Cuarto domingo del tiempo ordinario - Ciclo B

 

Cuarto domingo del tiempo ordinario - Ciclo B

Antífona de entrada

         lvanos, Señor, Dios nuestro, reúnenos de entre los gentiles: daremos gracias a tu santo nombre, y alabarte será nuestra gloria (Sal 105, 

    El salmista suplica al Señor la salvación para su pueblo, salvación que, en el momento de la composición del salmo, se concreta en la vuelta a Jerusalén para celebrar la victoria sobre los enemigos con acciones de gracias y cantos de alabanza. Esta súplica supone que gran parte de Israel se encuentra fuera de la Tierra prometida: unos, cautivos en Babilonia; otros muchos, dispersos por razones de supervivencia fuera de las fronteras de la patria.

    Nuestra celebración dominical se inicia pidiéndole al Señor que nos saque de los territorios inhóspitos de la vanidad, el egoísmo y la carencia de libertad, y nos conduzca a la alegría de su presencia. La Eucaristía es un anticipo de esta victoria definitiva, en la que, alegres y agradecidos, celebraremos su poder, su fuerza y su amor con un canto permanente de alabanza.

 Oración colecta

        Señor, Dios nuestro, concédenos adorarte con toda el alma y amar a todos los hombres con afecto espiritual. Por nuestro Señor Jesucristo.

          “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente… y a tu prójimo como a ti mismo” (Mt 22, 37.39). Así respondió Jesús al fariseo que le preguntaba por el mayor mandamiento de la ley. Es justamente lo que pedimos en esta oración: que nos conceda el poder cumplir este precepto. Y lo pedimos porque, debido a la fuerza arrolladora de nuestro egoísmo, no está en nuestras manos el llevarlo a la práctica. Tenemos que dejar atrás nuestras falsas seguridades y nuestro engañoso convencimiento de que todo depende de nosotros; abandonar nuestra arrogante autonomía, nuestra autosuficiencia y nuestra prepotencia, actitudes muchas veces disfrazadas de sensatez y hasta de humildad. La realidad es que somos unas pobres criaturas totalmente necesitadas de la gracia de Dios: “Sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15,5). Es el Padre el que, a través del Espíritu, que habita en nuestro interior, nos concede el regalo de amarlo y adorarlo con todas nuestras fuerzas y de desvivirnos por nuestros hermanos, haciendo que sus problemas sean también nuestros problemas.

Lectura del libro del Deuteronomio - 18,15-20

Moisés habló al pueblo, diciendo: «El Señor, tu Dios, te suscitará de entre los tuyos, de entre tus hermanos, un profeta como yo. A él lo escucharéis. Es lo que pediste al Señor, tu Dios, en el Horeb el día de la asamblea: “No quiero volver a escuchar la voz del Señor mi Dios, ni quiero ver más ese gran fuego, para no morir”. El Señor me respondió: “Está bien lo que han dicho. Suscitaré un profeta de entre sus hermanos, como tú. Pondré mis palabras en su boca, y les dirá todo lo que yo le mande. Yo mismo pediré cuentas a quien no escuche las palabras que pronuncie en mi nombre. Y el profeta que tenga la arrogancia de decir en mi nombre lo que yo no le haya mandado, o hable en nombre de dioses extranjeros, ese profeta morirá”». 

El terror provocado por los truenos, relámpagos y fulgores, en los que se manifestaba la voz de Dios en el Sinaí, hizo que los israelitas protestasen de esta manera: “No quiero volver a escuchar la voz del Señor, mi Dios, ni quiero ver más ese gran fuego, para no morir”. El Señor entiende este protesta y, por eso, les promete un profeta, salido del mismo pueblo, que les hablará en su nombre. Este profeta será, semejante a Moisés, un fiel intermediario entre ellos y Dios; hablará con Dios directamente y comunicará al pueblo lo que Dios le dicte. Cualquier otro que diga que habla en nombre de Dios, y no sea sea así, será castigado, lo mismo que aquél que hable en nombre de un dios extranjero.

