placeres; Cristo nos dice que estas cosas pueden ser un obstáculo para la verdadera felicidad: a las riquezas opone la pobreza y la confianza en un Dios Padre, que cuida de nosotros, como cuida de los lirios del campo y alimenta a las aves del cielo (Mt 6,26-27); a los honores que nos ofrece el mundo opone la humildad y la mansedumbre; a los placeres mundanos, “las lágrimas del sufrimiento y la penitencia”. Las tres siguientes son tres principios para nuestra relación con Dios, con los demás y con nosotros mismos: tienen hambre de justicia y, por ello, serán saciados, quienes se esfuerzan con todo su ser para que se cumpla en todo la voluntad de Dios; son acogidos en el regazo amoroso de Dios los que se ejercitan en amar a los demás como a sí mismos; contemplan el rostro de Dios quienes no entretienen su corazón en cosas vacías, sino en Dios y en su mensaje, viendo el mundo y los hombres desde la óptica del Evangelio. La cima de la escalera son las dos últimas. Serán llamados hijos de Dios quienes se esfuercen por el establecimiento de la paz en nuestras relaciones con Él, mediante la recepción de su perdón y la vida de la gracia, y en nuestras relaciones con los demás, a través del ejercicio de la caridad y de la fraternidad en Cristo; disfrutarán, por último, de una alegría indescriptible quienes, por defender la causa de Cristo, son perseguidos, insultados y calumniados en este mundo.

[Estas ideas, referidas al pensamiento de San Gregorio de Nisa, han sido extraídas de forma libre del Comentario a la Sagrada Escritura de los profesores de la Compañía de Jesús, BAC, Tomo 1 del Nuevo Testamento, págs. 53-54).

 “Quien las lee atentamente descubre que las Bienaventuranzas son como una velada biografía interior de Jesús, como un retrato de su figura. Él, que no tiene donde reclinar la cabeza (cf. Mt 8, 20), es el auténtico pobre; Él, que puede decir de sí mismo: Venid a mí, porque soy sencillo y humilde de corazón (cf. Mt 11, 29), es el realmente humilde; Él es verdaderamente puro de corazón y por eso contempla a Dios sin cesar. Es constructor de paz, es aquél que sufre por amor de Dios: en las Bienaventuranzas se manifiesta el misterio de Cristo mismo, y nos llaman a entrar en comunión con El” (Benedicto XVI, Jesús de Nazaret I, cap. IV, Ap. 1)

 Oración sobre las ofrendas

Sean agradables a tus ojos, Señor, los dones que te ofrecemos en honor de todos los santos, y haz que sintamos interceder por nuestra salvación a los que creemos ya seguros en la vida eterna. Por Jesucristo, nuestro Señor.

En la oración del ofertorio manifestamos nuestro deseo de que nuestras ofrendas -nuestras preocupaciones, ilusiones, deseos y sufrimientos-, unidas al pan y al vino, preparados para convertirse en el cuerpo y la sangre de Cristo, sean del agrado del Señor. Con estas ofrendas honramos hoy la memoria de todos los que, habiendo vivido esta vida en la fe y en la esperanza del Reino, se encuentran ya en la Casa del Padre, ejercitando por toda la eternidad la virtud que siempre permanece: el amor. De todos ellos pedimos al Señor su intercesión para que también nosotros lleguemos al lugar en el que ellos se encuentran, en el que, como ellos, estaremos al resguardo de todo peligro que pueda apartarnos de Dios.

Antífona de comunión

Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios. Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos. 

Oración después de la comunión

Te adoramos y admiramos, oh, Dios, el solo Santo entre todos los santos, e imploramos tu gracia para que, realizando nuestra santidad en la plenitud de tu amor, pasemos de esta mesa de los que peregrinamos, al banquete de la patria celestial. Por Jesucristo, nuestro Señor.

Nos hemos alimentado de Cristo, el verdadero maná que nos fortalece en nuestro camino hacia la verdadera tierra prometida. Asombrados por las maravillas que ha realizado y sigue realizando con los hombres, pedimos devotamente al Señor que la fuerza de su gracia nos santifique plenamente en el amor: así, esta Eucaristía en la que, como peregrinos, hemos convivido fraternalmente, será realmente un anticipo del banquete que disfrutaremos en nuestra patria definitiva.

