Domingo 18 Tiempo Ordinario B

Decimoctavo domingo. Tiempo ordinario B

Antífona de entrada

           Dios mío, ven en mi auxilio; Señor, date prisa en socorrerme. Que tú eres mi auxilio y mi liberación. Señor, no tardes (Sal 69,2. 6).

Iniciamos la celebración eucarística pidiendo, con apremio e impaciencia, la ayuda y el socorro del Señor (“Señor, date prisa”; “Señor, no tardes”). No se trata tanto de que el Señor me ayude en esto o aquello o que me libere de algo que me apremia, cuanto que él se haga presente en mi vida, pues su sola presencia me libra de toda necesidad y me hace sentirme yo mismo y emancipado de todo lo que no sea él (Señor, “tú eres mi auxilio y mi liberación”). 

Oración colecta

           Atiende, Señor, a tus siervos y derrama tu bondad imperecedera sobre los que te suplican, para que renueves lo que creaste y conserves lo renovado en estos que te alaban como autor y como guía. Por nuestro Señor Jesucristo.

Como los esclavos, cuyos ojos están fijos en las manos de sus señores, pedimos al Señor que, una vez que ha iniciado en nosotros la obra de nuestra salvación y proporcionado los medios que la lleven por el camino recto, continúe derramando sobre nosotros su bondad para que, dada nuestra debilidad y nuestra inconstancia, seamos capaces de renovar y afianzar cada día nuestra decisión de seguirle. 

 

Lectura del libro del Éxodo -16,2-4. 12-15

           En aquellos días, la comunidad de los hijos de Israel murmuró contra Moisés y Aarón en el desierto, diciendo: «¡Ojalá hubiéramos muerto a manos del Señor en la tierra de Egipto, cuando nos sentábamos alrededor de la olla de carne y comíamos pan hasta hartarnos! Nos habéis sacado a este desierto para matar de hambre a toda la comunidad» El Señor dijo a Moisés: «Mira, haré llover pan del cielo para vosotros: que el pueblo salga a recoger la ración de cada día; lo pondré a prueba, a ver si guarda mi instrucción o no.  He oído las murmuraciones de los hijos de Israel. Diles: “Al atardecer comeréis carne, por la mañana os hartaréis de pan; para que sepáis que yo soy el Señor Dios vuestro”». Por la tarde una bandada de codornices cubrió todo el campamento; y por la mañana había una capa de rocío alrededor del campamento. Cuando se evaporó la capa de rocío, apareció en la superficie del desierto un polvo fino, como escamas, parecido a la escarcha sobre la tierra. Al verlo, los hijos de Israel se dijeron: «¿Qué es esto?» Pues no sabían lo que era. Moisés les dijo: «Es el pan que el Señor os da de comer».

           Las protestas de los hebreos durante su travesía del desierto se fundamentaban, ciertamente, en los peligros propios de un terreno inhóspito, seco y escaso de medios naturales. El Señor, que no les dejaba de su mano, les libraba de las serpientes venenosas y de los animales salvajes, y realizaba prodigios para remediar la escasez de agua potable y de alimentos. Estas protestas, casi siempre crispadas, revelaban una falta de fe y confianza. Al parecer, las muchas intervenciones que el Señor hacía en su favor no eran suficientes para mantenerles apoyados en la providencia divina.

           El texto de hoy comienza con las murmuraciones contra Moisés y Aarón, -los jefes de la expedición- por la carencia de recursos necesarios para alimentarse: “Ojalá hubiéramos muerto a manos del Señor en la tierra de Egipto, cuando nos sentábamos alrededor de la olla de carne y comíamos pan hasta hartarnos”Llama la atención que este clima colectivo de desánimo e indignación les llevase a añorar el país de la dura esclavitud, de los trabajos forzados y de los maltratos físicos.

