Domingo 28 del Tiempo Ordinario Ciclo A
Antífona de entrada
Si llevas cuenta de los delitos, Señor, ¿quién podrá resistir? Pero de ti procede el perdón, Dios de Israel (cf. Sal 129,3-4).
El salmista, hundido en la conciencia de la profundidad de sus pecados, se dirige a su Dios, el Dios de Israel, para que, por su misericordia y su prontitud al perdón, no retenga en la memoria sus faltas, pues son tan graves y tan numerosas, que ni él ni nadie podrían salir airoso del tribunal de la justicia.
Oración colecta
Te pedimos, Señor, que tu gracia nos preceda y acompañe, y nos sostenga continuamente en las buenas obras. Por nuestro Señor Jesucristo.
Muchas veces planificamos nuestra vida, pensando que todo depende de nosotros. Nos equivocamos. Separados del Señor no podemos hacer nada y, unidos a él, damos buenos y abundantes frutos (Jn 15,5). Esta verdad es la que nos mueve a suplicar del Señor que sea su gracia el motor que ponga en marcha nuestras buenas obras, la compañía que nunca nos abandone en su realización y el sostén que nos mantenga firmes y haga que lleguen a buen puerto nos nuestros buenos propósitos-
Lectura del libro de Isaías 25,6-10a
Preparará el Señor del universo para todos los pueblos, en este monte, un festín de manjares suculentos, un festín de vinos de solera; manjares exquisitos, vinos refinados. Y arrancará en este monte el velo que cubre a todos los pueblos, el lienzo extendido sobre todas las naciones. Aniquilará la muerte para siempre. Dios, el Señor, enjugará las lágrimas de todos los rostros, y alejará del país el oprobio de su pueblo –lo ha dicho el Señor–. Aquel día se dirá: «Aquí está nuestro Dios. Esperábamos en él y nos ha salvado. Este es el Señor en quien esperamos. Celebremos y gocemos con su salvación, porque reposará sobre este monte la mano del Señor».
La primera lectura de este domingo forma parte del apartado llamado Apocalipsis, dentro de los escritos atribuidos al profeta Isaías. Probablemente este texto, redactado probablemente por un discípulo suyo, vio la luz varios años después de su muerte.
En él contemplamos un cuadro de la futura era mesiánica en el que, de forma clara, destaca el universalismo del reino por venir: “Preparará el Señor del universo para todos los pueblos un festín de manjares suculentos”. Las realidades espirituales que augura el profeta son presentadas mediante imágenes sensibles y materiales: “un festín”, “manjares exquisitos”, “vinos de solera”. Este banquete futuro iniciará una era de esplendor que no será perturbada por acontecimientos sombríos: El Señor “arrancará el velo que cubre todos los pueblos”, “aniquilará la muerte para siempre”, “enjugará las lágrimas de todos los rostros” y “alejará del país el oprobio de su pueblo”.
El profeta se traslada a ese futuro e, inundado de optimismo, celebra la noticia de la presencia del Señor en su monte santo: “Aquel día se dirá: Aquí está nuestro Dios”. La salvación tan esperada ha llegado.
Vuelto al presente, el profeta invita a celebrar anticipadamente ese día sin ocaso, en el que se palpará por doquier la presencia beneficiosa de nuestro Dios: “La mano del Señor reposará sobre este monte”.
El pasaje bíblico que estamos comentando muestra, como hemos dicho, el carácter abierto y universal de nuestra fe. En ella no tienen cabida los grupos cerrados, está abierta a todos los hombres y se sitúa más allá de cualquier tipo de condicionamiento cultural o ideológico. Como veremos después en el banquete de bodas del evangelio, la Iglesia acoge en su seno a todas las personas, con la única condición de que lleven el vestido nupcial de la aceptación humilde de la gracia de Dios, de que se sientan necesitadas de salvación y se empeñen en buscarla.
En el festín de vinos de solera y manjares exquisitos se anuncia -el profeta no podía sospecharlo- la realidad de la Eucaristía, el gran banquete y la gran fiesta que, desde la eternidad, pensó Dios para los seres humanos. El Dios hecho hombre se ha quedado con nosotros como alimento que nos transforma en hombres celestiales y como el buen amigo que nos acompaña en los senderos de la vida: “Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,20).
