Sexto domingo del tiempo ordinario - Ciclo B
Antífona de entrada
Sé la roca de mi refugio, oh, Dios, un baluarte donde me salve, tú que eres mi roca y mi baluarte; por tu nombre dirígeme y aliméntame (cf. Sal 30,3-4).
Al iniciar esta eucaristía, nos ponemos, como el salmista, en los brazos de Dios, manifestando nuestro ardiente deseo de estar siempre a su lado. Negándonos a las falsas seguridades y a la pseudo felicidad que nos ofrece una vida centrada en nuestros intereses materiales, nos refugiamos en el Señor, la roca a la que nos agarramos para no ser arrastrados por nuestros cambiantes caprichos, la fortaleza que nos salva del peligro de ser engañados por los dioses de la riqueza, el bienestar y el placer, el maestro que nos guía a nuestra verdadera libertad, el pastor en cuyos prados nos alimentamos y descansamos.
Oración colecta
Oh, Dios, que prometiste permanecer en los rectos y sencillos de corazón, concédenos, por tu gracia, vivir de tal manera que te dignes habitar en nosotros. Por nuestro Señor Jesucristo.
“Crea en mí, oh Dios, un corazón limpio y renúevame por dentro con espíritu recto” (Sal 51). Sólo en los que desean tener un corazón recto y sencillo fructificarán estas palabras del Señor: “Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él, y haremos morada en él” (Jn 14,23). Sólo los que conforman su vida a la vida del Maestro se harán dignos de recibirlo en su interior. Con la presencia del Señor en nuestro ser daremos frutos de vida eterna: “El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto; porque separados de mí no podéis hacer nada” (Jn 15,5).
Lectura del libro del Levítico - 13,1-2. 44-46
El Señor dijo a Moisés y a Aarón: «Cuando alguno tenga una inflamación, una erupción o una mancha en la piel, y se le produzca una llaga como de lepra, será llevado ante el sacerdote Aarón, o ante uno de sus hijos sacerdotes; se trata de un leproso: es impuro. El sacerdote lo declarará impuro de lepra en la cabeza. El enfermo de lepra andará con la ropa rasgada y la cabellera desgreñada, con la barba tapada y gritando: “¡Impuro, impuro!” Mientras le dure la afección, seguirá siendo impuro. Es impuro y vivirá solo y tendrá su morada fuera del campamento».
A modo de contraste
La razón de ser de esta lectura, elegida por la Iglesia para la Misa de hoy, ha sido probablemente el ayudar a la comprensión del evangelio. En ella se exponen las disposiciones que se deben adoptar con las personas afectadas por la lepra, una enfermedad de la piel contagiosa y casi siempre incurable. Las situaciones poco higiénicas de los israelitas en el desierto propiciaron, sin duda, su frecuente contagio en el pueblo. Ello y la consideración de esta enfermedad como un castigo de Dios fundamentaban la adopción de medidas drásticas, a todas luces inhumanas para nuestra mentalidad actual. Las personas leprosas eran expulsadas de la vida familiar, de la sociedad y del culto; se les obligaba a tener un aspecto desaliñado para que fuesen fácilmente identificadas; debían vivir en lugares apartados de los núcleos de población y se acercaban a los demás sólo para mendigar el alimento.
La estigmatización de estas personas, no sólo en Israel, sino en general en el mundo antiguo, ha perdurado casi hasta nuestros días, como una realidad perteneciente a un estado primitivo en la civilización humana. Las medidas expuestas en la lectura, aunque hay que verlas en el contexto de una sociedad absolutamente desprotegida respecto a estas infecciones, nos chirrían desde el punto de vista humano -por su crueldad y desprecio de los derechos más básicos de la persona- y desde el punto de vista religioso -por la concepción de un Dios que, cuando menos, las permite-.
