Domingo 26 Tiempo Ordinario B

Vigesimosexto domingo del tiempo ordinario B

 Antífona de entrada

            Cuanto has hecho con nosotros, Señor, es un castigo merecido, porque hemos pecado contra ti y no hemos obedecido tus mandamientos; pero da gloria a tu nombre y trátanos según tu gran misericordia (cf. Dan 3,31. 29. 30. 43. 42).

         La antífona de la misa está tomada del libro del profeta Daniel. En nombre del pueblo, Azarías, uno de los cuatro jóvenes arrojados al horno por Nabucodonosor, reconoce ante él Señor que las humillaciones que el pueblo está sufriendo están bien merecidas por no haber obedecido a sus mandatos. Este reconocimiento se convierte en súplica confiada: Da gloria a tu nombre” -que tu nombre sea santificado -rezamos en el Padrenuestro- y trátanos según tu misericordia, no según merecen nuestros pecados.

 Oración colecta

            Oh, Dios, que manifiestas tu poder sobre todo con el perdón y la misericordia, aumenta en nosotros tu gracia, para que, aspirando a tus promesas, nos hagas participar de los bienes del cielo. Por nuestro Señor Jesucristo.

            El poder y el amor son una misma cosa en Dios. Por eso, al contrario de lo que ocurre entre nosotros, que luchamos por sobreponernos unos a otros y por dominar sobre los demás, Dios manifiesta su grandeza y su fuerza perdonando nuestras infidelidades y acogiéndonos en sus brazos de Padre. Ello nos asegura que nos dará siempre su ayuda para que no nos falte el deseo de aspirar a los bienes del cielo, de los que, en esperanza,  empezamos a disfrutar, ya en esta vida, una esperanza que no falla. una esperanza que no falla, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado” (Rm 5,5). 

Lectura del libro de los Números - 11,25-29

            En aquellos días, el Señor bajó en la Nube, habló con Moisés y, apartando algo del espíritu que poseía, se lo pasó a los setenta ancianos. En cuanto se posó sobre ellos el espíritu, se pusieron a profetizar. Pero no volvieron a hacerlo. Habían quedado en el campamento dos del grupo, llamados Eldad y Medad. Aunque eran de los designados, no habían acudido a la tienda. Pero el espíritu se posó sobre ellos, y se pusieron a profetizar en el campamento. Un muchacho corrió a contárselo a Moisés: «Eldad y Medad están profetizando en el campamento». Josué, hijo de Nun, ayudante de Moisés desde joven, intervino: «Señor mío, Moisés, prohíbeselo». Moisés le respondió: «¿Es que estás tú celoso por mí? ¡Ojalá todo el pueblo del Señor recibiera el espíritu del Señor y profetizara!»

         Los israelitas protestaban contra Dios y contra Moisés por carecer de carne para alimentarse: el maná se les hacía ya aburrido y pesado. Ante esta situación, Moisés clamó al Señor de esta manera: “De dónde voy a sacar carne para dársela a todo este pueblo” (Núm 11,13)El desánimo lo embarga por los cuatro costados: “No puedo cargar yo solo con todo este pueblo: es demasiado pesado para mí” (Núm 11,14). 

         El Señor (aquí comienza la lectura de hoy) atiende a su petición con una solución que pasa por liberarle de parte de su responsabilidad, compartiéndola con setenta ancianos que él (Moisés) debía elegir y convocarlos frente a la Tienda de la Alianza. Allí, una vez reunidos, descendiendo sobre la nube, despojó el Señor a Moisés de algo del espíritu que poseía y se lo pasó a los ancianos. Éstos, al recibirlo,“se pusieron a profetizar”

         Pero ocurrió que dos de los ancianos, sin haber acudido a la reunión, recibieron igualmente el espíritu del Señor, pues profetizaban como los demás. Ello no sentó bien a gran parte del pueblo, el cual, encabezado por Josué, acudió a Moisés para pedirle que les prohibiera hablar en nombre del Señor. Moisés se dirige a Josué y, recriminándoles su actitud, le contesta de esta manera: “¡Ojalá todo el pueblo del Señor recibiera el espíritu del Señor y profetizara!”.

         La lectura evangélica de hoy nos presenta una situación parecida con una respuesta de Jesús en la misma línea de la de Moisés a Josué. Definitivamente. Los caminos y los planes de Dios trascienden absolutamente nuestros caminos y nuestros planes: “El espíritu de Dios sopla donde quiere y como quiere”, dirá Jesús a Nicodemo (Jn 3,8). El deseo de Moisés de que todo el pueblo reciba el espíritu del Señor será retomado por el profeta Joel en forma, ya no de deseo, sino de promesa futura: “Sucederá después de esto que yo derramaré mi Espíritu en toda carne. Vuestros hijos y vuestras hijas profetizarán, vuestros ancianos soñarán sueños, y vuestros jóvenes verán visiones” (Jl 3,1). La fe bíblica se sitúa por encima de todo tipo de particularísimo y entiende que la salvación que Dios nos ofrece es para la humanidad entera. Lo mencionamos con frecuencia: “Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al pleno conocimiento de la verdad” (1 Tim 2,4).Y esta salvación se lleva a cabo en el amor de Dios a todos los hombres: “Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3,16). Nosotros, los seguidores de Jesús, nos alegramos de que el amor de Dios se reparta en todos los hombres, pertenezcan o no a nuestro círculo. Dios nos ama a cada uno personalmente y ama del mismo modo a todos los hombres que, aunque yo no los conozca, son también hermanos míos.

