Domingo 25 Tiempo Ordinario B

Vigesimoquinto domingo del tiempo ordinario - B

 

Antífona de entrada

          Yo soy la salvación del pueblo, dice el Señor. Cuando me invoquen en la tribulación, los escucharé y seré para siempre su Señor.

Dios nos salva liberándonos de todo aquello que nos ata a las oscuridades y sinsentidos de este mundo, y regalándonos aquello que, sin saberlo expresar, desean nuestros corazones: la vida de verdad: De tal manera amó Dios al mundo, que dio a su Hijo unigénito, para que todo aquel que cree en Él, no se pierda, sino que tenga la vida eterna” (Jn 3,16). Es esta vida la salvación que el Señor nos ofrece gratuitamente: basta con que la deseemos y se la pidamos: “Cuando me invoquen en la tribulación, los escucharé”

Oración colecta

          Oh, Dios, que has puesto la plenitud de la ley divina en el amor a ti y al prójimo, concédenos cumplir tus mandamientos, para que merezcamos llegar a la vida eterna. Por nuestro Señor Jesucristo.

          El amor con el que amamos a Dios y al prójimo ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado” (Rm 5,5). Al pedir al Padre que nos conceda cumplir sus mandamientos, avivamos la conciencia de la presencia del Espíritu Santo en nuestro interior. Es entonces cuando brota espontáneamente el amor en nuestros corazones, y con el amor, la capacidad de cumplir con facilidad todas nuestras obligaciones con Dios y con los demás. Ama y haz lo que quieras”, nos dice San Agustín. Es éste el camino para llegar al perfecto conocimiento de Jesucristo y del Padre, es decir, a la vida verdadera: En esto consiste la vida eterna, en que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado Jesucristo” (Jn 17,3)

Lectura del libro de la Sabiduría 2,12. 17-20

 

Se decían los impíos: «Aceche­mos al justo, que nos resulta fastidioso: se opone a nuestro modo de actuar, nos reprocha las faltas contra la ley y nos reprende contra la educación recibida. Veamos si es verdad lo que dice, comprobando cómo es su muerte. Si el justo es hijo de Dios, él lo auxiliará y lo librará de las manos de sus enemigos. Lo someteremos a ultrajes y torturas, para conocer su temple y comprobar su resistencia. Lo condenaremos a muerte ignominiosa, pues, según dice, Dios lo salvará».

 

El libro de la Sabiduría, al que pertenece este texto, fue escrito en la ciudad de Alejandría unos cincuenta años antes del nacimiento de Cristo. En esta ciudad estaba asentada, desde el siglo IV a.C. una comunidad judía que, aunque con bastantes dificultades, conservaba sus tradiciones religiosas.  Permanecer fiel a la Alianza en un medio social pagano resultaba en muchos casos algo incompatible. Había que elegir entre permanecer fiel a la religión de los Padres con el riesgo de vivir aislado socialmente, o integrarse completamente al país de acogida, lo que conllevaba el abandono progresivo de las prácticas religiosas judías. Estas dos actitudes se daban en la comunidad hebrea de Alejandría y ello generaba serios conflictos en el seno de la misma. Sabemos que los conflictos religiosos son muy duros, ya que los que pretenden vivir la fe en su integridad suelen ser un vivo reproche para los que la abandonan o la viven superficialmente, llegando incluso a la persecución de los primeros por los segundos. Y es que a nadie le gusta que le den lecciones. 

 

Esta lectura refleja exactamente esta situación. Muy probablemente el autor, consciente de la erosión que sufre la comunidad, intenta animar a sus hermanos de sangre y de religión a permanecer fieles a las tradiciones de sus antepasados. La fidelidad a la Alianza es difícil en esta situación, no sólo porque la religión judía es, en sí misma, exigente, sino también por los impedimentos y sufrimientos a que se veían sometidos los que intentaban cumplir con las exigencias de la fe.

 

“Aceche­mos al justo, que nos resulta fastidioso: se opone a nuestro modo de actuar, nos reprocha las faltas contra la ley y nos reprende contra la educación recibida”.

 

Ante estos ataques ¿en que se apoya el creyente para mantenerse en su creencia en su vida práctica? No le queda otro camino que ampararse en su fe increbantable en Dios, en el Dios que, como reza el salmo 22, lo acompaña en los momentos más escabrosos de su vida: “Aunque camine por valles de tinieblas, nada teme porque Él va siempre vas conmigo”; en el Dios que, en medio de las aflicción y persecución, le promete una felicidad total y para siempre. Precisamente, unos versículos anteriores a este texto, no incluidos en la lectura, nos hablan “de la dichosa suerte que aguarda a los justos al tener a Dios por Padre” (Sab 2,16).

