Segundo
domingo de Cuaresma Ciclo B
Antífona de entrada
Oigo en mi corazón: «Buscad
mi rostro». Tu rostro buscaré, Señor. No me escondas tu rostro (Sal 26,8-9).
Es Dios, que habita en lo más interior de mi propia
intimidad (San Agustín), quien invita a mi alma a buscar su rostro.
Mi respuesta no es otra que la obediencia a esta llamada: “Tu rostro buscaré, Señor”. Y cuando, por fin, lo encuentro, mi única
reacción es desear con todas mis fuerzas permanecer siempre bajo su mirada: “No me escondas tu rostro”. Nuestra vida no tiene otra razón de
ser que la constante contemplación del rostro de Dios. En esto consiste la Vida
Eterna: en fijar nuestra mirada en el rostro de Cristo, la manifestación
perfecta del Padre. “Quien me ha visto a mí ha visto al Padre” (Jn
14,9).
Oración colecta
Oh, Dios, que nos has mandado escuchar a tu
Hijo amado, alimenta nuestro espíritu con tu palabra; para que, con mirada
limpia, contemplemos gozosos la gloria de tu rostro. Por nuestro Señor
Jesucristo.
En Pedro, Santiago y Juan, que oyeron la voz del Padre en
el momento de la transfiguración, estábamos todos nosotros. A nosotros, a
quienes se nos ha concedido la gracia de conocer a Jesús, nos dice también el
Padre que lo escuchemos. No existe otra ciencia en nuestra vida que el conocimiento
de Cristo, a quien conocemos por sus palabras, por sus hechos y por sus
testigos. En esta oración pedimos al Padre ser alimentados en todo momento por
Cristo, la Palabra hecha carne. Sólo la voz de Cristo, grabada en nuestro corazón
como ocurrió en María, creará en nosotros un corazón
limpio con el que podremos contemplar el rostro radiante y
glorioso de Dios.
Lectura del libro del Génesis - 22,1-2. 9a.
10-13. 15-18
En aquellos días, Dios
puso a prueba a Abraham. Le dijo: «¡Abraham!» Él respondió: «Aquí estoy». Dios
dijo: «Toma a tu hijo único, al que amas, a Isaac, y vete a la tierra de Moria
y ofrécemelo allí en holocausto en uno de los montes que yo te indicaré».
Cuando llegaron al sitio que le había dicho Dios, Abraham levantó allí el altar
y apiló la leña, luego ató a su hijo Isaac y lo puso sobre el altar, encima de
la leña. Entonces Abraham alargó la mano y tomó el cuchillo para degollar a su
hijo. Pero el ángel del Señor le gritó desde el cielo: «¡Abraham, Abraham!» Él
contestó: «Aquí estoy». El ángel le ordenó: «No alargues la mano contra el
muchacho ni le hagas nada. Ahora he comprobado que temes a Dios, porque no te
has reservado a tu hijo, a tu único hijo». Abraham levantó los ojos y vio un
carnero enredado por los cuernos en la maleza. Se acercó, tomó el carnero y lo
ofreció en holocausto en lugar de su hijo. El ángel del Señor llamó a Abraham
por segunda vez desde el cielo y le dijo: «Juro por mí mismo, oráculo del Señor:
por haber hecho esto, por no haberte reservado tu hijo, tu hijo único, te
colmaré de bendiciones y multiplicaré a tus descendientes como las estrellas
del cielo y como la arena de la playa. Tus descendientes conquistarán las
puertas de sus enemigos. Todas las naciones de la tierra se bendecirán con tu
descendencia, porque has escuchado mi voz».
¿Cómo comprender que el Dios, que se ha revelado en
la Biblia, y particularmente en Jesús, como amor, pueda exigir a un padre el
sacrificio de su hijo? Es un texto éste que debemos leer, no con nuestros ojos
de hoy, sino desde el contexto histórico en el que está escrito y desde la
finalidad que con el mismo pretende el autor sagrado. Hay que señalar, en
primer lugar, que los sacrificios de seres humanos a los dioses eran una
realidad en las religiones que circundaban el mundo bíblico. Para Abraham, por
tanto, no era algo completamente extraño. Sabemos, por otra parte, que la
concepción del Dios bíblico era ajena a estas prácticas religiosas, así como a
todo tipo de desviaciones religiosas: “No haya en medio de ti quien queme en
sacrificio a su hijo o a su hija, ni quien practique la adivinación, el
sortilegio, la superstición” (Deut 18,20).