         Otra lección, muy importante para nuestra vida espiritual, nos la da el propio Moisés que, en lugar de molestarse al ver que quienes no se presentaron a su convocatoria recibieron igualmente el Espíritu del Señor, reacciona con alegría, lo que da fe de una auténtica actitud de servicio al Señor y al pueblo, sin ningún afán de protagonismo. En el capítulo siguiente a esta lectura leemos esta frase sobre nuestro protagonista: “Moisés era un hombre muy humilde, más que hombre alguno sobre la faz de la tierra” (Núm 12,3).

Salmo responsorial 18 (19)

Los mandatos del Señor son rectos y alegran el corazón.

 La ley del Señor es perfecta y es descanso del alma; el precepto del Señor es fiel e instruye a los ignorantes.

El temor del Señor es puro y eternamente estable; los mandamientos del Señor son verdaderos y enteramente justos.

También tu siervo es instruido por ellos y guardarlos comporta una gran recompensa. ¿Quién conoce sus faltas? Absuélveme de lo que se me oculta. 

Preserva a tu siervo de la arrogancia, para que no me domine: así quedaré limpio e inocente del gran pecado.

            

            Respondemos a esta primera lectura con unos versículos de la segunda parte del salmo 18.  

            Con el salmista cantamos las excelencias de la Ley del Señor, una ley que no es como las leyes de este mundo. Éstas nos hablan de normas, reglas, prohibiciones, que cumplimos, por lo general, para no ser penalizados; aunque entendamos que son necesarias para garantizar la convivencia, en muchas ocasiones las consideramos como un intento de poner freno al ejercicio de nuestra libertad; son leyes que cambian de acuerdo con las circunstancias, opiniones o intereses de los legisladores. 

         “La Ley del Señor, en cambio, es perfecta” e inalterable, pues procede de la lógica inmutable del pensamiento divino. Igual que el sol ilumina y da vida a todo con su beneficiosa presencia, la Ley del Señor ilumina nuestros caminos y nos proporciona inteligencia para entender los innumerables porqués de nuestra vida. 

         La Ley del Señor es la manifestación de su voluntad, una voluntad que busca nuestra felicidad por encima de todo: “Yo sé bien los proyectos que tengo sobre vosotros -dice el Señor-, proyectos de prosperidad y no de desgracia, de daros un porvenir lleno de esperanza” (Jer 29,11). La ley del Señor es, en definitiva, su misma Palabra, una palabra que es vida y alimento de nuestras almas: “No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios”  (Mt 4,4).

         La Biblia compara a veces la Ley de Dios a un camino del que no debemos apartarnos, pues es el único que nos conduce a la felicidad y a ser de verdad nosotros mismos: “Ten ánimo y cumple fielmente toda la Ley que te dio mi servidor Moisés; no te apartes de ella ni a la derecha ni a la izquierda y tendrás éxito donde quiera que vayas. Leerás continuamente el libro de esta Ley y lo meditarás para actuar en todo según lo que en él está escrito: así se cumplirán tus planes y tendrás éxito en todo” (Jos 1,7-8).

            En el cumplimiento de la Ley del Señor encontraremos la paz y el reposo que necesita nuestra alma. “La Ley del Señor es descanso del alma”. Nos lo dirá el propio Jesús, la Palabra encarnada. en cuyo seguimiento experimentamos la dulzura, el descanso y la fidelidad del Señor: “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados y yo os aliviaré” (Mt 11,28).

         La ley del Señor nos instruye internamente, siempre que no nos tengamos por sabios y doctores y nos dejemos moldear por Dios. Nos proporciona aquella sabiduría centrada en lo que de verdad nos conviene, aquello que nuestro clásico, con palabras muy próximas al Evangelio, ponía en estos versos: “La ciencia más acabada / es que el hombre en gracia acabe, / pues al fin de la jornada, / aquél que se salva, sabe, / y el que no, no sabe nada”.

         “El principio de esta ciencia y sabiduría es el temor del Señor” (Prov 9,10), un temor que no tiene que ver con el miedo y el desasosiego, sino con el cumplimiento de la voluntad de Dios y con el seguimiento de Cristo que, como buen Pastor, nos lleva por el camino recto a las verdes y fértiles praderas de su Reino.

         Las últimas estrofas son una plegaria para que el Señor nos libre de aquellas actitudes que impiden el cumplimiento de su Ley.

            El no reconocimiento de la propia culpa y la ilusión de sentirse inocente -afirma Benedicto XVI- no me justifica ni me salva, porque la ofuscación de la conciencia y la incapacidad de reconocer en mí el mal es también culpa mía (Spe salvi, ). Por eso pedimos al Señor que nos libere de esta ofuscación: Absuélveme, Señor, de lo que se me oculta”.

         Como el salmista, rogamos al Señor que destierre de nosotros la presunción de la autoconfianza, de creernos suficientes y, por tanto, no necesitados de la gracia y el perdón divinos. “Preserva a tu siervo de la arrogancia”.

         Muchas veces creemos que agradamos a Dios con las obras que proceden de nosotros mismos y hasta pensamos que con nuestro comportamiento hemos adquirido un derecho por el que exigimos de Dios que actúe en favor nuestro. ¡Qué alejada está actitud de la de aquel publicano de la parábola evangélica que, no atreviéndose a alzar los ojos al cielo, rezaba de esta manera: “¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, que soy un pecador! (Lc 18,13).