Con esta mentalidad contrasta radicalmente la persona, el mensaje y el comportamiento de Jesús, volcado precisamente en los más desfavorecidos de la sociedad, entre los que se encuentran las personas enfermas de lepra: “Id y contad a Juan lo que habéis visto y oído: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos son resucitados y a los pobres se les anuncia el evangelio” (Lc 7,22). Muchas de las acusaciones de sus enemigos iban directamente contra su trato con las personas que menos contaban en la sociedad y en la comunidad religiosa. Así era en efecto. Jesús acoge a los pecadores, elige a algunos de ellos para la misión que le había sido confiada, come con ellos, se conmueve ante sus problemas, los pone como ejemplo de cómo debe ser la relación con Dios y, lo que es la clave de todo, se identifica con ellos: “Cuanto hicisteis con estos mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis” (Mt 25,40). Este comportamiento de Jesús lo contemplaremos en la lectura evangélica de este domingo en el episodio de la curación de un leproso.
Salmo responsorial - 31
Tú eres mi refugio, me rodeas de cantos de liberación.
Dichoso el que está absuelto de su culpa, a quien le han sepultado su pecado; dichoso el hombre a quien el Señor no le apunta el delito.
Había pecado, lo reconocí, no te encubrí mi delito; propuse: «Confesaré al Señor mi culpa»y tú perdonaste mi culpa y mi pecado.
Alegraos, justos, y gozad con el Señor; aclamadlo, los de corazón sincero.
Respondemos a esta lectura con unos versículos del salmo 31, uno de los siete salmos penitenciales. Se trata de un canto de acción de gracias a Dios, que ha perdonado nuestros pecados y ha llenado de gozo nuestro corazón.
Dios es aquél en quien encontramos abrigo y sosiego y con quien saboreamos, ya en este mundo, los gozos eternos y liberadores del cielo. “Tú eres mi refugio, me rodeas de cantos de liberación”.
Un anticipo y como un añadido a las bienaventuranzas: “Dichoso el que está absuelto de su culpa... aquél a quien el Señor no le apunta el delito”. Si bien el Señor no dice explícitamente en el sermón de la montaña “felices los hombres a los que Dios perdona sus pecados”, la felicidad del perdón está presente en todo el Evangelio, siendo uno de los principales ejes de su mensaje. Una felicidad que hasta los ángeles celebran en el cielo: “Os aseguro que también en el cielo habrá más alegría por un pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse” (Lc 15,7).
El salmista -quizá porque ha experimentado sus nefastas consecuencias- reconoce el pecado cometido y, movido por la ayuda de la gracia, decide abandonar su errático pasado y volver a la casa del Padre: “Pequé contra el cielo y contra ti ...”. Igual que el padre de la parábola, nuestro Padre del Cielo no necesita de protocolos: le basta y le sobra con que estemos dispuestos a dejarnos envolver por sus brazos, de los que nunca para Él hemos salido: “La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros” (Rm 5,8).
Convertido y entusiasmado por la gracia del perdón de Dios, invita a sus compañeros a la alegría y al gozo para que la experiencia que él tiene la tengan igualmente ellos. De alguna manera, se pone en el lugar del padre de la parábola ante la reacción de su hijo mayor: “Hijo, debes alegrarte, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido hallado” (Lc 15,32).
Lectura de la primer carta del apóstol san Pablo a los Corintios - 10,31—11,1
Hermanos: ya comáis, ya bebáis o hagáis lo que hagáis, hacedlo todo para gloria de Dios. No deis motivo de escándalo ni a judíos, ni a griegos, ni a la Iglesia de Dios; como yo, que procuro contentar en todo a todos, no buscando mi propia ventaja, sino la de la mayoría, para que se salven. Sed imitadores míos como yo lo soy de Cristo.
San Pablo nos propone en este fragmento de su primera Carta a los Corintios la regla de oro de nuestra actuación cristiana: buscar en todo lo que hagamos -o dejemos de hacer- la gloria de Dios, es decir, reconocer su grandeza, su majestad y su poder en todas las cosas: “Los cielos cuentan la gloria de Dios, y el firmamento anuncia la obra de sus manos” (Sal 19,1). Este grandeza, esta majestad y este poder de Dios se hacen presentes, no ya como reflejo, sino como realidad, en el rostro de Jesús: “Felipe, quien me ha visto a mí ha visto al Padre” (Jn 14,9). Transparentar el rostro de Jesús, el perfil de su persona y la esencia de su mensaje han de ser, por tanto, la constante que inspire todo nuestro pensar, nuestro actuar y hasta nuestro sentir. Ello no debe entenderse como un deber moral, sino como la manifestación de lo que realmente somos: una sola cosa con Cristo. “Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí”, escribe San Pablo a los Gálatas. Por el bautismo, en el que fuimos incorporados a Cristo, nos hemos convertido en miembros de su cuerpo, vivimos en Él y Él vive en nosotros.