La lectura omite algunos versículos del relato que,
para su mejor comprensión, tendré en la redacción de este comentario. Por lo que cuenta el
autor sagrado, deducimos que Dios no iba a consentir la muerte de Isaac a manos
de su padre: se trata de poner a prueba la fe de Abraham con el fin de hacerla
más fuerte. Acostumbrado a vivir errante, obedeciendo a los misteriosos
designios de Dios, Abraham, una vez que recibe la orden divina de ofrecer a
Dios la vida de su hijo, decide, sin pensarlo un momento, llevarla a cabo, a
pesar de contradecir frontalmente la promesa de que, a partir de Isaac, se
desarrollaría una descendencia tan numerosa como las estrellas del cielo. Muy
de mañana se pone en camino hacia el lugar que Dios había escogido para
el sacrificio. Ante la pregunta de Isaac por la víctima que iba a ser ofrecida,
Abraham le da, con el corazón partido y sin poner en cuestión la promesa, una
respuesta evasiva: “Dios proveerá”. Llegado el momento de ejecutar la
orden, Isaac, sabiendo ya que era él precisamente la víctima del sacrificio, se
deja atar sobre la leña que había de recibir su sangre. Pero en el preciso
instante en que iba a degollar a su hijo, el Señor, a través de su Ángel,
detiene su mano y le dice: “Ahora he comprobado que temes a Dios, porque no
te has reservado a tu hijo, a tu único hijo”. Abraham posiblemente respiró profundamente.
Viendo al lado un carnero, enredado por sus cuernos en la maleza, lo cogió y lo
inmoló como sacrificio en lugar de su hijo. Por segunda vez oye la voz del ángel
que, como premio a su obediencia, le reitera de forma solemne la promesa de una
descendencia tan numerosa como las estrellas del cielo y la arena del mar, en la que serían bendecidas todas
las naciones de la tierra.
“Aquí estoy”
Es la actitud de todos los obedientes a la Palabra de
Dios. Empezando por Abraham, siguiendo por Samuel y los profetas y por todos
los pobres que esperaban con confianza la consolación de Israel, llegamos a María
que, con su “hágase en mí según tu palabra”, hizo que esta Palabra se
hiciera uno de nosotros, hasta culminar en Jesús que, al entrar en el mundo,
dijo “aquí estoy, oh Dios, como está escrito en tu libro, para hacer tú voluntad”
(Heb 10,6-7), voluntad que cumplió mostrando el amor de Dios hasta el
extremo de dar la vida clavado en un patíbulo. Es la actitud de todos los que
han seguido a Jesucristo, los santos de ayer y de hoy, los canonizados y los
santos anónimos; todos ellos han hecho de su vida un
permanente “aquí estoy”, dispuestos en todo momento a perderla para que
el Reino de Dios, reino de justicia, de paz y de amor, se extienda a todos los
hombres. Ésa es también nuestra vocación: “El que encuentre su vida, la
perderá; y el que pierda su vida por mí, la encontrará” (Mt 10,39).
“He comprobado que temes
a Dios”
Éste es el premio que recibió Abraham por su obediencia: el
reconocimiento por parte de Dios de que su comportamiento ha sido de su agrado.
Éste debe ser también el premio que debemos esperar: la conciencia de que
nuestras actitudes y nuestros hechos son agradables a Dios. Ésta era la única
motivación de San Pablo en el anuncio del Evangelio: “¿Buscó yo ahora el
favor de los hombres o el de Dios? ¿O es que intento agradar a los hombres? Si
todavía tratara de agradar a los hombres, ya no sería siervo de Cristo”
(Gal 1,10)
“Todas las naciones de la tierra se bendecirán
con tu descendencia, porque has escuchado mi voz” o, dicho de otra manera, en tu descendencia
serán bendecidas todas las naciones de la tierra. ¿Cuál es esa
descendencia? La respuesta nos la da San Pablo en la carta a los Gálatas:
la verdadera descendencia de Abraham es Cristo: “Pues a Abraham y a su
descendencia fueron hechas las promesas. No dice a sus descendencias como de
muchas, sino de una sola: ‘Y tú descendencia’, que es Cristo” (Gál 3,16).