 

 

Domingo 30 del Tiempo Ordinario - Ciclo A

Domingo 30 del Tiempo Ordinario - Ciclo A

 Antífona de entrada

 Que se alegren los que buscan al Señor. Recurrid al Señor y a su poder, buscad continuamente su rostro (Sal 104,3-4).

  En la antífona de entrada el salmista nos invita a buscar nuestro gozo en el Señor, el gozo que, en medio de las persecuciones, privaciones e insultos por Cristo, le hacía decir a San Pablo: “cuando soy débil, entonces soy fuerte” (2 Cor 12,10); a no apoyarnos en nuestras propias fuerzas, sino en la fuerza y el poder del Señor que, a través de su Espíritu, acude siempre en ayuda de nuestra debilidad (Rm 8,26): “Todo lo puedo en aquel que me conforta(Fil 4,13); y a no distraernos en los enredos de este mundo, sino a procurar estar en todo momento en la presencia del Señor y mirarle solo a Él: “Contemplad su rostro y quedaréis radiantes(Sal 34).

Oración colecta

             Dios todopoderoso y eterno, aumenta nuestra fe, esperanza y caridad, y, para que merezcamos conseguir lo que prometes, concédenos amar tus preceptos. Por nuestro Señor Jesucristo.

Al que todo lo puede, y está por encima de todo tiempo y lugar, suplicamos con humildad que nuestra manera de ver y entender las cosas se conforme cada vez a su entendimiento divino (fe), que acreciente nuestro deseo de estar en su presencia para empezar a gozar ya desde ahora de los bienes del cielo (esperanza) y que ensanche nuestra capacidad de amarle sobre todas las cosas y a nuestro prójimo como a nosotros mismos (caridad). Desde nuestro interés por vivir estas virtudes, pedimos al Señor que “incline nuestro corazón a sus preceptos” (Sal 119,36) para poder merecer el gozo de disfrutar en plenitud de la vida eterna que nos tiene prometida.

 Lectura del libro del Éxodo, 22,20-26

 Esto dice el Señor: «No maltratarás ni oprimirás al emigrante, pues emigrantes fuisteis vosotros en la tierra de Egipto. No explotarás a viudas ni a huérfanos. Si los explotas y gritan a mí, yo escucharé su clamor, se encenderá mi ira y os mataré a espada; vuestras mujeres quedarán viudas y vuestros hijos huérfanos. Si prestas dinero a alguien de mi pueblo, a un pobre que habita contigo, no serás con él un usurero cargándole intereses. Si tomas en prenda el manto de tu prójimo, se lo devolverás antes de ponerse el sol, porque no tiene otro vestido para cubrir su cuerpo, ¿y dónde, si no, se va a acostar? Si grita a mí, yo lo escucharé, porque yo soy compasivo».

 En este texto, escrito a finales del siglo VIII a. C. apreciamos que Israel tenía ya una concepción de Dios y una manera de entender las relaciones humanas muy superiores desde el punto de vista moral a las de las religiones y pueblos que rodeaban el mundo de la Biblia. Con este y otros fragmentos del libro del Éxodo se iniciaba o continuaba el proceso de revelación que culminaría en la manifestación completa y definitiva del Dios de Jesucristo, un Dios que se revela como amor incondicional a los hombres y que exige a los que quieran participar en su amistad que lleven a la práctica este amor. El legislador tiene una especial preocupación por proteger a los débiles y a los desamparados, como son los extranjeros, los huérfanos y las viudas, preocupación que, en los profetas, será una característica fundamental de la vida religiosa y condición necesaria para obtener la benevolencia divina.

  Recordándoles la experiencia de haber vivido como extranjeros en Egipto, el Señor ordena a los israelitas que no opriman a los que, sin pertenecer al pueblo, viven entre ellos -una circunstancia que reviste una especial actualidad entre nosotros-; que no exploten a las personas que desamparadas, como son las viudas y los huérfanos; que no sean usureros, cargando de intereses a los pobres a quienes prestan dinero, y que, si, al prestar dinero, toman como prenda el manto del necesitado, se lo devuelvan antes de la noche para que puedan arroparse durante el descanso nocturno.

