Domingo 2 Ordinario C

 Segundo domingo del tiempo ordinario Ciclo C

Antífona de entrada

           Que se postre ante ti, oh Dios, la tierra entera; que toquen en tu honor; que toquen para tu nombre, oh Altísimo (Sal 65,4).

         Con este versículo del salmo 65, con el que iniciamos la celebración eucarística, manifestamos nuestro deseo de que la soberanía de Dios y su poder sobre el universo, la historia y el género humano sean reconocidos y celebrados por todos los hombres 

Oración colecta

          Dios todopoderoso y eterno, que gobiernas a un tiempo cielo y tierra, escucha compasivo la oración de tu pueblo, y concede tu paz a nuestros días. Por nuestro Señor Jesucristo.

          Que Dios gobierna aquella realidad que, según nuestra manera de expresarnos, llamamos “cielo”, es una verdad fácil de entender. Lo que supone un misterio para nosotros es que Dios gobierne el mundo en que vivimos, un mundo en el que el bien está mezclado con incontables realidades perversas, pero que, misteriosamente para nosotros, está dirigido por la mano de Dios: "Riges el mundo con justicia, con equidad juzgas a los pueblos y gobiernas las naciones de la tierra" (Sal 67,5). A este Dios, que todo lo puede y en quien no hace mella el tiempo, pedimos, con estas palabras elegidas por la Iglesia como oración, que atienda amoroso nuestras plegarias y nos regale su paz, la paz que brota de la fraternidad traída por Cristo y que tan necesaria se hace en nuestros días.

Lectura del libro de Isaías - 62,1-5

          Por amor a Sion no callaré, por amor de Jerusalén no descansaré, hasta que rompa la aurora de su justicia, y su salvación llamee como antorcha. Los pueblos verán tu justicia, y los reyes tu gloria; te pondrán un nombre nuevo, pronunciado por la boca del Señor. Serás corona fúlgida en la mano del Señor y diadema real en la palma de tu Dios. Ya no te llamarán «Abandonada», ni a tu tierra «Devastada»; a ti te llamarán «Mi predilecta», y a tu tierra «Desposada», porque el Señor te prefiere a ti, y tu tierra tendrá un esposo. Como un joven se desposa con una doncella, así te desposan tus constructores. Como se regocija el marido con su esposa, se regocija tu Dios contigo.

          El autor de este texto es un creyente, seguidor de la espiritualidad del profeta Isaías. Muchos exégetas lo conocen como el ‘tercer Isaías’. Tocado por el amor de Dios a Israel, alberga en su corazón una profunda tristeza, al ver que su pueblo, representado en su capital, Jerusalén, se encuentra en un estado calamitoso. Es tanto el amor que siente por la ciudad ´de la presencia de Dios´, que se ha prometido a sí mismo no callar ni descansar hasta que en ella reinen la justicia y la salvación: “Por amor a Sion no callaré, por amor de Jerusalén no descansaré, hasta que rompa la aurora de su justicia, y su salvación llamee como antorcha”.

          Siendo el esperpento y el ‘hazme reír’ de los pueblos que la rodean, el profeta invita a mirar el brillante futuro al que está destinada Jerusalén. Muy pronto será justamente considerada en el conjunto de las naciones: “Los pueblos verán tu justicia y los reyes tu gloria”. El optimismo del autor sagrado llega a comparar a Jerusalén con las joyas más preciosas y valiosas que adornan la cabeza de una joven novia: “corona fúlgida”, “diadema real”. En ese momento, los pueblos, cegados por tanto resplandor y belleza, cambiarán los calificativos de desprecio en estos momentos lúgubres -“abandonada”, “devastada”- por los de “predilecta” y “desposada”.

          Jerusalén ya no temerá castigo alguno, pues, cuando “el Señor pronuncie por su boca su nuevo nombre, residirán en ella la paz, la justicia y la verdad, virtudes en las que se alegrará su Dios con una alegría semejante a la que tiene el novio con su amada o el marido con su esposa. El amor que, como esposo, tiene Dios a su pueblo, se constata inequívocamente en otros lugares bíblicos. Vayan como muestra estas palabras del también profeta Oseas: “Yo te desposaré conmigo para siempre; te desposaré conmigo en justicia y en derecho, en amor y en compasión” (Os 3,1).

