Domingo 7 Ordinario C

Domingo 7 Tiempo Ordinario C

Antífona de entrada

Yo confío en tu misericordia. Mi alma gozará con tu salvación, y cantaré al Señor por el bien me ha hecho.

Al comenzar nuestra celebración, actualizamos nuestra confianza en el amor misericordioso de Dios, abrimos nuestro corazón a la alegría de sentirnos salvados y nos disponemos con nuestras voces y cantos a darle gracias por la bondad que derrama sobre nosotros.

Oración colecta

Concédenos, Dios todopoderoso, que, meditando siempre las realidades espirituales, cumplamos, de palabra y de obra, lo que a ti te complace. Por nuestro Señor Jesucristo…

“Vaciedad sin sentido, dice el Predicador, vaciedad sin sentido; todo es vaciedad” (Ecl 1,2). Todo menos las cosas que realmente nos importan, aquéllas a las que según San Pablo debemos aspirar -“Buscad los bienes de arriba”-. En esta oración nos ponemos en la presencia del Padre para que, sosteniendo nuestra mente y nuestro corazón en la meditación de las realidades evangélicas, nuestro comportamiento, en lo que digamos y en lo que hagamos, se asemeje cada vez más al comportamiento de Cristo. Tenemos la seguridad de que, escuchando sus palabras e imitando su vida y costumbres, el Padre se complacerá en nosotros, igual que se complacía en Él durante su vida en la tierra: “Este es mi Hijo amado, en quien tengo puestas mis complacencias” (Mt 3,17).

Lectura del primer libro de Samuel 26, 2. 7-9. 12-13. 22-23

En aquellos días, Saúl emprendió la bajada hacia el páramo de Zif, con tres mil soldados israelitas, para dar una batida en busca de David. David y Abisay fueron de noche al campamento; Saúl estaba echado, durmiendo en medio del cercado de carros, la lanza hincada en tierra a la cabecera. Abner y la tropa estaban echados alrededor. Entonces Abisay dijo a David: —«Dios te pone el enemigo en la mano. Voy a clavarlo en tierra de una lanzada; no hará falta repetir el golpe.» Pero David replicó: —«¡No lo mates!, que no se puede atentar impunemente contra el ungido del Señor.» David tomó la lanza y el jarro de agua de la cabecera de Saúl, y se marcharon. Nadie los vio, ni se enteró, ni se despertó: estaban todos dormidos, porque el Señor les había enviado un sueño profundo. David cruzó a la otra parte, se plantó en la cima del monte, lejos, dejando mucho espacio en medio, y gritó: —«Aquí está la lanza del rey. Que venga uno de los mozos a recoger1a. El Señor pagará a cada uno su justicia y su lealtad. Porque él te puso hoy en mis manos, pero yo no quise atentar contra el ungido del Señor.»

La comprensión de esta lectura requiere situarla en su contexto histórico. Lo que en ella se narra sucede en los primeros tiempos de la monarquía en Israel. Fue Saúl, un ganadero de la tribu de Benjamín -hombre grande y de buena planta-, el elegido por el Señor para ser ungido como primer rey de Israel. La unción se llevó a cabo a través de un hombre de Dios, el profeta Samuel, quien, a pesar de tener poca confianza en el régimen monárquico, no titubeó en cumplir la voluntad del Señor. Al principio, todo bien. Pero muy pronto comenzó a dar la cara el presagio de Samuel: la pasión por el placer, por el poder y por la guerra se apoderaron de Saúl, llevándolo, por caminos opuestos al proceder de Dios, a la infidelidad a la Alianza.

Su mal comportamiento como rey llegó a tal extremo, que Samuel, siempre en diálogo con el Señor, se vio en la necesidad de buscar un sucesor. La elección recayó en el hijo menor de un ganadero y agricultor de la aldea de Belén. La historia ya la conocemos. Samuel se presentó en la casa de Jesé con el fin de elegir rey a uno de sus ocho hijos. Después de presentar a cada uno de sus vástagos, la elección recayó sorpresivamente en David, el más pequeño de todos, que, en ese momento, se encontraba en el campo guardando el rebaño de su padre.

El joven, puesto al servicio de Saúl como su escudero, destacó rápidamente en el arte de la guerra. Ello despertó en el rey celos, envidia y la sospecha de que el joven pretendía destronarlo. Consciente David de las maniobras de Saúl para deshacerse de su persona, no tuvo más remedio que escapar de las manos sanguinarias del rey. 

El episodio que nos narra la lectura de hoy fue ideado por el propio Saúl. Acompañado de sus mejores soldados, se dirige al desierto de Zipf con el fin de poner una trampa a David y darle muerte. Pero el azar cambia la situación en favor de este último.

En la oscuridad de una noche, David penetra con sus soldados en el campo de Saúl y lo encuentra dormido al lado de su lanza, hincada en el suelo. Es el momento, dijo Abisay a David:“Dios te pone el enemigo en la mano. Voy a clavarlo en tierra de una lanzada”. La respuesta de David fue inmediata: «¡No lo mates!, que no se puede atentar impunemente contra el ungido del Señor». David y los suyos, cogiendo la lanza de Saúl, se retiraron a la cima del monte más próximo. Desde allí David gritó estas palabras: «Aquí está la lanza del rey. Que venga uno de los mozos a recoger1a. El Señor (…) te puso hoy en mis manos, pero yo no quise atentar contra el ungido del Señor »

Hasta aquí el relato de lo sucedido. Con su decisión de perdonar la vida a su peor enemigo, David ha sorprendido a todos. La razón que le movió a comportarse benévolamente con Saúl  no fue ciertamente la obediencia al quinto mandamiento que dice ‘no matarás’, ni la consideración de que la venganza es algo moralmente reprobable. Lo que movió a David a respetar la vida de su enemigo fue el respeto a Dios, que eligió personalmente a Saúl como rey de Israel: “No se puede atentar contra el ungido por Dios”

El texto nos transmite un retrato de la persona de David, destacando su magnanimidad, su respeto a las decisiones de Dios y su convencimiento de que Dios no quiere la muerte de nadie, etc. 