Ante la profecía del mundo dichoso que se avecina, hecha ya realidad con la venida de Cristo, nos preguntamos si la fe es para nosotros esa luz brillante que ilumina nuestra vida y nuestro mundo o si, por el contrario, estamos todavía cubiertos por el velo de la oscuridad y carentes de una esperanza fiable; si, como hijos de la Luz, proclamamos con nuestro compromiso cristiano que nos ha visitado “el Sol que ilumina y guía nuestros pasos por el camino de la paz”, o seguimos todavía hundidos en la tibieza de un mundo que se apaga.
La dicha embarga al profeta ante otro acontecimiento futuro: la muerte dejará de existir -“El Señor aniquilará la muerte para siempre”- y, con la muerte, todo su cortejo de sufrimientos y de lágrimas. Para él era una esperanza, pero para nosotros es ya una realidad. Cristo “muriendo destruyó nuestra muerte, y resucitando restauró la vida”; “En la muerte de Cristo nuestra muerte ha sido vencida y en su resurrección todos hemos resucitado", rezan los prefacios de la liturgia de Pascua. Hablamos, por supuesto, de la segunda muerte, de la muerte al pecado: la primera no es muerte, sólo es un tránsito. Tan es así, que los primeros cristianos celebraban el día de la muerte física como el “vera dies natalis”, el día de nuestro verdadero nacimiento.
En ese día el Señor pondrá fin al oprobio que padecía su pueblo y se acabará la mofa de sus enemigos con su irónica pregunta: “¿Dónde está vuestro Dios?”. Entonces, desechada toda vergüenza y todo pudor, podrán contestarles: “Aquí está nuestro Dios. Esperábamos en él y nos ha salvado”.
Todas estas profecías, hechas realidad en Cristo, deben traducirse en nosotros en una vida volcada en la realización anticipada de los bienes prometidos, entre los que destaca la confianza de sabernos amados por Dios con un amor imposible de expresar y nuestra respuesta a ese amor llevada a cabo en el servicio a nuestros hermanos. Desde ella transmitimos optimismo en un mundo marcado por la desesperanza, valentía en medio de tantas incertidumbres y de los miedos que nos acosan, entrega humilde a los demás en una sociedad regida por los más fuertes y desacuerdo crítico con los sistemas económicos y políticos que no ponen en el centro de todo al ser humano.
Salmo responsorial 22
Habitaré en la casa del Señor por años sin término.
El salmista quiere mostrar la seguridad de la protección del Señor y lo hace con la imagen del pastor y la del padre de familia que le prepara un banquete.
El Señor es mi pastor, nada me falta: en verdes praderas me hace recostar; me conduce hacia fuentes tranquilas y repara mis fuerzas. Me guía por el sendero justo, por el honor de su nombre. Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo: tu vara y tu cayado me sosiegan.
Dios es el pastor solícito que, preocupado por sus ovejas, las lleva, por caminos rectos y abiertos, a los mejores pastos y a las aguas frescas y tranquilas, lugares codiciosamente buscados para los rebaños en Palestina. En ellos se alimentan, descansan y reponen fuerzas. Con él las ovejas lo tienen todo y se sienten seguras, incluso cuando atraviesan valles profundos y oscuros. Con su vara las defiende de las agresiones de las fieras y con su cayado las va señalando el camino.
Preparas una mesa ante mí, enfrente de mis enemigos; me unges la cabeza con perfume, y mi copa rebosa.
Ahora es el bondadoso padre de familia, el que simboliza el cuidado y la providencia de Dios: el Señor recibe al peregrino en su casa; le prepara una mesa bien abastecida, a la vista de los que lo persiguen; derrama sobre su cabeza el óleo destinado a los huéspedes ilustres -algo habitual en las casas señoriales de Oriente-; le sirve una lujosa copa, rebosante de exquisito vino.
Tu bondad y tu misericordia me acompañan todos los días de mi vida, y habitaré en la casa del Señor por años sin término.
Haciendo nuestras las palabras del salmista, nos dirigimos al Señor, reconociendo que todo en él es generosidad y amor, una generosidad y un amor que, como el viento, empujarán siempre nuestros pasos hacia la verdad y hacia el bien. Tan grande es la experiencia de su bondad con nosotros, que ya no tenemos otro objetivo en nuestra vida que vivir para siempre a su lado en su casa, es decir, en el cielo.
“Jesús es el «Buen Pastor» que va en busca de la oveja perdida, que conoce a sus ovejas y da la vida por ellas; él es el justo camino que nos conduce a la vida; la luz que ilumina el valle oscuro y vence todos nuestros miedos; el anfitrión generoso que nos acoge y nos pone a salvo de los enemigos, preparándonos la mesa de su cuerpo y de su sangre y la mesa definitiva del banquete mesiánico en el cielo; Él es el Pastor regio, rey en la mansedumbre y en el perdón, entronizado sobre el madero glorioso de la Cruz” (Benedicto XVI Audiencia general, 5 octubre 2011).