 

Aunque el autor sagrado no está haciendo una profecía de Jesucristo -más bien se está inspirando en la vida de los antiguos profetas (particularmente en la del profeta Jeremías), las palabras con las que este texto describe el sufrimiento por el que pasan los verdaderos fieles a Dios reflejan las tribulaciones y sufrimientos que sacudieron a la persona de nuestro Salvador.

 

Él, cumpliendo hasta el extremo la voluntad de Dios, fue también sometido a las críticas acerbas por parte de los impíos. Sobre Él se agolparon en su vida apostólica toda suerte de calumnias por manifestar ante los hombres el verdadero rostro de Dios. Recordemos cómo sus palabras en la sinagoga de Nazareth de que “ningún profeta es bien recibido en su patria” (Lc 4,24) provocaron la ira de sus paisanos hasta el punto de intentar arrojarlo por un precipicio para deshacerse de Él. 

 

Como el ‘siervo de Dios´ de Isaías, también Jesús fue sometido a “ultrajes y torturas” y a las burlas de los sacerdotes y maestros de la ley: “Tú que destruyes el Templo y en tres días lo reconstruyes, ¡sálvate a ti mismo! Si eres el Hijo de Dios, ¡baja de la cruz!” (Mc 27,40), le decían en momento agónico de morir en la cruz,

 

El secreto de mantenerse fiel, en medio de tantos sufrimientos y vejaciones, no fue otro que su firme confianza de que su Padre le libraría de las garras del mal y de la muerte. Fue de esta manera como nuestro Salvador salió victorioso de la persecución a que fue sometido por parte de los enemigos de Dios. Como Él, nosotros estamos llamados a seguir su camino de sufrimiento, pero también  de victoria, a sufrir y morir con Él, pero también a resucitar y reinar con Él (2 Tm ). Estamos llamados a ser una sola cosa con Cristo y si Cristo triunfó, también nosotros triunfaremos. Concluimos  el comentario de esta lectura con las mismas palabras con las que la terminamos el pasado domingo: “En el mundo tendréis tribulación. Pero ¡ánimo!: yo he vencido al mundo”.

Salmo responsorial - 53

 

El Señor sostiene mi vida

 

Dios, sálvame por tu nombre, sal por mí con tu poder. Oh, Dios, escucha mi súplica, atiende a mis palabras.

 

Porque unos insolentes se alzan contra mí, y hombres violentos me persiguen a muerte, sin tener presente a Dios.

 

Dios es mi auxilio, el Señor sostiene mi vida. Te ofreceré un sacrificio voluntario, dando gracias a tu nombre, que es bueno.

         

Perseguido y acorralado por el rey Saúl, que ha dado órdenes de detenerlo por temor a que le usurpe el reino, David sólo tiene una salida: la ayuda del Señor. Como buen israelita, conoce la historia de su pueblo y sabe que ha sido siempre Dios quien ha sacado a Israel de todas las esclavitudes y numerosas situaciones adversas (hambre, sed, enfermedades, picaduras de serpientes …) y le ha dado en posesión la tierra que, en su momento, prometió a Abraham. ¿Por qué no le va a salvar también a él? Su fe en este Dios le hace clamar aquéllo de que “Solo en Dios descansa mi alma y de él viene mi salvación” (Sal 61 [62], 2). 

 

“Dios, sálvame por tu nombre”, así comienza nuestro salmo. Como carta de recomendación, no puede alegar ningún mérito propio. Únicamente le queda invocar su misericordia, es decir, su Nombre, el Nombre con el que ha querido revelarse a Israel desde el principio, el que reveló a Moisés en la zarza ardiendo -“Yo soy el que soy” (el que estaré siempre a vuestro lado)- y el que manifestó al pueblo entero en el momento de sellar la alianza en el Sinaí, eligiendo a Israel como algo propio: “Vosotros seréis mi propiedad personal entre todos los pueblos” (Ex 19,5).

 

“Sal por mí con tu poder”David no tiene la fuerza suficiente ni las armas adecuadas para defenderse de Saúl ni de sus soldados. No le queda más remedio que acudir al poder y a la fuerza del Señor, poder y fuerza de que dio muestra, entre otras muchas intervenciones, en la liberación de la esclavitud de los egipcios y en el triunfo sobre el ejército del Faraón, cuyos capitanes quedaron sepultados en el mar (Éx 15). 