          Este amor esponsal se realiza plenamente en Jesucristo, en quien Dios se une al hombre hasta hacerse semejante a él en todo, menos en el pecado. La búsqueda de Dios al hombre y el cuidado de Dios por el hombre comienzan desde el principio de los tiempos y no se truncan por las constantes recaídas de éste en el pecado, puesto que Dios sigue, de manera misteriosa, a su lado, ofreciéndole su perdón y guiándole por el recto camino. Así lo hizo con Israel, al que elige como su hijo predilecto y nunca abandona, a pesar de sus continuas infidelidades. Esta predilección de Dios por Israel y, a través de Israel, por toda la humanidad, llega hasta la locura de hacerse totalmente semejante al hombre en su Hijo, el cual, “a pesar de su condición divina, (...) se despojó de su rango (...) y,  actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse (...) a una muerte de cruz” (Fil 2,6-8). Es esta muerte de Jesús en la cruz la plena realización y manifestación del amor de Dios a los hombres. Así lo indica, por inspiración divina el evangelista san Juan: “habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo los amó hasta el extremo” (Jn 13,1), hasta el extremo del amor, pues “no hay amor más grande que dar la vida por los amigos” (Jn 15,23).

          Fue en este momento de la muerte de Jesús cuando se realizaron las bodas de Dios con la humanidad, representada en la Iglesia, a la que “Cristo amó y se entregó a sí mismo por ella”. A ella y, en ella, a toda la humanidad podemos aplicar con total realismo las palabras de Isaías en esta lectura:

          Nuestra vida como seguidores de Cristo debe estar fundamentada en el convencimiento de que todos y cada uno hemos sido amados por Dios de esta manera. Ésta es la gran riqueza del cristiano: “el haber conocido el amor que Dios nos tiene y el haber creído en él” (1 Jn 4,16). De este amor, “nada ni nadie podrá jamás separarnos, ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles ni los demonios, ni nuestros temores de hoy ni nuestras preocupaciones de mañana” (Rm 8,38). Este amor lo vivimos de forma especial en la comunión eucarística, donde el amor de Dios a nosotros se funde con nuestro amor a los demás: en este encuentro íntimo con Jesús se unen mi entendimiento y voluntad a su entendimiento y su voluntad y, de esta forma, aprendo a ver a los demás como Él los ve y a quererlos como Él los quiere. “La unión con Cristo es al mismo tiempo unión con todos los demás a los que él se entrega. No puedo tener a Cristo sólo para mí; únicamente puedo pertenecerle en unión con todos los que son suyos o lo serán. La comunión me hace salir de mí mismo para ir hacia Él, y por tanto, también hacia la unidad con todos los cristianos” (Benedicto XVI, Deus caritas est”, 14).

Salmo responsorial – 95

      Aclamad la gloria y el poder del Señor.      

          El salmista nos exhorta a reconocer en público la gloria y el poderío del Señor. ¿Cómo hacerlo? 

Con nuestra voz, dando, siempre que sea preciso, razones de nuestra fe y de nuestra esperanza: de nuestra fe en un Dios que, de modo misterioso, sostiene la vida de los hombres, y de nuestra esperanza de que este Dios nos liberará de todas nuestras ataduras y servidumbres, regalándonos su gracia poderosa para superar todo lo que se interpone a nuestra verdadera felicidad. 

Y también con nuestras obras de amor, para que, viéndolas los hombres, glorifiquen también al Padre de todos, que está en los cielos (Mt 5,16).

Cantad al Señor un cántico nuevo. cantad al Señor, toda la tierra. Cantad al Señor y bendecid su nombre. 

           Las constantes intervenciones, siempre nuevas y sorprendentes, de Dios con su pueblo requieren también nuevos modos de alabanza. La manifestación de nuestro agradecimiento a Dios se debe llevar a cabo con expresiones que broten de un corazón renovado por la gracia siempre nueva, de Dios. Este canto nuevo debe extenderse a todos los hombres. El amor de Dios, que se ha derramado en nuestros corazones, no tiene límites: se extiende a toda la humanidad y a toda la creación. Como partícipes de ese amor divino, los seguidores de Cristo tendemos por naturaleza -por la naturaleza nueva que hemos recibido De Dios- a desear que el amor de Dios se derrame también en el corazón de todos los hombres, nuestros hermanos, para que también ellos canten los beneficios de Dios y lo bendigan, es decir, muestren ante sí mismos y ante los demás su agradecimiento a este Dios que les ha bendecido con la participación en su misma vida. Ir en contra de este deseo es antinatural, pues hemos sido creados por el Amor y para el amor.