Este pasaje bíblico refleja una etapa de la pedagogía de Dios sobre nuestras relaciones con los demás. Estas relaciones son verdaderamente auténticas cuando, implícita o explícitamente, tienen su referencia en Dios. En el caso que estamos examinando, el motivo principal y único de no hacer daño a Saúl es la presencia de Dios en su principal representante en este mundo. La siguiente etapa de la Revelación la protagonizará Jesús, al decirnos que todos hemos sido elegidos y amados por Dios, nuestro único Padre, que «hace salir el sol sobre buenos y malos y llover sobre justos e injustos» (Mt 5,45). Desde este momento, tenemos poderosas razones, no sólo para desterrar de nuestra vida todo tipo de venganza, sino para desvivirnos espiritual y materialmente por nuestros semejantes, pues todos ellos han sido elegidos para ser santos e inmaculados en el amor, y están habitados -o llamados a ello- por el Espíritu Santo que, desde nuestro interior, nos hace clamar “Abba, Padre”. Desde Cristo todas las relaciones humanas de en estar marcadas, por tanto, por la referencia a Dios, pues, como Saúl, todos hemos sido ungidos para ser reyes unos para otros. Al amar a los hombres por Dios es cuando realmente los amamos por ellos mismos, pues el hombre es una ‘nada absoluta’ si Dios no está en él. “¿No sabéis que sois santuario de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?” (1 Cor 3,16). Cristo mismo, en el último día, nos dirá si lo hemos identificado -o no- en cada uno de nuestros hermanos, los hombres, es decir, si en su persona hemos visto su propia persona divina: «En verdad os digo que cuanto hicisteis a unos de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25,40).

Salmo responsorial – 102

El Señor es compasivo y misericordioso.

Bendice, alma mía, al Señor, y todo mi ser a su santo nombre.  Bendice, alma mía, al Señor, y no olvides sus beneficios.

           Cuando Dios bendice a los hombres, éstos son fortalecidos y hecho mejores de lo que eran. Cuando los hombres bendecimos a Dios no estamos aumentando su poder ni su fuerza, sino expresando nuestra gratitud por todo lo que nos ha concedido, y en ese todo incluimos el regalo principal: Él mismo en la persona de Cristo que, de modo misterioso, se hace íntimamente presente en nuestras vidas. David quiere bendecir al Señor desde lo más profundo de su ser y con todo lo que es y tiene. Por eso, invita a su alma a que congregue a sus pensamientos, sentimientos, emociones, palabras, y hasta el mismo cuerpo, para que, a una sola voz, canten este himno de alabanza: “bendice, alma mía, al Señor y todo mi ser a su santo nombre”.

 

Él perdona todas tus culpas y cura todas tus enfermedades; él rescata tu vida de la fosa, y te colma de gracia y de ternura.

           El salmista alude a las innumerables veces que el Señor no ha querido tener en cuenta sus muchos pecados; al cuidado que ha tenido de él, liberándole, con el bálsamo de su amor, de todas sus dolencias, físicas y espirituales; al empeño que ha puesto en no permitir su destrucción total, en la que, sin su ayuda, habría caído irremediablemente: “Él rescata tu vida de la fosa”

Pero el Señor no se conforma con liberarnos del pecado y de sus letales consecuencias. Esta liberación y purificación eran para disponernos a recibir a raudales su gracia y su amor misericordioso de Padre. Para nosotros, que hemos sido iluminados con la Luz de Cristo, esta gracia y este tierno amor cobran un sentido mucho más grandioso, pues son la misma vida divina de la que Dios nos colma: “Yo he venido para que tengáis vida y la tengáis en abundancia” (Jn 10,10)..

El Señor es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia. Como se levanta el cielo sobre la tierra, se levanta su bondad sobre los que lo temen. 

Como dista el oriente del ocaso, así aleja de nosotros nuestros delitos; como un padre siente ternura por sus hijos, siente el Señor ternura por sus fieles.

           Las últimas estrofa son como un eco de las palabras de Dios a Moisés desde la zarza: Yo, el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, soy quien está siempre a vuestro lado; el que se solidariza con vuestras quejas, el que desciende de su divinidad para liberaros de todos vuestros padecimientos y dolores; el que “aleja de nosotros nuestras culpas tanto cuanto dista el oriente del occidente”el que se apiada de sus amigos igual que un padre se apiada de sus hijos; Aquél cuya bondad y amor con nosotros son tan grandes cuanto se levanta el cielo sobre la tierra, es decir, una bondad y un amor sin límites: “Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”  (Jn 13,1).

Lectura de la primera carta del apóstol san Pablo a los Corintios 15, 45-49

Hermanos: El primer hombre, Adán, se convirtió en ser viviente. El último Adán, en espíritu vivificante. Pero no fue primero lo espiritual, sino primero lo material y después lo espiritual. El primer hombre, que proviene de la tierra, es terrenal; el segundo hombre es del cielo. Como el hombre terrenal, así son los de la tierra; como el celestial, así son los del cielo. Y lo mismo que hemos llevado la imagen del hombre terrenal, llevaremos también la imagen del celestial.

Como en los pasados domingos, esta lectura de San Pablo a los Corintios se encuadra en el tema de la resurrección de Cristo y en la nuestra. Para el apóstol la piedra angular de la fe cristiana es la creencia de que Cristo ha resucitado y, si Cristo ha resucitado, también nosotros resucitaremos. Tanto es así que no tiene sentido alguno creer que Cristo ha resucitado y al mismo tiempo negar nuestra resurrección futura: si no hay resurrección de los muertos, Cristo tampoco resucitó. Y si Cristo no resucitó, vana es entonces nuestra predicación, y vana es también vuestra fe (1 Co 15,13-14).