“Sed imitadores míos como yo lo soy de Cristo”. Imitar a Cristo no significa sólo hacer que mi vida se parezca a la vida de Cristo -que también-, sino que mi vida sea la misma vida de Cristo. Pero la vida de Cristo es la misma vida de Dios y Dios es amor. Yo vivo la vida de Cristo cuando todo mi ser y todo mi actuar brotan del amor, se desarrollan en el amor y concluyen en el amor, cuando en todo lo que hago me mueve el amor de Dios a mí y en mi amor a Él y a los hombres, mis hermanos.
Hablando de comer las carnes sacrificadas a los ídolos, dice San Pablo que, aunque en ello no hay mal alguno, podría ser que deba privarme de hacerlo, si con ello escandalizo a un hermano: “todo me es lícito, pero no todo me conviene; todo me es lícito, pero no todo edifica”. La única restricción que debemos poner en lo que hagamos es que con nuestra acción no seamos piedra de escándalo para nuestros hermanos, y no somos piedra de escándalo cuando no buscamos nuestro propio interés, sino el interés de todos con el fin de edificar, es decir, de santificar a la comunidad.
Se trata, por tanto, de hacer del amor el fin y la meta de todos nuestros actos. Es lo que en otra ocasión escribe San Pablo de forma grandiosa: “No debáis a nadie nada, sino el amaros unos a otros; porque el que ama a su prójimo, ha cumplido la ley” (Rm 13,8). “Ama y haz lo que quieras” (San Agustín): ésta es la síntesis de toda moral.
Aclamación al Evangelio
Aleluya, aleluya, aleluya. Un gran Profeta ha surgido entre nosotros. Dios ha visitado a su pueblo.
Lectura del santo evangelio según san Marcos - 1,40-45
En aquel tiempo se le acercó a Jesús un leproso, suplicándole de rodillas: «Si quieres, puedes limpiarme». Compadecido, extendió la mano y lo tocó diciendo: «Quiero: queda limpio». La lepra se le quitó inmediatamente y quedó limpio. Él lo despidió, encargándole severamente: «No se lo digas a nadie; pero para que conste, ve a presentarte al sacerdote y ofrece por tu purificación lo que mandó Moisés, para que les sirva de testimonio». Pero cuando se fue, empezó a pregonar bien alto y a divulgar el hecho, de modo que Jesús ya no podía entrar abiertamente en ningún pueblo; se quedaba fuera, en lugares solitarios; y aun así acudían a él de todas partes.
¡Qué vería este leproso en Jesús para que, desobedeciendo las costumbres y la misma ley, se atreviese a ponerse de rodillas ante Él para implorar su curación!
Un hombre intocable, y hasta castigado por Dios según la creencia de aquel tiempo; un hombre al que sólo se le permite acercarse a las entradas de las poblaciones para mendigar algo de alimento; un hombre desengañado de los medios de curación de su tiempo y sin esperanza alguna de mejorar; este hombre acude a Jesús, como al único que puede integrarle en la sociedad y en el culto.
Una fe grande en el poder de Jesús: “Si quieres, puedes limpiarme”. Jesús, conmovido, se salta la ley, le extiende la mano y lo toca: “Quiero, queda limpio”. La lepra desaparece al momento. Y, como estaba prescrito, lo manda al sacerdote para que quede constancia de su curación, no sin antes advertirle que guarde silencio sobre lo ocurrido para evitar cualquier confusión con el verdadero sentido su misión. Ni caso. El ex leproso lo pregona por todas partes. Desde este momento Jesús deja de predicar en público y se retira a lugares apartados y solitarios. De nada le sirvió. Su fama estaba ya tan extendida, que la gente acudía a Él de todas partes. Hasta aquí el relato.
