Domingo 17 Tiempo Ordinario B

Decimoséptimo domingo Tiempo Ordinario B


Antífona de entrada

Dios, el que vive en su santa morada, da calor de hogar al solitario y fuerza y poder a su pueblo.

Desde su santa morada” Dios acoge en su hogar a los desamparados y hace fuerte y valeroso a su pueblo. Como miembros de este pueblo, que es la Iglesia, Dios nos acoge a nosotros y nos da el vigor para vencer todo lo que nos impide avanzar hacia la santidad, es decir, a la felicidad que nos tiene reservada.

Oración colecta

Oh, Dios, protector de los que en ti esperan y sin el que nada es fuerte ni santo; multiplica sobre nosotros tu misericordia, para que, instruidos y guiados por ti, de tal modo nos sirvamos de los bienes pasajeros que podamos adherirnos ya a los eternos. Por nuestro Señor Jesucristo.

          Buscad los bienes de arriba”, dice San Pablo a los Colosenses (Col, 4, 2). En nuestra sociedad del bienestar, en la que tan difícil resulta desprendernos del desmedido consumismo, tiene mucho sentido pedir al Señor, de quien todo lo esperamos y sin el cual nada tiene sentido ni valor, que nos ayude a valorar en su justa medida los bienes materiales y nos enseñe a transcenderlos y a usarlos como peldaños que nos encaminen hacia los bienes definitivos. Habéis sido rescatados a buen precio; no os hagáis esclavos de realidades humanas;... ...los que disfrutan de este mundo (vivan) como si no disfrutaran”, nos dice también San Pablo en la primera carta a los Corintios (1 Cor 7, 22.31). 

Lectura del segundo libro de los Reyes 2R 4,42-44.

En aquellos días, acaeció que un hombre de Baal Salisá vino trayendo al hombre de Dios primicias de pan, veinte panes de cebada y grano fresco en espiga. Dijo Eliseo: «Dáselo a la gente y que coman». Su servidor respondió: «¿Cómo voy a poner esto delante de cien hombres?» él mandó: «Dáselo a la gente y que coman, porque así dice el Señor: Comerán y sobrará”». Y lo puso ante ellos, comieron y aún sobró, conforme a la Palabra del Señor.

En pocas ocasiones encontramos en la liturgia textos referentes a Eliseo. Entre éstos recordamos el nacimiento del hijo de la sunamita (2 Re 4,16-17) y la curación de la enfermedad de la lepra del general sirio Naamán (2 Re 5). Eliseo ejerció como profeta en el reino del Norte entre los años 850 y 800 a. C. Su director espiritual fue el profeta Elías, a quien sucedió en la  tarea de portador de la palabra de Dios. Fue reconocido como “un hombre de Dios” (2 Re, 3-12) no tanto por sus discursos y sermones, cuanto por los múltiples milagros que Dios realizó por su mediación. Aunque Elíseo fue el heredero profético de Elías, su manera de ejercer esta función fue muy distinta de la de éste: Elías era un hombre solitario, mientras Elíseo se comportaba como un líder social que influyó positivamente en varias generaciones de profetas; tuvo mucha relación con los reyes de su tiempo, a los que aconsejaba en momentos difíciles, les amonestaba y les recriminaba cuando se apartaban de la alianza. 

El milagro de la multiplicación de los veinte panes de cebada, que se cuenta en la lectura, se desarrolla en una situación de hambruna generalizada en el país. El (criado) presenta al profeta estos frutos como las primicias de la cosecha, los cuales, una vez ofrecidos a Dios, debían ser aprovechados como alimento para Eliseo y su familia. El profeta ordena a este hombre que reparta estos alimentos entre cien personas, orden imposible de llevar a cabo por el escaso número de panes: “Qué hago yo con esto para cien personas?”. El profeta insiste con la seguridad de que Dios siempre cumple su palabra: “Dáselos a la gente, que coman. Porque así dice el Señor: Comerán y sobrarᔓComo había dicho el Señor”, y como ocurrirá en el milagro de la multiplicación de los panes y los peces con Jesús, las cien personas “comieron y sobró”.

