Vigesimocuarto domingo del tiempo ordinario B
Antífona de entrada
Señor, da la paz a los que esperan en ti, y saca veraces a tus profetas, escucha la súplica de tus siervos y de tu pueblo Israel (cf. Eclo 36,15).
Sólo en el Señor, "de quien procede todo don perfecto" (Sant 1,17), tendremos la paz que ansían nuestros corazones y que han anunciado y anuncian, con su vida y sus palabras, todos los hombres de Dios. Nos ponemos en la presencia del Señor, con la seguridad de que atiende siempre a nuestras súplicas y nos alegramos como comunidad de tener un Dios tan cercano.
Oración colecta
Míranos, oh, Dios, creador y guía de todas las cosas, y concédenos servirte de todo corazón, para que percibamos el fruto de tu misericordia. Por nuestro Señor Jesucristo.
"Míranos, Señor". Dios siempre nos mira, es más, se ocupa de nosotros más de lo que lo hacemos nosotros mismos. A este Dios, que ha creado todas las cosas y que, de modo misterioso para nosotros, dirige el desarrollo de las mismas, le pedimos que conduzca nuestra vida de tal manera, que pongamos nuestra ilusión y nuestro gozo en el servicio a los proyectos que tiene sobre los hombres. Esta actitud nos hará disfrutar intensamente de los gratos efectos de su amor.
Lectura del libro de Isaías 50,5-9a
El Señor Dios me abrió el oído; yo no resistí ni me eché atrás. Ofrecí la espalda a los que me golpeaban, las mejillas a los que mesaban mi barba; no escondí el rostro ante ultrajes y salivazos. El Señor Dios me ayuda, por eso no sentía los ultrajes; por eso endurecí el rostro como pedernal, sabiendo que no quedaría defraudado. Mi defensor está cerca, ¿quién pleiteará contra mí? Comparezcamos juntos, ¿quién me acusará? Que se acerque. Mirad, el Señor Dios me ayuda, ¿quién me condenará?
Estos versículos del profeta Isaías forman parte de los famosos cuatro cantos del “Siervo de Yahvé”, un personaje que nos asombra por su impresionante testimonio de fe y porque, a través del sufrimiento y la persecución, es el verdadero liberador de su pueblo. Los cristianos hemos identificado a este Siervo de Dios con Jesucristo, pero el profeta lo refiere al pueblo de Israel que se encuentra deportado en Babilonia. Con estos cantos. redactados seis siglos antes de Cristo, Isaías pretende levantar el ánimo de sus compatriotas y darles un sentido positivo al sufrimiento por el que están atravesando. Son una invitación a la comunidad judía perseguida a que ponga todo su empeño en no cejar en su fidelidad al Dios de la Alianza y a su Palabra.
“El Señor Dios me abrió el oído… El Señor Dios me ayuda, por eso no sentía los ultrajes”.
Escuchar a Dios es tener abierto el oído interior para captar la voz de su Palabra, que es lo único en lo que confía. La Biblia entera, y particularmente los salmos, invitan continuamente a esta escucha de la Palabra de Dios. Por ejemplo, el salmo 94: “Si hoy escucháis su voz, no endurezcáis vuestro corazón” (v.7) y el salmo 5: “Por la mañana, Señor, escuchas mi clamor; por la mañana te presento mis ruegos, y quedo a la espera de tu respuesta” (v.3).
Ésta es la razón por la que debemos estar siempre atentos a la voz de Dios: la certeza de que Él está siempre ocupado en el cuidado de sus hijos y de que, en todo momento y en cualquier circunstancia, se dirige a cada uno de ellos para regalarle los medios que llevan a su salvación: “Sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman” (Rm 8,28).
El Siervo de Yahvé, obedeciendo a Dios, que le habla cada día, no se enfrenta a sus enemigos con sus propias fuerzas. Al contrario: se aplaca y sufre las vejaciones que le propinan, con la certeza de que es Dios quien lucha por él.