        Este fragmento del libro del Deuteronomio contiene, según Benedicto XVI, en su libro Jesús de Nazaret -del que me sirvo para elaborar este comentario- una de las promesas mesiánicas más importantes del Antiguo Testamento y, por ello, es clave para comprender la persona y el comportamiento de Jesús. En él no se promete un nuevo David, sino un nuevo Moisés, alguien que hablará cara a cara con Dios y transmitirá fielmente su mensaje. Esto era lo característico de Moisés: el hecho de que trataba directamente con Dios, de que mantenía con Dios un diálogo, del cual brotaban los hechos prodigiosos, que de él se cuentan, sus palabras al pueblo y el establecimiento de la Ley -el camino que había que seguir para ser fiel a los planes de Dios-. Este trato con el Altísimo es lo que hacía que Moisés fuese el mediador de la alianza de Dios con Israel.

        Pero esta mediación no era completa, pues a Moisés, aunque se le permitía estar muy cerca de Dios, le estaba vetado ver su rostro. Lo vemos en este texto del Éxodo: “Dijo el Señor a Moisés: al pasar mi Gloria, te pondré en el hueco de la roca y te cubriré con mi mano hasta que yo haya pasado. Después sacaré mi mano y tú entonces verás mis espaldas; pero mi rostro no lo puedes ver” (Ex 33,21-23). Ésta es la diferencia entre Jesús y Moisés. Jesús es ese profeta que ve directamente a Dios -no su espalda, sino su mismo rostro- y puede por ello hablar plenamente de lo que ha visto: ello hace que sea el Mediador de una alianza superior a la primera.

        “En este contexto -escribe Benedicto XVI- hay que leer el final del Prólogo del Evangelio de Juan: «A Dios nadie lo ha visto jamás; el Hijo único, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer» (Jn 1,18). En Jesús se cumple la promesa del nuevo profeta. En Él se ha hecho plenamente realidad lo que en Moisés era imperfecto: Él vive ante el rostro de Dios no sólo como amigo, sino como Hijo; vive en la más íntima unidad con el Padre. Sólo partiendo de esta afirmación se puede entender verdaderamente la figura de Jesús, tal como se nos muestra en el Nuevo Testamento; en ella se fundamenta todo lo que se nos dice sobre las palabras, las obras, los sufrimientos y la gloria de Jesús” (Jesús de Nazaret, Introducción: una primera mirada al misterio de Jesús). 

Salmo responsorial - 94

 Ojalá escuchéis hoy la voz del Señor: «No endurezcáis vuestro corazón».

 La Iglesia pone hoy, como respuesta a la primera lectura, el salmo 94, un salmo que expresa la actitud propia de quienes saben que el Señor quiere estar en contacto con nosotros como el amigo que nunca falla. El salmo 94 es uno de los cuatro salmos que nos propone la Iglesia para comenzar la liturgia de las horas. Es una invitación a entrar en la presencia del Señor, reconociéndole y venerándole como nuestro Creador y Salvador, y a estar atentos a su palabra para que su voz, que suena continuamente en nuestra vida, no nos pase desapercibida. En esta percepción de la Palabra de Dios reside toda nuestra seguridad y fortaleza: “Todo el que oiga estas palabras mías y las ponga en práctica, será como el hombre prudente que edificó su casa sobre roca” (Mt 7,24).

        Venid, aclamemos al Señor, demos vítores a la Roca que nos salva; entremos a su presencia dándole gracias, aclamándolo con cantos.

          El salmista, probablemente en una procesión religiosa que se dirige al templo, invita a sus compatriotas a cantar las alabanzas del Señor que, como roca firme a la que nos agarramos, es nuestra salvación. Estas expresiones de alegría deben tener lugar en la máxima cercanía con el Señor. Por eso, les anima a entrar en el templo, lugar en el que el Dios se hace especialmente presente. La cercanía y alejamiento del Señor deben entenderse espiritualmente. Estamos cerca de Dios cuando lo amamos sobre todas las cosas y lo consideramos el centro de nuestra vida; nos alejamos de Dios cuando lo que nos preocupa y ocupa son las ventajas pasajeras que nos proporcionan los ídolos de este mundo.