 Lectura de la carta del apóstol Santiago - 5,1-6

         Atención, ahora, los ricos: llorad a gritos por las desgracias que se os vienen encima. Vuestra riqueza está podrida y vuestros trajes se han apolillado. Vuestro oro y vuestra plata están oxidados y su herrumbre se convertirá en testimonio contra vosotros y devorará vuestras carnes como fuego. ¡Habéis acumulado riquezas… en los últimos días! Mirad, el jornal de los obreros que segaron vuestros campos, el que vosotros habéis retenido, está gritando, y los gritos de los segadores han llegado a los oídos del Señor del universo. Habéis vivido con lujo sobre la tierra y os habéis dado a la gran vida, habéis cebado vuestros corazones para el día de la matanza. Habéis condenado, habéis asesinado al inocente, el cual no os ofrece resistencia.

         La segunda lectura, tomada de la carta de Santiago, insiste, como los anteriores domingos, en la necesidad de una fe que no se quede en lo teórico ni en una piedad desencarnada, sino que produzca frutos de vida eterna. Los pasados domingos nos habló de la incompatibilidad de la fe con la acepción de personas (Domingo 23), de su inutilidad cuando no se traduce en obras de servicio a los necesitados (Domingo 24), de la necesidad de poseer la verdadera sabiduría, aquella que, procedente de Dios, nos hace llevar una vida libre de envidia y de rivalidades entre unos y otros (Domingo 25).

            El apóstol se centra hoy en la incompatibilidad de la fe con las riquezas adquiridas fraudulentamente o utilizadas exclusivamente para el provecho personal y no para el bienestar de todos.

            Comienza previniendo a los que se han enriquecido a costa de los pobres para que adelanten sus lloros por las desgracias que les sobrevendrán. Las invectivas que les dirige son graves, vergonzosas y amenazadoras. Sus riquezas están afectadas de podredumbre, herrumbre y carcoma que, al final, terminarán destruyendo sus propias vidas. Los gritos de los segadores a los que se les ha retenido el jornal han sido oídos por el Señor, igual que oyó desde la zarza ardiente los gritos de los hebreos, maltratados por los egipcios. El Señor lo tendrá en cuenta en el día final. Es a estos ricos a los que se dirigirá de esta manera: “Apartaos de mí, id al fuego eterno preparado por mis ángeles, porque tuve hambre y no me disteis de comer, desnudo y no me vestisteis” (Mt 25, 41-42). Ni siquiera han tenido la más mínima piedad con el inocente, al que no sólo le han despropiado de los bienes a los que tiene derecho, sino que lo han quitado del medio, sin que éste tenga posibilidad de oponer la menor resistencia.

            El principal fundamento de las recriminaciones que Santiago hace a los que se enriquecen a costa de los pobres es que el Dios en el que creemos es un Dios de justicia, un Dios que defiende los derechos de los pobres y oprimidos. “Los gritos de los segadores han llegado a los oídos del Señor del universo. Un eco, como hemos dicho, del lamento de Dios, que ve y oye a su pueblo, oprimido por los egipcios: “He visto la opresión de mi pueblo en Egipto, he oído sus quejas contra los opresores, me he fijado en sus sufrimientos” (Ex 3,7). 

            Nosotros, que hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios,  debemos, como Él, tener abiertos nuestros oídos a los gritos de los pobres y desfavorecidos de este mundo. Esta escucha y atención a los desamparados es y será siempre el termómetro para medir la calidad de nuestra fe.

Aclamación al Evangelio

            Aleluya, aleluya, aleluya. Tu palabra, Señor, es verdad; santifícanos en la verdad.

 Lectura del santo evangelio según san Marcos - 9,38-43. 45. 47-48

            En aquel tiempo, Juan dijo a Jesús: «Maestro, hemos visto a uno que echaba demonios en tu nombre, y se lo hemos querido impedir, porque no viene con nosotros». Jesús respondió: «No se lo impidáis, porque quien hace un milagro en mi nombre no puede luego hablar mal de mí. El que no está contra nosotros está a favor nuestro». Y el que os dé a beber un vaso de agua porque sois de Cristo, en verdad os digo que no se quedará sin recompensa. El que escandalice a uno de estos pequeñuelos que creen, más le valdría que le encajasen en el cuello una piedra de molino y lo echasen al mar. Si tu mano te induce a pecar, córtatela: más te vale entrar manco en la vida, que ir con las dos manos a la gehenna”, al fuego que no se apaga. Y, si tu pie te induce a pecar, córtatelo: más te vale entrar cojo en la vida, que ser echado con los dos pies a la gehenna”. Y, si tu ojo te induce a pecar, sácatelo: más te vale entrar tuerto en el reino de Dios, que ser echado con los dos ojos a lagehenna”, donde el gusano no muere y el fuego no se apaga».

            “El que no está contra nosotros está a favor nuestro, así contestó Jesús al su apóstol Juan al informarle de que alguien, no perteneciente al grupo de los discípulos, arrojaba demonios en su nombre. Los doce, que fueron escogidos por Jesús “para estar con Él y para enviarles a predicar con el poder de expulsar demonios” (Mc 3,14-15), se consideran a sí mismos -no llegaban a más en este momento- pertenecientes a un grupo limitado de discípulos, a los cuales, por su especial relación con Jesús, se les ha dado el poder de expulsar demonios.

