Primer domingo de Cuaresma Ciclo B

 

Primer domingo de Cuaresma Ciclo B

Antífona de entrada

 Me invocará y lo escucharé; lo defenderé, lo glorificaré, lo saciaré de largos días (Sal 90,15-16).

 

          “Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá. Si vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará cosas buenas a los que se las pidan!” (Mt 7,7.11). La antífona de entrada nos invita a confiar en el poder de la oración y en el contacto personal con el Señor, el único capaz de satisfacer nuestros deseos más hondos. ¿Nos creemos de verdad aquello de que “Todo cuanto pidáis en la oración, creed que ya lo habéis recibido y lo obtendréis” (Mc 11,24).

Oración colecta

Dios todopoderoso, por medio de las prácticas anuales del sacramento cuaresmal concédenos progresar en el conocimiento del misterio de Cristo, y conseguir sus frutos con una conducta digna. Por nuestro Señor Jesucristo.

 

          El Señor ha querido que, para progresar espiritualmente en la fe, nos dejemos guiar por los medios que la Iglesia pone a nuestra disposición (sacramentos, oración, práctica de la caridad, vivencia espiritual de los tiempos sagrados). Durante estos tiempos la Iglesia recomienda de modo especial unas determinadas prácticas. El ayuno, la penitencia, la limosna y la oración son las prácticas específicas del tiempo cuaresmal; con ellas nos preparamos a la celebración fructuosa de la Muerte y la Resurrección del Señor. Que estas prácticas nos ayuden a ahondar en el conocimiento de Cristo y que este conocimiento se traduzca en obras de amor a Dios y al prójimo: “Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo” (Jn 17,3).

Lectura del libro del Génesis - 9,8-15

 Dios dijo a Noé y a sus hijos: «Yo establezco mi alianza con vosotros y con vuestros descendientes, con todos los animales que os acompañan, aves, ganados y fieras, con todos los que salieron del arca y ahora viven en la tierra. Establezco, pues, mi alianza con vosotros: el diluvio no volverá a destruir criatura alguna ni habrá otro diluvio que devaste la tierra». Y Dios añadió: «Esta es la señal de la alianza que establezco con vosotros y con todo lo que vive con vosotros, para todas las generaciones: pondré mi arco en el cielo, como señal de mi alianza con la tierra. Cuando traiga nubes sobre la tierra, aparecerá en las nubes el arco y recordaré mi alianza con vosotros y con todos los animales, y el diluvio no volverá a destruir a los vivientes.

 La Iglesia quiere que, a través de esta lectura de este domingo primerp de Cuaresma, meditemos en la alianza que hizo Dios con Noé, después de haber sido salvados, él y su familia, de las aguas del diluvio. En esta alianza, Dios decidió restablecer las relaciones con la humanidad que, rotas por los pecados de los hombres, desencadenaron el castigo del diluvio, una alianza que es como un comenzar de nuevo el proyecto que en el momento de la creación tuvo con la humanidad.

Ya conocemos la historia. Advertido por Dios del diluvio con el que iba a castigar los pecados de los hombres, Noé, el único justo sobre la tierra, construye, siguiendo los planes divinos, una embarcación en la que se salvarían él, su familia y una pareja de animales de cada especie. Tradiciones parecidas al diluvio existían con anterioridad en otros pueblos, algunos cercanos al mundo bíblico, como es el caso del Poema de Gigalmesh en Mesopotamia, datado unos quinientos años antes del libro del Génesis y conocido muy probablemente por el autor sagrado. Pero entre el relato del Génesis y el de Gigalmésh, si bien se dan determinadas semejanzas, apreciamos diferencias importantes. Coincidiendo ambos relatos en que Dios -en el caso del de Mesopotamia, los dioses- es la causa del desastre de las aguas, difieren en el motivo del mismo: el diluvio mesopotámico se debe a la turbación de la tranquilidad de los dioses por parte de los hombres, mientras que el diluvio bíblico fue un castigo de Dios infligido a la humanidad por sus continuas acciones pecaminosas. Del diluvio mesopotámico se libra Gigalmesh, que fue premiado con el ingreso en el mundo de los dioses; del diluvio bíblico sale ileso Noé, con quien, en su calidad de ser humano, estableció un pacto que garantizaba la promesa de Dios de no volver a castigar a la humanidad. Por la primera diferencia advertimos, que en la mentalidad bíblica, el hombre tiene una gran responsabilidad sobre su destino, mientras que en la cultura en la que surgió el Poema de Gigalmésh los hombres son considerados juguetes para entretener la vida de los dioses. La segunda diferencia nos hace ver que el Dios de la Biblia es un Dios justo, que no mete en el mismo saco a inocentes y culpables. 