“Ofrecí la espalda a los que me golpeaban, las mejillas a los que mesaban mi barba; no escondí el rostro ante ultrajes y salivazos”.
Con esta descripción del comportamiento del Siervo de Dios, el profeta está adelantándose a la persona y al mensaje de Jesús. Recordemos aquellas palabras de Jesús que chirrían al mundo de entonces y al de ahora: “Al que te hiera en una mejilla, preséntale también la otra; y al que te quite el manto, no le niegues la túnica” (Lc 6,29). Pensemos también en los relatos de su pasión y muerte. en los que los primeros cristianos vieron un parecido asombroso entre Cristo y el Siervo de Yahvé que nos presenta Isaias, un parecido del que siempre se hizo eco la liturgia: “Todos andábamos errantes como ovejas, siguiendo cada uno su propio camino, y el Señor hizo recaer sobre él [sobre el siervo de Dios del que estábamos hablando] las iniquidades de todos nosotros. Al ser maltratado, se humillaba y ni siquiera abría su boca: como un cordero llevado al matadero, como una oveja muda ante el que la esquila, él no abría su boca” (Isaías, 52,6-7. Lectura de la celebración del Viernes Santo). La equivalencia con Cristo no puede ser más exacta.
“El Señor Dios me ayuda, por eso no sentía los ultrajes; por eso endurecí el rostro como pedernal, sabiendo que no quedaría defraudado”
La fortaleza de Cristo en su pasión y muerte le viene de la confianza absoluta en el Padre que, en una permanente intimidad con Él, no consintió dejarlo en la muerte. Esto fue lo que dijo San Pedro en su primer discurso: “El patriarca David, como era profeta, vio a lo lejos y habló de la resurrección de Cristo, que ni fue abandonado en el Hades ni su carne experimentó la corrupción. A este Jesús Dios le resucitó; de lo cual todos nosotros somos testigos” (He 2,31-32).
Todos nosotros estamos llamados -Dios nos da su gracia para hacerlo real- a imitar a Cristo, a participar en sus sufrimientos para que Él siga redimiendo al mundo en nosotros. Pidamos a Dios que nos conceda hacer nuestras estas palabras de San Pablo: “Ahora me alegro por los padecimientos que soporto por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia” (Col 1,24). La fuerza para imitar a Cristo no la sacamos de nosotros, sino de Él, que nos acompaña en todo momento y “si tenemos a Dios con nosotros ¿qué podrá hacernos el hombre? (Sal 117,6). Y no sólo eso. Si Cristo está a nuestro lado, estamos seguros de nuestra victoria sobre la muerte y el pecado. Así se lo dijo a sus apóstoles -y en los apóstoles a nosotros- la víspera de su pasión y muerte: “En el mundo tendréis tribulación. Pero ¡ánimo!: yo he vencido al mundo” (Jn 16,33).
Salmo responsorial – 114
Caminaré en presencia del Señor en el país de los vivos
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Amo al Señor, porque escucha mi voz suplicante, porque inclina su oído hacia mí
el día que lo invoco.
Me envolvían redes de muerte, me alcanzaron los lazos del abismo,
caí en tristeza y angustia. Invoqué el nombre del Señor: «Señor, salva mi vida»
El Señor es benigno y justo, nuestro Dios es compasivo; el Señor guarda a los sencillos: estando yo sin fuerzas, me salvó.
Arrancó mi alma de la muerte, mis ojos de las lágrimas, mis pies de la caída. Caminaré en presencia del Señor en el país de los vivos.
