Domingo 19 Tiempo Ordinario B

 Decimonoveno domingo del tiempo ordinario. Ciclo B

 Antífona de entrada

Piensa, Señor, en tu alianza, no olvides sin remedio la vida de tus pobres. Levántate, oh, Dios, defiende tu causa, no olvides las voces de los que acuden a ti” (cf. Sal 73,20. 19. 22. 23).

Al iniciar la celebración hacemos nuestra la actitud del salmista que, en un momento de necesidad y peligro, se dirige a Dios para recordarle la alianza que estableció con su pueblo y pedirle que defienda su causa (= su proyecto de amistad), proteja la vida de sus pobres y atienda los ruegos de los que ponen en él su única esperanza. 

Oración colecta

Dios todopoderoso y eterno, a quien, instruidos por el Espíritu Santo, nos atrevemos a llamar Padre, renueva en nuestros corazones el espíritu de la adopción filial, para que merezcamos acceder a la herencia  prometida. Por nuestro Señor Jesucristo.

En esta oración nos dirigimos a Dios, a quien, por la acción real del Espíritu Santo, tenemos el atrevimiento de llamar Padre. A este Padre, que todo lo puede y mantiene su fidelidad eternamente, le pedimos que afiance constantemente en nosotros la conciencia filial para que podamos un día disfrutar de las riquezas que, como hijos de Dios, nos corresponden.

Al hilo de esta oración nos hacernos estas preguntas: ¿Valoramos el ser hijos de Dios como nuestro tesoro más preciado? ¿Amamos a Dios, nuestro Padre, por encima de todo? ¿Nos interesamos por los demás como lo que realmente son, como hijos de Dios y hermanos nuestros?

 Lectura del primer libro de los Reyes -19,4-8

          En aquellos días, Elías anduvo por el desierto una jornada de camino, hasta que, sentándose bajo una retama, imploró la muerte diciendo: «¡Ya es demasiado, Señor! ¡Toma mi vida, pues no soy mejor que mis padres!» Se recostó y quedó dormido bajo la retama, pero un ángel lo tocó y dijo: «Levántate y come». Miró alrededor y a su cabecera había una torta cocida sobre piedras calientes y un jarro de agua. Comió, bebió y volvió a recostarse. El ángel del Señor volvió por segunda vez, lo tocó y de nuevo dijo: «Levántate y come, pues el camino que te queda es muy largo». Elías se levantó, comió, bebió y, con la fuerza de aquella comida, caminó cuarenta días y cuarenta noches hasta el Horeb, el monte de Dios.

          La escena se desarrolla en el reino del Norte. El rey Acab se había casado con Jezabel, una mujer pagana que no sólo no se convirtió a la religión de Israel, sino que, sirviéndose de su influencia como reina, introdujo en el reino los cultos paganos a Baal y mandó fabricar imágenes de este dios para que el pueblo le rindiese pleitesía y adoración. El culto a los ídolos extranjeros fue una tentación permanente del pueblo elegido, rodeado como estaba de otros pueblos extraños a la verdadera religión. Los profetas denunciaban públicamente el matrimonio del rey Acab con la extrajera Jezabel, pues corría un serio peligro de reducir a la mínima expresión la fe de Abraham. Entre estos profetas destaca Elías, un hombre que, dominado por el celo del Dios verdadero, pasó una gran parte de su vida combatiendo la idolatría. En una ocasión retó a los profetas de Baal a que demostrasen públicamente el poder de su dios. Estos profetas fueron incapaces de conseguir con sus ritos y oraciones que Baal encendiese el altar que, por sugerencia de Elías, habían construido. El altar que construyó Elías, en cambio, fue consumido por el fuego tan pronto como el profeta invocó al Dios de sus Padres. 