San Pablo no aclara la pregunta de cómo resucitan los muertos y con qué cuerpo resucitarán. Sólo nos dice que nuestro cuerpo resucitado será muy diferente a nuestro cuerpo actual, El propio Jesús resucitado se hace presente a los discípulos, pero de una manera diferente a como se manifestaba antes de su muerte. Por ello algunos no lo reconocen de inmediato, como sucedió a los discípulos de Emaús, a María Magdalena (que lo confundió con el jardinero), y a los apóstoles en su aparición junto al lago.

Probablemente esta experiencia del Señor resucitado fue lo que llevó a San Pablo a distinguir entre cuerpo terrestre y cuerpo espiritual, una distinción que no tiene nada que ver con la distinción griega entre cuerpo y alma, que, por desgracia, tanto ha influido en la espiritualidad cristiana posterior. No se trata de dos realidades, sino de dos comportamientos: el del hombre terrestre -representado en Adán- y el del hombre espiritual -representado en Cristo-. Dios, al crear al hombre, le insufla un soplo de vida que le hace capaz de comportarse espiritualmente, pero siempre en los límites del hombre terrestre, mientras que en Cristo el Espíritu de Dios, que habita en Él, le dicta una conducta a imagen de Dios.

Como Dios creó al hombre a su imagen y semejanza, nuestra vocación es comportarnos como Él. Esta vocación se truncó por el primer pecado y, desde entonces, el comportamiento de los hombres quedó marcado por la desobediencia a Dios y por un tipo de vida al margen de la voluntad del Creador, un comportamiento que podríamos llamar ‘terrestre’. Jesucristo es el nuevo Adán que, en lugar de dejarse influir por la serpiente, apoya su comportamiento en el Espíritu de Dios.

El comportamiento de Adán lleva a la muerte, mientras que el de Cristo nos conduce a la vida. Nosotros estamos constantemente divididos entre estos dos comportamientos, de tal forma que, hasta que lleguemos a nuestra incorporación completa a Cristo, podemos hacer nuestra la afirmación de San Pablo de que “no hago el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero” (Rm 7,19). Toda nuestra vida en la tierra, tanto a nivel individual como a nivel colectivo, es, o debe ser, un camino en el que nos dejamos habitar cada vez más por el Espíritu de Dios: “Como el hombre terrenal, así son los de la tierra; como el celestial, así son los del cielo. Y lo mismo que hemos llevado la imagen del hombre terrenal, llevaremos también la imagen del celestial”. Terminemos con estas palabras de San Juan en su primera carta: “Queridos, ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es”(1 Jn 3,2).

Aclamación al Evangelio

Alleluya. os doy un mandato nuevo -dice el señor-: que os améis unos a otros, como yo os he amado. Aleluya

 

Lectura del santo Evangelio según san Lucas 6, 27-38

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «A los que me escucháis os digo: Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian, bendecid a los que os maldicen, orad por los que os injurian. Al que te pegue en una mejilla, preséntale la otra; al que te quite la capa, déjale también la túnica. A quien te pide, dale; al que se lleve lo tuyo, no se lo reclames. Tratad a los demás como queréis que ellos os traten. Pues, si amáis sólo a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores aman a los que los aman. Y si hacéis bien sólo a los que os hacen bien, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores lo hacen. Y si prestáis sólo cuando esperáis cobrar, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores prestan a otros pecadores, con intención de cobrárselo. ¡No! Amad a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada; tendréis un gran premio y seréis hijos del Altísimo, que es bueno con los malvados y desagradecidos. Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo; no juzguéis, y no seréis juzgados; no condenéis, y no seréis condenados; perdonad, y seréis perdonados; dad, y se os dará: os verterán una medida generosa, colmada, remecida, rebosante. La medida que uséis, la usarán con vosotros. “Amad a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada; tendréis un gran premio y seréis hijos del Altísimo, que es bueno con los malvados y desagradecidos. Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo”.

Todo un programa que choca frontalmente con los criterios que rigen en nuestro mundo y en nuestra sociedad. Un programa, sin embargo. que hace realidad nuestra propia vocación como seres humanos. Así lo percibimos desde los primeros momentos de la revelación divina: “Creó, pues, Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios le creó y Dios es amor (1Jn 4, 16). 

A lo largo de la Biblia vemos cómo toda la intervención pedagógica de Dios con los hombres va encaminada a la realización de su vocación al amor, mediante el abandono progresivo de la violencia, sembrada en el corazón humano por la fuerza desnaturalizadora del pecado.

Nos fijamos en algunos pasajes de la Biblia en los que vamos viendo este intento de Dios por extirpar la violencia del ser humano. Tenemos, en primer lugar, el episodio entre Caín y Abel. Antes de cometer el fratricidio, viendo el Señor la envidia que recomía a Caín respecto de su hermano, formula estas palabras dirigidas a Caín en las que se reconoce que la violencia ha anidado en el corazón humano y urge, por parte del hombre, echarla fuera: “Si no obras bien, a la puerta está el pecado acechando como fiera que te codicia, y a quien tienes que dominar” (Gén 4,7). Los textos bíblicos acometen la empresa de extirpar la violencia del hombre. Una de los primeros es la ley del Talión, como medio de aminorar la venganza entre las personas: “El ojo por ojo y diente por diente”, aunque nos parezca todavía violento e inhumano, supone un cierto progreso en el camino hacia la paz social. 