El salmista manifiesta abiertamente su amor a Dios porque cuando ha acudido a Él siempre ha acercado su oído para oírlo. Probablemente ha buscado solución a sus problemas en otras personas, pero de ellas no se ha sentido escuchado. Todos tenemos la experiencia de sentirnos aliviados cuando alguien se ha esforzado de verdad en entendernos. Y es que lo que nos cura de verdad es saber que no estamos solos, que hay alguien que hace suyos nuestros problemas. Ese alguien, que con total entrega nos escucha, no es otro que Dios. Así lo han experimentado los santos de todas las épocas: ellos se sintieron acompañados por el Amor vivificante del Señor. Esta experiencia es especialmente cercana en los momentos de oración. Benedicto XVI la expresa con estas palabras: “Cuando ya nadie me escucha, Dios todavía me escucha. Cuando ya no puedo hablar con ninguno, ni invocar a nadie, siempre puedo hablar con Dios. Si ya no hay nadie que pueda ayudarme –cuando se trata de una necesidad o de una expectativa que supera la capacidad humana de esperar–, Él “puede ayudarme. (…) El que reza nunca está totalmente solo” (Spe salvi, 32)
El que se dirige a Dios en todos los salmos, aunque el protagonista sea en muchos de ellos David, es todo el pueblo que, por mediación del salmista, se dirige al Señor para darle gracias por las incontables veces que le ha liberado de caer en su destrucción a lo largo de su historia y porque en todo momento ha estado a su lado como a su hijo más querido: “¿No es Efraín (Israel) mi hijo amado? ¿No es un niño encantador? Pues siempre que hablo contra él, lo recuerdo aún más; por eso mis entrañas se conmueven por él, ciertamente tendré de él misericordia” (Jer 31, 20).
Desde Adán, Noé y Abraham siempre ha sido Dios quien ha tenido la iniciativa, llamando al hombre a su presencia, no para su provecho, como ocurría con los dioses de otros pueblos, sino para regalarle la felicidad. El Señor, viendo sufrir a su pueblo, baja por mediación de Moisés a socorrerlo liberándole de la esclavitud de los egipcios y, cada vez que el pueblo atravesaba momentos de sombras, el Señor venía en su ayuda. Pensemos en el agua que brotó de la roca para remediar la sed y el calor del desierto; en el maná con el que, en un periodo de escasez de alimentos, les mantenía en la existencia; en su intervención para liberarles de las picaduras de las serpientes venenosas. Son estas y otras experiencias históricas las que le hacen decir al salmista: “Me envolvían redes de muerte, me alcanzaron los lazos del abismo, caí en tristeza y angustia. Invoqué el nombre del Señor: «Señor, salva mi vida”. “Arrancó mi alma de la muerte, mis ojos de las lágrimas, mis pies de la caída”.
Toda esta historia de intervenciones de Dios en favor de Israel lleva al salmista a la convicción de que el Señor es bueno, recto y misericordioso: “El Señor es benigno y justo, nuestro Dios es compasivo; el Señor guarda a los sencillos: estando yo sin fuerzas, me salvó” y a la decisión de corresponder a estas acciones de amor siguiendo las pautas que el Señor le exige, pues está convencido de que en ellas se encuentran la verdadera vida y la felicidad: “Caminaré en presencia del Señor en el país de los vivos”.
Este salmo, además, cobra todo su sentido al saber que lo cantó el mismo Cristo la víspera de su pasión, ya que forma parte del Hallel, conjunto de seis cantos que se recitaban en la celebración de la Pascua judía, unos antes y otros después de la comida. Y lo sabemos con certeza porque nos lo cuenta el evangelista Mateo: “Y cantados los himnos, salieron hacia el monte de los Olivos” (Mt 26,30). Y lo que es más sorprendente: este salmo, cantado por Jesús el Jueves Santo, está emparentado con el salmo 21, que inició Jesús en la misma Cruz: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”. Tanto el uno como el otro evocan el sufrimiento y el dolor: Salmo 21: “Perros innumerables me rodean, una banda de malvados me acorrala como para prender mis manos y mis pies” (Salmo 21) – Salmo 114: “Me envolvían redes de muerte, me alcanzaron los lazos del abismo, caí en tristeza y angustia”. Y los dos terminan alabando y dando gracias a Dios: Salmo 21: “¡Anunciaré tu nombre a mis hermanos, en medio de la asamblea te alabaré!” - Salmo 114: “Caminaré en presencia del Señor en el país de los vivos”.