 Proclamad día tras día su victoria.  Contad a los pueblos su gloria, sus maravillas a todas las naciones 

           El salmista invita a su pueblo a proclamar continuamente la victoria de Dios sobre sus enemigos y los enemigos del hombre; una victoria llevada a cabo en la entrega de su Hijo hasta su muerte en la Cruz, la máxima manifestación del amor de Dios y al mismo tiempo de la gloria de Dios, que el Padre hizo visible al resucitarlo de entre los muertos, al sentarlo a su derecha en el cielo y al constituirlo Dueño y Señor de todo lo creado. A nosotros se nos ha concedido participar de esta gloria de Cristo, pues al injertarnos  en Él por el bautismo, nos hemos hecho una sola cosa con Él: “Al morir con Él, vivimos con Él; al sufrir con Él reinamos con Él” (2 Tm 2,11-12). Estás son las maravillas que Dios ha hecho con nosotros, maravillas dignas de ser publicadas en todos los pueblos del mundo.

  Familias de los pueblos, aclamad al Señor, aclamad la gloria y el poder del Señor; aclamad la gloria del nombre del Señor, entrad en sus atrios trayéndole ofrendas. 

           Todos los hombres, habiendo oído, de una u otra forma, hablar de la soberanía de Dios, tienen también el derecho y el deber de proclamar su gloria, reconocer su poderío, bendecir su nombre y acercarse a su santuario a rendirle el homenaje y la ofrenda de su vida. El cristiano se goza, no tanto por sus logros personales, sino porque el Señor sea cada vez más conocido y proclamado, bien a través de reconocimientos explícitos, o mediante la práctica del amor que, en cualquier circunstancia y siempre que sea auténtico, nos habla de Dios. El espíritu sopla de donde quiere, y oyes su sonido; mas ni sabes de dónde viene, ni a dónde va; así es todo aquel que es nacido del Espíritu” (Jn 4,8)

 Postraos ante el Señor en el atrio sagrado, tiemble en su presencia la tierra toda. Decid a los pueblos: «El Señor es rey: él gobierna a los pueblos rectamente». 

           El salmista insiste en la necesidad de adorar al Señor. Como buen israelita, cuando habla del “atrio sagrado”, se está refiriendo al Templo de Jerusalén. Jesús nos hace ver, en el diálogo con la mujer samaritana, que la verdadera adoración a Dios no está circunscrita a ninguna ubicación física: “Desde ahora adoraréis al Padre en Espíritu y en Verdad (Jn 4,23). Al hacernos una sola cosa con Él en el bautismo, nos hemos convertido en el templo donde habita el Espíritu Santo: “¿No sabéis que sois templo de Dios, y que el Espíritu de Dios mora en vosotros?” (1 Cor 3,17). Desde este templo, que somos nosotros, invitamos a todos los hombres a vibrar ante la presencia siempre nueva del Señor que, de modo misterioso, dirige los destinos de la historia: Él gobierna a los pueblos rectamente”.


 Lectura de la primera carta del apóstol san Pablo a los Corintios - 12,4-11

          Hermanos: Hay diversidad de carismas, pero un mismo Espíritu; hay diversidad de ministerios, pero un mismo Señor; y hay diversidad de actuaciones, pero un mismo Dios que obra todo en todos. Pero a cada cual se le otorga la manifestación del Espíritu para el bien común. Y así uno recibe del Espíritu el hablar con sabiduría; otro, el hablar con inteligencia, según el mismo Espíritu. Hay quien, por el mismo Espíritu, recibe el don de la fe; y otro, por el mismo Espíritu, don de curar. A éste se le ha concedido hacer milagros; a aquel, profetizar. A otro, distinguir los buenos y malos espíritus. A uno, la diversidad de lenguas; a otro, el don de interpretarlas. El mismo y único Espíritu obra todo esto, repartiendo a cada uno en particular como él quiere.

           En la comunidad de Corinto existían los problemas propios de una comunidad cristiana en medio de un mundo totalmente pagano, en el que proliferaban ideas y comportamientos absolutamente ajenos al mensaje cristiano, un mundo, por cierto muy parecido al nuestro. Es por esto que las dos cartas de San Pablo a los Corintios conserven toda su actualidad en nuestros días. También vivimos nosotros en un mundo en el que el dinero, el sexo, el ansía por poseer, el consumismo desenfrenado y el egoísmo en nuestras relaciones sociales se nos ofrecen como los valores a los que debemos someternos para conquistar la felicidad, una felicidad que nunca llega. Al contrario, la ansiedad, la angustia y la depresión son, cada vez más, ‘el pan nuestro de cada día’.

