Domingo 21 Tiempo Ordinario B

Vigesimoprimer domingo del tiempo ordinario B

 Antífona de entrada

Inclina tu oído, Señor, escúchame. Salva a tu siervo que confía en ti. Piedad de mí, Señor, que a ti te estoy llamando todo el día (Sal 85,1-3).

Con humildad y confianza -“Salva a tu siervo que confía en ti”- y, al mismo tiempo con insistencia -“te estoy llamando todo el día”-, el salmista pide al Señor que incline su oído y le libre del mal momento que está pasando. Avivemos, en el inicio de esta celebración, estas actitudes de humildad, familiaridad y persistencia en nuestra oración, siguiendo la recomendación de San Pablo a los tesalonicenses: “Orad sin cesar. Dad gracias en todo, porque esta es la voluntad de Dios para con vosotros en Cristo Jesús”. (1 Tes 5, 17-18)

Oración colecta

Oh, Dios, que unes los corazones de tus fieles en un mismo deseo, concede a tu pueblo amar lo que prescribes y esperar lo que prometes, para que, en medio de las vicisitudes del mundo, nuestros ánimos se afirmen allí donde están los gozos verdaderos. Por nuestro Señor Jesucristo.

 “Colmad mi gozo, de suerte que sintáis una misma cosa, teniendo un mismo amor, siendo una sola alma, aspirando a una sola cosa” (Fl 2, 2). Esta actitud, que debe caracterizar a los discípulos de Cristo, no es producto de nuestro esfuerzo, sino del Espíritu Santo que constantemente obra en nuestro interior para llevarnos a la unidad con Cristo. Nuestra unidad con Cristo será plena cuando nuestra voluntad y nuestro deseo coincidan, como en Cristo, con la voluntad del Padre: ‘amar lo que prescribes y desear lo que prometes’. La Iglesia nos enseña en esta oración a pedir a Dios lo que realmente necesitamos, que no es lo que estímanos provechoso desde nuestro ser carnal, sino lo que Él, de acuerdo con el plan eterno que tiene sobre cada uno, considera conveniente. De esta forma empezaremos a gozar ya, en medio de las dificultades y vaivenes de esta vida, de las alegrías futuras.

 Lectura del libro de Josué - 24,1-2a. 15-17. 18b

           En aquellos días, Josué reunió todas las tribus de Israel en Siquén y llamó a los ancianos de Israel, a los jefes, a los jueces y a los magistrados. Y se presentaron ante Dios. Josué dijo a todo el pueblo: «Si os resulta duro servir al Señor, elegid hoy a quién queréis servir: si a los dioses a los que sirvieron vuestros padres al otro lado del Río, o a los dioses de los amorreos, en cuyo país habitáis; que yo y mi casa serviremos al Señor». El pueblo respondió: «¡Lejos de nosotros abandonar al Señor para ir a servir a otros dioses! Porque el Señor nuestro Dios es quien nos sacó, a nosotros y a nuestros padres, de Egipto, de la casa de la esclavitud; y quien hizo ante nuestros ojos aquellos grandes prodigios y nos guardó en todo nuestro peregrinar y entre todos los pueblos por los que atravesamos. También nosotros serviremos al Señor, ¡porque él es nuestro Dios!»

       La tradición bíblica parece haber relegado la figura de Josué -quizá por su contemporaneidad con el gran Moisés y sus acciones, casi siempre a las órdenes de éste- a un papel secundario, cuando, en realidad, tuvo una gran responsabilidad histórica, pues fue el encargado de guiar al pueblo en el momento de entrar en la tierra prometida: “Sé fuerte y ten ánimo -le dijo Moisés al nombrarle su sucesor-, pues tú debes llevar a este pueblo a la tierra que el Señor juró dar a sus padres. El Señor irá delante de ti; él estará contigo, no te dejará ni te abandonará: no temas ni te desanimes” (Deut 31, 7-8). Es justo señalar también que, bajo su mando, el Señor, como hiciera con Moisés en el Mar Rojo, detuvo la corriente del río Jordán para que los israelitas pudiesen atravesarlo a pie y entrar por fin en la tierra de Canaán; no deben olvidarse, por otra parte, los episodios bélicos, dirigidos por él en la conquista de Jericó, así como la parada del sol en su cenit para que, al continuar el día, el ejército israelita pudiese vencer a su gran enemigo, el pueblo filisteo. Estos hechos, debidos muy probablemente a circunstancias naturales especiales, contienen una verdad teológica de incalculable valor: Dios acompaña a Israel en todas sus andanzas, en el camino hacia la realización de sus promesas.