Lectura de la carta del apóstol San Pablo a los Filipenses 4,12-14. 19-20
Hermanos: Sé vivir en pobreza y abundancia. Estoy avezado en todo y para todo: a la hartura y al hambre, a la abundancia y a la privación. Todo lo puedo en aquel que me conforta. En todo caso, hicisteis bien en compartir mis tribulaciones. En pago, mi Dios proveerá a todas vuestras necesidades con magnificencia, conforme a su riqueza en Cristo Jesús. A Dios, nuestro Padre, la gloria por los siglos de los siglos. Amén.
Los versículos de esta lectura pertenecen al epílogo de la carta a los Filipenses (Capítulo 4), en el que San Pablo, además de darles algunas recomendaciones, agradece a sus queridos filipenses, a los que considera “su alegría y su corona” (Fil 4,1), el haber contribuido a su sostenimiento material en un momento de apuros económicos. Nos detenemos en cada uno de los puntos de esta lectura:
“Sé vivir en pobreza y abundancia. Estoy avezado en todo y para todo: a la hartura y al hambre, a la abundancia y a la privación”.
Se podría interpretar esta actitud de San Pablo como un rasgo de autosuficiencia al estilo de la ‘autarquía’ (=autosuficiencia) que preconizaban los filósofos estoicos, filosofía muy en auge en la época en que escribe San Pablo, actitud que está muy cercana al ‘engreimiento’. Pero nada de eso. El mantenimiento sereno de la tranquilidad en medio de las dificultades, las carencias y las persecuciones, le venía a San Pablo de su íntima unión con Cristo, de sentirse amado y protegido por Él. Sólo cuando no existe ningún apoyo o agarradero humano es cuando se puede decir con verdad: “Todo lo puedo en aquel que me conforta” o aquella otra declaración dirigida en este caso a su discípulo Timoteo: “Sé de quién me he fiado” (2 Tim 1,12). Es la misma actitud que exhibe ante los hermanos de Corinto: “Me regocijo en las debilidades, los insultos, las privaciones, las persecuciones y las dificultades que sufro por Cristo; porque, cuando soy débil, entonces soy fuerte” (2 Cor 12,10). De esta confianza sin fisuras en Dios daban igualmente prueba los verdaderos creyentes del Antiguo Testamento en su vida y en sus plegarias: “¡Cuánto te amo, Señor, fuerza mía! El Señor es mi roca, mi amparo, mi libertador; mi Dios es el peñasco en que me refugio. mi escudo, el poder que me salva, ¡mi más alto escondite!” (Sal 18,1-2).
“En todo caso, hicisteis bien en compartir mis tribulaciones”
A pesar de esta tranquilidad y esta fuerza de las que daba muestra, el apóstol valora profundamente la ayuda que, en momentos difíciles, recibió de su comunidad preferida. En los versículos inmediatamente anteriores a la lectura se resalta la admirable delicadeza y altura humana con que manifiesta esta gratitud a los filipenses. Pero este reconocimiento por las donaciones recibidas no es debido principalmente al beneficio material que suponen para él, sino al bien que se hacen a ellos mismos: “No es que yo busque el don; lo que busco es que los intereses se acumulen en vuestra cuenta” (versículo omitido en la lectura). Su alegría, por tanto, no procede de la ayuda recibida -él sabe vivir en pobreza y en riqueza-, sino del amor y la generosidad que manifiestan con ella, índice de su madurez espiritual. Y es que el atender y socorrer a los demás es una inmensa gracia que Dios nos concede. Reparemos en las últimas palabras del discurso de San Pablo a los presbíteros de Éfeso: “Recuerden las palabras del Señor Jesús: «Hay mayor felicidad en dar que en recibir” (Hech 20,35),
En pago, mi Dios proveerá a todas vuestras necesidades con magnificencia, conforme a su riqueza en Cristo Jesús”.
