Decimocuarto domingo Tiempo Ordinario B
Antífona de entrada
Oh, Dios, meditamos tu misericordia en medio de tu templo; como tu nombre, oh, Dios, tu alabanza llega al confín de la tierra. Tu diestra está llena de justicia (Sal 47,10-11).
Oración colecta
Oh, Dios, que en la humillación de tu Hijo levantaste a la humanidad caída, concede a tus fieles una santa alegría, para que disfruten del gozo eterno los que liberaste de la esclavitud del pecado. Por nuestro Señor Jesucristo.
Lectura de la profecía de Ezequiel - 2,2-5
En aquellos días, el espíritu entró en mí, me puso en pie, y oí que me decía: «Hijo de hombre, yo te envío a los hijos de Israel, un pueblo rebelde que se ha rebelado contra mí. Ellos y sus padres me han ofendido hasta el día de hoy. También los hijos tienen dura la cerviz y el corazón obstinado; a ellos te envío para que les digas: “Esto dice el Señor”. Te hagan caso o no te hagan caso, pues son un pueblo rebelde, reconocerán que hubo un profeta en medio de ellos».
Esta primera lectura es una pequeña parte del largo relato de la vocación de Ezequiel, la cual ocupa más de un capítulo del libro sagrado. El momento en el que se redacta se remonta a los primeros años del exilio en Babilonia, hacia el 597 a.C., cuando aún no había tenido lugar la segunda ola de deportados.
En estos cuatro versículos apreciamos claramente la iniciativa del Señor en la misión del profeta. No decide uno ser profeta o asumir por su cuenta una tarea religiosa: es el Señor quien, en sus planes misteriosos, elige a quien Él quiere, cuando Él quiere y como Él quiere, para encomendarle una determinada responsabilidad en el pueblo elegido. Pensemos en Abraham, en Moisés, en David, en cada uno de los profetas. Pensemos en la llamada de Jesús a los apóstoles para ser los testigos de la Buena Nueva del Evangelio en el mundo entero: “No me elegisteis vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros, y os he puesto para que vayáis y llevéis fruto, y vuestro fruto permanezca” (Jn 15,16).
En el caso del profeta Ezequiel es el Espíritu del Señor -“que sopla donde quiere y cuando quiere”- el que decide comunicarse con el profeta y el que le pone en disposición para poder entender y cumplir su misión: “El Espíritu entró en mí y me puso de pie”. Este Espíritu se dirige a Ezequiel con el título de “hijo del hombre”, como para significar la debilidad y poca cosa del profeta respecto de la sabiduría y omnipotencia divina, un título que se dará Cristo a sí mismo, el cual, como tantas veces repetimos en estos comentarios, se hizo igual a uno de nosotros, se puso en el último lugar y, haciendo suyas todas nuestras debilidades, se convirtió en servidor de todos los hombres (Fil 2,6-2),
La tarea que Dios encomienda a Ezequiel es sumamente complicada, pues va dirigida a un pueblo infiel, rebelde y desobediente, que, en tantas circunstancias de su historia, se ha desviado de los caminos del Señor y caído en la infidelidad de la idolatría, un pueblo que, ahora, desterrado de la madre patria, tiene el peligro de contaminarse con el pecado de adorar a dioses extranjeros: “Yo te envío a los hijos de Israel, un pueblo rebelde que se ha rebelado contra mí, un pueblo de dura cerviz y corazón obstinado”. Y lo envía aún a sabiendas de que, al menos, una parte del mismo no le va a hacer caso. El profeta debe cumplir con la misión de anunciar la palabra de Dios, sin obsesionarse por el éxito o el fracaso de la misma, circunstancia que a él no le concierne personalmente. El labrador se limita a preparar la tierra y a sembrar la semilla: el crecimiento está reservado a Dios
El desprecio y la incredulidad que experimenta Jesús en la sinagoga de Nazaret -lo veremos en la lectura del Evangelio- lo experimentaron muchos profetas antes que Él. Recordemos la parábola del Señor de la viña que envía a sus siervos a recoger sus frutos. A todos ellos los apalearon y expulsaron fuera de la viña y, cuando envió a su propio hijo, pensando que a él lo respetarían, se deshicieron de él matándolo fuera del recinto para convertirse ellos en herederos (Mc 12,1-8). Una profecía que se cumplió al pie de la letra en Cristo, que terminó fracasado y despreciado por sus correligionarios. Se cumple así lo dicho en el Prólogo del Evangelio de San Juan: “Vino a los suyos y los suyos no lo recibieron” (Jn 1,11)
Este pueblo rebelde, al que el Señor envía el profeta, aunque pase de él, sabrá al menos que el Señor le seguirá hablando: -“reconocerán que hubo un profeta en medio de ellos”- . Y les seguirá hablando para llevar a cabo el proyecto de salvación de la humanidad, proyecto del que Dios no se arrepentirá a pesar de las rebeldías e infidelidades de los hombres: “No daré curso al ardor de mi cólera, no volveré a destruir a Efraím, porque soy Dios, no hombre; en medio de ti yo soy el Santo, y no vendré con ira” (Oseas 11,9). En esta tarea de hablar en nombre de Dios, el profeta, el apóstol y el discípulo de Cristo estarán siempre asistidos y fortalecidos por el Espíritu Santo: “El Espíritu entró en mí y me puso de pie”: ésta fue la experiencia de Ezequiel, una experiencia semejante a la que tuvo Sa Pablo (segunda lectura): “Te basta mi gracia, pues la fuerza se realiza en la debilidad”. Es del Señor de quien el profeta, el apóstol y todos nosotros, recibimos la fuerza para anunciar la Buena Nueva, a tiempo y destiempo, con nuestra palabra -“dando razón de nuestra esperanza”- y haciendo verdad con nuestras obras que el amor de Dios ha tomado carta de naturaleza en el mundo.