Lectura de la carta del apóstol Santiago 2,14-18
¿De qué le sirve a uno, hermanos míos, decir que tiene fe, si no tiene obras? ¿Podrá acaso salvarlo esa fe? Si un hermano o una hermana andan desnudos y faltos del alimento diario y uno de vosotros les dice: «Id en paz, abrigaos y saciaos», pero no les da lo necesario para el cuerpo, ¿de qué sirve? Así es también la fe: si no tiene obras, está muerta por dentro. Pero alguno dirá: «Tú tienes fe y yo tengo obras, muéstrame esa fe tuya sin las obras, y yo con mis obras te mostraré la fe».
“No todo el que me diga: “Señor, Señor, entrará en el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial” (Mt 7,21). “¿De qué le sirve a uno, hermanos míos, decir que tiene fe, si no tiene obras?. Dos afirmaciones (la primera saliendo de la boca del propio Jesús; la segunda, dirigida a los creyentes por su apóstol Santiago), que vienen a decir lo mismo. Siempre ha habido cristianos que se quedan en el culto, no poniendo en práctica la fe, es decir, no haciendo realidad en sus vidas la consecuencia más directa de la misma, a saber, el mandato del amor: “Amaos los unos a los otros como yo os he amado”. El apóstol Santiago no puede ser más concreto: “Si un hermano o una hermana andan desnudos y faltos del alimento diario y uno de vosotros les dice: «Id en paz, abrigaos y saciaos», pero no les da lo necesario para el cuerpo, ¿de qué le sirve?”. Nada nuevo para un judío, pues todo el Antiguo Testamento está impregnado de esta idea: una fe que no descienda a la práctica no sirve para nada: “El ayuno que yo prefiero -sentencia el profeta Isaías- consiste en desatar los lazos de la maldad, poner en libertad a los cautivos, partir tu pan con el hambriento, recibir en tu casa a los pobres sin hogar” (Is 58,6-7).
Aclaremos los conceptos de ‘creyente’ y ‘practicante’. Cuando decimos u oímos decir “soy creyente, pero no practicante”, por ‘practicar’ entendemos casi siempre el no asistir a los actos del culto, por ejemplo, el no participar en la misa dominical. Pero, según la verdadera tradición de la Iglesia y de acuerdo con los textos sagrados, en concreto con los que acabamos de oír, el no practicar hay que referirlo a no ejercitar la práctica del amor. Es lo que predica Jesús con una claridad meridiana:“Id, pues, a aprender qué significa aquello de: Misericordia quiero, que no sacrificio” (Mt 9,13),
La práctica del amor cristiano quedó plasmada en esta afirmación de San Juan: “Si alguno dice: ‘amo a Dios', y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve” (1 Jn 4, 20).
Benedicto XVI hace de la misma este comentario: “Ambos amores están tan estrechamente entrelazados, que la afirmación de amar a Dios es en realidad una mentira si el hombre se cierra al prójimo o incluso lo odia. El versículo de Juan se ha de interpretar más bien en el sentido de que el amor del prójimo es un camino para encontrar también a Dios, y que cerrar los ojos ante el prójimo nos convierte también en ciegos ante Dios” (Encíclica Deus caritas est, 16)
Aclamación al Evangelio
Aleluya, aleluya, aleluya. Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz del Señor, por la cual el mundo está crucificado para mí, y yo para el mundo.