La alianza con Noé está precedida de una bendición de Dios a toda la humanidad, una bendición semejante a la que derramó sobre Adán y Eva: “Creced, multiplicaos y llenad la tierra” (Gén 9,1), dijo Dios a Noé; “Sed fecundos y multiplicaos, henchid la tierra y sometedla” (Gén 1,28), dijo Dios a nuestros primeros padres. Esta alianza con Noé tiene como sujeto no sólo a toda la humanidad, sino a la creación entera: “Yo establezco mi alianza con vosotros y con vuestros descendientes, con todos los animales que os acompañan, aves, ganados y fieras”. Una alianza universal que pervivirá en las sucesivas alianzas de Dios con Israel en Abraham, en Moisés y en las promesas hechas a David, pues, si Dios elige a Israel y establece con él un pacto, es para salvar de este modo a toda la humanidad y, en ella, a la creación entera: “Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1Tm 2,4). El signo que pone Dios para garantizar esta alianza con Noé es el arco iris sobre las nubes del cielo, arco multicolor que aparece al término de las tormentas. Es un fenómeno que, por supuesto, existe desde que existe la refracción de la luz y que podemos interpretar poéticamente como una vuelta a la calma y a la claridad después del desconcierto y oscuridad de la lluvia. El autor bíblico se sirve de este fenómeno atmosférico para expresar la benevolencia de Dios que, abandonando el arco de la guerra, recrea nuestro corazón con el arco de la paz desprendiéndose del cielo. Todo un símbolo que manifiesta un progreso en la concepción del Dios bíblico, un Dios que, en lugar de vengarse de los hombres, establece un pacto con ellos, demostrando que todo su afán es que todos los seres creados vivan en paz y en armonía: “Tú, Señor, amas a todos los seres y nada de lo que hiciste aborreces, pues, si algo odiases, no lo habrías hecho” (Sab 12,24). Una lección para los seres humanos que, creados a imagen y semejanza de Dios, tenemos el deber de fomentar la hermandad y la paz entre todos los hombres y el cuidado de todos los demás seres de la creación, de modo muy especial el cuidado de nuestra casa común. Una lección para nosotros, los seguidores de Cristo que, movidos por su gracia, tenemos la responsabilidad de hacer realidad la profecía de Isaías: “Serán vecinos el lobo y el cordero, y el leopardo se echará con el cabrito, el novillo y el cachorro pacerán juntos” (Is 11,6)

 Salmo responsorial – 24

Tus sendas, Señor, son misericordia y lealtad para los que guardan tu alianza.

Señor, enséñame tus caminos, instrúyeme en tus sendas: haz que camine con lealtad; enséñame, porque tú eres mi Dios y Salvador.

 

David, al pedir a Dios que le muestre sus caminos y le instruya en sus sendas, manifiesta un deseo sincero de hacer su voluntad, deseo que se hace aún más patente al suplicarle - probablemente está pensando en su fragilidad y en su inconstancia- que le mantenga en la lealtad a su Nombre: “Haz que camine con lealtad”.