Salmo responsorial - 122
Nuestros ojos están en el Señor, esperando su misericordia.
A ti levanto mis ojos, a ti que habitas en el cielo. Como están los ojos de los esclavos fijos en las manos de sus señores. (1)
Como están los ojos de la esclava fijos en las manos de su señora, así están nuestros ojos en el Señor, Dios nuestro, esperando su misericordia. (2).
Misericordia, Señor, misericordia, que estamos saciados de desprecios; nuestra alma está saciada del sarcasmo de los satisfechos, del desprecio de los orgullosos. (3)
Cuando dirigimos los ojos hacia algo -un paisaje, una obra de arte, una persona- es todo nuestro ser, con nuestro entendimiento, con nuestros sentimientos, con nuestros gustos y hasta con nuestras debilidades, el que es arrastrado hacia esa realidad. Cuando levantamos los ojos hacia Dios, mirando al cielo o hacia nuestro interior, es toda nuestra persona la que se eleva o desciende para encontrar a ese Alguien de quien lo esperamos todo. Esta debe ser la permanente actitud del cristiano, que sabe que sin la ayuda constante del Señor, se hunde en el abismo de la mediocridad y de la falta de sentido: “Sin mí no podéis hacer nada”.
"Como están los ojos de los esclavos"
En esta elevación de nuestra alma a Dios nos sentimos humildes siervos indigentes, cuya subsistencia depende totalmente de Él, aunque -eso sí- sabemos de sobra que hemos sido elevados por Él la categoría de hijos y de amigos: “Ya no os llamo siervos, sino amigos, porque todo lo que me ha dicho mi Padre os lo he dado a conocer” (Jn 15,15). Y si somos hijos y amigos de este Padre bueno, tenemos la seguridad y la confianza de se nos concederá con creces lo que necesitemos: “He venido para que tengan vida y la tengan en abundancia” (Jn10,10
En un mundo en el que, por sistema, ignora a Dios, nosotros, que, movidos por su gracia, hemos decidido recorrer nuestra vida terrena por los caminos que Él ha trazado para nuestra felicidad, permitimos y deseamos que, como buen Pastor, nos suba en sus hombros, como a aquella oveja perdida, y nos lleve a las verdes y fértiles praderas de su reino.
No nos importan los desprecios ni las mofas hacia nuestra persona. Al contrario, sabemos que en los insultos, en las privaciones y en las dificultades sufridas por Cristo es cuando realmente, como veremos en la lectura de San Pablo, somos fuertes.
Lectura de la segunda carta del apóstol san Pablo a los Corintios - 12,7b-10
Hermanos: Para que no me engría, se me ha dado una espina en la carne: un emisario de Satanás que me abofetea, para que no me engría. Por ello, tres veces le he pedido al Señor que lo apartase de mí y me ha respondido: «Te basta mi gracia: la fuerza se realiza en la debilidad». Así que muy a gusto me glorío de mis debilidades, para que resida en mí la fuerza de Cristo. Por eso vivo contento en medio de las debilidades, los insultos, las privaciones, las persecuciones y las dificultades sufridas por Cristo. Porque cuando soy débil, entonces soy fuerte.