 En estas órdenes del Señor está perfectamente retratado el nivel de vida que tenía en aquellos tiempos el pueblo elegido, una situación económica y social en la que proliferaban las personas que, huyendo de sus países de origen por motivos de guerra o por necesidades económicas, se asentaban en Palestina para poder sobrevivir; unas circunstancias en las quedaban totalmente desamparadas, por el fallecimiento del padre de familia, muchas mujeres e hijos. En tiempos en los que no existía ninguna organización de previsión social en favor de estas personas desventuradas, estas leyes eran la única salvaguardia de sus derechos más perentorios y fundamentales. De ellas brota la moral religiosa de Israel, que siempre se distinguió por la preocupación de los intereses sociales de la comunidad. Ello los apreciamos en los salmos y en otros pasajes del Antiguo Testamento. “El Señor protege al extranjero y sostiene al huérfano y a la viuda, pero frustra los planes de los impíos” (Salmo 146,9); “Aprendan a hacer el bien! ¡Busquen la justicia y reprendan al opresor! ¡Aboguen por el huérfano y defiendan a la viuda!” (Isaías 68,4-5).

 La reacción de Dios ante el grito de los oprimidos nos puede escandalizar y resultar escandalosa: Dios no sería bueno si penalizase a personas que no son en absoluto responsables del delito cometido por un opresor, como son los hijos o la mujer del mismo. Para interpretar correctamente este fragmento bíblico debemos considerar el contexto de la rudimentaria civilización de los pueblos antiguos: probablemente era esta la única forma que tenía el escritor sagrado de manifestar la gravedad de estos comportamientos, a todas luces, inhumanos, con el fin de moralizar la sociedad y justificar que el amor de Dios debe ser compatible con su justicia.

 Salmo responsoriales, 17)

  Yo te amo, Señor; tú eres mi fortaleza.

 

 1) Yo te amo, Señor; tú eres mi fortaleza; Señor, mi roca, mi alcázar, mi libertador.

  2) Dios mío, peña mía, refugio mío, escudo mío, mi fuerza salvadora, mi baluarte. Invoco al Señor de mi alabanza y quedo libre de mis enemigos.

 3) Viva el Señor, bendita sea mi Roca, sea ensalzado mi Dios y Salvador: Tú diste gran victoria a tu rey, tuviste misericordia de tu ungido.

 En estos versículos del salmo 17, uno de los más extensos del Salterio, David, sintiéndose en deuda con el Señor, le declara directamente su amor por haber sido clemente con él, por haberle librado tantas veces de sus enemigos y por haberle dado la victoria como ungido y rey de Israel.

 El Señor le ha dado las fuerzas para persistir en la lucha contra sus enemigos; ha sido para él la roca a la que se ha agarrado para no hundirse en los abismos del pecado; en el Señor se ha refugiado cuando huía de los que lo perseguían; el Señor ha ido por delante en la batalla limpiándole el campo de enemigos.

 En un mundo plagado de dioses lo invoca como su Dios y su Salvador, buscando términos que se aproximen a lo que piensa y siente de Él, con la seguridad de que lo seguirá ayudando: “Peña mía, refugio mío, escudo mío, mi fuerza salvadora, mi baluarte”.

  Nosotros hacemos nuestras estas manifestaciones del salmista y, como él, nos dirigimos al Señor, declarándole nuestro amor, un amor que es respuesta al amor de quien nos ha amado primero: “En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a nosotros, y envió a su Hijo en propiciación por nuestros pecados” (1 Jn 4,10).

 El amor de Dios es, igual que para David, la fuerza que nos sostiene, la energía que nos levanta de nuestras caídas y el poder que nos anima en nuestros cansancios; el amor de Dios es la roca a la que nos asimos para no naufragar en el letal egoísmo y en el sinsentido; el amor de Dios es el lugar donde nos escondemos para, desde allí, actuar con un corazón limpio de malas intenciones; el amor de Dios es lo que hace que seamos nosotros mismos.