          Ante esta demostración de poder del Dios de Israel, Elías mandó asesinar a todos los profetas de Baal, actuación -hay que decirlo- no mandada por Dios. La reina Jezabel entró en cólera y decidió asesinar al profeta de Israel. Al enterarse, Elías huyó a través del desierto en dirección al monte Horeb. Después de cuatro días de camino -aquí comienza la lectura de hoy-, se sienta al lado de una retama y, tomando conciencia de su indignidad por haber asesinado a cientos de profetas oponentes y exigido a Dios una prueba de su poder, se desea la muerte: “Ya es demasiado, Señor. Toma mi vida, pues no soy mejor que mis padres”. Hundido en la tristeza, se queda dormido, pero el ángel del Señor lo despierta y le dice: “Levántate y come”. Elías comió una torta de pan cocida y bebió una jarra de agua que estaban junto a su cabecera. Por segunda vez, el ángel lo despierta, le hace comer y le advierte que tiene por delante un largo camino.

          En este deambular por el desierto Elías va a descubrir un Dios cuyo poder no se manifiesta en el dominio, ni en la venganza ni en la fuerza, sino en la compasión y en el cuidado que tiene de los hombres, un Dios que lo acompaña en las dificultades y que le provee del sustento para seguir viviendo y para caminar a su encuentro.

          Después de cuarenta días y cuarenta noches, Elías llega al monte Horeb. Allí -esto ya no pertenece a la lectura de hoy-, refugiado en una cueva, el Señor le mostrará su verdadero rostro: el Dios en el que creía no estaba en el huracán ni en el terremoto ni en el fuego, sino en la dulzura y placidez de una brisa suave.

Salmo responsorial - 33

 Gustad y ved qué bueno es el Señor.

 Bendigo al Señor en todo momento, su alabanza está siempre en mi boca; mi alma se gloría en el Señor: que los humildes lo escuchen y se alegren. (1)

 Proclamad conmigo la grandeza del Señor, ensalcemos juntos su nombre. Yo consulté al Señor, y me respondió, me libró de todas mis ansias.(2)

 Contempladlo, y quedaréis radiantes, vuestro rostro no se avergonzará. El afligido invocó al Señor, él lo escuchó y lo salvó de sus angustias.(3)

 El ángel del Señor acampa en torno a quienes lo temen y los protege. Gustad y ved qué bueno es el Señor, dichoso el que se acoge a él.(4)

           La vida del salmista no tiene sentido si toda ella no se desarrolla en una continua bendición y alabanza a su Hacedor: “Bendigo al Señor en todo momento, su alabanza está siempre en mi boca”. Y ésta es también la razón de ser de la vida de todo creyente y de todo hombre de buena voluntad que, si es sincero consigo mismo, sabe que su existencia es un don recibido del Creador de todas las cosas. Esta certeza, sobretodo si se trata de un creyente, le lleva a sentirse orgulloso, no de sí mismo, sino del Señor, que se ocupa de él y de todos los que lo escuchan. Hasta el rey Nabucodosor, después de haber sufrido los castigos del Señor por causa de sus maldades, reconoce al verdadero Dios y prorrumpe reconociendo su bondad: “Yo, Nabucodonosor, alabo y engrandezco y glorifico al Rey del cielo, porque todas sus obras son verdaderas, y sus caminos, justos, y él puede humillar a los que se muestran soberbios (Da 4:37).

           En la segunda estrofa, invita a sus correligionarios a unirse a esta alabanza al Señor. El trato con quien, por amor, nos ha dado la vida y nos mantiene en la existencia no debe circunscribirse a una relación individual: yo con Dios y Dios conmigo. El hombre verdaderamente religioso no entiende una relación con Dios al margen de los demás: no se trata de sentirme yo bien, sino, como nos dirá San Pablo en la segunda lectura, de agradar a Dios en todo y por parte de todos: cuantos más adoradores y agradecidos por su bondad existan, mejor: “Proclamad conmigo la grandeza del Señor, ensalcemos juntos su nombre”

Muchos son los motivos que tenemos para alabar al Señor y reconocer su bondad.. El salmista se fija en los siguientes: El Señor escucha todas nuestras súplicas -“yo consulté al Señor y me respondió”-, nos libra de todas nuestras intranquilidades e inquietudes -“me libró de todas mis ansias”-, nos contagia de la luminosidad de su rostro y nos convierte en luz para que, a su vez, nosotros iluminemos a nuestros hermanos, los hombres -“contempladlo y quedaréis radiantes”-, el Señor no permite que vivamos hundidos en la tristeza -“al afligido lo escuchó y lo salvó de sus angustias” y, como a Elías, nos acompaña en nuestro caminar por la vida, protegiéndonos y alimentándonos para que no desfallezcamos en nuestro caminar  -“acampa en torno a los que le temen y los protege”. Por todo ello podemos y debemos proclamar para nosotros mismos y para los demás la gran suerte de tener al Señor a nuestro lado. 