          La alabanza y la acción de gracias al Señor es la respuesta ante la seguridad que tenemos en Él por ser la roca inconmovible a la que nos agarramos para librarnos de las olas que quieren arrastrarnos hacia el caos de un mundo sin sentido, un mundo que nos impide ser nosotros mismos: “Demos vítores a la Roca que nos salva”. Otro motivo para alabarlo es la deuda que tenemos con el Señor, a quien debemos nuestra existencia -“Bendigamos al Señor, Creador nuestro”- y podíamos añadir, nuestra subsistencia, pues, como dirá Jesús, si Dios cuida con cariño de los pájaros del cielo y de las flores del campo, infinitamente más cuidará de sus hijos, los seres humanos: “Observad los lirios del campo, cómo crecen; no se fatigan, ni hilan. Pero yo os digo que ni Salomón, en toda su gloria, se vistió como uno de ellos. Pues si a la hierba del campo, que hoy es y mañana se echa al horno, Dios así la viste, ¿no lo hará mucho más con vosotros, hombres de poca fe? (Mt 6,28-30).

Entrad, postrémenos por tierra, bendiciendo al Señor, creador nuestro. Porque él es nuestro Dios, y nosotros su pueblo, el rebaño que él guía.

          La sociedad actual ha conseguido que nos arrodillemos ante las cosas que satisfacen nuestros gustos, nuestras ansias por tener, nuestros deseos de figurar. Vivimos una época dando culto al lujo y al placer, olvidándonos de tantos hermanos nuestros que carecen de lo más necesario para vivir. Al final terminamos hastiados de todo, pues todas estas cosas son como los ídolos del salmo: “tienen boca, pero no hablan; ojos, pero no ven; oídos, pero no oyen”. Si los adoramos nos convertimos en lo que ellos son, en seres huecos y vacíos, pues el que ama se hace semejante al objeto de su amor. Nosotros adoramos solamente al Dios creador del cielo y de la tierra, que ha querido establecer con nosotros una relación de amistad.

          Existen, además, muchas más razones para aclamar al Señor y reconocerlo como nuestro Dios: Él, el Señor, se ha ofrecido como el Dios de Israel, eligiéndolo para, a través de él, salvar a la humanidad entera, una elección que se traduce en una relación de amistad: “Yo me pasearé entre vosotros y vosotros seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios” (Lev 26,12). Así expresa esta convicción nuestro salmo: Él (Dios) es nuestro Dios, y nosotros su pueblo, el rebaño que él guía”. Y así lo oímos directamente de labios de Jesús, el Dios con nosotros, y no referido exclusivamente a Israel, sino a todos los que deciden seguirlo: “Yo soy el buen pastor y doy mi vida por mis ovejas” (Jn 10,11) y, también, “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí” (Jn 14,6). Como ‘buen pastor’, nos alimenta con su propio Cuerpo, haciéndonos vivir en plenitud: “Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia” (Jn 20,10); Como ‘camino’, nos guía por el sendero recto, aquél que nos lleva al lugar de la verdadera felicidad, la felicidad del amor y de la libertad. 

Ojalá escuchéis hoy su voz: «No endurezcáis el corazón como en Meribá, como el día de Masá en el desierto; cuando vuestros padres me pusieron a prueba y me tentaron, aunque habían visto mis obras».

El salmista, como buen israelita, conocía los episodios más decisivos de la historia de su pueblo. Entre éstos se encuentra lo ocurrido en el desierto en un momento en que faltaba lo más imprescindible para la vida: el agua. El pueblo se querella contra Moisés por haberlo traído a un lugar en el que peligraba su supervivencia. Testigo de las hazañas de Dios al salir de Egipto, endurece su corazón, exigiendo a Dios que obre un nuevo milagro para remediar su sed. La confianza en el Dios que los sacó de Egipto con brazo extendido y mano poderosa había menguado de manera alarmante ante las dificultades y peligros del desierto.

El salmista previene a los que entran con él en el templo que no imiten la falta de fe de sus antepasados: “Si hoy escucháis su voz, no endurezcáis el corazón”. Una prevención que goza siempre de la máxima actualidad. La Palabra de Dios es para nosotros la persona de Jesús y su Evangelio. Ella unos pone delante de nuestros pecados, no para aplastarnos, sino para corregirnos. Ella arranca de nuestro ser nuestro corazón de piedra y pone en su lugar un corazón que invade nuestra vida de amor a Dios y a nuestros semejantes. Ante nuestras caídas en la desconfianza y en la desesperanza, elevemos nuestra alma a Dios y digamos con el centurión del Evangelio: “Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero di una sola palabra y mi criado (mi alma) quedará sanado” (Mt 8 8).