 

Los verdaderos creyentes del Antiguo Testamento siempre se dirigían a de Dios con la conciencia de que era Él el que luchaba por ellos. Así reza el salmo 44: “No fue su espada por la que tomaron posesión de la tierra, ni fue su brazo el que los salvó, sino tu diestra y tu brazo, y la luz de tu presencia”.

 

“Dios, escucha mi súplica”. Los verdaderos orantes han vivido siempre de la certeza de que el Señor está siempre dispuesto a escucharles para hacerse cargo de las dificultades y desdichas que turban sus almas. En esta confianza en el Señor radica la eficacia de la oración de petición, de la que tenemos incontables ejemplos en los salmos: “Yo amo al Señor porque él escucha mi voz suplicante. Porque él inclina a mí su oído, lo invocaré toda mi vida” (Sal 116,1-2). “En mi angustia invoqué al Señor; clamé a mi Dios, y él me escuchó desde su templo santo; mi clamor llegó a sus oídos!” (Sal 18,6). 

 

El saber que Dios nos escucha alegra nuestro ánimo en la esperanza de que más temprano que tarde Dios nos hará triunfar de todo lo que se interponga en el camino hacia la santidad. No estamos desasistidos, pues Dios se ha comprometido a cuidar de cada uno de nosotros, dándonos todo aquello que necesitamos: “¿Qué hombre hay de vosotros, que si su hijo le pide pan, le dará una piedra¿Y si le pide un pez, le dará una serpiente? Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar buenas dávidas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará cosas buenas a los que le piden?”

 

El salmista le pide a Dios, no sólo que lo escuche, sino que también comprenda su situación angustiosa, esperando que le libre de ella: “Atiende a mis palabras”. Al decir que atienda a sus palabras da por supuesto que cuenta con Dios en la lucha que lleva a cabo con sus enemigos. Con esta súplica está ejercitando la virtud de la esperanza, pues tiene la seguridad de que sus palabras serán atendidas para su bien. Como buen israelita, cconoce el pensamiento de Dios sobre sus hijos: “Los planes que tengo para vosotros —afirma el Señor— son planes de bienestar y no de calamidad, a fin de daros un futuro y una esperanza” (Jer 29,11).

 

En la estrofa segunda, el salmista relata ante el Señor el estado de persecución decretado por el rey Saúl: “Hombres insolentes y violentos se alzan contra mí y me persiguen a muerte”

 

Como David y como los fieles de la comunidad de Alejandría, todos estamos rodeados de enemigos que luchan para impedirnos llevar una vida según Dios. Estos enemigos, más que personas concretas, son los que menciona el apóstol Santiago en la lectura que oiremos a continuación: envidias, rivalidades, ambiciones, deseos de placeres, descontrol de nuestras pasiones, en definitiva, todas las falsas realidades que nos impiden ponernos enteramente bajo la voluntad de Dios y que se oponen a que seamos nosotros mismos. Pero, igual que el salmista, tenemos la seguridad de que Dios nos ayuda en todo momento para que no sucumbamos a los deseos que se alejan de los planes de Dios. Por eso, hacemos nuestras sus palabras: “Dios es mi auxilio, el Señor sostiene mi vida”

 

Ante esta seguridad, no duda en ofrecerse a sí mismo en un permanente ejercicio de acción de gracias: “Te ofreceré un sacrificio voluntario, dando gracias a tu nombre, que es bueno”.  

 

Haagamos nosotros lo mismo. Renunciamos a nuestros gustos y planteamientos terrenos para no pensar ni gozar en otra cosa que en dejar nuestra vida en los brazos del Señor, ofreciendo nuestro cuerpo y todo nuestro ser como sacrificio vivo y agradable a sus ojos (Rm 12,1). Recordando a un gran santo de nuestro tiempo, pronunciamos con nuestra boca y con nuestro corazón la primeras palabras de su oración más conocida: “Padre, me pongo en tus manos, haz de mí lo que quieras, sea lo que sea te doy las gracias” (Carlos de Foucault).

 

Lectura de la carta del apóstol Santiago 3,16—4,3

 

Queridos hermanos: Donde hay envidia y rivalidad, hay turbulencia y todo tipo de malas acciones. En cambio, la sabiduría que viene de lo alto es, en primer lugar, intachable, y además es apacible, comprensiva, conciliadora, llena de misericordia y buenos frutos, imparcial y sincera. El fruto de la justicia se siembra en la paz para quienes trabajan por la paz. ¿De dónde proceden los conflictos y las luchas que se dan entre vosotros? ¿No es precisamente de esos deseos de placer que pugnan dentro de vosotros? Ambi­cionáis y no tenéis, asesináis y envidiáis y no podéis conseguir nada, lucháis y os hacéis la guerra, y no obtenéis porque no pedís. Pedís y no recibís, porque pedís mal, con la intención de satisfacer vuestras pasiones.