Lectura del santo evangelio según san Marcos 8,27-35
En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos se dirigieron a las aldeas de Cesarea de Filipo; por el camino preguntó a sus discípulos: «¿Quién dice la gente que soy yo?» Ellos le contestaron: «Unos, Juan el Bautista; otros, Elías, y otros, uno de los profetas». Él les preguntó: «Y vosotros, ¿quién decís que soy?» Tomando la palabra Pedro le dijo: «Tú eres el Mesías». Y les conminó a que no hablaran a nadie acerca de esto. Y empezó a instruirlos: «El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, ser reprobado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar a los tres días». Se lo explicaba con toda claridad. Entonces Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparlo. Pero él se volvió y, mirando a los discípulos, increpó a Pedro: «¡Ponte detrás de mí, Satanás! ¡Tú piensas como los hombres, no como Dios!» Y llamando a la gente y a sus discípulos les dijo: «Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga. Porque, quien quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el evangelio, la salvará. Pues ¿de qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero y perder su alma?»
¿Quién dice la gente que soy yo?»
Las respuestas son variadas. Unos dicen que Jesús es Juan el Bautista (que algunos creían resucitado); otros, que Elías; para otros, Jeremías u otro de los antiguos profetas; al parecer, en ningún caso se pensaba que Jesús era el Mesías esperado.
“Tú eres el Cristo, tú eres el Hijo del Dios vivo”, responde Pedro a la misma pregunta, dirigida ahora a los discípulos. Ni Marcos ni Lucas recogen la felicitación de Jesús a Pedro por esta respuesta. Sólo el evangelista Mateo declara ‘bienaventurado’ a Pedro porque lo que ha dicho de Él no ha salido de sí mismo, sino del Padre que se lo ha revelado: “Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás, porque esto no te lo reveló carne ni sangre, sino mi Padre que está en los cielos” (Mt 16,17).
Y les conminó a que no hablaran a nadie acerca de esto
La causa principal de esta prohibición era que no lo confundiesen con un mesías político y militar, como demuestra el hecho de huir solo al monte, cuando, después de la multiplicación de los panes, intentan proclamarlo rey (Jn 6, 15). Igualmente estaba en contra de que se hiciese publicidad de los milagros y las curaciones que llevaba a cabo, ya que con ello se podría obstaculizar la comprensión de su misión, de su mensaje y de su persona. Su intención y su tarea eran preparar a los discípulos para que poco a poco entendiesen el sentido de su mesianidad: un Mesías que, lejos de la riqueza y el poder humanos, venía a sufrir y a dar la vida por los demás: “El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, ser reprobado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar a los tres días”.
“¡Ponte detrás de mí, Satanás! ¡Tú piensas como los hombres, no como Dios!”
Ante el desconcierto de los discípulos por este anuncio, Pedro, influido sin duda por los prejuicios mesiánicos que circulaban entre la gente y movido también por el amor que le profesaba, manifiesta a Cristo su disgusto y oposición. Visiblemente contrariado por la actitud del apóstol, Jesús se vuelve hacia él y, llamándole Satanás, le acusa de ser una piedra de tropiezo que se interpone en el camino que Dios le ha señalado. En este pasaje evangélico apreciamos con total claridad lo sorprendente e inescrutable que nos resultan los planes de Dios, aquello de que “sus pensamientos no son nuestros pensamientos ni sus caminos son nuestros caminos” (Is 55,8).
Después de este episodio, Jesús, aprovechando las palabras dichas a Pedro, aclara a los discípulos las exigencias que conlleva su seguimiento: “Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga”.
Seguir a Cristo no es ninguna imposición, sino una opción voluntaria de quien, habiendo conocido las ventajas que este seguimiento supone, decide secundar sus pasos. La negación de sí mismo no significa odiarse ni renunciar a la propia personalidad. Negarse a sí mismo es desistir de dirigir de forma autónoma nuestra vida y nuestras decisiones, reconociendo que no nos pertenecemos, que estamos bajo el señorío de Jesucristo: “No sois vuestros, pues habéis sido comprados a buen precio” (1 Cor 6, 19-20).