           La única alternativa a este mundo es la cultura del amor, el amor universal del que dio máximo ejemplo Jesucristo, pues él cumplió en su propia carne aquello de que no existe amor más grande que dar la vida por los amigos: “Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn 13,1). Y es del amor de lo que nos habla la segunda lectura de este domingo. En el don de la gracia (carisma) que recibimos para la función o el ministerio (servicio) que nos toca ejercer en la comunidad y en las obras buenas (actividades) que realizamos, es el Espíritu de amor, que habita en nosotros, el gran protagonista. Ello significa que todo lo que somos y hacemos lleva el sello del amor y, consiguientemente, es para el provecho de nuestros hermanos: “A cada cual se le otorga la manifestación del Espíritu para el bien común” : “a unos el don de hablar con sabiduría”, “a otros el don de la fe”, a otros el don de interpretar”, “a otros el don de sanar o el fin de hacer milagros”.

           Por el bautismos nos hemos sumergido en el fuego del Espíritu y, desde ese momento, es el Espíritu el que se refracta a través de las peculiaridades y capacidades de cada uno, las cuales nos han sido otorgadas por el Padre, de quien procede todo don: “Toda dádiva buena y todo don perfecto viene de lo alto, desciende del Padre de las luces” (Sant 2,17). Los cristianos, por tanto, nos recreamos en la diversidad, pues en ella se manifiesta toda la riqueza del Espíritu, nos gozamos en nuestras diferencias, con las que manifestamos, cada uno a su manera, las múltiples facetas del amor de Dios. Es esta pluralidad de formas de ser, de sentir y de actuar, la que enriquece a la Iglesia y al mundo, siempre, claro está, que las vivamos desde el amor y para el amor. Los diferentes sonidos emitidos por los diferentes instrumentos de una orquesta construyen una armónica sinfonía, cuando todos ellos se mueven en la misma tonalidad. En caso contrario, en lugar de armonía, se produce ‘cacofonía’, que obliga a taparse los oídos. La sinfonía que la Iglesia debe construir es un canto al amor que interpreta para todos los hombres en el gran teatro del mundo. Ella de nuestra única misión y nuestra razón de ser, la de revelar a los hombres el amor omnipresente de Dios.

Aclamación al Evangelio

           Aleluya, aleluya, aleluya. Dios nos llamó por medio del evangelio para que sea nuestra la gloria de nuestro Señor Jesucristo.

Lectura del santo evangelio según san Juan -  2,1-11

          En aquel tiempo, había una boda en Caná de Galilea, y la madre de Jesús estaba allí. Jesús y sus discípulos estaban también invitados a la boda. Faltó el vino, y la madre de Jesús le dice: «No tienen vino». Jesús le dice: «Mujer, ¿qué tengo yo que ver contigo? Todavía no ha llegado mi hora». Su madre dice a los sirvientes: «Haced lo que él os diga». Había allí colocadas seis tinajas de piedra, para las purificaciones de los judíos, de unos cien litros cada una. Jesús les dice: «Llenad las tinajas de agua». Y las llenaron hasta arriba. Entonces les dice: «Sacad ahora y llevadlo al mayordomo». Ellos se lo llevaron. El mayordomo probó el agua convertida en vino sin saber de dónde venía (los sirvientes sí lo sabían, pues habían sacado el agua), y entonces llama al esposo y le dice: «Todo el mundo pone primero el vino bueno y, cuando ya están bebidos, el peor; tú, en cambio, has guardado el vino bueno hasta ahora». Este fue el primero de los signos que Jesús realizó en Caná de Galilea; así manifestó su gloria y sus discípulos creyeron en él.

          El sentido liberador de la Buena Nueva no se manifiesta sólo en los momentos más trascendentales de la vida, sino también en las circunstancias más cotidianas, como es el caso de este relato, una fiesta de bodas. En la fiesta se encontraban María y Jesús, acompañado de sus discípulos que, al decir del evangelista, también habían sido invitados. Probablemente María debía ser, si no pariente de uno de los contrayentes, sí una persona muy allegada a la familia de uno de ellos o, quizá de los dos. Sabemos que las bodas eran un auténtico acontecimiento familiar que solían durar siete días, si la novia se casaba por primera vez, y tres en el caso de que fuese viuda.

          Fue María la que, haciéndose eco de la vergüenza que suponía para los novios la falta del vino -una bebida imprescindible en este tipo de fiestas- levantó la voz de alarma, acudiendo a su hijo para poner remedio a la situación. Probablemente María pudo pensar que había llegado el momento para Jesús de manifestar su poder. La respuesta distante, y en cierto modo dura, de Jesús a la intercesión de su madre nos recuerda aquella otra que le dio en el templo cuando tenía doce años: “Mujer, ¿qué tengo yo que ver contigo?”, dulcificándola un poco con estas palabras: “Todavía no ha llegado mi hora”.  