          Hazme, Señor, entender, aceptar y vivir tu Palabra. Hazme ver que la manera de llegar a tu descanso es confiar en ti, fiarme en todo de ti, poner mi vida entera en tus manos, con despreocupación y con alegría. Entonces podré vivir sin ansiedad y morir tranquilo en tus brazos para entrar en tu paz para siempre.

Lectura de la primera carta del apóstol san Pablo a los Corintios - 7,32-35

        Hermanos: Quiero que os ahorréis preocupaciones: el no casado se preocupa de los asuntos del Señor, buscando contentar al Señor; en cambio, el casado se preocupa de los asuntos del mundo, buscando contentar a su mujer, y anda dividido. También la mujer sin marido y la soltera se preocupan de los asuntos del Señor, de ser santa en cuerpo y alma; en cambio, la casada se preocupa de los asuntos del mundo, buscando contentar a su marido. Os digo todo esto para vuestro bien; no para poneros una trampa, sino para induciros a una cosa noble y al trato con el Señor sin preocupaciones. 

Este texto de la primera carta de San Pablo a los Corintios es la continuación de lo leído de la misma Carta los pasados domingos. Siguen sonando en nuestros oídos expresiones como: “el cuerpo no está para la fornicación, sino para el Señor”,  “¿no sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo” y “... templos del Espíritu Santo?”, “glorificad a Dios con vuestro cuerpo”, “el que tenga mujer viva como si no la tuviese, el que compra como si careciese de todo”, expresiones todas ellas referidas al uso que debemos dar a nuestro cuerpo y a las cosas de este mundo, dado que “El tiempo apremia” y lo que importa de verdad es “vivir para el Señor”.

En esta perspectiva, la lectura de este domingo nos invita a eliminar cualquier desasosiego que disminuya la intensidad y el fervor de nuestra continua dedicación al Señor. San Pablo quiere que vivamos sin inquietudes, arropados por la paz que proviene de Aquél en quien hemos puesto nuestra confianza: “Quiero que os ahorréis preocupaciones”. Es en esta línea, y refiriéndose al terreno afectivo, en la que San Pablo enaltece el estado de virginidad o celibato, en el que todas las dimensiones de nuestra existencia pueden contribuir a vivir en Cristo, a estar apegados a lo único que importa: los asuntos del Señor. En efecto. Las personas célibes pueden consagrar enteramente al Señor su amor, su fuerza y sus intereses; es, en cambio, natural que las personas casadas se apliquen -así lo quiere el Señor- a complacer a su pareja. Esta distinción podría llevarnos a pensar que San Pablo desprecia, o acepta como un mal menor, el estado matrimonial, -y a ello nos llevaría una lectura precipitada de este texto-. Pero no es así. En la carta a los Efesios defiende y ensalza el matrimonio por ser un signo de la unión de Cristo con la Iglesia: “Amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia” (Ef 5,25), y en la dirigida a su discípulo Timoteo condena la opinión de quienes lo rechazan, arguyendo que todo lo que procede de Dios es bueno (1Tm 4,3-4). Es cierto que en este texto San Pablo hace especial hincapié en el celibato, pero es sólo con el fin de ensalzar su nobleza en un momento en que aún no estaba establecido oficialmente en las primeras comunidades cristianas. Así se deduce de las recomendaciones que el mismo San Pablo da al propio Timoteo sobre las cualidades que deben adornar al obispo: “que sea marido de una sola mujer” (1 Tm 3,2). 

San Pablo no tiene intención alguna en establecer prescripciones humanas. Su único interés es ayudar a vivir en cristiano; a que todos, solteros o casados, puedan dedicarse al servicio del Señor, si bien, y siempre según nuestra manera de ver las cosas, algunos, por su situación de solteros, parezcan que tengan, a nuestros ojos, más facilidades para ello. Se trata, por tanto, de la realización del plan de Dios: unos son llamados a realizarlo en el estado de casados, mientras otros viven las alegrías del Reino en situación de virginidad.

