Domingo 27 del Tiempo Ordinario Ciclo A

Domingo 27 del Tiempo Ordinario Ciclo A

Antífona de entrada

Señor, todo está bajo tu poder y nada puede resistir a tu voluntad. Tú hiciste el cielo y la tierra, y todo lo que está bajo el firmamento; tú eres el Señor del universo. (Est 13, 9. 10-11) 

Tomada del libro de Ester, la antífona recoge las primeras palabras con la que Mardoqueo, primo y padre adoptante de esta heroína hebrea, invoca a Dios para que libre a su pueblo de la amenaza de Amán, lugarteniente del rey de Persia, Por ellas manifiesta la confianza en el poder creador del Señor, al que nada ni nadie puede oponerse. 

Consideremos, con devoción y fervor, esta verdad, fundamento básico de nuestra fe, para que, convencidos de que el Señor está siempre a nuestro lado, nos mantengamos fuertes en los momentos de oscuridad e incertidumbre.

Oración colecta

Dios todopoderoso y eterno, que con amor generoso sobrepasas los méritos y los deseos de los que te suplican, derrama sobre nosotros tu misericordia perdonando lo que inquieta a nuestra conciencia y concediéndonos aún aquello que no nos atrevemos a pedir. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina en la unidad del Espíritu Santo, y es Dios, por los siglos de los siglos. 

Reconociendo que el amor con el que Dios nos ama supera infinitamente, y de manera incomprensible para nosotros, todo lo que podamos merecer y desear, le pedimos que este amor llene nuestro ser de tal manera, que, quedando limpia nuestra conciencia de todo aquello que nos remuerde, recibamos las bendiciones y los dones a los que, por nuestra condición de pecadores, no tendríamos acceso.

Lectura del libro de Isaías: 5, 1-7

Voy a cantar en nombre de mi amigo un canto de amor a su viña. Mi amigo tenía una viña en fértil collado. La entrecavó, la descantó, y plantó buenas cepas; construyó en medio una atalaya y cavó un lagar. Y esperó que diese uvas, pero dio agrazones. Pues ahora, habitantes de Jerusalén, hombres de Judá, por favor, sed jueces entre mí y mi viña. ¿Qué más cabía hacer por mi viña que yo no lo haya hecho? ¿Por qué, esperando que diera uvas, dio agrazones? Pues ahora os diré a vosotros lo que voy a hacer con mi viña: quitar su valla para que sirva de pasto, derruir su tapia para que la pisoteen. La dejaré arrasada: no la podarán ni la escardarán, crecerán zarzas y cardos; prohibiré a las nubes que lluevan sobre ella. La viña del Señor de los ejércitos es la casa de Israel; son los hombres de Judá su plantel preferido. Esperó de ellos derecho, y ahí tenéis: asesinatos; esperó justicia, y ahí tenéis: lamentos. 

Esta primera lectura de Isaías es una bella y, al mismo tiempo, trágica composición literaria sobre las relaciones entre Dios y el pueblo elegido. Es el canto de amor a la viña del amigo del profeta -de Dios- a Israel. Era frecuente en el lenguaje amoroso del mundo antiguo la comparación de la esposa con una viña o un jardín. Así lo apreciamos en otros pasajes bíblicos del Antiguo Testamento. El profeta se sirve de este canto para hacer brillar los sentimientos de Dios y sus profundas entrañas de misericordia con su pueblo, al que con tanto esmero ha cuidado y del que, a cambio, no ha recibido una respuesta generosa. 

 “Voy a cantar en nombre de mi amigo un canto de amor a su viña”.

          La viña, situada en un suave cerro, en el que podía gozar del sol y de la fertilidad del suelo, fue trabajada con cariño, resguardada de los enemigos y peligros externos y preparada para dar uvas de calidad, uvas que diesen un vino excelente: “La entrecavó, la descantó y plantó buenas cepas; construyó en medio una atalaya y cavó un lagar”. 

Todo quedó frustrado. En lugar de uvas, las cepas dieron granos amargos. El dueño de la viña se lamenta y, convocando a los habitantes de Jerusalén, les pregunta desconsoladamente: “¿Qué más podía haber hecho por mi viña que yo no lo haya hecho?”.  Hundido en la tristeza y en la decepción, se arrepiente de todo lo que hizo con su viña y la expone a las circunstancias más adversas para que no quede rastro de ella. 