 Invoquemos, como David, al Señor, con la confianza de que nos seguirá ayudando, pues sabemos que en Jesús, nuestro Rey y el Ungido de Dios por excelencia, hemos vencido todos. “En el mundo tendréis aflicción; pero confiad, yo he vencido al mundo”, nos dice Jesús (Jn 16,33)

Lectura de la primera carta del apóstol san Pablo a los Tesalonicenses, 1,5c-10

  Hermanos: Sabéis cómo nos comportamos entre vosotros para vuestro bien. Y vosotros seguisteis nuestro ejemplo y el del Señor, acogiendo la Palabra en medio de una gran tribulación, con la alegría del Espíritu Santo. Así llegasteis a ser un modelo para todos los creyentes de Macedonia y de Acaya. No solo ha resonado la palabra del Señor en Macedonia y en Acaya desde vuestra comunidad, sino que además vuestra fe en Dios se ha difundido por doquier, de modo que nosotros no teníamos necesidad de explicar nada, ya que ellos mismos cuentan los detalles de la visita que os hicimos: cómo os convertisteis a Dios, abandonando los ídolos, para servir al Dios vivo y verdadero, y vivir aguardando la vuelta de su Hijo Jesús desde el cielo, a quien ha resucitado de entre los muertos y que nos libra del castigo futuro.

 Después de recordar el comportamiento que, tanto él como sus acompañantes, tuvieron con los tesalonicenses, cuando les anunciaron el Evangelio por primera vez, les elogia por haber seguido su ejemplo, acogiendo la Palabra en medio de la tribulación por la que estaban pasando. Es lo que le pasó a él que, en medio de las incontables momentos de dificultad y persecución, se mantenía gozoso en el Señor. Con este sentimiento de alegría, a pesar de la tribulación por la que pasaban, imitaban también al Señor que, clavado en la cruz, rogaba al Padre que perdonase a los que perpetraban tan horrendo crimen. 

Desde nuestra forma natural de pensar no parecen muy compatibles la alegría y el sufrimiento a la vez en una misma persona: si alguien está sufriendo, no puede al mismo tiempo sentir alegría. Esta compatibilidad se daba, sin embargo, en los mártires, que iban a la muerte cantando salmos al Señor, y se da en los santos, pasados y actuales, que, uniendo sus sufrimientos a los padecimientos de Cristo, se sienten gozosos y felices porque participan de su victoria: “Si con Él sufrimos, reinaremos con Él” (2 Tim 2,12). Esto es también lo que les pasaba a los nuevos cristianos de Tesalónica que, a pesar de sufrir una dura persecución por parte de la comunidad judía de esa ciudad, les mantenía alegres la fuerza interior del Espíritu Santo y hacían realidad la bienaventuranza del Señor: “Felices los que lloran porque ellos serán consolados” (Mt 5,4).

 “Vuestra fe en Dios se ha difundido por doquier”

Los tesalonicenses no se dedicaron a transmitir el Evangelio activa y directamente, como hacía San Pablo, y, sin embargo, contribuyeron a su propagación mediante una vida vivida según Dios: fue -así lo leíamos el pasado domingo- por la fuerza de su fe, por su esperanza puesta en Cristo y por el vigor de su caridad, por lo que sentían admiración cuantos les visitaban. Su comportamiento era una verdadera luz que iluminaba aquel mundo sin esperanza. De esta forma llevaron a la práctica la recomendación del Señor: “Alumbre así vuestra luz ante los hombres, que, al ver vuestras obras, glorifiquen a vuestro Padre celestial” (Mt 5,16).

 “Cómo os convertisteis a Dios, abandonando los ídolos, para servir al Dios vivo y verdadero”

En los dos últimos versículos de la lectura describe San Pablo el paso que dieron los tesalonicenses cuando, ante el mensaje esperanzador de Jesús, abandonaron los ídolos para servir al único Dios, vivo y verdadero, y esperar la vuelta del Señor resucitado para librarles de la muerte total y hacerles partícipe de un futuro luminoso. 