          Las murmuraciones contra Moisés y Aarón eran muy graves, ya que ponían en entredicho el propio sentido de la liberación egipcia: “Nos habéis sacado a este desierto para matar de hambre a toda la comunidad”Aunque dirigidas contra Moisés y Aarón, estas protestas iban contra el mismo Dios, el verdadero artífice de su liberación: “El Señor nos sacó de Egipto con mano fuerte y brazo extendido” (Deut. 26,8). El propio Moisés lo dice de forma explícita: “Vuestras murmuraciones no son contra nosotros, sino contra Yahvé” (Éx 16, 8), y la forma en la que está redactado el texto da cuenta de que es Dios, y no Moisés, el que realmente actúa, el que escucha las murmuraciones, el que les envía el alimento y el que les pone a prueba.

          En lugar de tener una dura reacción contra esta forma injusta de protestar, el Señor no les castiga. Al contrario. Oye pacientemente sus murmuraciones y responde enviándoles el Maná:“Mira, haré llover pan del cielo para vosotros: que el pueblo salga a recoger la ración de cada día; lo pondré a prueba, a ver si guarda mi instrucción o no”. Éste es el modo que tiene el Señor de reaccionar ante nuestras infidelidades y  nuestros intentos de volver a nuestra vieja vida de pecado: Dios no se enoja por nuestras debilidades y recaídas; en su lugar, nos demuestra una y otra vez que está a nuestro lado, que nos perdona y nos ofrece nuevos signos de su amor. 

          “Al atardecer comeréis carne -se refiere a las codornices que se posaron aquella tarde en el campamento-, por la mañana os hartaréis de pan; para que sepáis que yo soy el Señor Dios vuestro”.

          El Maná, además de matar el hambre física, es principalmente un signo de que todo lo bueno que sucede al pueblo es un regalo de Dios. En el evangelio de hoy Jesús reprocha a la multitud el que lo buscase, no porque había visto un signo del cielo -se refiere a la multiplicación de los panes del día anterior-, sino porque habían comido hasta saciarse. Con este reproche el Señor les enseñaba a ellos, y también a nosotros, a ser agradecidos a quien es nuestro principal benefactor. Es una pena que vaya desapareciendo de nuestros hogares cristianos la sana costumbre de dar gracias a Dios antes de las comidas, una costumbre muy apropiada para mantener continuamente nuestro trato con el Señor y para nuestro crecimiento espiritual.

          “Que el pueblo salga a recoger la ración de cada día; lo pondré a prueba, a ver si guarda mi instrucción o no”.

          Los israelitas deben contentarse con la ración que cada día les regala el Señor, es decir: deben aprender a ejercitar la confianza en la providencia, en el cuidado que tiene Dios de nuestras personas y de nuestras vidas. De forma implícita, este texto sagrado se adelanta a la despreocupación por el mañana a la que nos invitará Jesús: “No andéis, pues, preocupados diciendo: ¿Qué vamos a comer?, ¿qué vamos a beber?, ¿con qué vamos a vestirnos? Que por todas esas cosas se afanan los gentiles; pues ya sabe vuestro Padre celestial que tenéis necesidad de todo eso”. (Mt 6,31-32). El Maná, por tanto, además de ser el alimento diario de los israelitas, era también un estímulo para el crecimiento de su fe: en la recogida diaria aprendían a controlar su codicia, a no acaparar bienes, a conformarse con lo necesario. En la oración del Padrenuestro Jesús nos invita a pedir, no la seguridad para el futuro, sino “el pan nuestro de cada día”.

Salmo responsorial – 77

El Señor les dio pan del cielo.

         La respuesta a la lectura que acabamos de oír forma parte del salmo 77/78, un salmo bastante largo en el que se narra. las relaciones entre Dios y su pueblo, unas relaciones marcadas por las acciones salvadores de Dios y el comportamiento, casi siempre infiel del pueblo. Digo casi siempre, porque en ocasiones se muestra agradecido, como es el caso de los versículos que la Iglesia ha elegido para este domingo. En ellos el salmista muestra el reconocimiento agradecido del pueblo al Señor por haberle alimentado durante su etapa en el desierto y por llevarle a través del desierto hacia la tierra que le había prometido y hacia el Monte Santo de su heredad. Unos versículos, por cierto, muy en consonancia con los sucesos acontecidos en en la etapa del desierto que contemplamos en esta primera lectura.