Isaías, el amigo del dueño de la viña, va paso a paso llevando a sus oyentes a la inteligencia de este canto. El dueño de la viña es Dios -“el Señor de los ejércitos”-, el cual puso todo lo que estaba en su mano para mantener con Israel una relación de amor. Esta relación quedó desafortunadamente frustrada por culpa del pueblo: “Esperó de ellos derecho, y ahí tenéis: asesinatos; esperó justicia, y ahí tenéis: lamentos”. 

Estamos en el tiempo del rey de Judá, Yotán (739 - 734 a.C.), durante el cual tienen lugar terribles desigualdades sociales que hacen habitual la práctica de la explotación de los pobres por parte de los ricos. Israel ha abandonado el derecho y la justicia y olvidado la fidelidad al Dios de la Alianza. En esta situación, Isaías advierte al pueblo de las desgracias merecidas que pueden caer sobre él, si no se arrepiente, y, proclamando el amor misericordioso del Señor, exhorta encarecidamente a la urgencia de la conversión. 

La Iglesia no hubiera propuesto la lectura de este texto, si su contenido no nos afectara también a nosotros. En efecto. En él podemos contemplar el amor de Dios que, para nosotros, ha sido definitivamente revelado en su Hijo querido, muerto en la cruz para liberarnos de nuestras flagrantes infidelidades: “La prueba de que Dios nos ama es que Cristo murió por nosotros cuando todavía éramos pecadores” (Rm 5,8). La Iglesia es esta viña del Señor y nosotros somos “su plantel preferido”. De nosotros también puede decir el Señor: “¿Qué más podía haber hecho por mi viña que yo no lo haya hecho?”. Y, al escuchar esta pregunta, nos planteamos si nuestra vida responde a este amor con el que Dios nos ha agraciado; si este amor es el faro que ilumina nuestro camino y, a través de nosotros, el camino de los demás; o si, por el contrario, decepcionamos a Dios que, esperando de nosotros frutos de amor hacia nuestros hermanos, nos comportamos como quienes no han oído aún la buena nueva de que el ‘Amor con mayúscula’ se ha hecho presente en la historia humana.

Salmo responsorial: Salmo 79

La viña del Señor es la casa de Israel.

Sacaste una vid de Egipto, expulsaste a los gentiles, y la trasplantaste. Extendió sus sarmientos hasta el mar, y sus brotes hasta el Gran Río.

El salmista está haciendo referencia al momento del Éxodo, cuando Dios liberó a los israelitas del poder del Faraón, sacándolos de Egipto. Después de caminar durante cuarenta años por el desierto los estableció en Canaán, no sin antes expulsar a los habitantes de aquella tierra. Desde allí los israelitas prosperaron y extendieron sus fronteras desde los montes del norte del Líbano hasta el mar Mediterráneo, por un lado y, por el otro, hasta el río Éufrates. Eran los tiempos gloriosos del rey Salomón.

¿Por qué has derribado su cerca para que la saqueen los viandantes, la pisoteen los jabalíes y se la coman las alimañas?

Este esplendor de Israel pasó a la historia y dio paso a la tempestad, al sufrimiento y a la prueba. Dios mismo derribó, como un invasor, la cerca que protegía la viña, permitiendo que fuese saqueada por animales salvajes. Han vuelto los tiempos difíciles para Israel, tiempos en los que los pueblos poderosos de alrededor le hacían la vida más que imposible. 

Dios de los ejércitos, vuélvete: mira desde el cielo, fíjate, ven a visitar tu viña, la cepa que tu diestra plantó, y que tú hiciste vigorosa.

 

Israel recapacita y, por medio de los profetas, suplica a Dios que vuelva a ocuparse de su viña, la viña que con tanto cariño plantó y tantos momentos de gloria le dio. La única salida que tiene el pueblo es que confíe en la vuelta del Señor y en su protección: los profetas se encargarán de recordárselo. 