         No es de extrañar, por tanto, que apegados todavía al concepto triunfalista del reino mesiánico, reaccionen de esta forma contra aquéllos que, sin pertenecer al grupo, pretenden utilizar el poder del Maestro para hacer milagros. Juan, igual que Josué (primera lectura), manifiesta un comportamiento exclusivista, bastante alejado del pensamiento de Jesús, abierto a cualquiera que, dentro o fuera del grupo de los discípulos, realice obras buenas: “El que os dé a beber un vaso de agua porque sois de Cristo, en verdad os digo que no se quedará sin recompensa“Por sus frutos los conoceréis”, dice Jesús en otra ocasión (Lc 7,16), y frutos buenos -obras buenas- se dan dentro y fuera de la comunidad de los creyentes:“el Espíritu sopla donde quiere y como quiere” (Jn 3,8), repetimos una y otra vez. 

         Con esta intervención, el apóstol Juan contradice un discurso de Jesús que, a propósito de la discusión de los discípulos sobre cuál de ellos era el más importante, comenzaba de esta manera: “El que quiera ser el primero entre vosotros que se ponga en el último lugar”. Este lugar es el que ocupan los humildes, los pequeños, los que son como niños, porque lo necesitan todo. Ellos son en este mundo los mejores representantes de Cristo, el gran necesitado: “Las zorras tienen madrigueras y las aves del cielo nidos, pero el Hijo del Hombre no tiene dónde reclinar la cabeza” (Mt 8,20). 

            Con estos pequeños se identifica Cristo de tal manera, que todo lo que les hacemos a ellos se lo hacemos a Él: “El que reciba a un niño como éste en mi nombre, es a mí a quien recibe, y quien me recibe a mí recibe al que me envió” (Mc 9, 35-37).  

            No podía ser de otra manera. Jesús se pone de su parte (de la parte de los pobres y los humildes) y los defiende a capa y espada, recriminando a todo aquél que se atreva a ser una piedra de tropiezo para su fe: “El que escandalice a uno de estos pequeñuelos que creen, más le valdría que le encajasen en el cuello una piedra de molino y lo echasen al mar”Y, para concienciarnos de la importancia que los más débiles y necesitados tienen en la comunidad, nos exhorta encarecidamente a cortar de raíz con todo aquello que pueda incitarnos a caer en esta actitud pecaminosa, una actitud que también va contra nosotros mismos: Si tu mano,… tu pie, … o tu ojo te inducen a pecar, córtatelos”Con estas afirmaciones tan tajantes y, en apariencia, hasta violentas, no nos invita Jesús a que nos mutilemos ante la posibilidad de pecar –está expresándose con metáforas -, sino a que nos concienciemos  de la gravedad que, para cada uno y para la comunidad,  tiene el desviarnos del sendero que conduce a la Vida verdadera, a esta Vida que, recibida gratuitamente de Dios, está volcada permanente y radicalmente en el amor y en el servicio a los pobres, a los indefensos, a los marginados, a los que menos cuentan en nuestro mundo.

Oración sobre las ofrendas

         Concédenos, Dios de misericordia, aceptar esta ofrenda nuestra y que, por ella, se abra para nosotros la fuente de toda bendición. Por Jesucristo, nuestro Señor.

Al pedir a Dios que acepte nuestra ofrendaponemos en el altar nuestras faltas y debilidades, pero también nuestros deseos de fidelidad al Evangelio, para que todo nuestro ser, junto con el pan y el vino, quede transformado en Cristo y nuestro vivir sea cada vez más un vivir en Cristo, desde Cristo y para Cristo. “Con estoy crucificado: y no vivo yo, es Cristo quien vive en mí” (Gá 2 19-20).

Antífona de comunión

En esto hemos conocido el amor de Dios: en que él dio su vida por nosotros. También nosotros debemos dar nuestra vida por los hermanos (cf. 1 Jn 3,16).

Jesús, “habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn 13,1), hasta el extremo de dar la vida por nosotros en la cruz. En el bautismo fuimos injertados en la muerte de Cristo y crucificados con él: si no sacrificamos nuestra vida al servicio efectivo a nuestros hermanos, estamos falseando radicalmente nuestro ser cristiano o. quizá, nuestra fe no es lo suficientemente fuerte.

Oración después de la comunión

Señor, que el sacramento del cielo renueve nuestro cuerpo y espíritu, para que seamos coherederos en la gloria de aquel cuya muerte hemos anunciado y compartido. Él, que vive y reina por los siglos de los siglos.

En la recepción del sacramento eucarístico, Jesucristo, el don celestial enviado por el Padre, se ha adueñado de nuestro corazón. Deseamos intensamente que este don haga de nosotros hombres nuevos en lo material y en lo espiritual, cristianos siempre dispuestos a anunciar el Evangelio con nuestra palabra -dando razón de nuestra fe a quien nos la pida- y con nuestra vida -buscando el último puesto para, desde él, servir a los demás-. De esta forma, compartiremos con Cristo la herencia gloriosa de la que por su obediencia al Padre disfruta eternamente en el cielo. “Y cuando haya ido y os haya preparado un lugar, volveré y os tomaré conmigo, para que donde esté yo estéis también vosotros” (Jn 14,3).

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Domingo 25 Tiempo Ordinario B

Vigesimoquinto domingo del tiempo ordinario - B

 

Antífona de entrada

          Yo soy la salvación del pueblo, dice el Señor. Cuando me invoquen en la tribulación, los escucharé y seré para siempre su Señor.