El apóstol asegura a los filipenses la asistencia del Señor, que reme- diará con creces todas sus necesidades de acuerdo con la riqueza que ema- na de Cristo. Esta certeza de San Pablo procede del convencimiento del poder de Dios y de su infinita generosidad: “Poderoso es Dios para colma- ros de toda gracia a fin de que, teniendo siempre y en todo todo lo nece- sario, tengáis aún sobrante para toda obra buena” (2 Cor 9,8). Y las obras buenas son las que nos concede el Señor realizar en favor de los demás, particularmente de las personas necesitadas, como son el emplear nuestro tiempo y nuestras capacidades en su servicio y también ¡cómo no! el socorrerlas económicamente. Estas obras de amor no sólo nos hacen felices por el simple hechos de hacerlas -“Hay mayor felicidad en dar que en recibir”, hemos dicho antes-, sino que nos harán acumular un gran tesoro en el cielo. Son palabras del mismo Cristo: “Vended vuestros bienes y dad limosna. Haceos bolsas que no se deterioran, un tesoro inagotable en los cielos, a donde no llega el ladrón, ni la polilla” (Lc 12,33).
“A Dios, nuestro Padre, la gloria por los siglos de los siglos. Amén”
Digno remate de este hermoso pasaje es la alabanza final que brota espontánea del corazón de San Pablo ante la evidencia de la magnificencia y liberalidad divinas. San Pablo estalla de alegría y da gloria a Dios por mantenerle fuerte en las adversidades y por el crecimiento en la fe y en el amor de que han dado muestra sus queridos filipenses.
Aclamación al Evangelio
Aleluya, aleluya, aleluya. El Padre de nuestro Señor Jesucristo ilumine los ojos de nuestro corazón, para que comprendamos cuál es la esperanza a la que nos llama. (Ef 1, 18).
Cuando, en la noche, no hay luz, ni natural ni artificial, utilizamos la linterna con la que podemos ver las cosas que están a nuestro alrededor; cuando alguien me abre los ojos en algún asunto, me doy cuenta de realidades, en este caso no físicas, que antes me pasaban desapercibidas. En este fragmento de la carta a los Efesios San Pablo manifiesta el deseo de que Dios abra los ojos de nuestra alma para que conozcamos y valoremos el premio que nos tiene reservado: “Anunciamos lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, lo que Dios preparó para los que le aman” (1Cor 2,9). La contemplación de estas realidades futuras -si se lleva a cabo desde una fe auténtica- repercute en nuestra vida actual, pues, de alguna manera, las hacemos presentes en nuestras obras.
Lectura del santo evangelio según san Mateo 22,1-14
En aquel tiempo, volvió a hablar Jesús en parábolas a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo, diciendo: «El reino de los cielos se parece a un rey que celebraba la boda de su hijo; mandó a sus criados para que llamaran a los convidados, pero no quisieron ir. Volvió a mandar otros criados encargándoles que dijeran a los convidados: «Tengo preparado el banquete, he matado terneros y reses cebadas y todo está a punto. Venid a la boda». Pero ellos no hicieron caso; uno se marchó a sus tierras, otro a sus negocios, los demás agarraron a los criados y los maltrataron y los mataron. El rey montó en cólera, envió sus tropas, que acabaron con aquellos asesinos y prendieron fuego a la ciudad. Luego dijo a sus criados: «La boda está preparada, pero los convidados no se la merecían. Id ahora a los cruces de los caminos y a todos los que encontréis, llamadlos a la boda». Los criados salieron a los caminos y reunieron a todos los que encontraron, malos y buenos. La sala del banquete se llenó de comensales. Cuando el rey entró a saludar a los comensales, reparó en uno que no llevaba traje de fiesta y le dijo: «Amigo, ¿cómo has entrado aquí sin el vestido de boda?» El otro no abrió la boca. Entonces el rey dijo a los servidores: «Atadlo de pies y manos y arrojadlo fuera, a las tinieblas. Allí será el llanto y el rechinar de dientes». Porque muchos son los llamados, pero pocos los elegidos».
Esta parábola está íntimamente relacionada con la de viñadores homicicidas y con la de los dos hijos, propuestas respectivamente el domingo pasado y el anterior. Las tres forman una trilogía cuyo objetivo principal es mostrar que del Reino mesiánico, cumplido en Jesús y rechazado por aquéllos a quienes, en primer lugar, estaba destinado, pueden disfrutar todos los seres humanos, sin ningún tipo de distinción social, cultural o ideológica.
En la lectura distinguimos dos escenas bien definidas: a) la invitación al banquete de bodas, rechazada por aquellos en los que se había pensado en primer lugar, y aceptada, como un regalo inesperado, por aquellos que no tenía relación directa con el anfitrión, y b) la expulsión de uno de los comensales de la sala del banquete por no ir vestido con el traje de fiesta.