Dos actitudes del profeta dignas de ser imitadas. En primer lugar, su disposición a tomar en serio la preocupación por los necesitados que, como en otras ocasiones del Antiguo Testamento (Deut 15, 7-8), adelantan y anuncian la actitud de Jesús respecto al servicio a los necesitados, como condición para pertenecer a su Reino: “Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás tesoro en el cielo. Luego ven y sígueme (Mt 19,21). En segundo lugar, su confianza y fe en la Palabra de Dios que, como dice Isaías, es como la lluvia que cae del cielo que “no vuelve, sin haber empapado y fecundado la tierra, la fecunda y la hace germinar, (…) que no tornará a mí de vacío, sin que haya realizado lo que me plugo y haya cumplido aquello a que la envié (Is 55,10-11).

Salmos responsorial  144,10-11.15-16.17-18

Abres tú la mano, Señor, y nos sacias.

Que todas tus criaturas te den gracias, Señor, que te bendigan tus fieles. Que proclamen la gloria de tu reinado, que hablen de tus hazañas.

Los ojos de todos te están aguardando, tú les das la comida a su tiempo; abres tú la mano, y sacias de favores a todo viviente.

El Señor es justo en todos sus caminos, es bondadoso en todas sus acciones. Cerca está el Señor de los que lo invocan, de los que lo invocan sinceramente.

El salmista manifiesta su íntimo deseo de que el Señor sea reconocido como el Creador de todos los bienes del Universo. Las criaturas irracionales manifiestan la grandeza del Señor en la belleza, en la fuerza, en la bondad de Él recibidas, y en la obediencia a las leyes que en ellas ha puesto. Enloquecido en la contemplación de tanto amor, invita a todas las criaturas, a las racionales y a las irracionales, a entonar un canto de agradecimientos a su Hacedor: “Que todas tus criaturas te den gracias, Señor”Me vienen a la menoría aquéllos versos del Canto Espiritual de San Juan de la Cruz: ”Mil gracias derramando, pasó por estos sotos con presura, y yéndolos mirando, con sola su figura, vestidos los dejó de su hermosura”. A nosotros, que, con tropiezos, intentamos mantenemos en la fidelidad a Cristo, nos anima a bendecir” al Señor, a proclamar” ante el mundo el peso de su reinado y a publicar” sus hazañas y grandezas con los hombres. 

         Bendigamos al Señor cuando, poniéndonos en el lugar de Cristo, nos asombramos de que haya revelado su ser y su modo de actuar, no a las personas autosuficientes, sino a los pobres y sencillos: Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a los pequeños” (Mt 11, 25).

El Señor es justo en todos sus caminos, es bondadoso en todas sus acciones”

La admirable combinación en Dios de justicia y bondad es una razón más para bendecir y alabar al Señor. Dios es amor y, porque es amor, es también justo, una justicia que supera absolutamente todos nuestros cánones de justicia, una justicia que procede del amor y desemboca en el amor.

         Cerca está el Señor de los que lo invocan de los que lo invocan sinceramente”

         El amor acerca a los amantes y Dios está cerca de los que le aman. La cercanía o lejanía de Dios no es algo espacial ni temporal. Se trata de una cercanía y lejanía del corazón: cuanto más dirijamos nuestra mirada interior hacia Dios, más cerca estaremos de Él y, al contrario, nos alejamos de Él, cuando nuestro corazón se hace cómplice de los ídolos de este mundo:,

Lectura de la carta a los Efesios Ef 4,1-6

Hermanos: Yo, el prisionero por Cristo, os ruego que andéis como pide la vocación a la que habéis sido convocados. Sed siempre humildes y amables, sed comprensivos; sobrellevaos mutuamente con amor; esforzaos en mantener la unidad del Espíritu, con el vínculo de la paz. Una solo cuerpo y un solo Espíritu, como una sola es la meta de la esperanza en la vocación a la que habéis sido convocados. Un Señor, una fe, un bautismo. Un Dios, Padre de todo, que lo trasciende todo, y lo penetra todo, y lo invade todo.

San Pablo escribe desde la cárcel a la comunidad cristiana de Éfeso. El apóstol estaba al tanto de los conflictos y discordias entre estos cristianos debidos a la distinta procedencia de unos y otros, unos venidos del judaísmo y otros procedentes del mundo pagano, así como de las influencias negativas para la fe, provenientes de personas ajenas a la comunidad. Así lo constatamos en unos versículos posteriores de esta lectura, no recogidos por la Iglesia. En ellos les advierte del peligro de ser “llevados a la deriva y zarandeados por cualquier viento de doctrina, a merced de la malicia humana y de la astucia que conduce engañosamente al error (Ef 4,14). 