Los profetas seguirán luchando contra el dominio de la violencia, atacando un aspecto poderoso de la misma, derivado del pecaminoso orgullo humano. Se trata del afán del hombre que ha sido ofendido por mantener a toda costa su honor y su autoestima: el no vengarse ante una ofensa está socialmente mal visto porque indica una pérdida del honor, Ellos -los profetas- tratarán de hacer ver al pueblo que el verdadero honor no se encuentra en la prepotencia humana, sino en parecerse a Dios que, como oímos en esta lectura “es bueno con los malvados y desagradecidos” y “hace salir su sol sobre malos y buenos y llover sobre justos e injustos” (Mt 5,45).

La última etapa de la educación sobre la no violencia la tenemos en el discurso de Jesús del evangelio de hoy: de las palabras del Señor a Caín, pasando por la ley del Talión pasamos a una invitación a la dulzura, al comportamiento desinteresado y a la gratuidad de nuestras acciones: “Amad a vuestros enemigos” (…) “haced el bien y prestad sin esperar recompensa”. Y todo con el fin de imitar el comportamiento de Dios, a cuya imagen y semejanza hemos sido creados.

Los últimos consejos del texto nos pueden dar pie a pensar en un comportamiento interesado: “No juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis, y no seréis condenados; perdonad, y seréis perdonados; dad, y se os dará”. No es así. Con estas palabras Jesús no indica que este comportamiento es siempre tranquilizador para evitar el temor por nuestra parte a que nos juzguen o condenen. En realidad, estas últimos consejos han de ser relacionados con aquella otra afirmación de Jesús: “El que quiera salvar su vida, la perderá; y todo el que pierda su vida (desviviéndose por los demás) por causa de mí, la hallará” (Mt 16,25).

Oración sobre las ofrendas

Al celebrar tus misterios con la debida reverencia, te rogamos, Señor, que los dones ofrecidos en reconocimiento de tu gloria nos aprovechen para la salvación.  Por Jesucristo nuestro Señor.

Somos conscientes de que estamos celebrando y haciendo actuales los inescrutables designios de Dios con la humanidad, designios que convergen en la manifestación del amor divino en la vida, muerte y resurrección de Jesucristo. Es este misterio, culmen y meta de todos los misterios, lo que se actualiza en la Eucaristía. Con el pan y el vino ponemos en el altar toda nuestra existencia: los logros que, con la ayuda de Dios, hemos alcanzado; los fracasos que, debido a nuestra debilidad, nos han llevado en ocasiones a alejarnos de Él; nuestras crisis y decepciones en nuestro peregrinar por la vida. Al hacerlo, reconocemos el poder y la gloria de Dios. En esta oración, previa a la Consagración, manifestamos ante el Padre nuestro deseo de que este ofrecimiento repercuta en favor de nuestra salvación. Estamos tranquilos de que así será, pues así nos lo prometió el Señor la víspera de su pasión: “Lo que pidáis al Padre en mi nombre lo haré para que por el Hijo (por mí) se manifieste la gloria del Padre” (Jn 14,13).

Antífona de comunión 

Proclamo todas tus maravillas, me alegro y exulto contigo, y toco en honor de tu nombre, oh Altísimo.

Con las mismas o parecidas palabras celebró María la gracia de albergar en su seno al Hijo de Dios. Pues ¡ánimo! Unámonos a María al recitar esta antífona: con estas palabras, inspiradas por el Espíritu santo, nos predisponemos a recibir en nuestro corazón al Huésped Divino.

Oración después de la comunión

Concédenos, Dios todopoderoso, alcanzar el fruto de la salvación, cuyo anticipo hemos recibido por estos sacramentos. Por Jesucristo nuestro Señor.

Terminamos esta Eucaristía suplicando al Padre, de quien procede toda dádiva y todo don perfecto (Sat 1,17), que nos conceda la felicidad verdadera, aquélla en la que la tristeza, la incertidumbre y el temor han desaparecido para siempre. Esta felicidad no podemos al alcanzarla con nuestras solas fuerzas: es el regalo que Dios pensó para nosotros al ponernos en la existencia y del que, según su promesa, podemos gozar en esperanza, al unirnos a Cristo por la fe. La comunión que hemos recibido es ese momento de unión real con nuestro Salvador y, en consecuencia, con todos los hombres, a los Él desea incorporarlos a su persona. Vivamos ya hace desde ahora sustentados por los bienes imperecederos que nos esperan, ejercitando la alegría, la hermandad y el servicio desinteresado a nuestros hermanos necesitados. “El fruto del Espíritu es amoralegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí” (Gál 5, 22-23).

 

 

 

 

 

 

Domingo 6 Ordinario C

Sexto domingo del tiempo ordinario Ciclo C

 Antífona de entrada

           Sé la roca de mi refugio, oh, Dios, un baluarte donde me salve, tú que eres mi roca y mi baluarte; por tu nombre dirígeme y aliméntame (cf. Sal 30,3-4).

 Al iniciar esta eucaristía nos ponemos en los brazos del Padre y le pedimos que no permita que nos separemos de Él, que sea siempre Él la roca en cuyas hendiduras nos refugiemos, la fortaleza que nos salve de los peligros de irnos detrás de otros dioses, el maestro que nos guíe por el recto camino y el pastor que nos lleve a las praderas del amor, del amor que nos alimenta y en el que encontramos el verdadero reposo de nuestras almas.

 Oración colecta

           Oh, Dios, que prometiste permanecer en los rectos y sencillos de corazón, concédenos, por tu gracia, vivir de tal manera que te dignes habitar en nosotros. Por nuestro Señor Jesucristo.