         Fue ya al final de su vida cuando reúne a todas las tribus de Israel con el fin de sacarles el compromiso de continuar fieles al Dios de Abraham y reforzar los lazos de la Alianza del Sinaí. Es esta reunión, que tuvo lugar en la ciudad norteña de Siquén, el objeto de esta lectura, tomada del libro que lleva el nombre de nuestro protagonista: el libro de Josuė.

          Consciente de las dificultades que para el pueblo suponía permanecer en todo momento en la fidelidad al Dios de Abraham -“si os resulta duro servir al Señor”- les pone en el brete de tener que elegir entre el Dios de los Padres, el que les había acompañado en la marcha por el desierto y hecho con ellos un pacto de amor, y los dioses del pueblo en el que vivían. Vaya por delante -les dijo- que él y su familia se comprometían a servir y dar culto al Dios de la Alianza: “Yo y mi casa serviremos al Señor. La respuesta del pueblo fue rotunda: “¡Lejos de nosotros abandonar al Señor para ir a servir a otros dioses!”. Una decisión hecha en base a su experiencia de la fidelidad de un Dios que nunca les abandonó: el Dios al que serviremos es el que nos sacó de la esclavitud de Egipto, el que hizo en favor nuestro grandes prodigios y el que nos acompañó en nuestro caminar por el desierto librándonos continuamente de nuestros enemigos y salvándonos de todos los peligros con los que nos encontrábamos.

           Esta ratificación en la fidelidad al Dios de la Alianza, que hicieron las doce tribus ante Josué, ha de ser renovada por todos y cada uno de nosotros, los hijos del Nuevo Israel, prestando fidelidad a Cristo que, como nuevo Josué, nos reúne a todos ante el Padre. Ante las permanentes llamadas de los nuevos ídolos -las riquezas, el poder, el prestigio, las modas, el placer material- se nos pide una opción decidida y valiente por Cristo, el Hijo natural de Dios: “El que no está conmigo está contra mí y el que no recoge conmigo desparrama” (Jn 12,30).

Salmo responsorial - 33

Gustad y ved qué bueno es el Señor.

Bendigo al Señor en todo momento, su alabanza está siempre en mi boca; mi alma se gloría en el Señor: que los humildes lo escuchen y se alegren. (1)

 Los ojos del Señor miran a los justos,sus oídos escuchan sus gritos; pero el Señor se enfrenta con los malhechores, para borrar de la tierra su memoria. (2)

Cuando uno grita, el Señor lo escucha y lo libra de sus angustias; el Señor está cerca de los atribulados, salva a los abatidos. (3)

Aunque el justo sufra muchos males, de todos lo libra el Señor; él cuida de todos sus huesos, y ni uno solo se quebrará. (4)

La maldad da muerte al malvado, los que odian al justo serán castigados. El Señor redime a sus siervos, no será castigado quien se acoge a él. (5)

           Un domingo más, el salmo 33(34), si bien con versículos distintos, como respuesta orante a la primera lectura. La aclamación del pueblo a las distintas estrofas ha sido la misma durante estos tres domingos: “Gustad y vez qué bueno es el Señor”.

           En uno de los versículos del salmo, que escuchábamos el pasado domingo -20 del ciclo B- el salmista nos invitaba a dirigirnos a Dios con estas palabras: “Santos del Señor, adorad al Señor, pues nada les falta a los que lo temen”. Esta invitación es reforzada hoy con esta reflexión: “Cuando uno grita, el Señor lo escucha y lo libra de sus angustias”, y también, “Aunque el justo sufra muchos males, de todos le libra el Señor”.