Estar apegados al Señor. Ésta es nuestra vocación, que cada uno realiza desde la situación en que se encuentra en la vida: unos, viviendo la unión con el Señor en la compañía del esposo o la esposa, y comprometidos en el trabajo y educación cristiana de los hijos; otros, viviendo de forma más directa esa unión en la situación contemplativa; algunos, dedicados al apostolado con responsabilidades oficiales; otros muchos, volcados, aquí y ahora, en el servicio a las personas necesitadas. Pero todos, desde la amistad y el trato con Cristo, la Luz que ilumina nuestros caminos, la Roca en que nos apoyamos y en cuyas hendiduras nos refugiamos, la Vid de la que tomamos la savia que nos alimenta y fortalece.

Aclamación al Evangelio

         Aleluya, aleluya, aleluya. El pueblo que habitaba en tinieblas vio una luz grande; a los que habitaban en tierra y sombras de muerte, una luz les brilló.

 Lectura del santo evangelio según san Marcos - 1,21b-28

         En la ciudad de Cafarnaún, el sábado entró Jesús en la sinagoga a enseñar; estaban asombrados de su enseñanza, porque les enseñaba con autoridad y no como los escribas. Había precisamente en su sinagoga un hombre que tenía un espíritu inmundo y se puso a gritar: «¿Qué tenemos que ver nosotros contigo, Jesús Nazareno? ¿Has venido a acabar con nosotros? Sé quién eres: el Santo de Dios». Jesús lo increpó: «¡Cállate y sal de él!» El espíritu inmundo lo retorció violentamente y, dando un grito muy fuerte, salió de él. Todos se preguntaron estupefactos: «¿Qué es esto? Una enseñanza nueva expuesta con autoridad. Incluso manda a los espíritus inmundos y le obedecen». Su fama se extendió enseguida por todas partes, alcanzando la comarca entera de Galilea.

Esta escena evangélica tuvo lugar la mañana del sábado siguiente de la llamada a los cuatro discípulos, que leíamos el pasado domingo. Lugar: la sinagoga de Cafarnaum, a donde fue acompañado, con toda probabilidad, por Andrés, Pedro, Juan y Santiago. Allí, aprovechando probablemente la invitación a comentar la lectura de la Escritura -los dos protocolos de que constaba el acto-, se puso a enseñar. El evangelista no dice nada del contenido de su enseñanza, pero sí rubrica que todos quedaron asombrados de la autoridad con la que hablaba, distinguiéndola de la enseñanza de los escribas que, para explicar y comentar los textos sagrados, no solían aportar nada personal, sino la doctrina que sobre los mismos habían enseñado rabinos famosos.

 Esta autoridad queda aún más reforzada con la expulsión de un demonio del que estaba poseído uno de los presentes. Todos los asistentes al acto quedaron estupefactos: un hombre que explica las escrituras con autoridad y, además, se impone a los espíritus inmundos. Este hecho, unido a las enseñanzas y milagros, que tendrán lugar esos primeros días, hizo que se extendiese rápidamente la fama de Jesús por toda la comarca de Galilea. El asombro en la sinagoga ante la autoridad y novedad de la enseñanza de Cristo se acrecienta por el milagro de la expulsión del demonio. Ello manifiesta la victoria de Cristo sobre el mal y que el Reino de Dios ha llegado con Él a Israel. Así lo remarcará posteriormente a los judíos: “Si expulso los demonios por el Espíritu de Dios, es que ha llegado a vosotros el Reino de Dios” (Mt 12,28). El tiempo de espera ha concluido; la época mesiánica está en marcha. 

La tarde de aquel sábado la pasaron en casa de Simón, donde tuvo lugar el milagro de la curación de la suegra de éste, además de otros acontecimientos y curaciones que tuvieron lugar a la caída del sol. Pero ello, que está muy relacionado con el Evangelio de hoy, será el contenido de la lectura del próximo domingo.