 

En el versículo anterior a este fragmento bíblico, el apóstol Santiago denuncia que las envidias y las rencillas que existen entre los hombres no proceden de la sabiduría que nos regala Dios, sino de la sabiduría que reina en este mundo pecador. Así se lo echa en cara a los cristianos cuando entre ellos prevalecen las envidias y las rencillas: “vuestra sabiduría no es la de arriba, sino la sabiduría terrena, animal, demoníaca” (Sant 3,15).

 

Los atributos de estas dos sabidurías los desarrolla en la primera parte de esta lectura. Si la sabiduría terrena genera envidia, rivalidad y todo tipo de malas acciones, la sabiduría celestial es apacible” -genera paz y lleva a la paz-, comprensiva” -condescendiente con los motivos y razones del prójimo-, conciliadora” -se esfuerza en buscar la armonía entre todos y lleva a la práctica abundantes obras de caridad con los pobres y afligidos-, imparcial” -no hace distinción ni acepción de personas-, sincera” -obra no para complacer a los hombres, sino a Dios-.

 

La semilla de la justicia no puede fructificar en un mundo marcado por la discordia, la desavenencia y la división, que son las consecuencias de la falsa sabiduría de este mundo, sino entre las personas que, movidas por la sabiduría divina, aman la paz, el diálogo y la conciliación. Es en este terreno humano donde se crea un verdadera fraternidad.

 

Los conflictos y las desuniones que se dan entre los hombres proceden de las pasiones y deseos egoístas de placer, del ansia de tener y de querer ser superiores a los demás. Este tipo de deseos y ansias que se dan en el hombre en ningún caso facilitan al hombre la felicidad que busca su corazón: “Ambi­cionáis y no tenéis, asesináis y envidiáis y no podéis conseguir nada, lucháis y os hacéis la guerra”.

 

La felicidad que el hombre persigue no se alcanza con nuestras solas fuerzas, sino que es siempre un regalo de Dios, un regalo que tenemos que pedirle, cosa  que, por regla general, no hacemos: “Y no obtenéis  porque no pedís”. Y cuando  lo pedimos y no se nos concede, es porque lo pedimos mal, porque no pensamos en lo que realmente nos conviene, sino en “la satisfacción de nuestras pasiones”

 

La única manera de pedir a Dios lo que realmente nos conviene es dejarnos guiar por el Espíritu Santo, que, habitando en nuestro interior, “nos ayuda en nuestra debilidad (…) intercediendo por nosotros con gemidos indecibles” (Rm 8,26).

 

Aclamación al Evangelio

 

Aleluya, aleluya, aleluya. Dios nos llamó por medio del evangelio para que sea nuestra la gloria de nuestro Señor Jesucristo.

 

Lectura del santo evangelio según san Marcos - 9,30-37

 

En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos atravesaron Galilea; no quería que nadie se enterase, porque iba instruyendo a sus discípulos. Les decía: «El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres y lo matarán; y después de muerto, a los tres días resucitará». Pero no entendían lo que decía, y les daba miedo preguntarle. Llegaron a Cafarnaún, y una vez en casa, les preguntó: «¿De qué discutíais por el camino?» Ellos callaban, pues por el camino habían discutido quién era el más importante. Jesús se sentó, llamó a los Doce y les dijo: «Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos». Y tomando un niño, lo puso en medio de ellos, lo abrazó y les dijo: «El que acoge a un niño como este en mi nombre, me acoge a mí; y el que me acoge a mí, no me acoge a mí, sino al que me ha enviado».

 

 

“(Los discípulos) no entendían lo que decía, y les daba miedo preguntarle”.

 

Jesús acaba de anunciar a sus discípulos la suerte que le esperaba en Jerusalén. Tanto ellos, como la gente que lo seguía, estaban aferrados a la idea de un mesías triunfador que liberase a Israel del yugo de los romanos en un reinado definitivo de paz y de prosperidad social y material. Pero los pensamientos y proyectos de Dios se alejaban totalmente de esta mentalidad popular, pues los planes de Dios no son nuestros planes ni sus pensamientos son nuestros pensamientos: “Cuanto se alza el cielo sobre la tierra, así se alzan mis proyectos sobre los vuestros, así superan mis planes a vuestros planes” (Is 55,8-9).