San Pablo ha recibido del Señor tantas gracias y revelaciones, ha trabajado con tanto empeño por expandir la fe, ha superado tantos peligros en la defensa del Evangelio, que, desde el punto de vista meramente humano, podía tener motivos para engreírse y vanagloriarse, haciendo tambalear su actitud de siervo que, como el orante del salmo, lo espera todo del Señor y sabe que todo lo que tiene se lo debe a Él.
Para no caer en la tentación de la prepotencia, el Señor -así lo cuenta él- permite que una debilidad o dolencia personal -ignoramos en que consistía esa “esa espina en la carne”- lo abofeteede cuando en cuando. Esta es la reconfortante respuesta que recibe del Señor cuando le pide que le libre de este trastorno: “Te basta mi gracia, la fuerza se realiza en la debilidad”. A partir de entonces tiene una grandiosa razón para gloriarse, pero no en sus méritos, sino en las propias debilidades, ya que en ellas, como en ninguna otra parte, reside y se muestra la fuerza de Cristo.
Nada, por tanto, puede desmoronar su estado de ánimo, pues es precisamente “en sus debilidades, en los insultos, en las privaciones, en las persecuciones y en las dificultades sufridas por Cristo”, cuando es realmente fuerte. No me resisto a no recordar aquél otro pasaje de San Pablo de la carta a los Romanos, que ha dado origen a multitud de cantos religiosos que enriquecen la liturgia de la Iglesia: “ni la tribulación, ni la angustia, ni la persecución, ni el hambre, ni la desnudez, ni los peligros ni la espada, ni la altura ni la profundidad ni otra criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro” (Rm 8, 35.39-).
“La fuerza se realiza en la debilidad”
“Porque muchos viven según os dije tantas veces, y ahora os lo repito con lágrimas, como enemigos de la cruz de Cristo” (Fil 3,18). A los discípulos de Cristo los sufrimientos les vienen de todas partes y no sólo de sus propias miserias y debilidades. Ya nos lo anunció el propio Jesús en su vida mortal: “Seréis odiados de todos por causa de mi nombre” (Mt 10,22); “Os entregarán a la tortura y a la muerte y por mi causa os odiarán todos los pueblos” (Mt 24, 9). Pero éste y no otro fue el destino de Cristo.
[“Nadie ha sido rechazado tan radical y universalmente como Jesús, que fue traicionado por uno de los suyos, despreciado por los judíos y condenado a muerte por los paganos. (...) El propio Jesús equipara su destino al de los profetas, aunque le distingue de ellos su misión humana y divina: tomar sobre sí el rechazo de los suyos y obtener el asentimiento en sus corazones. Es lo que Pablo ha comprendido como ley de la Cruz, que se verifica también en él: la gracia demuestra su fuerza en la debilidad. La Cruz fue la fuerza de Cristo y a partir de ella puede decir también el cristiano: Cuando soy débil -impotente, maltratado, perseguido- entonces soy fuerte; el destino victorioso de Cristo produce también su efecto en mí”] (Hans Urs von Balthasar, Luz de la Palabra”.
Aclamación al Evangelio
Aleluya, aleluya, aleluya. El Espíritu del Señor está sobre mí; me ha enviado a evangelizar a los pobres.
Lectura del santo evangelio según san Marcos - 6,1-6
En aquel tiempo, Jesús se dirigió a su ciudad y lo seguían sus discípulos. Cuando llegó el sábado, empezó a enseñar en la sinagoga; la multitud que lo oía se preguntaba asombrada: «¿De dónde saca todo eso? ¿Qué sabiduría es esa que le ha sido dada? ¿Y esos milagros que realizan sus manos? ¿No es este el carpintero, el hijo de María, hermano de Santiago y José y Judas y Simón? Y sus hermanas ¿no viven con nosotros aquí?» Y se escandalizaban a cuenta de él. Les decía: «No desprecian a un profeta más que en su tierra, entre sus parientes y en su casa». No pudo hacer allí ningún milagro, solo curó algunos enfermos imponiéndoles las manos. Y se admiraba de su falta de fe. Y recorría los pueblos de alrededor enseñando.
Es ésta una escena, narrada también por San Mateo, si bien éste la sitúa en el inicio de la vida pública de Jesús. El maestro tuvo a bien presentarse con sus discípulos en la sinagoga de Nazaret, la aldea en que creció y vivió hasta el comienzo de su vida pública a los treinta años. Los que lo oían se quedaron atónitos y asombrados ante la autoridad y sabiduría con la que hablaba, asombro que degeneró en escándalo: ¡No les cabía en la cabeza que el que así hablaba fuese el humilde hijo del carpintero, alguien que no tenía estudios y que apenas había salido del pueblo! Jesús debió sentir muy dentro de sí el desprecio hacia su persona y la falta de fe de los suyos: “No desprecian a un profeta más que en su tierra, entre sus parientes y en su casa”. Fue por esta razón por la que no hizo allí ningún milagro, aunque sí“curó a algunos enfermos, imponiéndoles las manos”.