No nos alejaremos de ti: danos vida, para que invoquemos tu nombre. Señor, Dios de los ejércitos, restáuranos, que brille tu rostro y nos salve.

 

 “No nos alejaremos de ti”, promete el salmista en nombre del pueblo.

El Señor no nos pide nada a cambio. Sólo quiere que, arrepentidos de nuestras faltas, nos acerquemos a él y no nos separemos de Él. El salmo termina pidiendo al Señor que nos restaure, es decir, que haga de nosotros hombres nuevos, capaces de luchar por la instauración del amor en nuestro mundo; que nos ilumine con su mirada para que, devolviéndole la nuestra, nos convertirnos en luz que ilumine a nuestros hermanos, pues, como rezamos con otro salmo, “contemplando el rostro del Señor, quedaremos radiantes” (Sal 34,6);  y. por último, que nos libre -“que nos salve”- de todo aquello que nos esclaviza: del egoísmo que destruye nuestro ser y del apego a las cosas que obstaculizan nuestro crecimiento espiritual.

Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Filipenses 4, 6-9

Hermanos: Nada os preocupe; sino que, en toda ocasión, en la oración y súplica con acción de gracias, vuestras peticiones sean presentadas a Dios. Y la paz de Dios, que sobrepasa todo juicio, custodiará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús. Finalmente, hermanos, todo lo que es verdadero, noble, justo, puro, amable, laudable, todo lo que es virtud o mérito, tenedlo en cuenta. Y lo que aprendisteis, recibisteis, oísteis y visteis en mí, ponedlo por obra. Y el Dios de la paz estará con vosotros.

 

 “Nada os preocupe”.

No es coherente con el ser cristiano vivir afanado y angustiado por problemas cuya solución no está en nuestras manos, sino en las de Dios. “No os agobiéis por el mañana”, nos tranquiliza Jesús (Mt 6,31-34). “Mirad los pájaros del cielo: ellos no siembran ni cosechan, ni acumulan en graneros y, sin embargo, vuestro Padre celestial los alimenta” (Mt 6,26). El estar preocupado en exceso puede ser una señal de falta de confianza en el Señor, que no nos ha llamado a su reino en calidad de siervos, sino de hijos. El modelo de esta actitud confiada es Cristo, cuyo único deseo en este mundo fue cumplir en todo momento la voluntad de su Padre. De esta actitud de confianza en el Señor ya dieron muestra los verdaderos creyentes del Antiguo Testamento, particularmente los pobres de Yahvé. Así lo manifestaban en su vida honesta, tranquila y confiada, y en las plegarias con los salmos: “No pretendo grandezas que superan mi capacidad, sino que acallo y modero mis deseos como un niño en brazos de su madre” (Salmo 131).

 “Que vuestras peticiones sean presentadas a Dios”

Es la actitud del verdadero cristiano: poner en las manos de Dios nuestros desasosiegos e inquietudes en una gozosa y continua oración, una oración de súplica y de acción de gracias por los bienes que nos concede continuamente: “Estad siempre gozosos. Orad sin cesar. Dad gracias en todo, porque ésta es la voluntad de Dios para con vosotros en Cristo Jesús” (Tes 5,16-18).

Al presentar a Dios nuestros deseos y necesidades y los deseos y necesidades de los demás lo hacemos con la confianza y con la perseverancia de quien sabe que es su voluntad darnos todo lo que realmente necesitamos, o, mejor, dándosenos él mismo y, con él, todo lo demás: “Buscad primero el reino de Dios y su justicia, y todas las demás cosas se os darán por añadidura”. Esta perseverancia no consiste tanto en pedir a Dios machaconamente una y otra vez, cuanto en no cansarse de confiar. Los consejos que nos da Jesús para orar correctamente no se refieren principalmente a que imploremos a Dios sin descanso, sino a que esperemos en él sin cesar.

 “La paz de Dios ... custodiará vuestros corazones”

Lo que de verdad necesitamos es la paz de Dios, la paz que llena nuestra vida de sentido y de concordia con uno mismo y con los demás; una paz “que sobrepasa todo entendimiento”, pues nadie sabe lo que Dios tiene reservado para los que le temen (1Cor 2,9). Esta paz custodiará nuestros corazones y nuestros pensamientos para que no amemos otra cosa que a Dios y para que, en lugar de distraernos con las cosas de este mundo, nuestra mente esté siempre ocupada en las cosas de Dios.