Es por esta razón, es decir, para no vivir en el engaño permanente, por la que les insiste en mantener la unidad entre ellos, la unidad que nos proporciona el ser habitados por el mismo Espíritu de Cristo, el cual activa en nosotros la paz que el Señor nos regaló la víspera de su pasión y muerte: “La paz os dejo, mi paz os doy” (Jn 14,27), una paz llevada a la práctica en la humildad, en la amabilidad, en la comprensión y en el amor mutuo. Y es que todos estamos llamados a caminar hacia la misma meta, hacia la unidad de todos los hijos de Dios que, aunque en esperanza, ya hemos alcanzado. No puede ser de otra manera, pues todos los que hemos creído en Cristo disfrutamos de los mismos bienes; a todos nos unen los mismo pensamientos y sentimientos que no son otros que los de nuestro único dueño y señor, Cristo. 

Estas recomendaciones morales de San Pablo son las consecuencias del plan originario del Padre sobre la humanidad, que consiste en recapitular al fin de los tiempos todas las cosas en Cristo. Los cristianos estamos llamados a colaborar en la realización de este plan, proyectado por Dios desde toda la eternidad. Lo hacemos, como nos aconseja San Pablo, realizando la unidad en el amor como si ya hubiésemos llegado al final de los tiempos, es decir, viviendo ya desde el futuro que nos  espera, en el que sólo habrá una ley, la Ley del Amor. Actuando de esta forma, no hacemos otra cosa que cumplir el mandato que nos dejó Jesús:”Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que, como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros” (Jn 13,34-35).

En las circunstancias en que vivimos no nos resulta fácil llevar a la práctica el mandato del amor, sobre todo cuando se trata de amar a las personas que, por diversas causas, no nos caen bien. Para llevar a la práctica este amor, el Señor nos regala el sacramento de la Eucaristía, En él -cuando recibo al Señor en mi corazón- me hago una sola cosa realidad con Jesús y, al unirme a Jesús, me uno también a los hombres que, aunque discrepe con ellos, son mis hermanos. A este respecto, y para terminar el comentario, transcribo estas palabras de Benedicto XVI, muy adecuadas para tenerlas en cuenta en el momento de la Comunión:

“La «stica» del Sacramento (eucarístico) tiene un carácter social, porque en la comunión sacramental yo quedo unido al Señor como todos los demás que comulgan: «El pan es uno, y así nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo, porque comemos todos del mismo pan», dice san Pablo (1 Co 10, 17). La unión con Cristo es al mismo tiempo unión con todos los demás a los que él se entrega. No puedo tener a Cristo sólo para mí; únicamente puedo pertenecerle en unión con todos los que son suyos o lo serán. La comunión me hace salir de mí mismo para ir hacia Él, y por tanto, también hacia la unidad con todos los cristianos. Nos hacemos «un cuerpo», aunados en una única existencia” (Deus caritas est, 14).

“(Al recibir a Jesús en el sacramento eucarístico) aprendo a mirar a esta otra persona no ya sólo con mis ojos y sentimientos, sino desde la perspectiva de Jesucristo. Su amigo es mi amigo. Más allá de la apariencia exterior del otro, descubro su anhelo interior de un gesto de amor, de atención, que no le hago llegar solamente a través de las organizaciones encargadas de ello, y aceptándolo tal vez por exigencias políticas. Al verlo con los ojos de Cristo, puedo dar al otro mucho más que cosas externas necesarias: puedo ofrecerle la mirada de amor que él necesita” (Deus caritas est, 18).

Lectura del santo evangelio según San Juan (6,1-15)

En aquel tiempo, Jesús se marchó a la otra parte del lago de Galilea (o de Tiberíades). Lo seguía mucha gente, porque habían visto los signos que hacía con los enfermos. Subió Jesús entonces a oila montaña y se sentó allí con sus discípulos. Estaba cerca la Pascua, la fiesta de los judíos. Jesús entonces levantó los ojos, y al ver que acudía mucha gente, dice a Felipe: - «¿Con qué compraremos panes para que coman éstos?» Lo decía para tantearlo, pues bien sabía él lo que iba a hacer. Felipe le contestó: - «Doscientos denarios de pan no bastan para que a cada uno le toque un pedazo.» Uno de sus discípulos, Andrés, el hermano de Simón Pedro, le dice: - «Aquí hay un muchacho que tiene cinco panes de cebada y un par de peces; pero, ¿qué es eso para tantos?» Jesús dijo: - «Decid a la gente que se siente en el suelo.» Había mucha hierba en aquel sitio. Se sentaron; sólo los hombres eran unos cinco mil. Jesús tomó los panes, dijo la acción de gracias y los repartió a los que estaban sentados, y lo mismo todo lo que quisieron del pescado. Cuando se saciaron, dice a sus discípulos: - «Recoged los pedazos que han sobrado; que nada se desperdicie.» Los recogieron y llenaron doce canastas con los pedazos de los cinco panes de cebada, que sobraron a los que habían comido. La gente entonces, al ver el signo que había hecho, decía: - «Éste sí que es el Profeta que tenía que venir al mundo.» Jesús entonces, sabiendo que iban a llevárselo para proclamarlo rey, se retiró otra vez a la montaña él solo. 