Lo que oímos y aprendimos, lo que nuestros padres nos contaron, lo contaremos a la futura generación: las alabanzas del Señor, su poder (1)

El salmista, buen conocedor de la fe bíblica, habla en nombre del pueblo para decirnos que la fe se transmite de generación en generación con el fin de mantener el recuerdo de las hazañas de Dios con su pueblo. Un recuerdo que se traduce en oración de alabanza comunitaria. Y es que la fe bíblica, en la que incluimos la fe cristiana, no se concibe como un bagaje intelectual que cada uno puede gestionar a su manera, sino como una experiencia común de los dones y el perdón de Dios, recibida a través de quienes han experimentado estos dones de forma directa o de quienes han oído, de generación en generación, a los primeros beneficiarios de los mismos. La fe, si bien en ella son importantes y necesarios la propia adhesión y el compromiso personal, es siempre una vivencia en común. En la fe bíblica no caben los individualismos a ultranza; no me salvo yo solo; no recibo a Cristo Eucaristía exclusivamente para mí: al alimentarme del sacramento eucarístico, me uno necesariamente a mis hermanos, ya que también ellos se nutren del mismo pan. Haciendo nuestras las palabras del salmista, también nosotros somos un eslabón en la tarea de la transmisión de la buena nueva del Evangelio, para que la salvación de Cristo permanezca inalterable a través de la historia. El “haced discípulos míos a todos los pueblos” no afectó solamente a los primeros testigos de Jesús, a sus apóstoles. Nos afecta igualmente a nosotros.

 Pero dio orden a las altas nubes, abrió las compuertas del cielo: hizo llover sobre ellos maná, les dio pan del cielo. (2)

Unos versículos anteriores a esta parte del salmo, el pueblo, después de haberse beneficiado del agua que brotó de la roca, volvió a protestar contra el Señor y a exigirle que le proporcionase comida: Será Dios capaz de aderezar una mesa en el desierto? Ved que él hirió la roca, y corrieron las aguas, fluyeron los torrentes: ¿podrá de igual modo darnos pan, y procurar carne a su pueblo” (19-20). El Señor se enfureció a causa de esta falta de confianza en su poder y en su amor. Pero rápidamente se impuso la debilidad de su amor misericordioso y de su perdón, Abrió las compuertas del cielo e hizo llover sobre ellos maná”. Y es que, como acabamos de decir, Dios es ante todo amor que se compadece siempre de sus hijos: “No ejecutaré el furor de mi ira ; no volveré a destruir a Efraín. Porque yo soy Dios y no hombre, el Santo en medio de ti, y no vendré con furor” (Oseas 11,9).

El hombre comió pan de ángeles, les mandó provisiones hasta la hartura (3a).

En otras traducciones se dice que el hombre comió pan de los fuertes y es que se suponía poéticamente que los ángeles eran los seres más fuertes y robustos de la creación, no sujetos a las debilidades humanas. Con ello se habla de alguna manera de la promesa de alimentar un día a los seres humanos del verdadero alimento que proporciona la vida al hombre: “No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca De Dios” (Mt 4,4). Esta palabra se hizo carne en Jesucristo, el verdadero Alimento que nos da vida abundante: “Yo he venido para que tengan vida, y para os da la tengan en abundancia”- (Jn 10,10 y nos hace realmente fuertes hasta la eternidad. En el evangelio de hoy dice Jesús a sus oyentes que no fue Moisés el que os dio a comer el maná, sino que es su Padre el que os da el verdadero pan del cielo, el alimento que baja del cielo y da la vida al mundo, y ese alimento es Él mismo: Yo soy el pan de vida. El que viene a mí no tendrá hambre, y el que cree en mí no tendrá sed jamás”.

Los hizo entrar por las santas fronteras, hasta el monte que su diestra había adquirido. (3b)

La Iglesia quiere que meditemos en esta parte del salmo en el recuerdo de la parte final de la etapa del desierto: la conquista y entrada del pueblo en la Tierra Prometida. Como un pastor, el Señor, cumpliendo en todo momento la promesa hecha a Abraham, llevó a Israel durante cuarenta años hasta el final del trayecto. Ése es el modo de actuar Dios con nosotros que, conociendo nuestra inconstancia y nuestro apego a los falsos ídolos, nos va llevando por los vericuetos de la vida hasta el lugar que determinó para nosotros desde toda la eternidad, en el que alcanzaremos la felicidad que anhela nuestro corazón y en el que seremos de verdad nosotros mismos. Un lugar que, en esperanza, ya se ha hecho presente por la fe. Vivamos, por tanto, desde el futuro que nos espera, es decir, desde el cielo. 

 Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Efesios - 4,17. 20-24

            Hermanos: Esto es lo que digo y aseguro en el Señor: que no andéis ya, como es el caso de los gentiles, en la vaciedad de sus ideas. Vosotros, en cambio, no es así como habéis aprendido a Cristo, si es que lo habéis oído a él y habéis sido adoctrinados en él, conforme a la verdad que hay en Jesús. Despojaos del hombre viejo y de su anterior modo de vida, corrompido por sus apetencias seductoras; renovaos en la mente y en el espíritu y revestíos de la nueva condición humana creada a imagen de Dios: justicia y santidad verdaderas.

           La primera parte de la carta de San Pablo a los Efesios (tres primeros capítulos) está dedicada -lo hemos escuchado en los anteriores domingos- a exponer el proyecto benevolente del Padre sobre la humanidad y la creación entera. En la lectura de hoy, San Pablo comienza a desarrollar las consecuencias que para la vida cristiana se derivan de los principios teológicos expuestos. 

           El capítulo cuarto, del que está sacada la lectura de este domingo, comienza exhortando a los Efesios a llevar una vida concorde con la vocación a la que han sido llamados, esto es, a sentirse, junto con toda la familia humana y la creación entera, un solo cuerpo con Cristo según el proyecto planificado por el Padre desde toda la eternidad: “hacer que todo tenga a Cristo por cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra” (Ef 1,10).

           A esta invitación a la unidad añade ahora algunas recomendaciones que, de acuerdo con esta vocación, deben llevarse cabo. San Pablo hace una breve descripción, similar, aunque mucho más breve, a la de la carta a los Romanos, de las costumbres de los hombres que viven al margen de la fe en Cristo (“sumergido su pensamiento en tinieblas”, “excluidos de la vida de Dios”, “entregados a todo tipo de libertinaje y desenfreno” Ef 6,18-19) . De esta descripción, que ha sido omitida en la lectura de hoy, sólo se lee, como exhortación, y en contraste con la manera de vivir de aquéllos, una consecuencia inmediata de la misma: “no andéis ya, como es el caso de los gentiles, en la vaciedad de sus ideas”. 

           “No es así como habéis aprendido a Cristo”

           Creer en Cristo y conocer a Cristo son la misma cosa. El cristiano, al encontrarse con Cristo, ha quedado obnubilado por su persona y por su mensaje. Desde ese momento sólo le interesa una cosa: conocer a Cristo. En la medida en que conocemos su vida, su pensamiento, sus sentimientos, sus reacciones, nos adentramos en la Verdad, caminamos por el sendero que nos conduce a nuestro verdadero ser y gozamos de una vida llena de sentido y de gozo.  Ya nos lo dijo Él: “Yo soy el camino, la verdad y la vida” (Jn 14,6). 

           Es ese aprendizaje de Cristo (=conocimiento de Cristo) al que se refiere San Pablo en la lectura, un conocimiento que nos transforma totalmente en Él y que nos lleva a vivir como Él vivió, como hombres que han dejado atrás su manera antigua de vivir y han nacido a la vida según Dios. 

           Es muy corriente en las cartas de San Pablo simbolizar la vida al margen de Cristo y la vida en Cristo con los términos de “hombre viejo” “hombre nuevo”. Estas expresiones tienen mucho que ver con el sacramento del Bautismo, tal como se llevaba a cabo en la liturgia de la Iglesia primitiva: en la inmersión en el agua de la piscina el cristiano enterraba el hombre antiguo, viciado por el pecado y esclavo de la concupiscencia; la emersión (=la salida del agua) simbolizaba el nacimiento a la nueva vida de la gracia, que nos comunica Cristo y nos convierte en una nueva creación.