           Pero, ¿es verdad que el Señor libra a los justos de todos los sinsabores de la vida? Parece que esta aseveración queda incumplida en la práctica totalidad de los casos. Ni siquiera Jesús, el Justo por excelencia, que unas horas antes de comenzar su pasión gritó al Padre para que lo librara del tormento de la muerte -si ésa fuera su voluntad- ni su madre, María, que fue librada desde su nacimiento de todo pecado, escaparon al sufrimiento humano, al igual que el resto de los mortales. Se trata del problema del sufrimiento, abordado a través de toda la Biblia y, de forma directa, en un importante texto de la misma, el libro de Job. Es cierto que sobre esta cara del ser humano la Palabra de Dios deja muchas lagunas y oscuridades, pero, a pesar de todo, nos insta continuamente a seguir creyendo -incluso cuando los acontecimientos y la realidad nos hagan ver lo contrario- que Dios está siempre con nosotros y este ‘siempre’ incluye, por supuesto, los momentos de crisis y dificultad, aquéllos en los que el mundo parece que se nos viene encima. 

           “Los ojos del Señor miran a los justos, sus oídos escuchan sus gritos. Todo un eco de las palabras de Dios a Moisés en la zarza ardiente: “Bien vista tengo la aflicción de mi pueblo en Egipto, y he escuchado su clamor en presencia de sus opresores; pues ya conozco sus sufrimientos” (Éx 3,7). 

           Esta solicitud del Señor por su pueblo y por aquéllos que le temen (=que le obedecen y confían en Él) no es una varita mágica que haga desaparecer todo sufrimiento de nuestras vidas. Ni en el desierto, siguiendo a Moisés, ni en Canaán, obedeciendo a Josué, fue librado el pueblo de todo cuidado, pero ¡eso sí!: la presencia del Señor, que lo acompañaba en todas las circunstancias, le hacía superar todos los obstáculos: “El ángel del Señor acampa en torno a los que lo temen y los libra”, así se expresa el salmista en otro versículo de este mismo salmo. Según el libro del Éxodo, en la noche de la salida de Egipto el ángel del Señor protegía al pueblo en la huida (Ex 14,29) y guió en todo momento su marcha hacia la tierra prometida (Éx 33,34 y 33,2). 

             “Cuando uno grita, el Señor lo escucha y lo libra de sus angustias. Así lo confirma San Lucas en su lección sobre la oración: “Pedid y se os dará; buscad y encontraréis; llamad y se os abrirá ... Qué padre hay entre vosotros que, sí su hijo le pide un pez le da una serpiente ... Si, pues, vosotros, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más vuestro Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo piden” (Lc 11, 9.11.13). 

           “Los ojos del Señor miran a los justos, sus oídos escuchan sus gritos”En la prueba, en el sufrimiento, en el dolor, es hasta recomendable gritar al Señor. También Jesús, desde la Cruz, lanzó el atormentado grito del salmo 22: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mt 37,46). Y, aunque no seamos librados de nuestros problemas en la forma que nos gustaría, los viviremos con el Señor, animados en todo momento por su Espíritu, y ello nos dará sin duda la fuerza para soportarlos y fortalecernos en la fe: “Por eso me complazco en mis flaquezas, en las injurias, en las necesidades, en las persecuciones y las angustias sufridas por Cristo; pues, cuando estoy débil, entonces es cuando soy fuerte” (2 Cor 12,9). Por otra parte, el cristiano sabe que “en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman” (Rm 8,28)

             “El Señor se enfrenta con los malhechores para borrar de la tierra su memoria

          La oposición entre los justos y los injustos, que aparece a lo largo de toda la Biblia y, especialmente, en este salmo, tiene como objetivo principal el exhortarnos a elegir el buen camino, el camino de la sabiduría, que nos mueve a “gozarnos en la ley del señor y a meditarla día y noche” (Sal 1,2) y a tener horror al pecado con el fin de que no se apodere de nosotros y nos lleve a la perdición:“la maldad da muerte al malvado”

          Una última reflexión . No debemos tomar al pie de la letra, y sólo con nuestros ojos humanos, la severidad con la que Dios parece amenazar a los pecadores, como si realmente existiesen dos grupos de hombres, los buenos y los malos. El mal es algo que, como consecuencia de nuestra inclinación al pecado, se encuentra, junto con nuestras buenas disposiciones, en nuestro corazón. Es verdad que el salmo habla de los pecadores -“el Señor se enfrenta con los malhechores”- pero no es al hombre a quien Dios combate, sino al mal, y lo hace para extirparlo radicalmente de nuestro ser y, de esta forma, prepararnos debidamente a la meta para la que hemos sido creados: para “ser santos e irreprochables en la  presencia de Dios” (Ef 1,4).