Así como en el Antiguo Testamento la alianza de Dios con su pueblo se simboliza con la imagen del matrimonio, la unión de Cristo con la Iglesia es presentada también como una unión matrimonial: Cristo es el esposo y la esposa es la Iglesia. La utilización de las imágenes de la boda y del banquete significan la abundancia de los bienes del Reino de Dios. Jesucristo es el hijo del rey y al banquete de la boda son invitados aquéllos a los que se les había prometido en primer lugar, al pueblo judío, invitación que es rechazada con displicencia y hasta con crueldad: “Pero ellos no hicieron caso; uno se marchó a sus tierras, otro a sus negocios, los demás agarraron a los criados y los maltrataron y los mataron”. La respuesta del rey no se hizo esperar: enfurecido, mandó dar muerte a los homicidas y prendió fuego a su ciudad.
La ingratitud de éstos, sin embargo, no le hizo desistir de su propósito. Dado que el banquete estaba preparado y los primeros invitados no fueron dignos de participar en él, envió de nuevo a sus criados con la orden de traer a la fiesta a todos los que encontrasen en las calles y caminos, los cuales representan a todos los hombres.
“Y la sala del banquete se llenó de comensales”
El Reino de Dios no queda circunscrito a un pueblo particular: está abierto, tal como estaba previsto en los planes de Dios, a todos los pueblos. (Cita)
Una nota discordante
En este Reino no es suficiente la pertenencia oficial al mismo. Como el convidado expulsado del banquete por no estar vestido con el traje de fiesta, el que quiera pertenecer a la fraternidad de Jesús debe estar adornado con las actitudes de la humildad y la confianza de quien lo espera todo de él, con aquella fe que nos lleve a dar frutos de vida eterna y con el firme propósito de agradar a Dios en todo: “No todo el que me dice "Señor, Señor" entrará en el reino de cielos, sino el que cumple la voluntad de mi Padre que está en el cielo” (Mt 7,21)
“Muchos son los llamados, pero pocos los elegidos”.
Aunque ciertamente están colocadas a continuación del episodio del convidado expulsado, estas palabras son la conclusión, no solo de la actitud indigna del que ha entrado a la boda sin el traje adecuado, sino de la de todos aquéllos que, habiendo sido llamados a participar en el proyecto de Jesús, se excluyen voluntariamente por no ser capaces de renunciar a su prepotencia y adornar su vida con los valores evangélicos: “En verdad os digo que si no os convertís y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos” (Mateo 18,3)
Oración sobre las ofrendas
Acepta las súplicas de tus fieles, Señor, juntamente con estas ofrendas, para que lleguemos a la gloria del cielo mediante esta piadosa celebración. Por Jesucristo, nuestro Señor.
En la bandeja y en la copa que contienen el pan y el vino, destinados a convertirse en el cuerpo y en la sangre del Señor, ponemos nuestras súplicas y el deseo de la “la gloria del cielo”. Es este deseo el que da valor y grandeza a las cosas de la tierra, de las que nos servimos para acelerar la llegada del Reino futuro. La celebración eucarística es un anticipo de este Reino al que aspiramos: “Buscad los bienes de arriba, donde está Cristo sentado a la derecha de Dios” (Col 3,1).
Antífona de comunión
Los ricos empobrecen y pasan hambre, los que buscan al Señor no carecen de nada (Sal 33,11).
María es el modelo perfecto de los que desean y buscan al Señor. Ella hizo suyas estas palabras del salmo 33 en el canto del Magnificat: “A los hambrientos los llenó de bienes y a los ricos despidió vacíos” (Lc 1,53). Pidamos al Señor la virtud de la humildad para que ponga sus ojos en nosotros, como los puso en María: “Se alegra mi espíritu en Dios mi salvador porque se fijó en la humildad de su sierva” (Lc 1,48).
Oración después de la comunión
Señor, pedimos humildemente a tu majestad que, así como nos fortaleces con el alimento del santísimo Cuerpo y Sangre de tu Hijo, nos hagas participar de su naturaleza divina. Por Jesucristo, nuestro Señor.
Al comulgar, quedamos espiritualmente fortalecidos con el alimento del cuerpo y la sangre del Señor y, transformados en él, participamos de su humanidad y de su divinidad. “Dios se hace hombre para que el hombre se haga Dios” (San Atanasio). Esta transformación es realmente efectiva cuando, abandonando la rutina, hacemos de la comunión un acontecimiento personal en el que todas nuestras capacidades (inteligencia, voluntad, sentimientos, intenciones) colaboran a la comprensión y vivencia de la misma. Acostumbrémonos a ponerlo por obra cuando nos acerquemos a recibir el Cuerpo del Señor.