La Presentación del Señor en el templo
Antífona de entrada (Sal 48,10-11)
Oh, Dios, meditamos tu misericordia en medio de tu templo: como tu Nombre, oh, Dios, tu alabanza llega al confín de la tierra. Tu diestra está llena de justicia.
Unidos a José y María, comenzamos esta Eucaristía contemplando el amor misericordioso de Dios, que se manifiesta en la insignificancia de un recién nacido. A Dios no lo encontramos en los grandes fastos de este mundo, sino en la humildad de quienes, sin tener nada, se someten a las leyes de los hombres. El poder de Dios está en la debilidad; su grandeza, en la pequeñez. Esta grandeza y este poder son reconocidos en el corazón de todos los hombres de buena voluntad: “Tu alabanza llega al confín de la tierra”
Oración colecta
Dios todopoderoso y eterno, rogamos humildemente a tu majestad que, así como tu Hijo Unigénito ha sido presentado hoy en el templo en la realidad de nuestra carne, nos concedas, de igual modo, ser presentados ante ti con el alma limpia. Por nuestro Señor Jesucristo.
Nos dirigimos al que todo lo puede para implorarle que, así como Jesús niño fue presentado a su Padre, en su condición de hombre mortal, nos haga capaces también a nosotros de presentarnos ante Él santos e inmaculados en el amor, según el plan que había diseñado para cada uno de nosotros antes de que el mundo existiese (Ef 1,4). Esta santidad y ausencia de culpa la realizamos, junto con Cristo -al que estamos íntimamente unidos- en el servicio desinteresado a nuestros hermanos, evitando todo aquello que pueda dañarles, y prestándoles una continuada ayuda en sus necesidades materiales y espirituales. “En esto conocemos lo que es el amor: en que Jesucristo entregó su vida por nosotros. Así también nosotros debemos entregar la vida por nuestros hermanos” (1 Jn 3,16).
Lectura de la profecía de Malaquías 3, 1-4
Así habla el Señor Dios.
Yo envío a mi mensajero, para que prepare el camino delante de mí. Y en seguida entrará en su Templo el Señor que ustedes buscan; y el Ángel de la alianza que ustedes desean ya viene, dice el Señor de los ejércitos. ¿Quién podrá soportar el Día de su venida? ¿Quién permanecerá de pie cuando aparezca? Porque Él es como el fuego del fundidor y como la lejía de los lavanderos. Él se sentará para fundir y purificar: purificará a los hijos de Leví y los depurará como al oro y la plata; y ellos serán para el Señor los que presentan la ofrenda conforme a la justicia. La ofrenda de Judá y de Jerusalén será agradable al Señor, como en los tiempos pasados, como en los primeros años.
En el capítulo anterior a esta lectura el profeta describe con todo detalle las abominaciones que diariamente cometen muchos de los responsables de mantener el culto y el espíritu de la Alianza: “¿Por qué obrar pérfidamente unos con otros, quebrantando el pacto de nuestros padres?” (2,11). Y unos versículos anteriores: “Vosotros (se refiere a los sacerdotes y responsables del pueblo) os habéis apartado del camino, y habéis hecho tropezar a muchos en la Ley y habéis pervertido el pacto de Leví” (Mal 2, 9).
Ante este panorama de corrupción moral y religiosa, Malaquías, dirigiéndose a los que en su corazón desean la venida del Señor -“del Ángel de la Alianza”- les anuncia un próximo futuro que será precedido y preparado por un mensajero enviado por el Señor: “Yo envío a mi mensajero, para que prepare el camino delante de mí”. Un futuro en el que Dios se hará presente y conseguirá la reparación de las injusticias cometidas contra la Alianza y la justicia divina. Este futuro será especialmente tranquilizante y esperanzador para los que soportan las injusticias de los jefes de Israel. Éstos, en cambio, sufrirán una gran angustia ante el temor de verse descubiertos y juzgados por sus perversas actuaciones: “¿Quién permanecerá de pie cuando aparezca?” (…) “Él se sentará para fundir y purificar: purificará a los hijos de Leví y los depurará como al oro y la plata”. Con la presencia del Señor desaparecerá la hipocresía y aparecerán a la luz las actitudes perversas de los corazones, generando un temor entre unos y otros: “¿Quién podrá soportar el Día de su venida?”