Si queremos que este acontecimiento evangélico nos sea de provecho espiritual, deberíamos ponernos en el lugar del leproso y, desde su situación, contemplar la figura de Jesús. Un paralelismo fácil de hacer, pues también nosotros estamos, de una manera u otra, afectados por nuestras pequeñas o grandes lepras: la lepra de nuestro apego excesivo a las cosas materiales; nuestra falta de compromiso en la obra del Evangelio; el creernos el centro del universo que nos impide ver más allá de nosotros y pensar en los problemas de los demás; nuestras inconsecuencias entre lo que decimos y lo que hacemos. También como el leproso del Evangelio, somos conscientes de la imposibilidad de librarnos de estas enfermedades por nosotros mismos. Pero aquí puede desaparecer el paralelismo: ¿deseamos con la urgencia del leproso vernos libres de estas dolencias, o preferimos seguir viviendo en la cómoda mediocridad de un mundo vacío e insensible a Dios y a los problemas de nuestro prójimo? Aunque así sea, Jesús, que nos conoce muy bien, quiere purificarnos de todas las suciedades de nuestro corazón y sacar de nosotros la grandeza de la que nos colmó Dios al crearnos: “Él nos eligió en la persona de Cristo, antes de crear el mundo, para que fuésemos santos e irreprochables ante él por el amor” (Ef 1,4). Ser santos y perfectos en el amor, formar parte de la comunidad de los hijos de Dios, ofrecer al mundo y a la sociedad la única alternativa que les da su verdadera razón de ser. Ésta es nuestra verdadera identidad.
Otra posible diferencia entre nosotros y el leproso del evangelio: éste no dudó un momento de que Jesús era capaz de curarlo. ¿Nos pasa lo mismo a nosotros? ¿Nuestra fe en el poder sanador de Jesús es tan fuerte como para decirle: “si quieres puedes limpiarme”? O, por el contrario, ¿nuestra sensata experiencia y nuestro responsable realismo nos llevan a pensar que los males que nos afectan no tienen cura y que, por tanto, no merece la pena ni seguir luchando, ni ponernos delante de Jesús para que Él haga lo que nos parece imposible? Ante esta situación, Jesús no puede ser más claro: “Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá. Porque todo el que pide recibe; el que busca, halla; y al que llama, se le abrirá” (Mt 7,7-8). Es la palabra infalible de Cristo.
La solución pasa por ponernos en los brazos de Dios, dejar de mirarnos a nosotros mismos, como si fuéramos el ombligo del mundo, y fijar nuestra mirada en el Señor; ser realistas de verdad, es decir, no dejarse achicar por las dificultades, sino dejarnos llevar por la Realidad con mayúscula, que es Dios. Que no nos ocurra lo que a San Pedro el cual, cuando notó la fuerza del viento, dudó y empezó a hundirse. Acudamos a Jesús al menos con la actitud de aquel padre que le pide la curación de su hijo, aunque nos eche en cara nuestra poca fe: “Si algo puedes, ayúdanos, compadécete de nosotros. Jesús le dijo: ¡Qué es eso de si puedes! ¡Todo es posible para quien cree! Al instante, gritó el padre del muchacho: ¡Creo, pero ayuda a mi poca fe!” (Mc 9,22-24)
Oración sobre las ofrendas
Señor, que esta oblación nos purifique y nos renueve, y sea causa de eterna recompensa para los que cumplen tu voluntad. Por Jesucristo, nuestro Señor.
“Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra” (Jn 4,34). Ése fue el alimento de Cristo y ése debe también ser el nuestro. Pero la tentación de actuar según nuestros gustos y caprichos se empeña en llevarnos por un camino alejado del querer de Dios. Que el ofrecimiento del pan y el vino, que, en nombre de la Iglesia, realiza el sacerdote, limpie nuestra alma de todo rastro de autonomía en nuestras obras y no lleve a la novedad de actuar siempre según los planes de Dios.
Antífona de comunión
Comieron y se hartaron, así el Señor satisfizo su avidez; no los defraudó según su deseo (cf. Sal 77,29-30).
O bien:
Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna (Jn 3,16).
Oración después de la comunión
Alimentados con las delicias del cielo, te pedimos, Señor, que procuremos siempre aquello que nos asegura la vida verdadera. Por Jesucristo, nuestro Señor.