 David insiste en esta petición, apoyando su plegaria en la experiencia de haber sido liberado por Dios en muchas ocasiones. Por eso le sale del alma invocarle como su Dios y su salvador -algo muy normal en un ambiente politeísta- y manifestarle su impaciencia de que se haga presente en su vida. “Todo el día te estoy esperando”, frase que, omitida en la liturgia, concluye el versículo.

Recuerda, Señor, que tu ternura y tu misericordia son eternas.

Acuérdate de mí con misericordia, por tu bondad, Señor.

La experiencia de los favores recibidos del Señor a lo largo de su vida lleva a David a recordar con Él que su amor entrañable es de siempre. Ello justifica su petición de que borre de su mente los pecados que cometió en su juventud. Está pensando seguramente en el asesinato de Urías para casarse con la mujer de éste, Betsabé, pecado que, como como una sombra, siempre le persiguió. Su sentimiento de pecador solo encuentra una salida: acogerse a la bondad del Señor, que siempre perdona: “Acuérdate de mí con misericordia, por tu bondad, Señor”

 

El Señor es bueno y es recto, y enseña el camino a los pecadores; hace caminar a los humildes con rectitud, enseña su camino a los humildes

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David se tranquiliza al reconocer la bondad y la rectitud del Señor, cualidades que se manifiestan en su amor a los hombres, un amor que no descansa hasta poner al pecador en el camino correcto y que se derrama con abundancia en los humildes, como en María: “Ha puesto los ojos en la humildad de su esclava, por eso desde ahora todas las generaciones me llamarán bienaventurada” (Lc 1,48).

El amor perdonador de Dios se ha revelado de forma definitiva e inaudita en Cristo: “La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros” (Rm 5,8).

 

 Lectura de la primera carta del apóstol San Pedro - 3,18-22

 Queridos hermanos: Cristo sufrió su pasión, de una vez para siempre, por los pecados, el justo por los injustos, para conduciros a Dios. Muerto en la carne pero vivificado en el Espíritu; en el espíritu fue a predicar incluso a los espíritus en prisión, a los desobedientes en otro tiempo, cuando la paciencia de Dios aguardaba, en los días de Noé, a que se construyera el arca, para que unos pocos, es decir, ocho personas, se salvaran por medio del agua.  Aquello era también un símbolo del bautismo que actualmente os está salvando, que no es purificación de una mancha física, sino petición a Dios de una buena conciencia, por la resurrección de Jesucristo, el cual fue al cielo, está sentado a la derecha de Dios y tiene a su disposición ángeles, potestades y poderes.

          Poco conocemos sobre las circunstancias de esta carta de San Pedro, aunque podemos suponer, por las repetitivas exhortaciones al ánimo ante los sufrimientos, que está dirigida a una comunidad en momentos de persecución. En los versículos inmediatamente anteriores a esta lectura, San Pedro llama dichosos a los que sufren por causa de la justicia, ya que “más vale padecer por obrar el bien, si esa es la voluntad de Dios, que por obrar el mal” (1Pe 3,14). Al mismo tiempo, exhorta a estar preparados “para dar razón de nuestra esperanza a todo el que nos la pida” (1Pe 3,15). Éste es el punto de partida de nuestra reflexión sobre el texto que la Iglesia nos propone para este día. 