En resumen. El profeta anuncia la llegada de Dios, que viene a purificar a su pueblo con el fin de volver a entablar los sentimientos íntimos con Él, sentimientos que nunca debieron perderse. Su obra depuradora se ejercerá, sobre todo, sobre la clase sacerdotal, es decir, sobre los descendientes de Leví, a los que, en muchas ocasiones, había echado en cara su infidelidad e irresponsabilidad en el cumplimiento de su misión. Yahvé va a actuar como fuego y como lejía para lavar y acrisolar los valores de la clase sacerdotal, de forma que subsistan sólo los que sean dignos y fieles a su ministerio. Éstos, después de la purificación realizada por el Señor, podrán presentar sus oblaciones en justicia y con las debidas disposiciones morales. Es entonces cuando se podrá hablar de perfección en el culto y en las ofrendas como acciones en las que se complacerá el Señor: “La ofrenda de Judá y de Jerusalén será agradable al Señor, como en los tiempos pasados, como en los primeros años”.
A la purificación de la clase sacerdotal -se cuenta en el versículo siguiente (omitido en esta lectura)-, seguirá la purificación de toda la sociedad judía, en la que proliferaban los hechiceros, los adúlteros y los opresores de los débiles y desvalidos.
Este breve texto de Malaquías apunta hacia la venida de Cristo, el definitivo mensajero del Padre que lleva a cabo la definitiva purificación de la humanidad, mediante la entrega de su vida en la cruz. Con Cristo culmina -aunque para nosotros todavía en fe y esperanza- la realización del proyecto original de Dios, por el que “nos ha elegido en él (en Cristo) antes de la fundación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor“ (Ef 1,4). Estas palabras de Malaquías son para nosotros una invitación a disponer nuestros corazones al Señor, que se hace presente a nuestra vida en los sacramentos, en la oración y en nuestros hermanos necesitados; una llamada a vivir en un permanente estado de preparación y de santidad, dando abundantes frutos de amor; a anticipar el día en que estaremos ante el Señor, purificados y hechos justos por su gracia y a disfrutar, ya desde ahora, de los bienes futuros a los que estamos destinados. De esta forma haremos realidad en esta vida presente la exhortación de San Pablo de “presentar nuestros cuerpos como ofrenda viva, santa y agradable a Dios” (Rm 12,1), exhortación que, en el contexto de Malaquías y como prefiguración del tiempo de la Iglesia, hiciera el autor de nuestra lectura: “Ellos serán para el Señor los que presentan la ofrenda conforme a la justicia”.
Salmo responsorial - 23, 7-10
El Rey de la gloria es el Señor de los ejércitos.
¡Puertas, levanten sus dinteles, levántense, puertas eternas, para que entre el Rey de la gloria!
¿Y quién es ese Rey de la gloria? Es el Señor, el fuerte, el poderoso, el Señor poderoso en los combates.
¡Puertas, levanten sus dinteles, levántense, puertas eternas, para que entre el Rey de la gloria!
¿Y quién es ese Rey de la gloria? El Rey de la gloria es el Señor de los ejércitos.
A esta lectura respondemos con los cuatro últimos versículos del salmo 23, un salmo que, según muchos exégetas, se redactó con motivo de llevar procesionalmente el Arca Sagrada a su lugar definitivo: el templo de Jerusalén. Ante de comenzar la procesión, alguien, probablemente el sacerdote que la preside, entona un breve himno con el que aclama al Señor Creador y Dueño absoluto de la tierra y de todos las que la pueblan (versículos omitidos en la liturgia de hoy). Cuando la comitiva se acerca al templo, alguien pregunta en voz alta por las condiciones que se requieren para entrar en el recinto sagrado. Un sacerdote responde con estas palabras: “El hombre de manos inocentes y puro corazón, aquél que no da culto a los ídolos ni jura contra el prójimo en falso” (versículo 4, también omitido).
Al llegar a la explanada del mismo templo, se desata la emoción colectiva y alguien grita a todo pulmón: “¡Puertas, levanten sus dinteles, levántense, puertas eternas, para que entre el Rey de la gloria!” (No es que se levanten los dinteles: es una forma hiperbólica y poética de decir que ‘se abran las puertas de par en par). Otro miembro del grupo, no pudiendo contener la alegría, alza entusiasmado la voz con esta pregunta a la comitiva: “¿Quién es ese Rey de la gloria?”.