“Lo seguía mucha gente, porque habían visto los signos que hacía con los enfermos”

Era normal que la fama de los milagros realizados por el rabino de Nazareth atrajese a la gente hacia Él ante la sospecha de ser Él el Mesías esperado. La profecía de Isaías de que “los sordos oyen, los ciegos ven los cojos andan”, oída tantos sábados en la sinagoga, parece que se estaba haciendo realidad. En el relato de este evangelio va a tener lugar un acontecimiento milagroso que va a recordar al pueblo la profecía del festín que Dios iba a regalar a todos los pueblos en su Monte Santo. Se trata del milagro de la multiplicación de los panes y los peces, el único milagro narrado por los cuatro evangelistas y el que más testigos lo presenciaron y más personas se beneficiaron del mismo:“sólo los hombres eran unos cinco mil”, nos dice el evangelista San Juan.

Paseando con sus discípulos por los orillas del Mar de Galilea, escala la cima de una colina y se sienta. Mucha gente que lo seguía -“porque habían visto los signos que hacía con los enfermos”-se arremolina junto a Él. Al ver tal cantidad de personas, le dice a Felipe con intención de probarlo: “¿Con qué compraremos panes para que coman éstos?. Es conmovedor  saber que a Jesús no solo le preocupaba el anuncio de la Buena Nueva, sino también el hambre y los problemas materiales de las personas. El Evangelista comenta que esta pregunta a Felipe era para probarlo, esto es, para ver si, después de tantos signos milagrosos operados en el tiempo que llevaba con Él, había aumentado su fe y la de sus compañeros. Felipe sigue la lógica del sentido común: “Doscientos denarios de pan no bastan para que a cada uno le toque un pedazo”.  Quizá, ante lo urgente de la situación, no se acordó de haber oído en la Sinagoga el milagro de los veinte panes con los que se alimentaron cien personas en tiempos del profeta Eliseo (primera lectura). 

Entre la muchedumbre había un muchacho que tenía cinco panes de cebada y dos peces asados. En su ingenuidad, Andrés se lo dijo al Señor, reparando al mismo tiempo en la imposibilidad de alimentar con ello a tanta gente. A los discípulos no se les pasó por la cabeza el que el Señor, que les tenía ya acostumbrados a superar situaciones difíciles, podía también, en esta ocasión, hacer algo para solucionar el problema. Tuvo que ser Jesús quien tomó la iniciativa: Decid a la gente que se siente en el suelo”. El muchacho cede su comida para compartirla, un gesto aleccionador para nosotros que tenemos el sagrado y alegre deber, obedeciendo al mandamiento del amor, de compartir con los demás nuestras pobres pertenencias. Jesús bendice estos escasos bienes y, dando  gracias al Padre, de quien, como todo lo que tenemos, lo hemos recibido, opera con ellos el milagro de su multiplicación. Todos comieron hasta saciarse y de los pedazos que sobraron llenaron doce canastas que, por expreso deseo del Señor, se guardaron para otra ocasión. 

Éste es el obrar de Dios, un obrar que se muestra derrochador en la creación y que reparte hasta la saciedad la gracia de la redención. Como buen Pastor, Jesús ha venido para que sus ovejas, que somos nosotros, tengan vida y la tengan en abundancia (Jn 10,10). Y éste es el obrar al que estamos llamados nosotros: ofrecer a Dios todo lo que de Él hemos recibido para que lo convierta en abundante riqueza que nos haga crecer como hijos suyos. A veces nos encontramos con situaciones problemáticas que, desde el punto de vista humano, superan nuestras posibilidades y capacidades. En ellas, como los discípulos, más que acordarnos del poder del Señor, nos miramos a nosotros mismos y descubrimos que carecemos de medios y recursos para superarlas: este no poner nuestros problemas en las manos del Señor, sino en nuestras solas fuerzas, nos hace caer en el desánimo y en la tentación del abandono.