          Lo que nos mantiene firmes, y hasta alegres, en el sufrimiento es Jesucristo, que murió por nuestros pecados y fue devuelto a la vida para llevarnos a Dios; es decir: nuestra esperanza se apoya en la muerte y resurrección de Jesucristo, el cual “sufrió su pasión, de una vez para siempre, por los pecados”. Es, por tanto, Jesucristo -que ha sufrido y ha muerto por nosotros- el que nos proporciona la fuerza, y hasta la alegría, para soportar el sufrimiento. En el capítulo segundo de esta carta, San Pedro ha aplicado la imagen del siervo sufriente de Isaías a Cristo, el cual “ha sufrido por vosotros, dándoos un ejemplo para que sigáis sus huellas; el que no ha cometido pecado y en cuya boca no se encontró engaño; el que, insultado, no devolvía el insulto, el que en el sufrimiento no amenazaba, sino que se ponía en las manos del justo juez; el que en su propio cuerpo ha llevado nuestros pecados al madero, para que, muertos a nuestros pecados, vivamos para la justicia; aquél cuyas heridas nos han curado. Pues vosotros estabais perdidos como ovejas, pero ahora habéis vuelto al Pastor y al guardián de vuestras almas (1 Pe 2,21-24). Y, aunque no se diga de forma explícita, los receptores de esta carta debían conocer la segunda parte de este texto, es decir, el triunfo del siervo sufriente: “Ahora llega para mi servidor la hora del éxito; será exaltado, y puesto en lo más alto”  (Is 52,13)-. Este éxito lo aplica también a Cristo, cuando dice que “ha muerto en la carne y ha sido vuelto a la vida por el Espíritu”, es decir, ha resucitado y “ha subido al cielo por encima de los ángeles y de todas las potencias invisibles y está sentado a la derecha de Dios”. Y todo ello se ha realizado para nosotros, entendiendo “para nosotros” en el sentido más amplio posible, esto es, para todos los hombres: “Él ha muerto por los culpables”, incluso por aquéllos que en tiempos de Noé no fueron dignos de subir a la barca: por eso “... fue a predicar a los espíritus en prisión, a los desobedientes en otro tiempo, cuando la paciencia de Dios aguardaba, en los días de Noé, a que se construyera el arca”. 

          La conclusión es que Cristo murió por todos para acercarnos a Dios. Pero, ¿de qué modo entramos en esta gracia de salvación? Respuesta: a través del bautismo. Volviendo una vez más a la historia del diluvio, San Pedro nos dice que el que se salvaran -en aquella ocasión- un determinado número de personas prefigura el bautismo que nos está salvando. En efecto. Los  creyentes en Cristo nos parecemos a Noé y a su familia saliendo del arca. Y si con Noé estableció Dios una alianza: “He aquí que establezco mi alianza con vosotros...” (Gén 9,9), nosotros, saliendo de las aguas del bautismo, entramos en la nueva y definitiva Alianza de Dios con los hombres, llevada a cabo por Cristo. Basta con que vivamos con autenticidad nuestro bautismo, que no consiste en estar limpios de manchas exteriores o legales, sino en identificarnos con Cristo en sus padecimientos y en su triunfo. El agua que para unos fue causa de su muerte, para otros esta misma agua, sobre la que flotaba el arca, fue causa de salvación. Esta agua nos salva a nosotros ahora: sólo es necesario que creamos en Cristo “con una conciencia recta”.

          En adelante los bautizados, igual que Noé y su familia, hemos sido elegidos entre muchos para ser testimonio viviente de la voluntad de Dios de establecer una alianza con toda la humanidad. Entonces fueron salvadas a través del agua ocho personas -Noé, su mujer, sus tres hijos y sus parejas-, con las que Dios retomaba el proyecto de su creación. Pero esto era sólo una imagen, porque la verdadera re-creación comienza con la resurrección de Jesucristo, de la que participamos a través de las aguas del bautismo. 

          Para terminar. ¿Tiene algo que ver el que fueran ocho personas las que se salvaron de las aguas del diluvio con el hecho de que muchos baptisterios de los primeros siglos del cristianismo tengan forma octogonal?

          [En el comentario a esta segunda lectura he intentado seguir el planteamiento que sobre la misma la teóloga y biblista francesa Marie-Noëlle Thabut]

Aclamación al Evangelio

 Gloria y alabanza a ti, Cristo. No solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios.