           Una lectura del salmo desde nuestra vida en Cristo

[El evangelio de este domingo nos sumerge de lleno en discurso del Pan de Vida. El salmista no podía vislumbrar ni de lejos hasta qué punto Dios es bueno con nosotros. Es el discípulo amado, que, haciéndose portavoz de los que convivieron con Cristo en su vida mortal, testifica que vieron con sus propios ojos y palparon con sus mano al Verbo de la Vida, el que nos nos transmite en su evangelio esta bondad del Señor: “De tal manera amó Dios al mundo, que le dio su Hijo unigénito para que todo aquél que. Rea en Él no se pierda, sino que tenga la Vida eterna” (Jn 3,16). Los motivos que tienen los discípulos de Cristo para reconocer y dar gracias por esta bondad nos los suministra Él mismo. El Señor escucha y responde a nuestras oraciones -“Todo lo que pidiereis al Padre en mi nombre, lo haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo” (Jn 14,13)-; el Señor nos libra de todas nuestras inquietudes -“Os he dicho estas cosas para que en mí tengáis paz. En el mundo tendréis aflicción; pero confiad, yo he vencido al mundo” (Jn 16,33)-; nos contagia de la luminosidad de su rostro -“Yo soy la luz del mundo; el que me sigue, no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida” (Jn 8,12)-; el Señor no permite que vivamos en la tristeza -“No se turbe vuestro corazón. Creéis en Dios: creed también en mí” (Jn 14,1)-; nos acompaña en nuestro caminar y nos alimenta para que no desfallezcamos -“Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso” (Mt 11,28).

           “Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá eternamente; y el pan que yo daré es mi carne por la vida del mundo”,  así termina el evangelio de este domingo. Acerquémonos a la Eucaristía a comer de este pan celeste: comprobaremos la verdad de esta nueva vida, una vida que nos lanzará al servicio de nuestros hermanos, saboreando lo bueno que es el Señor. “Gustad y ved que bueno es el Señor, dichoso el que se acoge a Él”]

 Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Efesios - 4,30—5,2

           Hermanos: No entristezcáis al Espíritu Santo de Dios con que él os ha sellado para el día de la liberación final. Desterrad de vosotros la amargura, la ira, los enfados e insultos y toda maldad. Sed buenos, comprensivos, perdonándoos unos a otros como Dios os perdonó en Cristo. Sed imitadores de Dios, como hijos queridos, y vivid en el amor como Cristo os amó y se entregó por nosotros a Dios como oblación y víctima de suave olor.

  “Os exhorto, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, a que ofrezcáis vuestros cuerpos como una víctima viva, santa, agradable a Dios: tal será vuestro culto espiritual”  (Rm 12,1). El agradar al Señor debe ser la principal motivación en todo lo que haga o deje de hacer el cristiano. San Pablo nos invita en esta lectura a no decepcionar al Espíritu Santo “en el que hemos sido sellados para el día de la liberación final”. Entristecemos y decepcionamos al Espíritu Santo cuando volvemos a las andadas de nuestra vieja condición de pecadores; cuando en nuestra vida práctica no ponemos a Cristo por encima de todo y de todos; cuando lo que determina nuestras actitudes y nuestra conducta son los propios intereses individuales; cuando nuestros criterios y formas de juzgar no se distinguen de los criterios de las personas que viven al margen del Evangelio; cuando pasamos la vida en un estado de guerra contra nosotros mismos y contra los demás: “Desterrad de vosotros la amargura, la ira, los enfados e insultos y toda maldad”. Estas actitudes son totalmente rechazables en un discípulo de Cristo, ya que desdicen la nueva naturaleza humana en la que hemos sido engendrados en el Bautismo. Explicables en cierta medida por la permanencia en nosotros de las consecuencias del hombre viejo, deben ser sustituidas por sus contrarias: por la bondad, la comprensión y el perdón, a imitación de Dios, que nos perdonó en Cristo. 