Los cristianos, al creer a Cristo como el depositario de las promesas -y todos
los hombres en cuanto han sido llamados a la misma fe- somos los
verdaderos hijos de Abraham y, por ello, los herederos de las bendiciones de
Dios. Estas bendiciones se hacen realidad ya en nuestra vida presente, pues
poseemos, aunque todavía en esperanza, los bienes futuros. Una esperanza
totalmente fiable que cambia realmente nuestra vida, como cambió la vida de los
mátires que, porque poseían bienes imperecederos, iban gozosos a la muerte en
la certeza de una vida mejor; como cambió y cambia la vida de tantos
hombres y mujeres que lo dejan todo para anunciar la fe y el amor de Cristo a
los no que no han oído hablar de Él; como cambia igualmente nuestra vida
cuando por la fe y los sacramentos nos incorporamos a Cristo, haciendo que su
vida sea nuestra vida, es decir, que mis pensamientos, mis sentimientos y mis
actitudes sean las de Cristo. “Tened entre vosotros los mismos sentimientos
que tuvo Cristo Jesús” (Fil 2,5)
Salmo responsorial - 115
Caminaré
en presencia del Señor en el país de la vida.
Vivir siempre en la presencia
del Señor. Él está pendiente de lo que hacemos o dejamos de hacer, conoce
nuestros intereses, nuestras preocupaciones, nuestros sufrimientos. Sólo de
este encuentro permanente con el Señor procede la verdadera felicidad. Caminaré en presencia
del Señor en el país de la vida.
Tenía fe, aun cuando
dije: «¡Qué desgraciado soy!» Mucho le cuesta al Señor la muerte de sus fieles.
(1)
(1) En medio de la oscuridad total de su
entendimiento Abraham siguió confiando en el Dios de la promesa: vivía en la
certeza de que de una manera u otra la cumpliría. En nuestra vida de creyentes
encontraremos situaciones que nos harán sufrir por no entender los caminos de Dios. Nuestro único alivio en esos
momentos es seguir esperando en el Señor. Él sabe mucho de eso, pues incluso Él
sufrió en la cruz la incomprensibilidades de Dios; “Dios mío, Dios mío, ¿por
qué me has abandonado? Él tiene más interés que nosotros mismos en
que vivamos y seamos felices: “Mucho le cuesta al Señor
la muerte de sus fieles”.
Señor, yo soy tu siervo,
siervo tuyo, hijo de tu esclava: rompiste mis cadenas. Te ofreceré un
sacrificio de alabanza, invocando tu nombre, Señor. (2)
(2) Ante el Señor somos pobres siervos,
incapacitados hasta no poder hacer nada por nosotros
mismos. Como María nos ponemos en sus manos para que haga con nuestra vida lo
que Él haya proyectado: “Hé aquí la esclava del Señor; hágase en mí según su
Palabra” (Lc 1,38). Una cosa es cierta: “Todas las cosas cooperan para
el bien de los que le aman” (Rm 8,20). El Señor “rompe nuestras cadenas”.
Así
es: “Si os mantenéis en mi Palabra, seréis verdaderamente mis discípulos, y
conoceréis la verdad y la verdad os hará libres” (Jn 8,31-32). Ante esta
excelente noticia reaccionamos con nuestras voces, con nuestros pensamientos y
con nuestra vida para reconocer el poder del nombre del Señor. “Te ofreceré un
sacrificio de alabanza, invocando tu nombre, Señor”.
Cumpliré al Señor mis
votos en presencia de todo el pueblo, en el atrio de la casa del Señor, en
medio de ti, Jerusalén. (3)
(3) Compartiré esta inmensa alegría con
mis hermanos y la publicaré ante todos los hombres con mi palabra y, sobre
todo, con mi vida: “Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean
vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos” (Mt
5,16).
Lectura de la carta del apóstol san Pablo a
los Romanos 8,31b-34
Hermanos: Si Dios está con
nosotros, ¿quién estará contra nosotros? El que no se reservó a su propio Hijo,
sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará todo con él? ¿Quién
acusará a los elegidos de Dios? Dios es el que justifica. ¿Quién condenará? ¿Acaso
Cristo Jesús, que murió, más todavía, resucitó y está a la derecha de Dios y
que además intercede por nosotros?