           Al cristiano, aunque ha muerto al hombre viejo en el bautismo, le siguen molestando la concupiscencia y las demás consecuencias del pecado. Por ello San Pablo nos sigue exhortado a que nos despojemos cada día del hombre viejo, es decir, luchando contra las inclinaciones al pecado, al egoísmo, a la desconfianza en el Señor. Esta lucha exige una renovación de nuestra mente, una liberación de nuestros criterios mundanos, y de nuestras formas egoístas de ver las cosas, para que nuestro hombre interior, el hombre nuevo, creado según Dios en “justicia y santidad verdaderas”, llegue a su pleno crecimiento en Cristo. 

 Aclamación al Evantelio

           Aleluya, aleluya, aleluya. No solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios.

Nos preparamos para escuchar la lectura del Evangelio con las palabras con las que Jesús respondió al tentador, que le sugería convertir las piedras en pan para saciar su hambre. La Palabra definitiva que ha salido de la boca de Dios es Jesús, el verdadero alimento de nuestras almas

 Lectura para del santo evangelio según san Juan - 6,24-35r

           En aquel tiempo, cuando la gente vio que ni Jesús ni sus discípulos estaban allí, se embarcaron y fueron a Cafar­naún en busca de Jesús. Al encontrarlo en la otra orilla del lago, le preguntaron: «Maestro, ¿cuándo has venido aquí?» Jesús les contestó: «En verdad, en verdad os digo: me buscáis no porque habéis visto signos, sino porque comisteis pan hasta saciaros. Trabajad no por el alimento que perece, sino por el alimento que perdura para la vida eterna, el que os dará el Hijo del hombre; pues a este lo ha sellado el Padre, Dios». Ellos le preguntaron: «Y, ¿qué tenemos que hacer para realizar las obras de Dios?» Res­pon­dió Jesús: «La obra de Dios es esta: que creáis en el que él ha enviado». Le replicaron: «¿Y qué signo haces tú, para que veamos y creamos en ti? ¿Cuál es tu obra? Nuestros padres comieron el maná en el desierto, como está escrito: “Pan del cielo les dio a comer”». Jesús les replicó: «En verdad, en verdad os digo: no fue Moisés quien os dio pan del cielo, sino que es mi Padre el que os da el verdadero pan del cielo. Porque el pan de Dios es el que baja del cielo y da vida al mundo». Entonces le dijeron: «Señor, danos siempre de este pan». Jesús les contestó: «Yo soy el pan de vida. El que viene a mí no tendrá hambre, y el que cree en mí no tendrá sed jamás».

           En el evangelio correspondiente al decimoséptimo domingo se nos narraba la multiplicación de los panes. Este suceso termina con una brusca desaparición de Jesús: huyendo de la multitud, que quiere retenerlo para hacerlo rey, marcha solo hacia a la montaña. Los apóstoles montaron en una barca en dirección a Cafarnaum y allí, en los alrededores de la ciudad, se establecieron junto con Jesús, que vino a ellos andando sobre las aguas. 

           La gente llegó al lugar en barcas y, al encontrar a Jesús, muchos le preguntaron que cuándo había llegado. Jesús no contesta a su pregunta, pero sí les reprocha el motivo por el que vienen a Él: “Me buscáis no porque habéis visto signos, sino porque comisteis pan hasta saciaros”No se habían molestado en comprender el significado de la multiplicación de los panes, se quedaron en lo inmediato, en lo material, en lo que dura sólo un momento. Y ésta es la ocasión para aleccionarles sobre lo que realmente debe interesarles. Jesús invita a la gente a que pase de la búsqueda del pan que sacia el hambre física al pan que alimenta nuestro verdadero ser: “Trabajad no por el alimento que perece, sino por el alimento que perdura hasta la vida eterna”Con estas palabras no quiere decir Jesús que nos despreocupemos absolutamente de lo que concierne a nuestra vida material, sino que, sin descuidar esto, busquemos principalmente aquello que da el sentido a nuestra existencia, el alimento que permanece hasta la vida eterna.

           Jesús no espera a que le pregunten cuál es ese alimento que perdura para siempre. Él va directamente al grano: ese alimento es “el que os da el Hijo del hombre”, y el Hijo del hombre es, por determinación del Padre, el propio Jesús.