 Lectura del santo evangelio según san Marcos - 1,12-15

                   En aquel tiempo, el Espíritu empujó a Jesús al desierto. Se quedó en el desierto cuarenta días, siendo tentado por Satanás; vivía con las fieras y los ángeles lo servían. Después de que Juan fue entregado, Jesús se marchó a Galilea a proclamar el evangelio de Dios; decía: «Se ha cumplido el tiempo y está cerca el reino de Dios. Convertíos y creed en el evangelio».

Como cada primer domingo de cuaresma, la Iglesia nos propone como lectura evangélica el relato de las tentaciones, en esta ocasión, la versión de San Marcos, mucho más breve y esquemática que la de San Mateo y San Lucas. Jesús, una vez bautizado por Juan, es llevado por el  Espíritu al desierto. Allí permanecerá cuarenta días en los que era tentado por el diablo. El evangelista nos detalla que vivía entre animales salvajes y que era asistido por los ángeles.

“Impulsado por el Espíritu”. 

Lo que nos suele mover a nosotros a hacer las cosas son las apetencias sensibles, nuestros intereses particulares o lo que consideramos de utilidad para nuestra vida. En cambio, Jesús y, después de Él, sus seguidores, es movido en su actuar por la fuerza del Espíritu Santo. Es lo que empujaba a San Pablo a anunciar a Cristo: “¡Ay de mí si no anuncio el Evangelio” (1Cor 9,16). Fue esta fuerza irresistible la que llevó a Jesús a buscar la intimidad con el Padre en el desierto. 

El desierto

El desierto, por estar vacío de estímulos externos y por ser un lugar en el que se palpa el silencio, era considerado en el mundo bíblico como el lugar más idóneo para hacer penitencia y para encontrarse más directamente con Dios. Es en el desierto donde Jesús pasó cuarenta jornadas en diálogo directo con el Padre, antes de comenzar su actividad como predicador, un diálogo que, aunque mantenido permanentemente en su actividad diaria, se intensificaba aún más en sus largas noches de oración. El Espíritu Santo nos lleva también a nosotros, si así lo cree conveniente para nuestro progreso espiritual, a nuestros particulares desiertos, a esas situaciones de crisis, más o menos prolongadas, en las que, al poner a prueba nuestra madurez cristiana, nos enfrentamos con nuestra pobreza espiritual y nuestra incapacidad de superar nuestras infidelidades con Dios y con los hombres. En ellas, si las hemos aprovechado espiritualmente, aprendemos a depender totalmente de Dios, convencidos que sin Cristo no podemos hacer nada y con Cristo lo podemos todos“Todo lo puedo en aquél que me conforta” (Fil 4,13).

 “Vivía con las fieras y los ángeles lo servían”

La convivencia con los animales salvajes y el cuidado que de Él tenían los ángeles evocan la armonía prevista por Dios entre todos los seres creados, armonía que, frustrada por el pecado, viene Cristo a restaurar: “Serán vecinos el lobo y el cordero, y el leopardo se echará con el cabrito, el novillo y el cachorro pacerán juntos, y un niño pequeño los conducirá” (Is 11,6).

Las tentaciones 

Al contrario que en San Mateo y San Lucas, en San Marcos no se menciona el contenido de las tentaciones, si bien este contenido se puede adivinar a lo largo de su evangelio en aquellas situaciones en las que Jesús se opone e, incluso, lucha interiormente ante el peligro de apartarse del cumplimiento de la misión encomendada por el Padre“¡Quítate de mi vista, Satanás! porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres” (Mc 8,33) -recrimina a San Pedro cuando éste pretende apartarle del plan de Dios-; “¡Abbá, Padre!; todo es posible para ti; aparta de mí esta copa; pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieras tú” (Mc 14,36) -suplicaba al Padre en Getsemaní la noche que lo entregaron-. Ésta fue la gran tentación de Cristo y éste es el fondo de todas nuestras tentaciones: apartarnos de lo que Dios quiere de nosotros, no ajustarnos a los caminos de Dios, vivir en la práctica como si Dios no existiese.