El capítulo 8 de la carta a los Romanos, además de ser la
cima o cumbre de esta carta, es uno de los fragmentos más conmovedores del
Nuevo Testamento en cuanto a la exaltación de la nueva vida concedida a los que
han creído en Jesucristo. El artículo comienza afirmando que ninguna condena
habrá para los que viven en el Señor. Así nos lo dijo el mimo Cristo: “Quien
escucha mis palabras y cree en quien me envió tiene vida eterna y no está sometido
a juicio” (Jn 5,24). El capítulo concluye de forma aún más reconfortante,
si cabe, para nosotros: “... ni lo alto ni lo profundo ni ninguna criatura
alguna podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús” (Rm
8,39). El que vive en Cristo tendrá siempre la seguridad de sentirse a salvo de
cualquier amenaza que pueda poner en peligro su vida como hijo de Dios, una
vida de la que, aunque todavía en esperanza, disfruta ya en este mundo. Esta
esperanza es compartida con la creación entera que, privada por el pecado de la
finalidad que Dios le confirió al principio, aguarda con impaciencia la plena
liberación de los hijos de Dios. Una esperanza fortalecida por el Espíritu
Santo, que nos ayuda en nuestra debilidad, orando por nosotros para pedir lo
que realmente nos conviene. Una vida que tiene su origen en el Padre que, al
conocernos de antemano y disponer todas las cosas para el bien de los que le
aman, nos predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, nos justificó y con
concedió participar de su gloria. Después de tantas pruebas que testifican que
Dios está con nosotros -y aquí comienza el texto de esta lectura- ¿qué puede
torcer los planes que Dios tiene con nosotros? ¿quién estará en nuestra contra?
El que no perdonó a su propio Hijo, sino que nos lo dio para nuestra salvación,
¿cómo no va rematar la faena, dándonos todo lo demás, es
decir, concediéndonos la vida eterna y definitiva junto Él? Si Dios nos ha
declarado inocentes en el Inocente por excelencia y justos en el Justo, ¿quién
puede oponerse a esta declaración del mismo Dios? Acaso podrá acusarnos el
propio Jesucristo, después de que ha muerto y ha resucitado por nosotros y está
continuamente intercediendo por nosotros a la derecha del Padre.
Dios está con nosotros
Esta certeza, que en ocasiones se ha deformado, convirtiéndose
en bandera de guerra para derrotar a los enemigos políticos, es por la que
eliminamos todo temor en nuestra vida; la que nos proporciona la verdadera paz
conmigo mismo y con los demás; la que nos da la energía para extender el Reino
de Dios en el mundo, un reino de justicia, de vida y verdad; la que nos lanza
al desprendimiento de nosotros mismos para darnos de cuerpo y alma a nuestros
hermanos.
Nos entregó a su propio
Hijo
“Tanto amó Dios al mundo que entregó a
su propio Hijo para que todo el que cree en Él no perezca, sino que tenga la
vida eterna” (Jn 3,16). Si Dios nos ha dado lo más, cómo no nos va a
seguir dando las gracias necesarias hasta alcanzar la plena unión con Él. Esta
verdad debe ser para nosotros el gran estímulo para seguir creciendo como hijos
de Dios hasta conseguir, no con nuestras fuerzas, sino por la gracia de Dios,
que esta realidad afecte a todas las fibras de nuestro ser. El no avanzar hacia
esta meta es retroceder.
Aclamación al Evangelio
Gloria y alabanza a ti,
Cristo. En el esplendor de la nube se oyó la voz del Padre: «Este es mi Hijo,
el Elegido, escuchadlo».
Lectura del santo evangelio según san Marcos
- 9,2-10
En aquel tiempo Jesús
tomó consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, subió aparte con ellos solos a un
monte alto, y se transfiguró delante de ellos. Sus vestidos se volvieron de un
blanco deslumbrador, como no puede dejarlos ningún batanero del mundo. Se les
aparecieron Elías y Moisés, conversando con Jesús. Entonces Pedro tomó la
palabra y dijo a Jesús: «Maestro, ¡qué bueno es que estemos aquí! Vamos a hacer
tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías». No sabía qué decir,
pues estaban asustados. Se formó una nube que los cubrió y salió una voz de la
nube: «Este es mi Hijo, el amado; escuchadlo». De pronto, al mirar alrededor,
no vieron a nadie más que a Jesús, solo con ellos. Cuando bajaban del monte,
les ordenó que no contasen a nadie lo que habían visto hasta que el Hijo del
hombre resucitara de entre los muertos. Esto se les quedó grabado y discutían
qué quería decir aquello de resucitar de entre los muertos.
El episodio de la transfiguración es como un paréntesis
en el que la vida divina, escondida en Jesús, se manifiesta al exterior. La indicación
temporal “seis días después” se refiere a la confesión de Pedro “Tú eres
el Cristo”. Esta confesión fue la respuesta
de Jesús a la pregunta de Jesús “Quién decís que soy yo”, respuesta que fue seguida de un anuncio por
parte de Jesús acerca de lo que había de padecer por parte de los ancianos y
sacerdotes, de su muerte y de su resurrección a los tres días (Mc 8, 31).