         Nos resulta extraña esta situación. Cómo, después de negarse a intervenir por no haber llegado todavía el momento de manifestarse a los hombres como el Hijo de Dios, realiza el milagro. Difícil respuesta. Quizá fue la fe de María, manifestada en su humilde y confiada petición, la causa de que éste fuese el momento de manifestar por primera vez su poder. La orden que dio a los criados, “haced lo que Él os diga” -que supone un conocimiento del modo de ser y de actuar de su Hijo- unida a la seguridad y confianza que tenía en Él depositadas, avalan probablemente el hecho de que había llegado la hora para Jesús. Sabemos, por otra parte, que el momento de la manifestación del poder de Dios no viene dado por los astros ni por las circunstancias temporales, sino por la fe de los hombres, fe que encarna la madre de Dios de forma eminente: “Si tuvieseis fe como un grano de mostaza, diréis a este monte: "Desplázate de aquí allá", y se desplazará, y nada os será imposible” (Mt 17,20).

          Y la realización del milagro ya la conocemos. Repletas de agua las tinajas de piedra, sacaron, por orden de Jesús, un jarro de las mismas y lo llevaron al maestresala para que diese el ‘visto bueno’. Fuertemente extrañado de la bondad del vino, llama la atención del nuevo esposo por haber actuado de modo diferente a lo habitual: “Todo el mundo pone primero el vino bueno ... tú, en cambio, lo has guardo para el final”.

          “Este fue el primero de los signos que Jesús realizó en Caná de Galilea; así manifestó su gloria y sus discípulos creyeron en Él”

          A lo que los evangelios sinópticos llaman ‘milagros’, San Juan denomina ‘signos’. Los signos en el cuarto evangelio son como palabras en acción que deben ser interpretadas y que anuncian, por lo general, un mensaje que Cristo quiere transmitirnos. La multiplicación de los panes anuncia el misterio eucarístico; la resurrección de Lázaro, nuestra propia resurrección a la vida verdadera. 

La transformación del agua en vino debe interpretarse como la nueva y abundante vida y el gozo que nos ha traído Jesucristo, un anticipo del sacrificio de Cristo en el que se vuelca toda la generosidad que Dios ha tenido con nosotros. Este sacrificio lo actualizamos en la Eucaristía con el pan de cada día y con el vino de las fiestas. Es la gracia, que llena hasta rebosar las tinajas de la ley (de las purificaciones de los judíos) y que da cumplimiento a todas las promesas de Dios.

Oración sobre las ofrendas

          Concédenos, Señor, participar dignamente en estos sacramentos, pues cada vez que se celebra el memorial del sacrificio de Cristo, se realiza la obra de nuestra redención. Por Jesucristo, nuestro Señor.

          Pensamos que vivir con devoción e intensidad la celebración eucarística es algo que depende sólo de nosotros. No. Todo nuestro pensar y actuar -cuando pensamos y actuamos según Dios- vienen del Señor, no de nuestro esfuerzo personal autónomo. Por eso, desde la humildad, que es el cimiento de todas las virtudes, pedimos al Padre que nos conceda participar dignamente en la celebración eucarística. Es triste que, por culpa de nuestra falta de disposición, no nos aprovechemos de los frutos de la redención que se derraman en la celebración de este sacramento.

Antífona de comunión

          Nosotros hemos conocido y hemos creído en el amor que Dios nos tiene (1 Jn 4,16). 

          Es lo que nos caracteriza y define como cristianos. Este amor de Dios lo vamos a saborear al recibir el pan que nos asimila a Cristo y nos transforma en amor: “Gustad y ved qué bueno es el Señor” (Sal 34). Acerquémonos al sacramento, conscientes de que, al comulgar, nos unimos realmente a Cristo y, en Cristo, a nuestros hermanos.

Oración después de la comunión

          Derrama, Señor, en nosotros tu Espíritu de caridad, para que hagas vivir concordes en el amor a quienes has saciado con el mismo Pan del cielo. Por Jesucristo, nuestro Señor.

           El amor a los demás ya no es solo un mandamiento, sino la respuesta al amor de Dios que nos ha amado primero (1Jn 4,10). Sólo en la medida en que somos conscientes de que Dios nos ama, seremos expertos en el amor. Pedimos al Padre que los que nos hemos alimentado del cuerpo de Cristo vivamos unidos en el amor. De este modo, el mundo verá en nosotros al Amor con mayúscula.