“Todo lo que es verdadero, noble, ...  ... tenedlo en cuenta”.

Los cristianos, como acabamos de decir, tenemos nuestra mente ocupada en las cosas de Dios, esto es: en la búsqueda de la verdad; en todo aquello que ennoblece nuestro ser según Dios; en la integridad e inocencia de nuestras intenciones; en lo que es digno de ser alabado a sus ojos; en una vida virtuosa entregada a su voluntad. 

 “Lo que aprendisteis... en mí”.

En la carta a los filipenses San Pablo viene a decir esto mismo: “Hermanos, seguid todos mi ejemplo, y fijaos en los que se comportan conforme al modelo que os hemos dado” (Fl 3,17). No es, por parte del apóstol, un acto de engreimiento y autosuficiencia, sino el cumplimiento del deseo del Señor: “Alumbre vuestra luz delante de los hombres para que, viendo vuestras buenas obras, glorifiquen al Padre que está en el cielo” (Mt 5,16). Seguid mi ejemplo, como yo sigo el ejemplo de Cristo -quiere decir San Pablo-. 

El Dios de la paz estará con vosotros

La paz que recibimos de Dios es ciertamente un regalo que Dios nos concede; pero, es mucho más que eso: es Él mismo el que se nos da y, con Él, disfrutamos de todas sus riquezas, entre ellas, la paz. 

Aclamación al Evangelio

Aleluya, aleluya, aleluya. Yo os he elegido del mundo –dice el Señor–, para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca. 

El Señor ha pensado en nosotros: nos ha sacado del mundo y nos ha plantado en su viña para que demos frutos de amor. Somos su plantel preferido y, si estamos realmente unidos a él, produciremos el fruto abundante y permanente del amor que, como fruto del Espíritu, envuelve todo nuestro ser y “no  pasa nunca” (1 Cor 13,8), 

Lectura del santo evangelio según san Mateo 21, 33-43

En aquel tiempo, dijo Jesús a los sumos sacerdotes y a los senadores del pueblo: —«Escuchad otra parábola: Había un propietario que plantó una viña, la rodeó con una cerca, cavó en ella un lagar, construyó la casa del guarda, la arrendó a unos labradores y se marchó de viaje. Llegado el tiempo de la vendimia, envió sus criados a los labradores, para percibir los frutos que le correspondían. Pero los labradores, agarrando a los criados, apalearon a uno, mataron a otro, y a otro lo apedrearon. Envió de nuevo otros criados, más que la primera vez, e hicieron con ellos lo mismo. Por último les mandó a su hijo, diciéndose: "Tendrán respeto a mi hijo". Pero los labradores, al ver al hijo, se dijeron: "Éste es el heredero: venid, lo matamos y nos quedamos con su herencia". Y, agarrándolo, lo empujaron fuera de la viña y lo mataron. Y ahora, cuando vuelva el dueño de la viña, ¿qué hará con aquellos labradores?». Le contestaron: —«Hará morir de mala muerte a esos malvados y arrendará la viña a otros labradores, que le entreguen los frutos a sus tiempos».Y Jesús les dice: —«¿No habéis leído nunca en la Escritura: "La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular. Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente?". Por eso os digo que se os quitará a vosotros el reino de Dios y se dará a un pueblo que produzca sus frutos» 

La parábola de los “viñadores homicidas” forma parte de la discusión que tuvo Jesús con los representantes del Sanedrín, en cuyo desarrollo aparece en primer lugar la parábola de los dos hijos y el padre, que les pide que vayan a cultivar su viña, parábola que meditábamos el pasado domingo.

La discusión continúa con estas palabras de Jesús: “Escuchad esta otra parábola”. Así comienza la lectura del Evangelio de este domingo.

El principio de este fragmento es muy parecido al del canto de la viña de la primera lectura: en uno y otro caso, el dueño de la viña es Dios, y la viña es el pueblo de Israel, al que Dios ha protegido y manifestado su amor de forma muy especial.