           Los rectos y sencillos de corazón son aquéllos que deciden cumplir el primer mandamiento de la biblia: amar a Dios sobre todas las cosas. Es a éstos a los que se dirige Jesús con estas palabras: “Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él, y haremos morada en él” (Jn 14,23). Deseando que el Padre nos haga dignos de establecer su morada entre nosotros, le pedimos en esta primera oración de la Misa que nos conceda conformar nuestros pensamientos, sentimientos y acciones al proyecto que tiene con cada uno de nosotros. De esta forma, con las tres Personas divinas habitando en nuestro interior, daremos frutos de vida eterna: “El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto; porque separados de mí no podéis hacer nada” (Jn 15,5).

 Lectura del libro de Jeremías - 17,5-8

           Esto dice el Señor: «Maldito quien confía en el hombre, y busca el apoyo de las criaturas, apartando su corazón del Señor. Será como cardo en la estepa, que nunca recibe la lluvia; habitará en un árido desierto, tierra salobre e inhóspita. Bendito quien confía en el Señor y pone en el Señor su confianza. Será un árbol plantado junto al agua, que alarga a la corriente sus raíces; no teme la llegada del estío, su follaje siempre está verde; en año de sequía no se inquieta, ni dejará por eso de dar fruto».

          “Esto dice el Señor”, una manera de invitar a los oyentes a poner atención en la Palabra que se va a proclamar.. Es el mismo Dios el que, a través del escritor sagrado, va a manifestar su voluntad sobre un asunto que afecta de modo importante a los fieles. Nuestra mente, poniéndose en blanco, debe dejarse llevar por el recorrido de esta Palabra, leída o escuchada, para llenarse del pensamiento de Dios, una actitud que se debe actualizar, no sólo en la lectura de la Sagrada Escritura, sino también en las celebraciones litúrgicas y en la oración oficial de la Iglesia.

 

 “Maldito quien confía en el hombre, y busca el apoyo de las criaturas, apartando su corazón del Señor”.

 

          Estas duras expresiones del profeta necesitan una aclaración. ¿Podemos imaginarnos a Dios, que sólo busca nuestra felicidad y cuyo principal deseo es “que todos los hombres se salven”, maldiciendo al hombre? ¿Cómo compaginar esta actitud con su ser misericordioso y perdonador, tantas veces recordado en los salmos? ¿Cómo casar esta condena de Dios con aquella otra manifestación bíblica:“Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva" (Ez 18, 23)? O ¿las continuas intervenciones de Jesús en las parábolas y en los discursos, que hablan continuamente del plan benevolente de Dios con los hombres?: “Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia” (Jn 10,10); “No he venido para juzgar al mundo, sino para salvar al mundo” (Jn 12,47). 

Pero ‘el no apoyarse en las criaturas’ ¿significa que prescindamos los unos de los demás en nuestro caminar cristiano? De ningún modo. Ello choca con la voluntad de Dios, cuyo deseo principal es salvar al hombre, no individualmente, sino en pueblo, y en este caminar como pueblo, Dios quiere que nos apoyemos los unos a los otros, como nos aconseja el apóstol San Pablo: “Confortaos mutuamente y edificaos los unos a los otros” (1 Tes 5,11), siempre, por supuesto, que no nos apartemos del Señor, la roca segura a la que nos agarramos y en la que nos refugiamos. 

          Dicho esto, sí que podemos decir con Jeremías que el hombre que no pone en el Señor su confianza, que renuncia a alimentarse de la savia de la vida de Dios, “será como un cardo en la estepa”; será un hombre sin entusiasmo y sin proyectos que espera el momento de la muerte como un mal menor, un hombre  que ”habitará en un árido desierto” en el que la vida brilla por su ausencia.

          En cambio, el hombre que pone su confianza en el Señor “será como un árbol plantado junto al agua”, cuyas raíces, estimuladas por la humedad, se alargan buscando el agua de la vida. Este hombre no tendrá miedo cuando lleguen los momentos de sequedad, pues siempre podrá soportarlos e, incluso, sacará fuerzas de flaqueza para seguir dando frutos de buenas obras incluso en los momentos de crisis e incertidumbre. Recordamos aquellas palabras de Jesús al final de la fiesta de Las Tiendas: “Si alguno tiene sed, venga a mí, y beba; el que crea en mí. Como dice la Escritura: de su seno correrán ríos de agua viva. Esto lo decía refiriéndose al Espíritu que iban a recibir los que creyeran en él” (Jn 7,37-39). “El que crea en mí, hará él también las obras que yo hago, y las hará mayores aún, porque yo voy al Padre” (Jn 14,12); obras como las suyas, y aún mayores,  porque no somos nosotros los que las hacemos, sino el Espíritu Santo que obra en nosotros. Para ser árbol bueno que dé frutos buenos hemos de estar siempre junto a las corrientes del Agua de la Vida, bebiéndola en la Eucaristía y en el trato con el Señor en la oración y en nuestra constante relación con Él a través de nuestras tareas cotidianas (oración continua).

Salmo responsorial - 1

Dichoso el hombre que ha puesto su confianza en el Señor.

          La antífona con la que respondemos a las estrofas de este salmo, el primero del Salterio, resume todo lo que sigue a continuación y es como una síntesis de la vida cristiana: la única actitud importante, que incluye todo lo que debemos hacer como cristianos, es apoyarnos siempre en el Señor. Así lo reza este otro salmo: “El Señor es mi roca, mi amparo, mi libertador; es mi Dios, el peñasco en que me refugio. Es mi escudo, el poder que me salva, ¡mi más alto escondite!” (Sal 18,2).  

Dichoso el hombre que no sigue el consejo de los impíos, ni entra por la senda de los pecadores, ni se sienta en la reunión de los cínicos; sino que su gozo es la ley del Señor, y medita su ley día y noche.