Todos a una sola voz, como si quisieran ser oídos por todo el pueblo y para que pasen envidia los pueblos vecinos, responden: “Ese Rey de la gloria es el Señor, el fuerte, el poderoso, el Señor poderoso en los combates”. Con esta respuesta quieren resaltar el poderío y la fuerza del Dios de Israel, como dueño absoluto de todo; el Fuerte, en cuanto que mantiene con constancia y valentía su fidelidad a los hombres; el Poderoso, por sobreponerse a todas las potencias de este mundo; el Vencedor en los combates, en cuanto que sale siempre triunfante de todos los que rebelan contra Él.
Este rey de la Gloria, el Dios Creador del cielo y de la tierra, se ha hecho próximo a nosotros en Cristo, el Dios hecho hombre. Es en Cristo donde apreciamos el verdadero señorío de la Divinidad, la indiscutible fortaleza y la plenitud de todo poder. Un señorío que, a diferencia de los grandes de este mundo, se realiza en su abajarse hasta ponerse en el último lugar para, desde allí, servir a todos: “Cristo, a pesar de su condición divina no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo pasando por uno de tantos” (Fil 2,6-7).
Este esplendor de nuestro Dios se manifiesta, no sólo en las grandes liturgias de las grandes catedrales, sino también, y principalmente, en la humildad de nuestros templos. Más aún. En éstos podemos contemplar, quizá con más claridad para nosotros, al Señor que -ya los hemos dicho muchas veces en nuestros comentarios- manifiesta su grandeza en la pequeñez, su fuerza en la debilidad y su señorío en el servicio desinteresado a los más desprotegidos. Justamente en estos hermanos nuestros podemos contemplar, como lo hicieron Simeón y Ana con un pobre niño reciennacido, al Señor de los cielos y de la tierra en su más auténtica realidad.
Lectura de la carta a los Hebreos - 2, 14-18
Ya que los hijos tienen una misma sangre y una misma carne, Jesús también debía participar de esa condición, para reducir a la impotencia, mediante su muerte, a aquel que tenía el dominio de la muerte, es decir, al diablo, y liberar de este modo a todos los que vivían completamente esclavizados por el temor de la muerte. Porque Él no vino para socorrer a los ángeles, sino a los descendientes de Abraham. En consecuencia, debió hacerse semejante en todo a sus hermanos, para llegar a ser un Sumo Sacerdote misericordioso y fiel en el servicio de Dios, a fin de expiar los pecados del pueblo. Y por haber experimentado personalmente la prueba y el sufrimiento, Él puede ayudar a aquellos que están sometidos a la prueba.
Esta carta, dirigida a los creyentes en Cristo procedentes del judaísmo, está escrita en un contexto de persecución contra los judíos convertidos a Cristo por parte de sus compatriotas que, por no pertenecer socialmente al rango sacerdotal -Jesús procedía legalmente de la tribu de Judá- negaban a Cristo el mesianismo.
La relación entre Dios y el pueblo en la antigua alianza no podía ser directa, pues Dios, por su inmenso poder y santidad, es del todo inaccesible al hombre pecador. Se necesitaba de un mediador que pusiese en contacto estos extremos. Ésta fue la función que realizó Moisés durante la marcha del pueblo por el desierto. Y fue esta misma misión la que Moisés encomendó a la Tribu de Leví y, de modo especial, a la familia de Aarón. El sacerdote tenía que ser un miembro del pueblo -en este caso de la tribu de Leví- y, al mismo tiempo, estar dotado de un determinado grado de santidad (de separación) para que, estando próximo al Altísimo, pudiese interceder ante Dios por los pecados del pueblo y transmitir a éste las bendiciones divinas.