 

Jesús camina callado y meditativo, dejando que sus discípulos hablen entre ellos. Al llegar a Cafarnaún, y ya instalados en casa, les pregunta por el asunto que discutían en el camino. A los discípulos les dio, al parecer, vergüenza manifestar a Jesús el tema de la conversación, ya que hablaban sobre quién de entre ellos iba a ser el más importante en su reino. 

 

Jesús, que conocía en profundidad a cada uno de ellos, les descubre el sinsentido de su discusión, dando la vuelta a su pensamiento, y al pensamiento de los hombres en general, sobre lo verdaderamente ‘grande’ e ‘importante’ en su Reino: “Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos”. Éste fue justamente el verdadero sentido de su vida y la razón de ser de su venida a este mundo: “El Hijo del hombre no vino para ser servido, sino para servir, y para dar su vida en rescate por muchos” (Mt 20,28), palabras que volvemos a oír en el cenáculo la víspera de su pasión: “Los reyes de las naciones se enseñorean de ellas, y los que sobre ellas tienen potestad son llamados bienhechores. No será así entre vosotros, sino que el mayor entre vosotros sea como el menor, y el que dirige, como el que sirve  (Lc 22, 25-26).

 

Para Dios lo grande es lo pequeño y lo pequeño lo grande, lo que no tiene importancia para el mundo es lo verdaderamente importante, lo débil a los ojos de los hombres es lo realmente fuerte para Dios. María vivió en su carne este comportamiento de Dios y así se lo hizo saber a su prima Isabel: “Engrandece mi alma al Señor … porque Él hace proezas con su brazo, dispersa a los soberbios de corazón. Derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes. A los hambrientos los colma de bienes y a los ricos despide vacíos” (Lc 1,51-53).

 

El relato evangélico de hoy termina reforzando el tema principal abrazando a un niño. En aquella sociedad los niños no tenían ninguna importancia social, pero para Jesús la tenían, y mucha, pues para él eran el vivo ejemplo a seguir para entrar en el Reino de Dios: “El que acoge a un niño como éste en mi nombre, me acoge a mí; y el que me acoge a mí, no me acoge a mí, sino al que me ha enviado”

 

La conclusión para nosotros es clara:“Si no cambiáis y os hacéis como los niños -dijo en otra ocasión-, no entraréis en el Reino de los Cielos. Quien se haga pequeño como este niño, ése es el mayor en el Reino de los Cielos.Y el que reciba a un niño como éste en mi nombre, a mí me recibe”(Mt 18,3-4).

 

Oración sobre las ofrendas

          Recibe, Señor, en tu bondad las ofrendas de tu pueblo, para que cuanto creemos por la fe lo alcancemos por el sacramento celestial. Por Jesucristo, nuestro Señor.

          Ofrecemos al Señor todo lo que Él nos ha dado: nuestras capacidades naturales, nuestros momentos de alegría, nuestros desvelos por los demás, lo que somos y tenemos. Todo ello lo unimos al pan y al vino, que van a convertirse en el cuerpo y en la sangre del Señor. Al hacer este ofrecimiento, pedimos al Señor que las verdades que creemos por la fe se hagan realidad en nuestra vida en una entrega sin reservas al servicio de los demás, especialmente de los más desprotegidos material y espiritualmente.

Antífona de comunión

Tú, Señor, promulgas tus decretos para que se observen exactamente; ojalá esté firme mi camino para cumplir tus consignas (Sal 118,4-5).

Los preceptos del Señor no son reglas frías que mantienen nuestra conducta en el sendero correcto, sino verdaderos apoyos procedentes de Dios que encauzan amorosamente nuestro caminar hacia Él. El Señor no nos ha dado estos decretos para ilustrar nuestro entendimiento, sino para que los llevemos a la práctica. Conscientes de nuestra debilidad, pedimos a Dios estar fuertes para poder cumplirlos. 

Oración después de la comunión

Señor, apoya bondadoso con tu ayuda continua a los que alimentas con tus sacramentos, para que consigamos el fruto de la salvación en los sacramentos y en la vida. Por Jesucristo, nuestro Señor.

Nos dirigimos a Dios, al finalizar esta Eucaristía, para pedirle que se hagan realidad en los que nos hemos alimentado del Señor los efectos benéficos de este sacramento, tanto en nuestra relación con Dios a través de la oración personal y litúrgica, como en  nuestro trato diario con los demás, volcando todas nuestras energías en la ayuda personal, afectiva y práctica, a las personas que se encuentran en una situación de desvalimiento, o colaborando con las organizaciones especializadas en la ayuda a quienes carecen de los medios necesarios para llevar una vida digna.