Dios nos salva liberándonos de todo aquello que nos ata a las oscuridades y sinsentidos de este mundo, y regalándonos aquello que, sin saberlo expresar, desean nuestros corazones: la vida de verdad: De tal manera amó Dios al mundo, que dio a su Hijo unigénito, para que todo aquel que cree en Él, no se pierda, sino que tenga la vida eterna” (Jn 3,16). Es esta vida la salvación que el Señor nos ofrece gratuitamente: basta con que la deseemos y se la pidamos: “Cuando me invoquen en la tribulación, los escucharé”

Oración colecta

          Oh, Dios, que has puesto la plenitud de la ley divina en el amor a ti y al prójimo, concédenos cumplir tus mandamientos, para que merezcamos llegar a la vida eterna. Por nuestro Señor Jesucristo.

          El amor con el que amamos a Dios y al prójimo ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado” (Rm 5,5). Al pedir al Padre que nos conceda cumplir sus mandamientos, avivamos la conciencia de la presencia del Espíritu Santo en nuestro interior. Es entonces cuando brota espontáneamente el amor en nuestros corazones, y con el amor, la capacidad de cumplir con facilidad todas nuestras obligaciones con Dios y con los demás. Ama y haz lo que quieras”, nos dice San Agustín. Es éste el camino para llegar al perfecto conocimiento de Jesucristo y del Padre, es decir, a la vida verdadera: En esto consiste la vida eterna, en que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado Jesucristo” (Jn 17,3)

Lectura del libro de la Sabiduría 2,12. 17-20

 

Se decían los impíos: «Aceche­mos al justo, que nos resulta fastidioso: se opone a nuestro modo de actuar, nos reprocha las faltas contra la ley y nos reprende contra la educación recibida. Veamos si es verdad lo que dice, comprobando cómo es su muerte. Si el justo es hijo de Dios, él lo auxiliará y lo librará de las manos de sus enemigos. Lo someteremos a ultrajes y torturas, para conocer su temple y comprobar su resistencia. Lo condenaremos a muerte ignominiosa, pues, según dice, Dios lo salvará».

 

El libro de la Sabiduría, al que pertenece este texto, fue escrito en la ciudad de Alejandría unos cincuenta años antes del nacimiento de Cristo. En esta ciudad estaba asentada, desde el siglo IV a.C. una comunidad judía que, aunque con bastantes dificultades, conservaba sus tradiciones religiosas.  Permanecer fiel a la Alianza en un medio social pagano resultaba en muchos casos algo incompatible. Había que elegir entre permanecer fiel a la religión de los Padres con el riesgo de vivir aislado socialmente, o integrarse completamente al país de acogida, lo que conllevaba el abandono progresivo de las prácticas religiosas judías. Estas dos actitudes se daban en la comunidad hebrea de Alejandría y ello generaba serios conflictos en el seno de la misma. Sabemos que los conflictos religiosos son muy duros, ya que los que pretenden vivir la fe en su integridad suelen ser un vivo reproche para los que la abandonan o la viven superficialmente, llegando incluso a la persecución de los primeros por los segundos. Y es que a nadie le gusta que le den lecciones. 

 

Esta lectura refleja exactamente esta situación. Muy probablemente el autor, consciente de la erosión que sufre la comunidad, intenta animar a sus hermanos de sangre y de religión a permanecer fieles a las tradiciones de sus antepasados. La fidelidad a la Alianza es difícil en esta situación, no sólo porque la religión judía es, en sí misma, exigente, sino también por los impedimentos y sufrimientos a que se veían sometidos los que intentaban cumplir con las exigencias de la fe.

 

“Aceche­mos al justo, que nos resulta fastidioso: se opone a nuestro modo de actuar, nos reprocha las faltas contra la ley y nos reprende contra la educación recibida”.

 

Ante estos ataques ¿en que se apoya el creyente para mantenerse en su creencia en su vida práctica? No le queda otro camino que ampararse en su fe increbantable en Dios, en el Dios que, como reza el salmo 22, lo acompaña en los momentos más escabrosos de su vida: “Aunque camine por valles de tinieblas, nada teme porque Él va siempre vas conmigo”; en el Dios que, en medio de las aflicción y persecución, le promete una felicidad total y para siempre. Precisamente, unos versículos anteriores a este texto, no incluidos en la lectura, nos hablan “de la dichosa suerte que aguarda a los justos al tener a Dios por Padre” (Sab 2,16).

 

Aunque el autor sagrado no está haciendo una profecía de Jesucristo -más bien se está inspirando en la vida de los antiguos profetas (particularmente en la del profeta Jeremías), las palabras con las que este texto describe el sufrimiento por el que pasan los verdaderos fieles a Dios reflejan las tribulaciones y sufrimientos que sacudieron a la persona de nuestro Salvador.

 

Él, cumpliendo hasta el extremo la voluntad de Dios, fue también sometido a las críticas acerbas por parte de los impíos. Sobre Él se agolparon en su vida apostólica toda suerte de calumnias por manifestar ante los hombres el verdadero rostro de Dios. Recordemos cómo sus palabras en la sinagoga de Nazareth de que “ningún profeta es bien recibido en su patria” (Lc 4,24) provocaron la ira de sus paisanos hasta el punto de intentar arrojarlo por un precipicio para deshacerse de Él. 