    El significado de estas lecturas evangélicas dominicales tiene un alto contenido teológico. En el momento en el que Jesús se puso a enseñar en la sinagoga se está cumpliendo la promesa que Dios hizo a Moisés (1ª lectura) de suscitar un profeta que hablaría las palabras que Él le dictase: “Pondré mis palabras en su boca y les dirá todo lo que yo les mandé”. Jesús es ese profeta, que habla directamente, no con las palabras de otros, sino con las palabras que le dicta el mismo Dios. Esta autoridad de Jesús, que se va haciendo cada vez más explícita a lo largo de su actividad pública, la apreciaremos más intensamente en el Sermón de la Montaña, donde Jesús equipara sus palabras a la misma Escritura: con su “pero yo os digo” -al recordar al auditorio lo que se dijo a los antiguos- Jesús se pone en el mismo lugar de la Ley, y los que le acusan de violar el sábado tienen que oír de su boca que Él está por encima del templo y del mismo sábado: “aquí hay alguien mayor que el templo” ... “el Hijo del hombre es señor del sábado” (Mt 12, 6.8). Los evangelistas nos informan, además, de las largas noches de oración que pasaba Jesús en el Monte. En ellas mantenía un diálogo directo con el Padre a través del cual Jesús hacía suyas, como hombre, las palabras del mismo Dios. “Pondré mis palabras en su boca”, le dijo Dios a Moisés, al anunciar al profeta que había de venir.

Oración sobre las ofrendas

          Presentamos, Señor, estas ofrendas en tu altar como signo de nuestro reconocimiento; concédenos, al aceptarlas con bondad, transformarlas en sacramento de nuestra redención. Por Jesucristo, nuestro Señor.

          Reconocemos que todo lo que somos y tenemos lo hemos recibido del Creador de todas las cosas y, en agradecimiento, le ofrecemos la vida que Él nos ha dado con el sentido deseo de que su voluntad se cumpla en nosotros y en todas sus criaturas. Las ofrendas del pan y el vino que ponemos en el altar son la expresión de este ofrecimiento. Él las acepta y las transforma en el Cuerpo y la Sangre de su Hijo Jesucristo que nos librará de todas nuestras esclavitudes, pero siempre que lo deseemos sinceramente. Es lo que pedimos en esta oración: que pongamos todo lo que esté de nuestra parte para que se realice en nosotros el efecto de este sacramento; que nuestra vida sea una permanente entrega a la voluntad de Dios y al bien de nuestros hermanos.

Antífona de comunión

          Haz brillar tu rostro sobre tu siervo, sálvame por tu misericordia. Señor, no quede yo defraudado tras haber acudido a ti (Sal 30,17-18).

        Haciendo nuestra la oración del salmista, pedimos al Señor que irradie su presencia luminosa sobre nosotros para que nos convirtamos en luz que ilumine con nuestras obras de amor los oscuros egoísmos en los  que están sumergidos muchos de nuestros hermanos, los hombres: “Yo soy la luz del mundo; el que me siga no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida” (Jn 8,12). Nos lo prometió Jesús. Siguiéndolo a Él y acudiendo a Él en todo momento. no nos sentiremos frustrados, sino que superaremos con alegría todos los obstáculos que se interponen en nuestro camino hacia el Padre. Quien me ve a mí ve al Padre” (Jn 14,9); “al Padre”, la Luz originaria y el origen de toda luz.

Oración después de la comunión

          Alimentados por estos dones de nuestra redención, te suplicamos, Señor, que, con este auxilio de salvación eterna, crezca continuamente la fe verdadera. Por Jesucristo, nuestro Señor.

          “El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré el último día” (Jn 6 54). Acabamos de alimentarnos del don sagrado dé la Eucaristía, de Cristo realmente presente en las especies del pan y del vino, y, en lugar de incorporar a Cristo a nosotros, como hacemos con los alimentos naturales, es Cristo quien nos ha asimilado a Él. En este momento podemos decir con toda propiedad: “No vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí; la vida que vivo al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gál 2,20). Es este deseo de vivir del amor de Cristo el que manifestamos ante el Padre en esta oración: que el Señor, que nos ha rescatado (=redimido) de nuestros vicios y esclavitudes, haga crecer la semilla de la fe en su amor, depositada en nuestra alma el día de nuestro bautismo: “Señor, auméntanos la fe” (Lc 17,5).