          El salmista llama feliz al hombre que no se deja influir por el modo de pensar de los que viven sumergidos en el mal, es decir, no se aparta del camino que conduce a la unión con Dios; ni participa en las actividades perversas de los que caminan al margen de la voluntad de Dios; ni se reúne con los que disfrutan de sus triunfos malvados, sino que su único gozo lo pone en meditar “día y noche” la Palabra del Señor, en rumiar internamente la Revelación del Señor, como María, “que conservaba en su corazón todo lo que iba sucediendo en torno a su Hijo”. El salmista nos pone en la encrucijada de las dos direcciones que nos es dado elegir en nuestra vida: la que conduce a la felicidad y la que nos arrastra a nuestra perdición. Si elegimos el camino de la felicidad, tendremos el éxito desde el principio: cuantos más pasos demos en este camino, más nos acercaremos a ella. En cambio. Cuanto más recorrido hagamos en el camino de la perdición, cada vez tendremos más cerca la sensación de que hemos vivido una vida inútil y sin sentido, una vida que, llegada a su final, ya no tiene remedio.

Será como un árbol plantado al borde de la acequia: da fruto en su sazón y no se marchitan sus hojas; y cuanto emprende tiene buen fin.

          Otra vez aparece en la liturgia la comparación del hombre que marcha por el camino de Dios con el árbol que crece junto a las corrientes de agua. Como el árbol que “da fruto en su sazón y no se marchitan sus hojas”, así el hombre que es conducido por el Espíritu Santo producirá en todo momento frutos de vida eterna, frutos que se concretarán en obras de amor hacia sus semejantes, según el mandamiento nuevo que Cristo nos dio la víspera de su pasión: “Amaos unos a otros como yo os he amado” (Jn 13 34). 

No así los impíos, no así; serán paja que arrebata el viento. Porque el Señor protege el camino de los justos, pero el camino de los impíos acaba mal.

Frente al árbol frondoso, plantado al borde de la acequia, encontramos el plantado en tierra seca, en la que apenas hay humedad. Un árbol cuyas ramas y hojas son tan débiles, que el más mínimo vendaval las arranca, esparciéndolas por doquier. Así son los impíos, personas que, al no estar asentadas en el fundamento de la Palabra de Dios, viven al vaivén de sus caprichos y de los intereses egoístas que le sirve este mundo. Y es que la vida del hombre fiel es protegida por el Señor que, como buen Pastor, lo conduce  por el camino seguro y recto. En cambio. El hombre que no escucha la voz del Señor ni hace caso a los golpes de su cayado va de oscuridad en oscuridad hasta que se desorienta totalmente.

Lectura de la primera carta del apóstol san Pablo a los Corintios - 15,12. 16-20 

          Hermanos: Si se anuncia que Cristo ha resucitado de entre los muertos, ¿cómo dicen algunos de entre vosotros que no hay Resurrección. Pues si los muertos no resucitan, tampoco Cristo ha resucitado; y, si Cristo no ha resucitado, vuestra fe no tiene sentido, seguís estando en vuestros pecados; de modo que incluso los que murieron en Cristo han perecido. Si hemos puesto nuestra esperanza en Cristo solo en esta vida, somos los más desgraciados de toda la humanidad. Pero Cristo ha resucitado de entre los muertos y es primicia de los que han muerto.  

          Pablo se queda sin palabras cuando se entera de que algunos hermanos de la comunidad de Corintio dicen que “no hay resurrección de los muertos”, un error gravísimo, ya que, de ser así, se viene abajo toda la fe cristiana. Y es que, si los muertos no resucitan, tampoco resucitó Cristo, y si Cristo no resucitó, es falso que sea nuestro Salvador y liberador del pecado y no es verdad que haya dado un sentido a nuestra vida. Como digo, nuestra vida de fe se tambalea y cae como un castillo de naipes: “Si Cristo no ha resucitado, vuestra fe no tiene sentido, seguís estando en vuestros pecados e incluso los que han muerto en Cristo han perecido”. Aún más: “Si hemos puesto nuestra esperanza en Cristo sólo en esta vida, somos los más desgraciados de todos los hombres”. Es, por tanto, un absurdo anunciar que Cristo ha resucitado y, al mismo tiempo, afirmar que los muertos no resucitan.

Los corintios no dudan de la fe en Cristo resucitado, pero, al parecer, algunos de ellos no han sacado las lógicas consecuencias de la resurrección de Cristo. En nuestras comunidades cristianas nadie pone en duda que Jesús padeció, murió, fue sepultado y resucitó al tercer día, pero nos acosan serias dudas sobre nuestra propia resurrección, algo que atenta contra la meta a la que estamos destinados: vivir eternamente con Cristo en el cielo. Se trata del mismo núcleo de la predicación apostólica: Si Cristo ha resucitado, también los que nos hemos incorporados a Él por el bautismo resucitaremos. Por el contrario. Si Cristo no ha resucitado, habría sido un pobre desgraciado, condenado a muerte y ejecutado como tantos otros, habría muerto para nada y de nada nos hubiera salvado y todas sus promesas quedarían reducidas a piadosos deseos.

En cambio, si Cristo ha resucitado (y así lo creemos firmemente por el testimonio de quienes lo han visto vivo), entonces podemos afirmar que Él es nuestro Salvador, el Enviado de Dios; que todo lo que nos prometió es verdadero, en concreto, la promesa del Espíritu Santo que daría a los que creyeran en Él; que gracias a este Espíritu somos una sola cosa con Él y, en consecuencia, que todo lo que le pase a Él nos pasará igualmente a nosotros: “Si hemos muerto con él, también viviremos con él; si sufrimos con Él, también reinaremos con Él” (2Tm 2,11-12).

Aclamación al Evangelio

          Aleluya, aleluya, aleluya. Alegraos y saltad de gozo –dice el Señor–, porque vuestra recompensa será grande en el cielo.