“Sed imitadores de Dios como hijos queridos”

  Sí. Es a Dios mismo a quien debemos imitar en todo. El hijo imita el modo de ser del padre, de quien ha recibido el ser. Nuestro Padre verdadero, aquél que nos ha creado y de quien hemos nacido a la Vida eterna, es la medida de nuestro comportamiento moral: “Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt 5,48). Y la manera apropiada de imitar al Padre es el ejercicio del amor, tal como Cristo, nuestro hermano mayor, lo ejerció en su vida mortal: amando a los suyos -y en los suyos estamos incluidos todos nosotros- hasta el extremo, hasta dar la vida por ellos. El amor debe ser la única ley del hombre regenerado por Cristo: “No debáis a nadie nada, sino el amaros unos a otros; porque el que ama a su prójimo, ha cumplido la ley” (Rm 14,8), exhorta San Pablo a los Romanos.

Y este amor al prójimo debe ser, como en Cristo, hasta el final:  “Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”. “La medida del amor, dice san Agustin, es amar sin medida”.

 Aclamación del Evangelio

           Aleluya, aleluya,. Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo –dice el Señor–; el que coma de este pan vivirá para siempre.

Lectura del santo evangelio según san Juan - 6,41-51

          En aquel tiempo, los judíos murmuraban de Jesús porque había dicho: «Yo soy el pan bajado del cielo», y decían: «¿No es este Jesús, el hijo de José? ¿No conocemos a su padre y a su madre? ¿Cómo dice ahora que ha bajado del cielo?» Jesús tomó la palabra y les dijo: «No critiquéis. Nadie puede venir a mí si no lo atrae el Padre que me ha enviado. Y yo lo resucitaré en el último día. Está escrito en los profetas: “Serán todos discípulos de Dios”. Todo el que escucha al Padre y aprende, viene a mí. No es que alguien haya visto al Padre, a no ser el que está junto a Dios: ese ha visto al Padre. En verdad, en verdad os digo: el que cree tiene vida eterna. Yo soy el pan de la vida. Vuestros padres comieron en el desierto el maná y murieron; este es el pan que baja del cielo, para que el hombre coma de él y no muera. Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne por la vida del mundo».

         “Yo soy el pan de vida. El que viene a mí no tendrá hambre, y el que cree en mí no tendrá sed jamás”, así terminaba la lectura evangélica del pasado domingo. Jesús continúa precisando esta afirmación ante un auditorio que, distinguiendo perfectamente entre el alimento material y el alimento espiritual de la Palabra de Dios, no estaba dispuesto a aceptar la pretensión de un hombre que dice de sí mismo que es ese alimento que ha bajado del cielo, es decir, que es la misma Palabra de Dios; de ningún modo podían entender que este hombre, al que muchos de los oyentes conocían como el hijo de José y de María -probablemente entre los que oían a Jesús se encontraban judíos de Galilea-, se arrogase la misma condición de Dios: “¿Cómo dice ahora que ha bajado del cielo?”

Jesús, reprendiéndoles por su murmuración –“no critiquéis-, continúa su discurso a partir de una afirmación anterior en la que aseguraba que es el Padre el que tiene la iniciativa en nuestro camino espiritual (Jn 6,37), afirmación que retoma ahora con estas palabras: “Nadie puede venir a mí si el Padre, que me ha enviado, no lo atrae”. ¿Qué puede significar eso de que el Padre nos atrae a Cristo? Jesús nos lo explica empleando una cita del profeta Isaías -“Serán todos discípulos de Dios”-, que cabe interpretar del siguiente modo: es Dios el que infunde en el corazón del hombre, no el conocimiento de Dios -“nadie ha visto a Dios”-, sino el deseo del bien y la atracción a la verdad y, por tanto, a Cristo, quien dice de sí mismo que es la Verdad: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn 14,6) y quien, por haber estado siempre junto al Padre, ha visto realmente a Dios.