            [En la redacción del comentario del salmo me ha sido de gran utilidad la lectura reflexiva del mismo, realizado por la biblista francesa MARIE-NOËLLE THABUT]

Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Efesios - 5,21-32

          Hermanos: Sed sumisos unos a otros en el temor de Cristo: las mujeres, a sus maridos, como al Señor; porque el marido es cabeza de la mujer, como Cristo es cabeza de la Iglesia; él, que es el salvador del cuerpo. Como la Iglesia se somete a Cristo, así también las mujeres a sus maridos en todo. Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a su Iglesia: él se entregó a sí mismo por ella, para consagrarla, purificándola con el baño del agua y la palabra, y para presentársela gloriosa, sin mancha ni arruga ni nada semejante, sino santa e inmaculada. Así deben también los maridos amar a sus mujeres, como cuerpos suyos que son. Amar a su mujer es amarse a sí mismo. Pues nadie jamás ha odiado su propia carne, sino que le da alimento y calor, como Cristo hace con la Iglesia, porque somos miembros de su cuerpo. «Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne». Es este un gran misterio: y yo lo refiero a Cristo y a la Iglesia.

           El texto que la Iglesia nos propone como segunda lectura se inscribe en las recomendaciones prácticas que deben seguir los cristianos, al saberse elegidos por Dios desde toda la eternidad para ser sus hijos. El capítulo 5, del que está extraída esta lectura, comienza con la exhortación a imitar a Dios, como hijos suyos que somos y “a vivir en el amor como Cristo nos amó y se entregó por nosotros, como oblación y víctima de suave aroma”.

           Con esta otra parecida exhortación comienza la lectura de hoy: “Sed sumisos unos a otros en el temor de Cristo, es decir, poneos todos al servicio de todos por Cristo, a través del cual el Padre nos ha otorgado a todos la dignidad de ser sus hijos y, por ello, hermanos en el sentido más real de la palabra. Ello fue lo que le llevó a San Pablo a exhortar de esta forma a los filipenses, y también a nosotros:  “Nada hagáis por rivalidad, ni por vanagloria, sino con humildad, considerando cada cual a los demás como superiores a sí mismo, buscando cada cual, no su propio interés, sino el de los demás” (Fil 2,3-4)

             Es en este contexto en el que San Pablo introduce el tema del amor entre los esposos, un amor que debe ser un reflejo del amor de Cristo a su Iglesia, que, a su vez, refleja el amor de Dios por la humanidad. Todo lo que Cristo ha hecho y hace por su Iglesia es lo que debe hacer el esposo por su esposa y la esposa por su esposo. A este propósito, nos dice San Juan Pablo II en la encíclica Mulieris dignitatem: Mientras que en la relación Cristo-Iglesia, la sumisión es sólo de la Iglesia, en la relación marido-mujer la «sumisión» no es unilateral, sino recíproca”. Y añade: “Todas las razones en favor de la «sumisión» de la mujer al hombre en el matrimonio se deben interpretar en el sentido de una sumisión recíproca de ambos en el «temor de Cristo». La medida de un verdadero amor esponsal encuentra su fuente más profunda en Cristo, que es el Esposo de la Iglesia, su Esposa”(Mulieris dignitatem, 24).