Acompañado de Pedro, Santiago y Juan, los testigos de los momentos más íntimos de la vida pública
de Jesús (resurrección de la hija de Jairo, agonía en Getsemaní) se retira a la soledad de un monte,
donde se transfigura ante ellos. Sus vestidos se volvieron de un blancor que
deslumbraba los ojos y a su lado se encontraban Moisés y Elías conversando con Él.
Ante este espectáculo Pedro, emocionado por lo que estaba viendo y disfrutando,
propone a Jesús la construcción de tres tiendas para permanecer en aquel lugar.
Una nube cubrió todo el monte y una voz del cielo,
que recordaba la que se oyó en el bautismo, retumbó de esta forma: “Éste es
mi hijo amado, escuchadlo”. De repente, volvieron a la situación normal y
bajaron del monte. Jesús, como hiciera en otras ocasiones, les advierte,
probablemente para que la gente no distorsionase su mesianismo, que no
publicasen lo ocurrido hasta que Él no resucitara de entre los muertos. Esta
advertencia se les quedó grabada, aunque no lograron entenderla hasta después de la resurrección de Jesús de entre los muertos.
“Sus vestidos se
volvieron de un blanco deslumbrador”
Los vestidos de una persona remiten a la persona que
los porta. En este caso podemos entender que la blancura esplendorosa de los
vestidos de Cristo significa la gloria de Dios que se ha posado sobre un
hombre.
“Se les aparecieron Elías
y Moisés, conversando con Jesús”.
Moisés, es decir, la Ley; Elías, el profeta. Jesús no
ha venido a abolir la ley, sino a darle su cumplimiento (Mt 5,17). La presencia
de Elías es como un espaldarazo a Jesús, el profeta que hablaría realmente en
nombre Dios, porque lo vería cara a cara.
«Este es mi Hijo, el amado; escuchadlo».
La visión ha durado unos instantes. Se trataba de
hacer ver a los tres discípulos el triunfo que Jesucristo había de conseguir
después de su resurrección, preparándolos, de este modo, para poder soportar
los acontecimientos de su pasión y su muerte. Con estas palabras, pronunciadas
por el Padre, los discípulos se conciencian de la importancia de Jesús y de su
obra. Lo que interesaba a ellos en ese momento, y lo que nos interesa siempre a
nosotros, es escucharlo. Y es que la palabra de Jesús y su persona es la
verdadera interpretación de las Escrituras: sólo a través de Él puede
comprenderse la Ley (Moisés) y todo lo que dijeron los profetas (Elías). “De una manera
fragmentaria y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros Padres por
medio de los Profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por su Hijo” (Hb 1,1-2).
Oración sobre las ofrendas
Te pedimos, Señor, que esta oblación borre
nuestros pecados y santifique los cuerpos y las almas de tus fieles, para
que celebren dignamente las fiestas pascuales. Por Jesucristo, nuestro Señor.
Con la mirada puesta en la celebración de la Pascua de
Resurrección, en la que adquiere todo su sentido la liturgia cuaresmal, pedimos
al Padre que el ofrecimiento del pan y el vino, que se convertirán en el Cuerpo
y en la Sangre del Señor, sirva para arrancar de nuestro corazón las actitudes
contrarias al plan de Dios y nos predisponga espiritualmente a nosotros y a
todos los seguidores de Cristo para que en las próximas fiestas pascuales
crezcamos de forma importante en nuestra unión a Cristo muerto y resucitado.
Antífona de comunión
Este es mi Hijo,
el amado, en quien me complazco. Escuchadlo (Mt 17,5).
Oración después de la comunión
Te damos gracias, Señor,
porque, al participar en estos gloriosos misterios, nos haces recibir, ya en
este mundo, los bienes eternos del cielo. Por Jesucristo, nuestro Señor.
Damos gracias a Dios porque nos van bien las cosas, por la
salud, por el bienestar material, por... Pero lo que realmente debe importarnos
es nuestra salud espiritual, nuestra unión con Cristo, en función de lo cual están
todas las demás cosas de nuestra vida. Es esto lo que, de modo principal,
debemos agradecer a Dios. Lo hacemos al final de esta Eucaristía en la que, al
habernos alimentado de Cristo, hemos sido asimilados a Él, participando de la
inmensa riqueza de la que le ha colmado el Padre: “En Cristo están
escondidos todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia” (Col 2,3).
Oración sobre el pueblo
Dirige continuamente, Señor, los
corazones de tus fieles y concede esta gracia a tus siervos, de modo
que, permaneciendo en tu amor y cercanía, cumplan plenamente tus
mandamientos. Por Jesucristo, nuestro Señor.