 

Como el ‘siervo de Dios´ de Isaías, también Jesús fue sometido a “ultrajes y torturas” y a las burlas de los sacerdotes y maestros de la ley: “Tú que destruyes el Templo y en tres días lo reconstruyes, ¡sálvate a ti mismo! Si eres el Hijo de Dios, ¡baja de la cruz!” (Mc 27,40), le decían en momento agónico de morir en la cruz,

 

El secreto de mantenerse fiel, en medio de tantos sufrimientos y vejaciones, no fue otro que su firme confianza de que su Padre le libraría de las garras del mal y de la muerte. Fue de esta manera como nuestro Salvador salió victorioso de la persecución a que fue sometido por parte de los enemigos de Dios. Como Él, nosotros estamos llamados a seguir su camino de sufrimiento, pero también  de victoria, a sufrir y morir con Él, pero también a resucitar y reinar con Él (2 Tm ). Estamos llamados a ser una sola cosa con Cristo y si Cristo triunfó, también nosotros triunfaremos. Concluimos  el comentario de esta lectura con las mismas palabras con las que la terminamos el pasado domingo: “En el mundo tendréis tribulación. Pero ¡ánimo!: yo he vencido al mundo”.

Salmo responsorial - 53

 

El Señor sostiene mi vida

 

Dios, sálvame por tu nombre, sal por mí con tu poder. Oh, Dios, escucha mi súplica, atiende a mis palabras.

 

Porque unos insolentes se alzan contra mí, y hombres violentos me persiguen a muerte, sin tener presente a Dios.

 

Dios es mi auxilio, el Señor sostiene mi vida. Te ofreceré un sacrificio voluntario, dando gracias a tu nombre, que es bueno.

         

Perseguido y acorralado por el rey Saúl, que ha dado órdenes de detenerlo por temor a que le usurpe el reino, David sólo tiene una salida: la ayuda del Señor. Como buen israelita, conoce la historia de su pueblo y sabe que ha sido siempre Dios quien ha sacado a Israel de todas las esclavitudes y numerosas situaciones adversas (hambre, sed, enfermedades, picaduras de serpientes …) y le ha dado en posesión la tierra que, en su momento, prometió a Abraham. ¿Por qué no le va a salvar también a él? Su fe en este Dios le hace clamar aquéllo de que “Solo en Dios descansa mi alma y de él viene mi salvación” (Sal 61 [62], 2). 

 

“Dios, sálvame por tu nombre”, así comienza nuestro salmo. Como carta de recomendación, no puede alegar ningún mérito propio. Únicamente le queda invocar su misericordia, es decir, su Nombre, el Nombre con el que ha querido revelarse a Israel desde el principio, el que reveló a Moisés en la zarza ardiendo -“Yo soy el que soy” (el que estaré siempre a vuestro lado)- y el que manifestó al pueblo entero en el momento de sellar la alianza en el Sinaí, eligiendo a Israel como algo propio: “Vosotros seréis mi propiedad personal entre todos los pueblos” (Ex 19,5).

 

“Sal por mí con tu poder”David no tiene la fuerza suficiente ni las armas adecuadas para defenderse de Saúl ni de sus soldados. No le queda más remedio que acudir al poder y a la fuerza del Señor, poder y fuerza de que dio muestra, entre otras muchas intervenciones, en la liberación de la esclavitud de los egipcios y en el triunfo sobre el ejército del Faraón, cuyos capitanes quedaron sepultados en el mar (Éx 15). 

 

Los verdaderos creyentes del Antiguo Testamento siempre se dirigían a de Dios con la conciencia de que era Él el que luchaba por ellos. Así reza el salmo 44: “No fue su espada por la que tomaron posesión de la tierra, ni fue su brazo el que los salvó, sino tu diestra y tu brazo, y la luz de tu presencia”.

 

“Dios, escucha mi súplica”. Los verdaderos orantes han vivido siempre de la certeza de que el Señor está siempre dispuesto a escucharles para hacerse cargo de las dificultades y desdichas que turban sus almas. En esta confianza en el Señor radica la eficacia de la oración de petición, de la que tenemos incontables ejemplos en los salmos: “Yo amo al Señor porque él escucha mi voz suplicante. Porque él inclina a mí su oído, lo invocaré toda mi vida” (Sal 116,1-2). “En mi angustia invoqué al Señor; clamé a mi Dios, y él me escuchó desde su templo santo; mi clamor llegó a sus oídos!” (Sal 18,6). 

 

El saber que Dios nos escucha alegra nuestro ánimo en la esperanza de que más temprano que tarde Dios nos hará triunfar de todo lo que se interponga en el camino hacia la santidad. No estamos desasistidos, pues Dios se ha comprometido a cuidar de cada uno de nosotros, dándonos todo aquello que necesitamos: “¿Qué hombre hay de vosotros, que si su hijo le pide pan, le dará una piedra¿Y si le pide un pez, le dará una serpiente? Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar buenas dávidas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará cosas buenas a los que le piden?”

 

El salmista le pide a Dios, no sólo que lo escuche, sino que también comprenda su situación angustiosa, esperando que le libre de ella: “Atiende a mis palabras”. Al decir que atienda a sus palabras da por supuesto que cuenta con Dios en la lucha que lleva a cabo con sus enemigos. Con esta súplica está ejercitando la virtud de la esperanza, pues tiene la seguridad de que sus palabras serán atendidas para su bien. Como buen israelita, cconoce el pensamiento de Dios sobre sus hijos: “Los planes que tengo para vosotros —afirma el Señor— son planes de bienestar y no de calamidad, a fin de daros un futuro y una esperanza” (Jer 29,11).