           No estaba en San Pablo la pretensión de subvertir las estructuras sociales del mundo que le tocó vivir, un mundo en el que era normal la esclavitud y en el que el marido era por derecho propio el jefe de la familia, pero sí quería renovarlas desde dentro mediante el amor cristiano, que no distingue entre hombre y mujer, entre judío y griego, entre esclavo y libre, pues “todos somos una sola cosa en Cristo” (Gál 3,28). Desde estas estructuras, tan alejadas, al menos en teoría, de nuestro mundo actual, se dispone a darnos el verdadero sentido del matrimonio y del amor conyugal. Quitando todo matiz que suene a esclavitud e inferioridad -así lo debieron entender los efesios- las mujeres deben someterse a sus maridos, pues “el marido es cabeza de la mujer como Cristo es cabeza de la Iglesia”. Al mismo tiempo, el marido debe amar a su esposa como Cristo ama a la Iglesia. ¿Y cómo amó Cristo a su Iglesia? Entregándose por ella, es decir, dando su vida por ella, para consagrarla, para purificarla y para presentarla ante el Padre gloriosa y sin mancha ni arruga. Siguiendo con este fundamento del matrimonio cristiano, San Pablo proclama las consecuencias absolutamente radicales del amor entre los esposos, consecuencias que, aunque referidas en el texto al marido respecto de la mujer, valen igualmente -ya lo hemos dicho- de la mujer respecto a su marido. Ambos son un solo cuerpo: “Serán los dos una sola carne. Por esta razón “Los maridos deben amar a sus mujeres -y las mujeres a sus maridos- como cuerpos suyos que son”

           Sobran los comentarios. “Amar a su mujer -y ésta a su marido- es amarse a sí mismo. Pues nadie jamás ha odiado su propia carne, sino que le da alimento y calor

           Desde este amor recíproco, los esposos están reproduciendo en su hogar la relación de amor de Cristo con su Iglesia. Aquí reside la verdadera humanización del matrimonio: en la imitación del amor de Cristo, el hombre perfecto, a su Iglesia. “Es este un gran misterio: y yo lo refiero a Cristo y a la Iglesia”.

Aclamación al Evangelio

           Aleluya, aleluya, aleluya. Tus palabras, Señor, son espíritu y vida; tú tienes palabras de vida eterna.

 Lectura del santo evangelio según san Juan - 6,60-69

           En aquel tiempo, muchos de los discípulos de Jesús dijeron: «Este modo de hablar es duro, ¿quién puede hacerle caso?» Sabiendo Jesús que sus discípulos lo criticaban, les dijo: «¿Esto os escandaliza?, ¿y si vierais al Hijo del hombre subir adonde estaba antes? El Espíritu es quien da vida; la carne no sirve para nada. Las palabras que os he dicho son espíritu y vida. Y, con todo, hay algunos de entre vosotros que no creen». Pues Jesús sabía desde el principio quiénes no creían y quién lo iba a entregar. Y dijo: «Por eso os he dicho que nadie puede venir a mí si el Padre no se lo concede». Desde entonces, muchos discípulos suyos se echaron atrás y no volvieron a ir con él. Entonces Jesús les dijo a los Doce: «¿También vosotros queréis marcharos?» Simón Pedro le contestó: «Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios».

           Con esta lectura concluye el discurso del pan de vida que venimos meditando estos domingos. A lo largo del mismo, Jesús ha hecho afirmaciones muy difíciles de aceptar. Entre ellas destaca aquélla en la que se refiere a sí mismo como alguien que ha bajado del cielo -“Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo” (Jn 6,51)- y esta otra, muy relacionada con la anterior, en la que ofrece su cuerpo como comida y su sangre como bebida -“Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre, verdadera bebida. El que come mi carne y bebe ni sangre está en mí y yo en él” (Jn 6,55-56)-. “Este modo de hablar es duro, ¿quién puede hacerle caso”: esta fue la reacción de los oyentes, incluidos muchos de sus discípulos.

             Jesús, que sabía lo que estaban pensando, se lo pone aún más difícil: “Y si vierais al Hijo del hombre subir a donde estaba antes?” Una respuesta que resulta aún más escandalosa, pues ¿cómo entender que podría subir al cielo un hombre que, por lo que dice públicamente, es un blasfemo? Con intención de profundizar en su pensamiento, Jesús les aclara que sus palabras sólo pueden ser entendidas desde la lógica  de Dios, nunca desde nuestra mentalidad terrena y carnal, viciada por el pecado: “El espíritu es quien da la vida -se trata de la vida eterna, la vida de Dios, de la que Jesús nos hace partícipes-, la carne -el hombre reducido a sus solas fuerzas- no sirve para nada. Y las palabras que os he dicho - se refiere a las pronunciadas en todo el discurso- son espíritu y vida”