Lectura del santo evangelio según san Lucas - 6,17. 20-26

          En aquel tiempo, Jesús bajó del monte con los Doce, se paró en una llanura con un grupo grande de discípulos y una gran muchedumbre del pueblo, procedente de toda Judea, de Jerusalén y de la costa de Tiro y de Sidón. Él, levantando los ojos hacia sus discípulos, les decía: «Bienaventurados los pobres, porque vuestro es el reino de Dios. Bienaventurados los que ahora tenéis hambre, porque quedaréis saciados. Bienaventurados los que ahora lloráis, porque reiréis. Bienaventurados vosotros cuando os odien los hombres, y os excluyan, y os insulten y proscriban vuestro nombre como infame, por causa del Hijo del hombre. Alegraos ese día y saltad de gozo, porque vuestra recompensa será grande en el cielo. Eso es lo que hacían vuestros padres con los profetas. Pero ¡ay de vosotros, los ricos, porque ya habéis recibido vuestro consuelo! ¡Ay de vosotros, los que estáis saciados, porque tendréis hambre! ¡Ay de los que ahora reís, porque haréis duelo y lloraréis! ¡Ay si todo el mundo habla bien de vosotros! Eso es lo que vuestros padres hacían con los falsos profetas».

El evangelio de hoy es como la culminación del texto de Jeremías de la primera lectura. El profeta nos hablaba de la maldición de que será objeto el hombre que busca el apoyo de las criaturas, apartando su corazón del Señor” -será como un cardo en la estepa- y de la bendición de quien confía en el Señor y pone en el Señor su confianza” -será como un árbol plantado junto al agua-. Es de lo mismo de lo que nos habla Jesús en el relato de las bienaventuranzas, en esta ocasión en la versión de San Lucas,

          Son cuatro las bendiciones que el Señor regala a los que, renunciando a su propia voluntad, deciden seguir en todo momento el querer de Dios. A éstas les sigue cuatro maldiciones dirigidas a los que se aferran a una vida cerrada en sí misma en la que Dios no cuenta.

Las buenaventuras, tanto en la versión de Lucas como en la versión de a san Mateo son como la Carta Magna del Reino mesiánico y también la culminación de la Ley antigua, dada por Dios a Moisés en el Monte Sinaí. Si en ésta, escrita en tablas de piedra, Dios se sirvió de intermediarios -de Moisés-, ahora es el mismo Hijo de Dios el que, como supremo legislador, se comunica directamente con los hombres para hablarles de un Dios amoroso y cercano, de un Dios que se desvive por todos sus hijos, especialmente por los pobres, los humildes y los atribulados.

“Felices los pobres” 

          Felices los que, por carecer de todo, y no sólo de lo material, tienen puesta toda su esperanza y confianza en el Dios “que alimenta a los pájaros del cielo y viste a los lirios del campo” (Mt 6,26.28). Con los “pobres” Jesús se está refiriendo a aquellas personas que, pertenecientes o no al pueblo elegido, han puesto toda su esperanza en Dios porque han comprendido que Dios es su única riqueza. Una riqueza que se encierra en la promesa del Reino de Dios,  el cual “no es comida ni bebida, sino justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo” (Rm 14,17). Con esta justicia. paz y gozo seremos premiados, no sólo en la otra vida, sino ya en nuestra realidad presente, siempre que pongamos toda nuestra confianza en el Señor. 

Bienaventurados los que ahora tenéis hambre”

        El hambre de la que habla Jesús es el hambre de Dios, el deseo de que sea Dios quien dirija nuestra vida para que reinen en ella la justicia, la paz y el amor. San Mateo aclara el correcto significado de esta bienaventuranza, formulándola de esta manera: “Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados” (Mt 5,6). 

Hambre de Dios - Deseo de Dios: la segunda bienaventuranza de San Lucas podría ser formulada de esta otra manera: Bienaventurados los que desean a Dios, porque serán agraciados con su presencia.

          “Bienaventurados los que ahora lloráis, porque reiréis”

          El llanto al que se refiere Jesús, y que lleva aparejado el consuelo del cielo, no es la aflicción propia de este mundo. Se trata de un vivir afligido por el pecado -por el propio y por el ajeno-, de sufrir por una sociedad que prescinde de la existencia de Dios, de padecer por las injusticias y las escandalosas desigualdades de nuestro mundo. Es ésta la aflicción que dará lugar a la paz y a la alegría por la certeza en la promesa de Dios de que el mal será definitivamente vencido. El consuelo que nos proporciona este mundo no hace dichoso al hombre; el que le pacifica el corazón es el consuelo eterno que nos prometió el Padre desde el principio de los tiempos. Y, en este sentido, hay que deplorar más la actitud del que obra el mal que la situación del que tiene que sufrir por causa del malvado. Y es que al injusto su malicia le hunde en el castigo, mientras que al justo su paciencia lo lleva a la gloria. 

Bienaventurados vosotros cuando os odien los hombres, os excluyan, y os insulten (…) por causa del Hijo del hombre”

Son felices también los que son odiados, insultados, excluidos e infamados por defender con sus palabras y sus obras la persona y la causa de Jesús. Éstos disfrutarán de una alegría indescriptible y así nos lo asegura el Señor en este fragmento bíblico: “Alegraos ese día y saltad de gozo, porque vuestra recompensa será grande en el cielo”. Los mártires, testigos hasta la muerte de la causa de Cristo, soportaban con gozo todo tipo de vejaciones y sufrimientos porque en los mismos experimentaban la fuerza de quien les había liberado de las cadenas opresoras de este mundo: “Por amor a Cristo me gozo en las debilidades, en afrentas, en necesidades, en persecuciones, en angustias; porque cuando soy débil, entonces soy fuerte” (2 Cor 12,10) 

Se podría decir que las Bienaventuranzas, como parte del sermón del monte, o del llano según Lucas, son la carta magna del Reino de Dios, la buena noticia que Jesús anuncia a los pobres, la síntesis de las promesas de Dios a Israel y a la humanidad y, por eso, la clave de nuestra auténtica felicidad. Son asimismo los criterios con los que Dios juzga y actúa, criterios que rompen completamente nuestra lógica mundana, criterios según los cuales son “dichosos” aquéllos a los que el mundo considera “desgraciados”.