“¿Qué sabiduría es esa que le ha sido dada?”
A los nazarenos, como a los judíos en general, no les cuadraba que la sabiduría y el poder de Dios se manifestasen a través de la insignificancia de un hombre salido de las capas más humildes de la sociedad y, mucho menos, si este hombre era alguien criado y moceado en su propio pueblo. En un principio, fue el asombro y hasta la admiración, pero rápidamente estas lógicas reacciones dieron lugar, por causa de la envidia, a la incredulidad y al desprecio a Jesús. Esta incredulidad y desprecio tuvo que sufrirlos Jesús durante toda su vida pública por parte de su querido pueblo Israel: el mesianismo de Jesús chocaba frontalmente con la idea de Dios que, no por los escritos proféticos, sino por las interpretaciones que de los mismos hicieron los maestros de la Ley. Son muchos los pasajes evangélicos en los que Jesús tiene que luchar por apartar de los suyos esta idea de un Dios poderoso en lo político, en lo guerrero y en lo económico, opuesto frontalmente al Mesías humilde que se hace uno de nosotros y que por nosotros afronta todo tipo de padecimientos y hasta la misma muerte. Pensemos en la recriminación que hace al propio Pedro, cuando éste se enfrenta al plan que el Padre tiene para Jesús, un plan que terminaría en su pasión y muerte como manifestación de su amor a los hombres (Mt 16 23).
“Jesús se admiraba de su falta de fe”.
En varias ocasiones se admiró Jesús ante el comportamiento de los hombres, y en todas ellas relacionado con la fe o con la falta de fe. En una, como en la curación del siervo del centurión el Señor se maravilla de su gran fe, expresada en estas palabras: “No soy digno de que entres bajo mi techo, ni siquiera me consideré digno de ir a ti, tan solo una palabra y mi siervo será sanado” (Lc 7,7-8). En esta ocasión Jesús se asombra de la incredulidad de sus paisanos. La realización de los milagros que Jesús llevó a cabo durante su vida estuvo siempre condicionada a la fe de la persona: “Hija, tu fe te ha salvado; vete en paz y queda curada de tu enfermedad” (Mc 5,34) -dijo Jesús a la mujer que se curó por tocar su manto-; “No temas; solamente ten fe y (tu hija) se salvará” (Lc 7,50) -de esta manera tranquilizó a Jairo-; cuando los discípulos preguntaron a Jesús por qué ellos no fueron capaces de expulsar un demonio, les contesta: “Por vuestra poca fe. Porque yo os aseguro: si tenéis fe como un grano de mostaza, diréis a este monte: "Desplázate de aquí allá", y se desplazará, y nada os será imposible” (Mt 17,20).
Esta fe, que Jesús pone como condición para que se opere el milagro, es la misma que nos pone a nosotros para que se realice el gran milagro que nos transforma en hombres nuevos que, como Cristo, no tengan en la vida otra meta que hacer la voluntad de Dios, amándolo sobre todas las cosas y cumpliendo el precepto del amor con sus hermanos, los hombres, hasta, si ello es preciso, dar la vida por ellos. Es verdad. La fe realiza cosas imposibles.
Pese al desprecio e incredulidad de sus paisanos, Jesús continuó enseñando en los pueblos de aquella comarca. Otra magnífica lección del Hijo de Dios que, con su obediencia a la voluntad del Padre, nos da el valor para seguir realizando nuestra misión de apóstoles, a pesar de los contratiempos, las incomprensiones y hasta los fracasos. Al final de la tarea que nos ha sido encomendada -pues a todos y cada uno se nos ha confiado una determinada tarea- veremos que nuestros esfuerzos no han sido en vano: Cristo, el gran fracasado es, por ello, el gran vencedor del pecado y de la muerte, el que ha hecho del amor la gran victoria que vence al mundo.
Oración sobre las ofrendas
Que la oblación consagrada a tu nombre nos purifique, Señor, y nos lleve, de día en día, a participar en la vida del cielo. Por Jesucristo, nuestro Señor.
Antífona de comunión
Gustad y ved qué bueno es el Señor, dichoso el que se acoge a él (Sal 33,9).
O bien:
Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré, dice el Señor (cf. Mt 11,28).
Oración después de la comunión
Colmados de tan grandes bienes, concédenos, Señor, alcanzar los dones de la salvación y no cesar nunca en tu alabanza. Por Jesucristo, nuestro Señor.