 

En la estrofa segunda, el salmista relata ante el Señor el estado de persecución decretado por el rey Saúl: “Hombres insolentes y violentos se alzan contra mí y me persiguen a muerte”

 

Como David y como los fieles de la comunidad de Alejandría, todos estamos rodeados de enemigos que luchan para impedirnos llevar una vida según Dios. Estos enemigos, más que personas concretas, son los que menciona el apóstol Santiago en la lectura que oiremos a continuación: envidias, rivalidades, ambiciones, deseos de placeres, descontrol de nuestras pasiones, en definitiva, todas las falsas realidades que nos impiden ponernos enteramente bajo la voluntad de Dios y que se oponen a que seamos nosotros mismos. Pero, igual que el salmista, tenemos la seguridad de que Dios nos ayuda en todo momento para que no sucumbamos a los deseos que se alejan de los planes de Dios. Por eso, hacemos nuestras sus palabras: “Dios es mi auxilio, el Señor sostiene mi vida”

 

Ante esta seguridad, no duda en ofrecerse a sí mismo en un permanente ejercicio de acción de gracias: “Te ofreceré un sacrificio voluntario, dando gracias a tu nombre, que es bueno”.  

 

Haagamos nosotros lo mismo. Renunciamos a nuestros gustos y planteamientos terrenos para no pensar ni gozar en otra cosa que en dejar nuestra vida en los brazos del Señor, ofreciendo nuestro cuerpo y todo nuestro ser como sacrificio vivo y agradable a sus ojos (Rm 12,1). Recordando a un gran santo de nuestro tiempo, pronunciamos con nuestra boca y con nuestro corazón la primeras palabras de su oración más conocida: “Padre, me pongo en tus manos, haz de mí lo que quieras, sea lo que sea te doy las gracias” (Carlos de Foucault).

 

Lectura de la carta del apóstol Santiago 3,16—4,3

 

Queridos hermanos: Donde hay envidia y rivalidad, hay turbulencia y todo tipo de malas acciones. En cambio, la sabiduría que viene de lo alto es, en primer lugar, intachable, y además es apacible, comprensiva, conciliadora, llena de misericordia y buenos frutos, imparcial y sincera. El fruto de la justicia se siembra en la paz para quienes trabajan por la paz. ¿De dónde proceden los conflictos y las luchas que se dan entre vosotros? ¿No es precisamente de esos deseos de placer que pugnan dentro de vosotros? Ambi­cionáis y no tenéis, asesináis y envidiáis y no podéis conseguir nada, lucháis y os hacéis la guerra, y no obtenéis porque no pedís. Pedís y no recibís, porque pedís mal, con la intención de satisfacer vuestras pasiones.

 

En el versículo anterior a este fragmento bíblico, el apóstol Santiago denuncia que las envidias y las rencillas que existen entre los hombres no proceden de la sabiduría que nos regala Dios, sino de la sabiduría que reina en este mundo pecador. Así se lo echa en cara a los cristianos cuando entre ellos prevalecen las envidias y las rencillas: “vuestra sabiduría no es la de arriba, sino la sabiduría terrena, animal, demoníaca” (Sant 3,15).

 

Los atributos de estas dos sabidurías los desarrolla en la primera parte de esta lectura. Si la sabiduría terrena genera envidia, rivalidad y todo tipo de malas acciones, la sabiduría celestial es apacible” -genera paz y lleva a la paz-, comprensiva” -condescendiente con los motivos y razones del prójimo-, conciliadora” -se esfuerza en buscar la armonía entre todos y lleva a la práctica abundantes obras de caridad con los pobres y afligidos-, imparcial” -no hace distinción ni acepción de personas-, sincera” -obra no para complacer a los hombres, sino a Dios-.

 

La semilla de la justicia no puede fructificar en un mundo marcado por la discordia, la desavenencia y la división, que son las consecuencias de la falsa sabiduría de este mundo, sino entre las personas que, movidas por la sabiduría divina, aman la paz, el diálogo y la conciliación. Es en este terreno humano donde se crea un verdadera fraternidad.

 

Los conflictos y las desuniones que se dan entre los hombres proceden de las pasiones y deseos egoístas de placer, del ansia de tener y de querer ser superiores a los demás. Este tipo de deseos y ansias que se dan en el hombre en ningún caso facilitan al hombre la felicidad que busca su corazón: “Ambi­cionáis y no tenéis, asesináis y envidiáis y no podéis conseguir nada, lucháis y os hacéis la guerra”.

 

La felicidad que el hombre persigue no se alcanza con nuestras solas fuerzas, sino que es siempre un regalo de Dios, un regalo que tenemos que pedirle, cosa  que, por regla general, no hacemos: “Y no obtenéis  porque no pedís”. Y cuando  lo pedimos y no se nos concede, es porque lo pedimos mal, porque no pensamos en lo que realmente nos conviene, sino en “la satisfacción de nuestras pasiones”

 

La única manera de pedir a Dios lo que realmente nos conviene es dejarnos guiar por el Espíritu Santo, que, habitando en nuestro interior, “nos ayuda en nuestra debilidad (…) intercediendo por nosotros con gemidos indecibles” (Rm 8,26).

 

Aclamación al Evangelio

 

Aleluya, aleluya, aleluya. Dios nos llamó por medio del evangelio para que sea nuestra la gloria de nuestro Señor Jesucristo.

 

Lectura del santo evangelio según san Marcos - 9,30-37

 

En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos atravesaron Galilea; no quería que nadie se enterase, porque iba instruyendo a sus discípulos. Les decía: «El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres y lo matarán; y después de muerto, a los tres días resucitará». Pero no entendían lo que decía, y les daba miedo preguntarle. Llegaron a Cafarnaún, y una vez en casa, les preguntó: «¿De qué discutíais por el camino?» Ellos callaban, pues por el camino habían discutido quién era el más importante. Jesús se sentó, llamó a los Doce y les dijo: «Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos». Y tomando un niño, lo puso en medio de ellos, lo abrazó y les dijo: «El que acoge a un niño como este en mi nombre, me acoge a mí; y el que me acoge a mí, no me acoge a mí, sino al que me ha enviado».