El autor de la carta reconoce que Cristo no podía por ley arrogarse la dignidad sacerdotal y mucho menos la de Sumo Sacerdote, pues no era de la tribu de Leví ni, por supuesto, de la familia de Aarón. Pero sí lo podemos entroncar con Melquisedec, un rey-sacerdote que vivió dieciocho siglos antes de Cristo y que, al encontrarse con Abraham, que venía de vencer a los reyes vecinos, ofreció al Altísimo pan y vino en acción de gracias por la victoria conseguida (Gén 14, 18-20) y aceptó por parte del patriarca el diezmo de las riquezas logradas en la batalla. De este acontecimiento, se hace eco el autor de la carta a los Hebreos para fundamentar, junto con el salmo 109, el sacerdocio de Jesucristo, un sacerdocio no recibido por los hombres ni sujeto a las prescripciones de la ley mosaica, sino establecido directamente por Dios para Él: “Los otros sacerdotes fueron nombrados sin juramento, pero éste (Jesucristo) fue nombrado por el juramento de Aquél que dijo: El Señor lo ha jurado y no se arrepentirá: ‘Tú eres sacerdote para siempre según el ir en de Melquisedec’” (Heb 7,21).
El texto de hoy insiste en resaltar las condiciones que unían a Jesús con los hombres, con los “descendientes de Abraham”. Haciéndose semejante a los hombres en la carne y en la sangre, asumió como propias todas las consecuencias de la naturaleza humana: las limitaciones, las debilidades, los sufrimientos y hasta las tentaciones. Y no sólo eso. Jesús quiso vivir en el estrato más humilde de la humanidad, haciéndose pobre con los pobres de la sociedad en la que vivió; de hecho, su nacimiento tuvo lugar en el sitio más humilde que podríamos imaginar y de él son estas palabras que nos indican que no sólo nació pobre, sino que también vivió en la pobreza: “Las zorras tienen madrigueras (cuevas) y las aves del cielo nidos, pero el Hijo del Hombre no tiene dónde recostar la cabeza” (Mt 8,20). Éste es el verdadero sentido de la Encarnación: “La Palabra se hizo carne” (Jn 1).
¿Con qué fin decidió el Hijo de Dios hacerse hombre? No se hizo hombre para remediar la suerte de los ángeles, pues éstos, al estar siempre en la presencia de Dios, no necesitaban de salvación. Se hizo hombre para socorrer a que los estaban sumergidos en el fango del pecado, es decir, a los hombres. Más concretamente -así nos lo dice la lectura- “para reducir a la impotencia, mediante su muerte, a aquel que tenía el dominio de la muerte, es decir, al diablo”. Desde que se instaló el pecado en el mundo, el diablo tenía el imperio sobre la muerte, pero, por mucho que lo intentó, no consiguió mermar en lo más mínimo la santidad de Jesús que, al morir destruyó definitivamente el pecado y, con él, el temor a la muerte que tenía aprisionado (esclavizado) al hombre. El Padre, después de haber consentido que Jesús probase la muerte y la sepultura, lo resucitó de entre los muertos y ello supuso el triunfo definitivo de la Vida. No nos extraña que el fariseo convertido en seguidor de Cristo, San Pablo, exclamase lleno de entusiasmo: “¿Dónde está, oh muerte, tu victoria? ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? (1 Cor 15, 55).
Esta victoria de Jesús sobre la muerte se ha convertido por nuestra incorporación a Él en nuestra victoria: “Gracias sean dadas a Dios, que nos da la victoria por nuestro Señor Jesucristo!” (1 Cor 57). No es que haya desaparecido para nosotros la muerte física, pero sí ha sido destruido el temor a la muerte que nos tenía esclavizados. Por esta desaparición del temor a la muerte podemos abordar nuestra muerte con la alegría de quien espera encontrar tras ella la verdadera dicha. Así lo sentía San Pablo y, por el mismo motivo, podemos sentirlo nosotros: “Para mí la vida es Cristo, y la muerte, una ganancia” (Fil 1,21).
Hasta que llegue este momento de incorporarnos definitivamente a Cristo, vivimos en esta tierra desempeñando la tarea de acrecentar el Reino de Dios con el testimonio de nuestra palabra y las buenas obras que el Señor nos conceda realizar, pero también con la certeza de que Él, que conoce por experiencia nuestras debilidades, las pruebas a las que somos sometidos y los sufrimientos y tribulaciones que nos acompañan -pues también lo acompañaron a Él-, intercede continuamente por nosotros ante el Padre como Sumo Sacerdote “misericordioso y fiel”. Por nosotros, que somos sus hermanos en la carne y en la sangre.
Aclamación al Evangelio - Lc 2, 32
Aleluia. Luz para iluminar a los paganosy gloria de tu pueblo Israel.
Aleluia.
Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Lucas 2, 22-40
Cuando llegó el día fijado por la Ley de Moisés para la purificación de ellos, llevaron al niño a Jerusalén para presentarlo al Señor, como está escrito en la Ley: "Todo varón primogénito será consagrado al Señor". También debían ofrecer en sacrificio un par de tórtolas o de pichones de paloma, como ordena la Ley del Señor.
Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, que era justo y piadoso, y esperaba el consuelo de Israel. El Espíritu Santo estaba en él y le había revelado que no moriría antes de ver al Mesías del Señor. Conducido por el mismo Espíritu, fue al Templo, y cuando los padres de Jesús llevaron al niño para cumplir con él las prescripciones de la Ley, Simeón lo tomó en sus brazos y alabó a Dios, diciendo: «Ahora, Señor, puedes dejar que tu servidor muera en paz, como lo has prometido, porque mis ojos han visto la salvación que preparaste delante de todos los pueblos: luz para iluminar a las naciones paganas y gloria de tu pueblo Israel.» Su padre y su madre estaban admirados por lo que oían decir de Él. Simeón, después de bendecirlos, dijo a María, la madre: «Este niño será causa de caída y de elevación para muchos en Israel; será signo de contradicción, y a ti misma una espada te atravesará el corazón. Así se manifestarán claramente los pensamientos íntimos de muchos.»
Había también allí una profetisa llamada Ana, hija de Fanuel, de la familia de Aser, mujer ya entrada en años, que, casada en su juventud, había vivido siete años con su marido. Desde entonces había permanecido viuda, y tenía ochenta y cuatro años. No se apartaba del Templo, sirviendo a Dios noche y día con ayunos y oraciones. Se presentó en ese mismo momento y se puso a dar gracias a Dios. Y hablaba acerca del niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén.
Después de cumplir todo lo que ordenaba la Ley del Señor, volvieron a su ciudad de Nazaret, en Galilea. El niño iba creciendo y se fortalecía, lleno de sabiduría, y la gracia de Dios estaba con él.
Jesús fue circuncidado a los ocho días de nacer. A partir de este hecho su madre debía permanecer treinta y tres días sin salir de casa con el fin de purificar la sangre derramada en el parto. A los cuarenta días de su nacimiento tiene lugar la presentación de Jesús en el templo y la Purificación de María. La ley del Levítico prescribe que, como sacrificio por la purificación, se debía ofrecer un cordero y una paloma y, cuando se trataba de familias pobres, dos tórtolas o dos pichones. Éste era el caso de la familia formada por José, María y Jesús. San Lucas, en cuyo Evangelio figura como uno de los centros de interés el tema de la pobreza, nos da a entender que la familia de Jesús se contaba entre los pobres de Israel y, por ello, entre aquéllos en los que mejor podía madurar el cumplimiento de las promesas. En la purificación de María nos llama también la atención el hecho de que la mujer que trajo la purificación al mundo y no necesitaba, por ello, de ser purificada por el parto de Jesús, obedece a la ley, sirviendo, de esta forma, al cumplimiento de las promesas: “Cuando vino la plenitud del tiempo, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley” (Gal 4,4). La ley del Levítico contemplaba también que había que pagar una determinada cantidad de dinero para rescatar al primogénito de la consagración al Señor. Probablemente San Lucas, al no mencionar este rescate del Niño Jesús, querría significar que Jesús no ha vuelto a la propiedad de sus padres, sino que ha sido entregado a Dios personalmente y asignado como propiedad suya.
En el momento en que María y José entran en el templo hacen su aparición dos personajes singulares: el viejo profeta Simeón y la profetisa Ana. Al primero, hombre bueno, religioso y asiduo oyente de la Palabra de Dios, “que esperaba con ansia la consolación de Israel”, le había inspirado el Espíritu Santo que no moriría sin conocer al Mesías. Este hombre, dotado del carisma de la profecía, reconoce al Niño, lo coge en sus brazos, alaba a Dios y le da gracias por haber cumplido su promesa: “Ahora, Señor, según tu promesa puedes dejar a tu siervo irse en paz, porque mis ojos han visto a tu Salvador”. Este niño -sigue diciendo Simeón-, gloria y orgullo del pueblo de Israel, será la Luz que iluminará a todos los pueblos. Bendice, a continuación a sus padres y, dirigiéndose a María, pronuncia unas palabras premonitorias sobre la suerte que correrán el Niño y ella: Jesús será un signo de contradicción que dividirá a los hombres -o con Él o contra Él- y ante el cual unos se levantarán -lo aceptarán- y otros se hundirán -lo rechazarán-, como de hecho así ocurrió. A María una espada la atravesará el corazón y ello hará que aparezcan los pensamientos de muchos corazones. La tradición ha relacionado esta profecía de Simeón con el pasaje de María junto a la cruz del Evangelio de San Juan y la consiguiente devoción a la Virgen de los dolores, si bien esta interpretación no estaba, según la mayoría de los exégetas, en su mente. No obstante, queda clara la incorporación de María a la suerte de su hijo de tal forma, que la teología ha podido llamarla corredentora.