Éste sí que es el Profeta que tenía que venir al mundo”

A los cinco mil hombres que presenciaron y se beneficiaron del los panes y los peces no les quedó ninguna duda de que se había operado un verdadero milagro. La prueba está en que esa misma multitud lo buscó al día siguiente con la esperanza de volver a comer gratis: “Vosotros me buscáis, no porque habéis visto señales, sino porque habéis comido de los panes y os habéis saciado” (Jn 6,26). Y, además, sólo un milagro real pudo llevarles a pensar que Jesús podía ser Aquél que, según las Escrituras, debía venir al mundo. Si Jesús fue capaz de dar una solución a la falta de comida, ¿cómo no va ser capaz de resolver todos los problemas, incluyendo la liberación del Imperio Romano que, en estos momentos, les tenía aprisionados? Pero Jesús, “sabiendo que iban a llevárselo para proclamarlo rey, se retiró otra vez a la montaña él solo. Y es que el Mesías que gran parte del pueblo esperaba era un Mesías de tipo político y militar, capaz de resolver todos los problemas materiales de la gente, un Mesías que no cuadraba en absoluto con el pensamiento de Jesús ni con el plan salvador que Dios tenía con la humanidad. Jesús vino ciertamente para ser el Mesías-Rey, pero un mesías-rey que reina desde la Verdad - “Sí, como dices, soy Rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad” (Jn 18,37)-, desde el amor -“habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn 18,1)- y desde el perdón -Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen” (Lc 23,34)-. Un mesías-rey que gobierna, domina y es grande poniéndose en el último lugar: “Sabéis que los jefes de las naciones las dominan como señores absolutos, y los grandes las oprimen con su poder. No ha de ser así entre vosotros, sino que el que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros, será vuestro esclavo; de la misma manera que el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos” (Mt 20,25-28).

Oración sobre las ofrendas

Recibe, Señor, las ofrendas que te presentamos gracias a tu generosidad, para que estos santos misterios, donde tu poder actúa eficazmente, santifiquen los días de nuestra vida y nos conduzcan a las alegrías eternas. Por Jesucristo, nuestro Señor.

En este ofertorio le pedimos al Señor que acoja el pan y el vino que, frutos de la tierra y del trabajo del hombre, hemos recibido de Él. El Señor nos permite ahora que se los devolvamos como ofrendas que, convertidas en su cuerpo y en su sangre, serán el verdadero alimento de nuestras almas. La unión tan estrecha con Cristo a través de este sacramento hará que abundemos en buenas obras y que caminemos decididamente hacia el cielo, donde disfrutaremos permanentemente de la alegría de su amistad.

Antífona de comunión

Dichosos los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia. Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios (Mt 5,7-8) 

         La Iglesia pone ahora a nuestra consideración la quinta y la sexta bienaventuranza. Felices los misericordiosos porque de ellos Dios tendrá misericordia, y felices los limpios de corazón porque ellos verán a Dios. El Señor ha puesto en el corazón del ser humano un profundo anhelo de felicidad y de plenitud. Cuando somos compasivos con los demás participamos de la felicidad de Dios, pues estamos imitando su comportamiento: Sed misericordiosos, como también vuestro Padre es misericordioso” (Lc 6,3). Cuando actuamos con un corazón limpio nos comportamos como niños que lo necesitan todo de su padre y participamos de la felicidad de Jesús que, como Hijo, es totalmente dependiente del Padre del cielo: Si no os volvéis cono niños no entraréis en el Reino de los cielos” (Mt 18, 3)

Oración después de la comunión

Hemos recibido, Señor, el santo sacramento, memorial perpetuo de la pasión de tu Hijo; concédenos que este don, que él mismo nos entregó con amor inefable, sea provechoso para nuestra salvación. Por Jesucristo, nuestro Señor.

         En la oración final pedimos a Dios que se hagan realidad en nosotros los frutos de la celebración eucarística. En la de este domingo pedimos que el don que hemos recibido al comulgar nos aproveche para nuestra salvación, es decir, para nuestra unión con Cristo. Que esta unión se haga extensiva a todas las circunstancias y momentos de nuestra vida. Que la conciencia de la presencia del Señor se convierta en una continua plegaria y en un permanente canto de alabanza. Que el amor con el que Cristo nos entregó este sacramento se traduzca en una entrega permanente al servicio y cuidado de nuestros hermanos.