Transcribo algunos párrafos de la encíclica Spe salvi (salvados por la esperanza) de Benedicto XVI, que nos pueden ayudar a entender la situación de quienes aceptaban el Evangelio por primera vez. “El haber recibido como don una esperanza fiable fue determinante para la conciencia de los primeros cristianos, como se pone de manifiesto también cuando la existencia cristiana se compara con la vida anterior a la fe o con la situación de los seguidores de otras religiones. Pablo recuerda a los Efesios cómo, antes de su encuentro con Cristo, no tenían en el mundo «ni esperanza ni Dios» (Ef 2,12). Naturalmente, él sabía que habían tenido dioses, que habían tenido una religión, pero sus dioses se habían demostrado inciertos y de sus mitos contradictorios no surgía esperanza alguna. A pesar de los dioses, estaban «sin Dios» y, por consiguiente, se hallaban en un mundo oscuro ante un futuro sombrío”, (Benedicto XVI, Spe salvi, 2)

 En el mismo sentido les dice a los Tesalonicenses: «No os aflijáis como los hombres sin esperanza» (1 Ts 4,13). En este caso aparece también como elemento distintivo de los cristianos el hecho de que ellos tienen un futuro: no es que conozcan los pormenores de lo que les espera, pero saben que su vida, en conjunto, no acaba en el vacío”. (Benedicto XVI, Spe salvi, 2).

 “El Evangelio no es solamente una comunicación de cosas que se pueden saber, sino una comunicación que comporta hechos y cambia la vida. La puerta oscura del tiempo, del futuro, ha sido abierta de par en par. Quien tiene esperanza vive de otra manera; se le ha dado una vida nueva”. (Benedicto XVI, Spe salvi, 2).

 Aclamación al Evangelio

 Aleluya, aleluya, aleluya. El que me ama guardará mi palabra –dice el Señor–, y mi Padre lo amará, y vendremos a él.

            Cuando de verdad nos esforzamos en poner a Jesús en el centro de nuestra existencia, experimentamos una paz y una alegría que no dependen de las circunstancias externas ni de nuestro estado anímico: son señales ciertas que confirma la presencia divina en nuestro interior en medio, María chas veces, de las dificultades y tribulaciones que acontecen en nuestra vida.

Lectura del santo evangelio según san Mateo 22,34-40 

 En aquel tiempo, los fariseos, al oír que Jesús había hecho callar a los saduceos, se reunieron en un lugar y uno de ellos, un doctor de la ley, le preguntó para ponerlo a prueba: «Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de la ley?» Él le dijo: «“Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente”. Este mandamiento es el principal y primero. El segundo es semejante a él: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. En estos dos mandamientos se sostienen toda la Ley y los Profetas».

 A primera vista la respuesta de Jesús a los fariseos sobre cuál es el primer precepto de la ley no aporta ninguna novedad: los mismos fariseos podían haber contestado de la misma forma, ya que, siendo, por formación,  expertos en la Sagrada Escritura, conocían sin duda el pasaje del Deuteronomio, en el que se exhorta a amar al Señor con todo el corazón, con toda el alma y con toda la mente (Deut 6,5), y el del libro del Levítico, que manda amar al prójimo como a uno mismo (Lv 18,19).

Estos dos preceptos, el amor a Dios y el amor al prójimo, guardan desde el principio de la Revelación una íntima y estrecha relación. Así lo confirman la propia Ley mosaica, los profetas y, por supuesto, las enseñanzas de Jesús y de los apóstoles.

En efecto. En las tablas de la Ley los mandamientos concernientes a Dios son seguidos inmediatamente de los referidos al amor al prójimo ( ). Y cuando Moisés traslada las palabras de Dios al pueblo para que éste se conduzca conforme con la Alianza -lo hemos oído en la primera lectura-, se insiste principalmente en el comportamiento que se debe tener con el prójimo, especialmente con los más necesitados: los pobres, las viudas, los huérfanos, los inmigrantes: No maltratarás ni oprimirás al emigrante, pues emigrantes fuisteis vosotros en la tierra de Egipto. No explotarás a viudas ni a huérfanos. Si los explotas y gritan a mí, yo escucharé su clamor”.