          Las bienaventuranzas deben ser aplicadas en primer lugar a Jesús, el pobre por excelencia que muere en la indigencia y el abandono. Así nos lo comenta Benedicto XVI en su libro Jesús de Nazaret:  “Quien las lee atentamente descubre que las Bienaventuranzas son como una velada biografía interior de Jesús, como un retrato de su figura. Él, que no tiene donde reclinar la cabeza (cf. Mt 8, 20), es el auténtico pobre; Él, que puede decir de sí mismo: Venid a mí, porque soy sencillo y humilde de corazón (cf. Mt 11, 29), es el realmente humilde; Él es verdaderamente puro de corazón y por eso contempla a Dios sin cesar. Es constructor de paz, es aquél que sufre por amor de Dios: en las Bienaventuranzas se manifiesta el misterio de Cristo mismo, y nos llaman a entrar en comunión con El” (Jesús de Nazaret I, cap. IV, Ap. 1). 

¡Ay de vosotros, los ricos”

Para terminar, y como contrapunto a las bendiciones que Dios hace a los pobres, hambrientos, satisfechos y sufridos, Jesús considera desgraciados a los que viven apegados a las riquezas. a los que no necesitan que Dios alimente sus vidas, a quienes viven en un permanente estado de satisfacción y alegría y a aquéllos que buscan el prestigio social a costa de no comprometerse con la verdad del Evangelio.

-        Los que viven apoyados en los bienes materiales quedarán -y quedan ya- en el ‘vacío’ y en el sinsentido más absoluto, pues estos bienes son como los ídolos del salmista: “Tienen boca y no hablan, tienen ojos y no ven” (Sal 115,5). El consuelo que de ellos reciben es pasajero, engañoso y fraudulento. 

-        Los que no necesitan del sustento de Dios viven en la permanente mentira de creerse llenos de todo, cuando, en realidad, se encuentran sin ilusiones y sin ningún tipo de proyecto que valga la pena. Éstos están realmente muertos a la verdadera vida: “Yo soy la vid y vosotros los sarmientos. El que permanece en mí, como yo en él, dará mucho fruto; separados de mí no pueden ustedes hacer nada”(Jn 15,5).

-        Lo mismo hay que decir de los satisfechos. Su alegría es sólo aparente e inconstante, pues, al no brotar de fundamentos sólidos, está al vaivén de las circunstancias cambiantes del vivir mundano: “Son como la paja que arrebata el viento” (Sal 1,4). Muy pronto su risa se cambia en llanto.

-        Y están, por último, aquellos cuyo principal empeño en la vida es tener buena fama, que todos hablen bien de ellos, a costa de no comprometerse con la verdad del Evangelio. Éstos se pierden la alegría que Jesús prometió a quienes sufren la incomprensión por parte de los enemigos de la Palabra de Dios:: “Vosotros estáis tristes ahora, pero volveré a veros y se alegrará vuestro corazón y vuestra alegría nadie os la podrá quitar” (Jn 16,22).

Jesús hace estas cuatro advertencias porque conoce bien la tendencia del ser humano a buscar su felicidad en los bienes materiales, en el reconocimiento social, en el poder, en la ausencia de compromisos. Con ellas, que recorren de una u otra forma el Evangelio de San Lucas, nos advierte del peligro de asentar nuestra felicidad en caminos que no llegan a ninguna parte.

Oración sobre las ofrendas

          Señor, que esta oblación nos purifique y nos renueve, y sea causa de eterna recompensa para los que cumplen tu voluntad. Por Jesucristo, nuestro Señor.

El cumplimiento de la voluntad en Dios en todo es el alimento que sostiene nuestra vida: “Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra” (Jn 4,34). Pero la tentación de actuar según nuestros gustos y caprichos se empeña en llevarnos por un camino alejado de los planes de Dios. En esta oración de ofertorio pedimos al Padre que el pan y el vino que el sacerdote ofrece a Dios en nombre de toda la Iglesia nos dispongan espiritualmente para abandonar definitivamente nuestra vida de pecado y para vivir la santidad que corresponde a los hijos de Dios, regenerados por Cristo en el bautismo. Esa será nuestra recompensa y la de todos los que no tienen otro deseo en su vida que aceptar y llevar a cabo la voluntad de Dios sobre la humanidad.

Antífona de comunión

          Comieron y se hartaron, así el Señor satisfizo su avidez; no los defraudó según su deseo (cf. Sal 77,29-30).

          O bien: 

          Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna (Jn 3,16). 

Oración después de la comunión 

          Alimentados con las delicias del cielo, te pedimos, Señor, que procuremos siempre aquello que nos asegura la vida verdadera. Por Jesucristo, nuestro Señor

“Éste es mi Hijo amado en quien he puesto todas mis complacencias” (Mt 17,5). Así habló el Padre desde la nube para presentar al mundo a su Enviado Jesucristo y así habló también mientras nuestro Señor emergía de las aguas del Jordán (Mt 3,17). Jesús no sólo hace las delicias del Padre, sino también las de los hombres, particularmente las de sus seguidores: “Estas cosas os he hablado, para que mi gozo esté en vosotros, y vuestro gozo sea cumplido” (Jn -5,11). La víspera de su pasión y muerte quiso convertirse en alimento y manjar que cura nuestras dolencias y nos hace participar de su misma vida. Una vez que nos hemos alimentado de este sabroso manjar y, después de darle gracias, le pedimos al Señor que no permita que nos separemos de Él, la Vida y la Luz del mundo.