 

 

“(Los discípulos) no entendían lo que decía, y les daba miedo preguntarle”.

 

Jesús acaba de anunciar a sus discípulos la suerte que le esperaba en Jerusalén. Tanto ellos, como la gente que lo seguía, estaban aferrados a la idea de un mesías triunfador que liberase a Israel del yugo de los romanos en un reinado definitivo de paz y de prosperidad social y material. Pero los pensamientos y proyectos de Dios se alejaban totalmente de esta mentalidad popular, pues los planes de Dios no son nuestros planes ni sus pensamientos son nuestros pensamientos: “Cuanto se alza el cielo sobre la tierra, así se alzan mis proyectos sobre los vuestros, así superan mis planes a vuestros planes” (Is 55,8-9).

 

Jesús camina callado y meditativo, dejando que sus discípulos hablen entre ellos. Al llegar a Cafarnaún, y ya instalados en casa, les pregunta por el asunto que discutían en el camino. A los discípulos les dio, al parecer, vergüenza manifestar a Jesús el tema de la conversación, ya que hablaban sobre quién de entre ellos iba a ser el más importante en su reino. 

 

Jesús, que conocía en profundidad a cada uno de ellos, les descubre el sinsentido de su discusión, dando la vuelta a su pensamiento, y al pensamiento de los hombres en general, sobre lo verdaderamente ‘grande’ e ‘importante’ en su Reino: “Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos”. Éste fue justamente el verdadero sentido de su vida y la razón de ser de su venida a este mundo: “El Hijo del hombre no vino para ser servido, sino para servir, y para dar su vida en rescate por muchos” (Mt 20,28), palabras que volvemos a oír en el cenáculo la víspera de su pasión: “Los reyes de las naciones se enseñorean de ellas, y los que sobre ellas tienen potestad son llamados bienhechores. No será así entre vosotros, sino que el mayor entre vosotros sea como el menor, y el que dirige, como el que sirve  (Lc 22, 25-26).

 

Para Dios lo grande es lo pequeño y lo pequeño lo grande, lo que no tiene importancia para el mundo es lo verdaderamente importante, lo débil a los ojos de los hombres es lo realmente fuerte para Dios. María vivió en su carne este comportamiento de Dios y así se lo hizo saber a su prima Isabel: “Engrandece mi alma al Señor … porque Él hace proezas con su brazo, dispersa a los soberbios de corazón. Derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes. A los hambrientos los colma de bienes y a los ricos despide vacíos” (Lc 1,51-53).

 

El relato evangélico de hoy termina reforzando el tema principal abrazando a un niño. En aquella sociedad los niños no tenían ninguna importancia social, pero para Jesús la tenían, y mucha, pues para él eran el vivo ejemplo a seguir para entrar en el Reino de Dios: “El que acoge a un niño como éste en mi nombre, me acoge a mí; y el que me acoge a mí, no me acoge a mí, sino al que me ha enviado”

 

La conclusión para nosotros es clara:“Si no cambiáis y os hacéis como los niños -dijo en otra ocasión-, no entraréis en el Reino de los Cielos. Quien se haga pequeño como este niño, ése es el mayor en el Reino de los Cielos.Y el que reciba a un niño como éste en mi nombre, a mí me recibe”(Mt 18,3-4).

 

Oración sobre las ofrendas

          Recibe, Señor, en tu bondad las ofrendas de tu pueblo, para que cuanto creemos por la fe lo alcancemos por el sacramento celestial. Por Jesucristo, nuestro Señor.

          Ofrecemos al Señor todo lo que Él nos ha dado: nuestras capacidades naturales, nuestros momentos de alegría, nuestros desvelos por los demás, lo que somos y tenemos. Todo ello lo unimos al pan y al vino, que van a convertirse en el cuerpo y en la sangre del Señor. Al hacer este ofrecimiento, pedimos al Señor que las verdades que creemos por la fe se hagan realidad en nuestra vida en una entrega sin reservas al servicio de los demás, especialmente de los más desprotegidos material y espiritualmente.

Antífona de comunión

Tú, Señor, promulgas tus decretos para que se observen exactamente; ojalá esté firme mi camino para cumplir tus consignas (Sal 118,4-5).

Los preceptos del Señor no son reglas frías que mantienen nuestra conducta en el sendero correcto, sino verdaderos apoyos procedentes de Dios que encauzan amorosamente nuestro caminar hacia Él. El Señor no nos ha dado estos decretos para ilustrar nuestro entendimiento, sino para que los llevemos a la práctica. Conscientes de nuestra debilidad, pedimos a Dios estar fuertes para poder cumplirlos. 

Oración después de la comunión

Señor, apoya bondadoso con tu ayuda continua a los que alimentas con tus sacramentos, para que consigamos el fruto de la salvación en los sacramentos y en la vida. Por Jesucristo, nuestro Señor.

Nos dirigimos a Dios, al finalizar esta Eucaristía, para pedirle que se hagan realidad en los que nos hemos alimentado del Señor los efectos benéficos de este sacramento, tanto en nuestra relación con Dios a través de la oración personal y litúrgica, como en  nuestro trato diario con los demás, volcando todas nuestras energías en la ayuda personal, afectiva y práctica, a las personas que se encuentran en una situación de desvalimiento, o colaborando con las organizaciones especializadas en la ayuda a quienes carecen de los medios necesarios para llevar una vida digna.