Centrándonos directamente en el contenido de la parábola, interpretamos, con abundantes motivos bíblicos, que los criados o encargados de recoger el fruto de la viña son los profetas, los cuales, enviados por Dios para mantener al pueblo en el camino correcto, salieron siempre malparados por la oposición, desprecio y maltrato del pueblo. El hijo, enviado en último lugar, es Cristo, al que tampoco hacen caso y, además, por ser el heredero de la viña, es asesinado fuera de la ciudad. La respuesta de los oyentes a la pregunta de Jesús sobre cómo se debe actuar con los asesinos del Hijo es un claro anuncio del castigo que Dios infligió al pueblo (destrucción de Jerusalén y sustitución de Israel por el nuevo pueblo de Dios, la Iglesia). Jesús es esa piedra angular, desechada por el pueblo y convertida en el fundamento de la nueva casa del Señor.

Aplicando la parábola a nuestra situación actual, podíamos preguntarnos si en la Iglesia, la nueva viña del Señor, acogemos con benevolencia a los enviados por Dios, como han sido los santos -canonizados o no- de todos los tiempos; o si, por el contrario, emulando a los labradores de la viña, los ignoramos, tergiversamos su mensaje o, incluso, los despreciamos, tachándolos de falsos profetas. ¿Se siguen, por desgracia, cumpliendo entre nosotros las palabras de Jesús: “No desprecian a un profeta más que en su tierra”? (Mc 6,4). 

En este pasaje evangélico contemplamos el amor sin medida de Dios, que nos entrega a su propio Hijo para que vivamos de él, por él y para él: “De tal manera amó Dios al mundo, que nos dio a su Hijo unigénito, para que todo aquél que cree en él no se pierda, sino que tenga vida eterna” (Jn 3,16). 

Ovación sobre las ofrendas

Recibe, Señor, la oblación instituida por ti y, por estos sagrados misterios que celebramos, danos la gracia de tu redención. Por Jesucristo, nuestro Señor. 

Fue el Señor, en la víspera de su pasión, quien ofreció al Padre el pan y el vino, que se convertirían en su cuerpo y en su sangre. Para que este intercambio sacramental produzca sus frutos de redención en nuestra vida, manifestamos nuestro deseo de que sean aceptados -Recibe, Señor“- por Aquél de quien procede todo bien.

Antífona de comunión Lam 3, 25 Cfr 1 Cor 10, 17

Hay un solo pan, y nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo, porque participamos de ese único pan y del único cáliz.

 

 “En la comunión sacramental yo quedo unido al Señor como todos los demás que comulgan (...). La unión con Cristo es al mismo tiempo unión con todos los demás a los que él se entrega. No puedo tener a Cristo sólo para mí; únicamente puedo pertenecerle en unión con todos los que son suyos o lo serán. La comunión me hace salir de mí mismo para ir hacia Él y, por tanto, también hacia la unidad con todos los cristianos” (Benedicto XVI, Deus caritas est, 14).

Oración después de la comunión

Dios todopoderoso, sácianos con el sacramento del Cuerpo y de la Sangre de tu Hijo, para que nos transformemos en aquello que hemos recibido. Por Jesucristo, nuestro Señor. 

No siempre quedamos satisfechos en la comida: quizá no hemos comido lo suficiente, bien porque estábamos desganados, bien porque aquélla no parecía muy apetitosa. Cuando comulgamos no asimilamos el cuerpo de Cristo a nosotros, como hacemos con los alimentos, sino que es Cristo quien nos asimila a Él y, porque nos convertimos en Él, la satisfacción y la eficacia son máximas, siempre -claro está- que deseemos de verdad esta unión con el Señor. 

Es éste el deseo que manifestamos en esta oración: que el sacramento con el que hemos sido alimentados haya nutrido nuestro ser de tal manera, que “nos transformemos realmente en aquello que hemos recibido”, es decir, en Cristo y, como Cristo, nos pongamos al servicio de nuestros hermanos hasta, si es preciso, perder nuestro tiempo y todo lo que somos en favor de ellos. “El que quiera ser el primero entre vosotros, será vuestro esclavo; de la misma manera que el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos” (Mt 20,27-28).