La cruz que hay que tomar no se refiere sólo ni principalmente a los sufrimientos y frustraciones de cada día, sino sobre todo a los padecimientos que conllevan el seguimiento y compromiso con Cristo, hasta estar dispuesto a morir con él: “Con Cristo estoy crucificado y no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí” (Gal 2, 20). Al decidir seguir a Cristo renunciamos a nuestros propios criterios y gustos y a planificar nuestro futuro desde nosotros mismos. En su lugar, encontramos la vida verdadera, la que de verdad importa: “Quien quiera salvar su vida, la perderá; pero el que la pierda por mí, la encontrará”. Una vida que se quede en el acaparamiento de riquezas materiales, o en el éxito social o político, deja al hombre en el sinsentido y vacío más absolutos. Si no la cambiamos por la vida que nos ofrece Cristo -una vida entregada plenamente a la voluntad de Dios y al servicio de nuestros hermanos- fracasaremos totalmente en el proyecto que Dios ha decidido para cada uno de nosotros: ¿De qué le servirá a un hombre ganar el mundo entero, si pierde su alma?
A lo largo de nuestra existencia terrena Dios nos ofrece muchas oportunidades para intercambiar la propia vida por la vida de Cristo. Al final de los tiempos, cuando venga Cristo, rodeado de sus ángeles, se pondrá a la luz lo que cada hombre ha decidido hacer con su vida: “El Hijo del hombre vendrá, con la gloria de su Padre, entre sus ángeles, y entonces pagará a cada uno según su conducta”.
Oración sobre las ofrendas
Sé propicio a nuestras súplicas, Señor, y recibe complacido estas ofrendas de tus siervos, para que la oblación que ofrece cada uno en honor de tu nombre sirva para la salvación de todos. Por Jesucristo, nuestro Señor.
Sabemos que el Señor atiende siempre a nuestras súplicas. Si le pedimos que esté cerca de nosotros y nos escuche es para que, diciéndolo, lo deseemos con nuestro corazón y, de esta forma, sintamos el efecto de su cercanía, pues Dios concede siempre sus dones en la medida de nuestros deseos. El ruego en esta oración del ofertorio está referido a la dimensión personal y comunitaria de nuestra fe: que los sacrificios y ofrendas personales, que realizamos a lo largo de la semana, se unan a la ofrenda que presenta el sacerdote en nombre de la Iglesia para que contribuyan a nuestra salvación y a la salvación de todos los hombres, nuestros hermanos.
Antífona de comunión
El cáliz de la bendición que bendecimos es comunión de la Sangre de Cristo; el pan que partimos es participación en el Cuerpo del Señor (cf. 1 Cor 10,16).
Ya no tienen sentido las divisiones, los enfrentamientos y las rencillas entre nosotros: al comer todos el cuerpo de Cristo y beber su sangre quedamos unidos a él y unidos unos con otros. Ya no cabe ningún tipo de desamor entre los creyentes, pues, cuando me enfrento con un hermano, me estoy enfrentándome conmigo mismo, pues yo soy parte de él y él es parte de mí. Ya no puedo albergar odio contra nadie, pues todos los hombres, sean creyentes o no creyentes, han sido creados por Dios por amor e, igual que nosotros, están a participar de la vida de Cristo .
Oración después de la comunión
Te pedimos, Señor, que el fruto del don del cielo penetre nuestros cuerpos y almas, para que sea su efecto, y no nuestro sentimiento, el que prevalezca siempre en nosotros. Por Jesucristo, nuestro Señor.
El fruto del don del cielo que hemos recibido en la comunión es el Señor, que se une íntimamente con nosotros hasta asimilarnos a él y hacernos una sola cosa con él. Ya podemos decir con San Pablo, y con toda propiedad: “Mi vida es Cristo”. Le pedimos al Padre que este fruto eucarístico, no sólo favorezca nuestra alma, sino que se extienda también al bien y salud de nuestro cuerpo. De esta forma podremos glorificarle con todo nuestro ser, interior y exterior, y los demás, cuando vean nuestras buenas obras, podrán dar gracias al principal autor de las mismas. Que los dones que hemos recibido en este sacramento no queden reducidos a sentimientos fugaces, sino que permanezcan bien asentados en la fe a lo largo de nuestra vida.