Ana, una mujer de avanzada edad, que guardaba una virginidad permanente desde su juventud y pertenecía, como Simeón, al resto de los pobres de Yahvé, era una más de los que aguardaban con sinceridad la consolación de Israel. Cuando reconoce en los brazos de María y de Simeón al Esperado, salta de gozo, alaba al Señor y -una lección para todos nosotros- no se cansa de hablar del Niño a todas las personas con las que se encontraba.
San Lucas, una vez concluido el episodio del templo, se limita a decirnos que, cumplidos todos los requisitos que mandaba la ley, José y María marcharon con el Niño a Nazaret. Allí creció Jesús y allí se hizo fuerte en sabiduría y “la gracia de Dios estaba con Él”.
De Jesús no volveremos a saber más hasta el momento en el que sus padres lo encuentran en el templo a la edad de 12 años. Después, los evangelios guardan silencio sobre el Hijo de Dios hasta el inicio de su vida pública. Un silencio muy elocuente.
Oración sobre las ofrendas
Te pedimos, Señor, que te sean gratos los dones presentados por la Iglesia exultante de gozo, pues has querido que tu Hijo Unigénito se ofreciera como Cordero inocente por la salvación del mundo. Por Jesucristo, nuestro Señor.
María y José ofrecieron en el templo la dávida de los pobres: un par de tórtolas. Nosotros ponemos en el altar el pan y el vino que, igual que todo lo que somos y tenemos, lo hemos recibido de Dios. Estos pobres presentes, frutos también de nuestro trabajo, van a convertirse en el Don de Dios por antonomasia: en su Hijo Jesucristo, convertido en nuestro alimento para crecer como cristianos y como personas. Con su entrega voluntaria a la muerte nos ha comprado para que en adelante no vivamos para nosotros, sino para Él que murió y resucitó por nosotros: “El que quiera salvar su vida, la perderá; y todo el que pierda su vida por causa de mí, la encontrará” (Mt 16, 25)
Antífona Conunión (Lc 2,30-31)
Mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos.
No podía ser de otra manera. Simeón pudo ver al Mesías en la insignificancia de un niño de cuarenta días porque en ese momento estaba inspirado por el Espíritu Santo. Conscientes de que el Espíritu Santo habita en nosotros, agucemos los oídos de nuestra alma y Él -el Espíritu Santo- nos señalará en todo momento y en todas las circunstancias dónde se encuentra el Señor. No olvidemos nunca a este tan querido huésped de nuestra alma.
Oración después de la comunión
Por estos dones santos que hemos recibido, llénanos de tu gracia, Señor, tú que has colmado plenamente el anhelo expectante de Simeón y, así como él no vio la muerte sin haber merecido acoger antes a Cristo, concédenos alcanzar la vida eterna a quienes caminamos al encuentro del Señor. Por Jesucristo, nuestro Señor.
¡Qué espléndido ha sido nuestro Padre con nosotros! Los pobres dones que le hemos ofrecido nos los devuelve enriquecidos con el gran don de su Hijo, el verdadero manjar de nuestra vida. Después de habernos nutrido con este necesario e imprescindible alimento, le pedimos que, igual que Simeón vio cumplida su esperanza de contemplar con sus ojos al Mesías esperado, conceda a quienes buscamos ansiosamente encontrarnos con el Señor alcanzar la verdadera vida, aquélla en la que, eliminadas todas las incertidumbres, y desaparecidos todos los temores, nos hace ser de verdad nosotros mismos. Como hombres repletos de esta savia vital, avivemos nuestro esfuerzo por conocer cada vez más profundamente al autor de nuestra salvación: “Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo” (Jn 17,3).