           Los oyentes quieren más aclaraciones: ¿Qué tenemos que hacer para realizar las obras de Dios? Es decir, ¿cómo debemos trabajar para conseguir el alimento que perdura? Jesús se lo pone muy fácil. La obra que Dios quiere que realicemos es llanamente que creamos en el que Él ha enviado para salvar al mundo, es decir, en el que les está hablando, en Jesucristo. Creer en Jesucristo es dejarnos llevar en todo por Él, es recibirlo todo del Padre a través de Él. Creyendo en Jesús realizaremos las obras de Jesús: “Sin mí no podéis hacer nada”  (Jn 15, 5) y -podíamos añadir-, permaneciendo en Él, lo podemos hacer todo, pues todo lo que pidamos al Padre en su nombre lo conseguiremos (Jn 15, 7).

           Todavía queda por aclarar una última cuestión. Comparando a Jesús con Moisés, por cuya intervención se alimentaron sus antepasados del Maná, le preguntan: “Qué signo haces tú para que creamos en ti?”Jesús, mezclando el pasado con el presente, les responde de esta forma: “No fue Moisés quien os dio pan del cielo, sino que es mi Padre el que os da el verdadero pan del cielo (...), el que baja del cielo y da vida al mundo”.  Estas palabras calaron en los oyentes de tal manera, que sintieron sinceramente el deseo de alimentarse del pan que Jesús les ofrecía y así lo expresaron:   “Señor, danos siempre de este pan”

           La situación había sido cuidadosamente preparada por Jesús. Es el momento de presentarse ante sus oyentes como el pan que perdura para siempre: “Yo soy el pan de vida. El que viene a mí no tendrá hambre, y el que cree en mí no tendrá sed jamás, un explícito anuncio de la Eucaristía, que Jesús desarrollará en los versículos siguientes, los cuales formarán parte de la lectura evangélica del próximo domingo. 

           Nos recuerdan estas palabras de Jesús a las que dijo a la mujer samaritana, refiriéndose en este caso al agua viva: “El que beba del agua que yo le dé, no tendrá sed jamás, sino que el agua que yo le dé se convertirá en él en fuente de agua que brota para vida eterna”

 Oración sobre las ofrendas

Te pedimos, Señor, que, en tu bondad, santifiques estos dones, aceptes la ofrenda de este sacrificio espiritual y nos transformes en oblación perenne. Por Jesucristo, nuestro Señor. 

Al pedir que el pan y el vino sean santificados -de hecho ya lo son por haber salido de las manos de Dios-, expresamos nuestro deseo de que sean aceptados como ofrenda sacrificial para que se conviertan en el cuerpo y en la sangre del Señor, nuestro verdadero alimento. Al ser nutridos por ellos, nos uniremos a él y nos transformaremos como él en una ofrenda permanente al Padre, una vida entregada a su voluntad y a la tarea que Él nos encomiende.

Antífona de comunión

Yo soy el Pan de vida. El que viene a mí no tendrá hambre y el que cree en mí no tendrá sed jamás, dice el Señor (cf. Jn 6,35). 

Por mucho que nuestra experiencia nos diga machaconamente que nada de este mundo sacia nuestra hambre de sentido y de felicidad, no nos decidimos de una vez por todas a poner toda nuestra confianza en Cristo, que ha venido para que participemos abundantemente de su vida. “Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia” (Jn 10, 10b). “El que bebiere del agua que yo le daré, no tendrá sed jamás; sino que el agua que yo le daré será en él una fuente de agua que salte para vida eterna”, dice Jesús a la mujer samaritana. (Jn 4, 14)

Oración después de la comunión

A quienes has renovado con el don del cielo, acompáñalos siempre con tu auxilio, Señor, y, ya que no cesas de reconfortarlos, haz que sean dignos de la redención eterna. Por Jesucristo, nuestro Señor.

El Señor renueva constantemente su don de salvación y nos alienta continuamente, pero esta constancia suya se torna ineficaz sin nuestro deseo y actitud receptiva. Esta es la razón de ser de la oración de petición: excitar nuestra hambre y sed de Dios, en la oración de hoy en el deseo de que nos siga auxiliando y nos haga dignos de la redención eterna.