           A pesar de que los discípulos han sido suficientemente aleccionados por Jesús sobre la nueva vida que recibirán del Padre, la dureza que aprecian en sus palabras lleva a muchos de ellos a no creer, algo que Jesús, por conocer lo que hay en el corazón del hombre, sabía perfectamente; en efecto, sabía quiénes habían sido dóciles a la voz del Padre, que les llevaba a Él, y quiénes no: “Nadie puede venir a mí sí el Padre no se lo concede”

           Por fin, fin llega la gran deserción: “Muchos discípulos suyos se echaron atrás y no volvieron a ir con Él”. De la gran multitud que asistieron al milagro de la multiplicación de los panes sólo quedaron los doce y, entre ellos, el que lo iba a entregar, un anuncio de su pasión y muerte durante la cual fue abandonado incluso por sus amigos. Jesús, probablemente afectado en su corazón humano, busca alivio en los doce: “¿También vosotros queréis marcharos?”. Como en aquella otra ocasión, en el camino hacia Cesarea (narrada por los sinópticos), Pedro se hace el portavoz de los demás: “A quién vamos a acudir. Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios”.

           Los israelitas decidieron ante Josué servir al Dios de sus Padres (primera lectura). Nosotros nos hacemos eco de la decisión de San Pedro, en nombre de los demás apóstoles, de acudir en todo momento al Señor, pues sólo el Señor, como VERDAD y LUZ DEL MUNDO: nos saca de las tinieblas del sinsentido, como CAMINO: nos conduce a la verdadera libertad y a ser ‘cada vez más’ nosotros mismos, como VIDA: nos hace participar con Él de la misma vida de Dios, una vida volcada ‘totalmente’ en el amor y en el servicio a los hombres, nuestros hermanos, especialmente a los que viven  más necesitados. Todo ello se hará realidad en la comida eucarística: “Obrad, no por el alimento perecedero, sino por el alimento que permanece para vida eterna, el que os dará el Hijo del hombre," (Jn 6,27).

 Oración sobre las ofrendas

Señor, que adquiriste para ti un pueblo de adopción con el sacrificio de una vez para siempre, concédenos propicio los dones de la unidad y de la paz en tu Iglesia. Por Jesucristo, nuestro Señor.

La liturgia hace que trascendamos nuestro ámbito individual con el fin de vivir nuestro ser comunitario en la Iglesia, pueblo de Dios, adquirido por Cristo en su ofrenda sacrificial al Padre. Para este pueblo pedimos los dones de la unidad y de la paz, la unidad que pidió Jesús al Padre para los que iban a creer -que “sean uno; como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros” (Jn 26, 20-21)- y la paz que procede del Padre y que nos da Cristo, no la que construimos nosotros con nuestros pensamientos y actitudes carnales: “La paz os dejo, mi paz os doy; yo no os la doy como el mundo la da” (Jn 14, 27).

Antífona de comunión

La Tierra se sacia de tu acción fecunda, Señor, para sacar pan de los campos y vino que alegre el corazón del hombre (cf. Sal 103,13. 14-15).

El labrador siembra y trabaja la tierra, pero es el Señor el que la hace fecundar, sacando de ella el pan que nos alimenta y el vino que alegra nuestros corazones. Estos mismos bienes de la tierra se convierten para nosotros en el verdadero alimento y bebida, en el cuerpo y en la sangre del Señor. Al alimentarnos de este sacramento, nuestra vida se convierte en su vida y nuestra existencia pasa a ser, como en Cristo, una pro-existencia, esto es, una vida para los demás.

 Oración después de la comunión

           Te pedimos, Señor, que realices plenamente en nosotros el auxilio de tu misericordia, y haz que seamos tales y actuemos de tal modo que en todo podamos agradarte. Por Jesucristo, nuestro Señor.

         Hemos recibido a Cristo en nuestras almas. Se ha realizado “plenamente” en cada uno de nosotros “el auxilio de la misericordia divina”. Este dechado de amor nos da derecho a suplicar al Padre para que nuestra vida se asemeje totalmente al Don con el que hemos sido agraciados, es decir, a Cristo “que vino a nosotros, no a ser servido, sino a servir”. Que, como Cristo, podamos “agradar al Padre” en el servicio desinteresado y continuo a nuestros hermanos. “Amaos unos a otros como yo os he amado” (Jn 13, 34)