El comienzo de la vida pública

El evangelista, después de hablarnos someramente de lo acaecido en el desierto, continúa con la también somera descripción del inicio de su vida de predicador. El Bautista ha sido encarcelado. Jesús marcha a Galilea y allí proclama la gran noticia de la cercanía del Reino de Dios: “Se ha cumplido el tiempo. Está cerca el reino de Dios”. La terminación del tiempo de espera que, en aquel momento tenía ciertamente un significado temporal, sigue siendo actual para nosotros, que oímos a través de estas palabras de Jesús, servidas por la Iglesia en la liturgia, que el tiempo del Reino de Dios llega hoy a nosotros, por cuanto que las palabras y las obras del Verbo encarnado gozan de la dimensión de lo eterno: “Ahora es el tiempo favorable. Ahora es el tiempo de la salvación” (2 Cor 6,2). La expresión “Reino De Dios” no debe entenderse de modo institucional ni mucho menos geográfico, sino como la soberanía -el reinado- de Dios sobre los hombres: se acerca el Reino De Dios, es decir, Dios empieza a actuar en nuestro mundo. Tan cerca está que ya “está dentro” de nosotros y, no sólo como la verdad que habita en nuestro interior, sino como realidad personal, ya presente en nuestro mundo: el Reino de Dios es la misma persona de Cristo que, como imagen perfecta del Padre, manifiesta con sus obras y con sus palabras el mismo ser De Dios y el propio actuar de Dios. ¿Qué nos pide Dios para poder disfrutarlo? Que abandonemos nuestro viejo modo de pensar -que nos conduce al sinsentido y nos aleja de nosotros mismos- y lo aceptemos como el gran regalo de nuestra vida: “Convertíos y creed en el Evangelio”.

Oración sobre las ofrendas

 Haz, Señor, que nuestra vida responda a estos dones que van a ser ofrecidos y en los que celebramos el comienzo de un mismo sacramento admirable. Por Jesucristo, nuestro Señor.

 

          En el pan y el vino que ofrece el sacerdote en nombre de toda la Iglesia para que el Padre los convierta en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, estamos también nosotros con el fin de convertirnos, como ellos, en ofrenda permanente a Dios y a su proyecto salvador. Le pedimos al Padre que nos transforme en pan que alimente material y espiritualmente a nuestros hermanos y en vino que alegre su corazón, sumido en las desdichas de este mundo triste y opaco.

Antífona de comunión

 No solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios (Mt 4,4).

 

          “Felices los que ahora padecéis hambre, porque quedaréis saciados (Lc 6,21). El hambre de la que habla Jesús es el hambre del Reino de Dios que, como bien sabemos, no es comida ni bebida, sino justicia, paz y gozo en el Espíritu. San Mateo nos aclara el correcto significado de esta bienaventuranza, formulándola de esta manera: Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados (Mt 5,6). No se trata, por tanto, de un hambre física: el bien que el alma anhela es la justicia, y el manjar por el que suspira es la penetración en el conocimiento del misterio divino hasta saciarse del mismo Dios. Hambre de Dios - Deseo de Dios: felices los que con ansia desean a Dios, porque éstos serán agraciados con su Palabra y continua presencia.

           O bien:

            El Señor te cubrirá con sus plumas, bajo sus alas te refugiarás (cf. Sal 90,4).

Oración después de la comunión

 Después de recibir el pan del cielo que alimenta la fe, consolida la esperanza y fortalece el amor, te rogamos, Señor, que nos hagas sentir hambre de Cristo, pan vivo y verdadero, y nos enseñes a vivir constantemente de toda palabra que sale de tu boca. Por Jesucristo, nuestro Señor.

Oración sobre el pueblo

Te pedimos, Señor, que descienda sobre tu pueblo la bendición copiosa, para que la esperanza brote en la tribulación, la virtud se afiance en la dificultad y se obtenga la redención eterna. Por Jesucristo, nuestro Señor.