Los profetas, por su parte, recalcan igualmente este lazo de unión entre uno y otro amor. Es el caso de Isaías que, hablando de las prácticas de piedad, aclara con rotundidad que el tipo de ayuno que Dios quiere es “desatar los lazos de maldad, deshacer las coyundas del yugo, dar la libertad a los quebrantados …” (Is 58,6). Igualmente, el profeta Miqueas indica al pueblo lo que Dios espera de él con estas palabras: “Se te ha declarado, hombre, lo que es bueno, lo que Yahveh reclama de ti: tan sólo practicar la equidad, amar la piedad y caminar humildemente con tu Dios” (Mi 6,8). Y cómo no mencionar aquella puntualización del profeta Oseas, citada en dos ocasiones por San Mateo en su evangelio: “Misericordia quiero y no sacrificio” (Os 6,6). Si Dios nos ha liberado de nuestras esclavitudes -ésta es la gran lección de la Ley y los Profetas, nosotros debemos convertirnos en libertadores de los demás.

          En su respuesta, Jesús une el amor a Dios y el amor al prójimo en un único precepto, en el que se resumen y sostienen todos los demás. Así lo manifiesta con total claridad en su discurso sobre el Juicio final: “En verdad os digo que cuanto hicisteis a unos de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis” (Mt 25,39-40). Mentimos -nos dirá el apóstol San Juan- cuando decimos que amamos a Dios y pasamos por alto el amor al prójimo, pues “quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve” (1 Jn 4,20). “La religión pura e intachable ante Dios Padre -escribe el apóstol Santiago- es ésta: visitar a los huérfanos y a las viudas en sus tribulaciones y conservarse incontaminado del mundo” (Sant 1,21). Y es que desde que Cristo se ha hecho uno de nosotros, ya no se puede establecer relación con el Padre, ignorando la relación que Él ha establecido con el hombre a través del hombre Jesús.

         ¿Significa ello que lo único que importa es el amor al prójimo, no siendo necesario el amor explícito a Dios? En absoluto. “El amor al prójimo -comenta Benedicto XVI- es un camino para encontrar también a Dios, y cerrar los ojos ante el prójimo nos convierte también en ciegos ante Dios” (Deus caritas est, 16).

   

 Oración sobre las ofrendas

 Mira, Señor, los dones que ofrecemos a tu majestad, para que redunde en tu mayor gloria cuanto se cumple con nuestro ministerio. Por Jesucristo, nuestro Señor.

  En esta petición no podemos pretender que el Señor va a mirar los dones que le ofrecemos sólo porque nosotros se lo pidamos: el Señor siempre tiene en cuenta nuestras ofrendas, pero sólo nos aprovechamos de su benevolencia cuando deseamos realmente que así sea. Siendo conscientes de que, sin su ayuda no podemos hacer nada -ni siquiera pedir lo que nos conviene- hacemos nuestras las palabras de esta oración y, con la intensidad que Él nos conceda, le pedimos que aprecie los dones que, junto con el pan y el vino, le presentamos para que el milagro que se va a producir en la Consagración contribuya al reconocimiento de su grandeza por parte de todos los hombres.

Antífona de comunión

 Que nos alegremos en tu salvación y glorifiquemos el nombre de nuestro Dios (cf. Sal 19,6).

Al acercarnos a la comunión activamos nuestro deseo de sentir la verdadera alegría, aquella que brota de sentirnos salvados y liberados de todo lo que nos ata a los ofrecimientos, muchas veces, engañosos de este mundo, y, prometiendo no volver a nuestros pequeños o grandes ídolos, nos proponemos glorificar el Santo Nombre de nuestro Dios con una vida volcada en el cumplimiento de su voluntad y en la realización del mandato del amor.

 Oración después de la comunión

 Que tus sacramentos, Señor, efectúen en nosotros lo que expresan, para que obtengamos en la realidad lo que celebramos ahora sacramentalmente. Por Jesucristo, nuestro Señor.

Muchas veces tenemos la impresión de que nuestro trato con el Señor en la Eucaristía no repercute en nuestra vida o repercute escasamente. Que está impresión no sea el termómetro de nuestro progreso espiritual. Dejémoslo todo en sus manos y habituémonos a actualizar, antes, en y después de la celebración, nuestra fe, nuestra esperanza y nuestro amor, deseando que se haga realidad en nuestra vida el contenido expresado en el Sacramento que hemos recibido: que, habiéndonos hecho una sola cosa con el Señor, estemos dispuestos a dar en el mundo un testimonio efectivo de su mensaje y de su persona. Dejemos en sus manos la forma en que debemos dar este testimonio.