           “El que cree tiene la vida eterna”, continúa Jesús. Obviamente se refiere a creer en Él, en el Enviado del Padre, como aparece en otros muchos pasajes del Evangelio, por ejemplo, en aquél en el que confiesa a Marta estas palabras ante la tumba de su hermano Lázaro: “Yo soy la Resurrección. El que cree en mí, aunque haya muerto vivirá” (Jn 11,25)

           “No fue Moisés el que os dio el pan del cielo -el pan de la Vida-, es Dios el que os da el verdadero pan del cielo”, escuchábamos en la lectura del pasado domingo. Este pan del cielo que os da el Padre -sentencia claramente Jesús- soy yo: “Yo soy el pan de la vida”, un pan que no es como el Maná, que habiendo sostenido en la vida física a quienes lo comieron en el desierto, no les dio la vida verdadera, sino un pan que hará que el hombre no muera: “El que coma de este pan vivirá para siempre” -se refiere, por supuesto, a la vida que de verdad importa, a aquélla que nos  proporciona la verdadera felicidad en la compañía de Dios y en la de nuestros hermanos, los hombres. 

Con un realismo extremo recalca Jesús el contenido de este pan: “Este pan es mi propia carne, que yo daré por la vida del mundo. Con esta afirmación Jesús anuncia la entrega voluntaria de su vida en oblación al Padre para nuestro aprovechamiento. Este acontecimiento, por ser obra del Verbo eterno, participa de su eternidad y, por ello, se hace actual en todo momento y, de modo especial, en la celebración eucarística. En ella nos alimentarnos realmente de la carne y de la sangre de Cristo y, al hacerlo, nos hacemos una sola cosa con Él. Si en el sustento de nuestra vida material son los alimentos los que son asimilados por nosotros, incorporándolos a nuestro cuerpo, en el banquete eucarístico es el pan del cielo, es decir, Cristo, el que nos asimila a Él y el que, reavivando nuestro bautismo, nos incorpora a su ser. De esta forma, hacemos de nuestra vida -no por nuestro esfuerzo personal, sino por el vigor del alimento celeste- una permanente donación que nos lleva a amar a los demás como Cristo nos ama, “hasta el extremo”, es decir, hasta dar nuestra propia vida por ellos. 

Trayendo aquí el contenido de la primera lectura, todos los que comulgamos el Cuerpo de Cristo somos para nuestros hermanos, los hombres, un alimento en el camino de la vida, aquella torta cocida y aquella jarra de agua que mantuvieron fuerte a Elías en su camino hacia el monte Horeb, en nuestro caso en nuestro viaje hacia el cielo.

Oración sobre las ofrendas

Acepta complacido, Señor, los dones que en tu misericordia has dado a tu Iglesia  para que pueda ofrecértelos,  y que ahora transformas con tu poder  en sacramento de nuestra salvación.  Por Jesucristo, nuestro Señor.

Pedimos al Señor que acoja con agrado el pan y el vino que, frutos de su amor y expresión de los dones dados a la Iglesia, le ofrecemos en el altar. Que las palabras que sobre ellos dirá el sacerdote en su nombre los conviertan en su cuerpo y en su sangre para nuestra salvación, pues al recibirlos como alimento, nos transformaremos en él y para él.

Antífona de comunión

El pan que yo daré es mi carne por la vida del mundo, dice el Señor (cf. Jn 6,51).

Al comer la carne de Cristo nos asimilamos a él, siendo una sola cosa con él. “Ya no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí” (Gal 2, 20).

Oración después de la comunión

La comunión en tus sacramentos nos salve, Señor, y nos afiance en la luz de tu verdad. Por Jesucristo, nuestro Señor.

Sin Cristo, nuestra existencia carece de vigor e ilusión, caemos en la esclavitud del egoísmo y nos pasamos la vida dando palos de ciego. En esta acción de gracias pedimos al Señor que nos salve continuamente de esta situación calamitosa, manteniéndonos siempre junto a él, que es el camino, la verdad y la vida.